CAPÍTULO LIX
Noche de Navidad, echóse a dormir de muy cansado. —Descuidóse el que gobernaba, da en un bajo la nao, cerca del puerto del rey Guacanagarí. —Huyeron con la barca los marineros, desmamparando la nao. —No los quisieron los de la otra carabela recibir, y sabido por el Rey la pérdida de la nao, fue extraña y admirable la humanidad y virtud que mostró al Almirante y a los cristianos, y el socorro que mandó dar y poner para descargarla toda, y la guarda que hizo poner en todas las, cosas, que no faltó agujeta. —Certifica el Almirante a los Reyes, que en el mundo no puede haber mejor gente ni mejor tierra, etc.
Anduvo este dia, lunes, y un pedazo de la noche que llamamos Noche Buena de Navidad, aunque fue harto trabajosa para el Almirante esta, donde Dios le comenzó a aguar los placeres y alegrías que por aquí cada hora le daba, que, cierto, debían de ser inestimables, viéndose haber descubierto unas tierras tan felices y tantas gentes bienaventuradas de su naturaleza (si fueran dichosas de que a cognoscerlas y tractarlas, según razón, acertáramos, o nosotros fuéramos venturosos para que Dios no nos dejara de su mano), y de donde podia el Almirante cada dia asaz conjeturar y esperar grandísimos y generalísimos bienes espirituales y temporales. Asi que, anduvo este dia y parte desta noche con poco viento, casi calma, hasta llegar una legua o legua y media del pueblo del rey Guacanagarí, que tanto verlo deseaba, y él, que iba no con menos deseos y ansia.
Estando sobre cierta punta de la tierra, hasta dado el primer cuarto de las velas, que seria a las once de la noche, velando siempre el Almirante, viendo que no andaba nada y la mar era como en un escudilla, acordó de echarse a dormir, de muy cansado, y que habia dos dias y una noche que sin dormir estaba desvelado. De que vído el marinero que gobernaba, que el Almirante se acostaba para dormir, dio el gobernario a un mozo grumete, y fuese también a dormir; lo que el Almirante siempre prohibió en todo el viaje, que, ni con calma ni con viento, no diesen los marineros el gobernario a los grumetes; lo mismo hicieron todos los marineros, visto que el Almirante reposaba y que la mar era calma. El Almirante se habia acostado por estar seguro de bancos y de peñas, porque, cuando el domingo envió las barcas al rey Guacanagarí, habian visto la costa toda los marineros, y los bajos que habia, y por dónde se podía pasar desde aquella punta al pueblo del Rey dicho, lo que no habian hecho en todo el viaje.
Quiso Nuestro Señor, que a las doce horas de la noche; que las corrientes que la mar hacia llevaron la nao sobre un banco, sin que el muchacho que tenia el gobernario lo sintiese, aunque sonaban bien los bajos que los pudiera oir de una legua. El mozo sintió el gobernario tocar en el bajo, y oyó el sonido de la mar, y dio voces, a las cuales levantóse primero el Almirante, como el que más cuidado siempre tenia, y fue tan presto, que aún ninguno habia sentido que estaban encallados; levantóse luego el Maestre de la nao, cuyo era aquel cuarto de la vela, mandóle luego el Almirante, y a todos los marineros, que halasen el batel o barca que traían por popa, y que tomasen un ancla y la echasen por popa, porque por aquella manera pudieran, con el cabrestante, sacar la nao; el cual, con los demás, saltaron en el batel, y temiendo el peligro, quítanse de ruido, y vánse huyendo a la carabela, que estaba de barlovento, que quiere decir, hacia la parte de donde viene el viento, media legua. El Almirante, creyendoque habian hecho lo que les habia mandado, confiaba de por allí presto tener remedio, pero cuanto ellos lo hicieron de malvadamente, lo hicieron de bien, fiel y virtuosamente los de la carabela, que no los quisieron recibir e les defendieron la entrada; luego, a mucha priesa, los de la carabela saltaron en su barca y vinieron a socorrer al Almirante y a remediarla nao; los otros vinieron aún después, con su confusión y vergüenza.
Antes que los unos y los otros llegasen, desque vído el Almirante que huian dejándole en tan gran peligro, y que las aguas menguaban y la nao estaba ya con la mar de través, no viendo otro remedio, mandó cortar el mastel y alijar de la nao todo cuanto pudieron, para la alivianar y ver si podian sacarla; pero como las aguas menguaban de golpe, cada rato quedaba la nao más en seco, y asi no la pudieron remediar, la cual tomó lado hacia la mar traviesa; puesto que la mar era poca por ser calma, con todo, se abrieron los conventos, que son los vagos que hay entre costillas y costillas, y no se abrió la nao. Si viento o mar hobiera, no escapara el Almirante, ni hombre de los que con él quedaron, y si hicieran el Maestre y los demás lo que les habia mandado, de echar el ancla por popa, cierto, la sacara, porque cada dia se halla por experiencia ser este, para el tal conflicto, el remedio.
Envió luego el Almirante a Diego Arana, de Córdoba, Alguacil mayor del armada, y a Pero Gutiérrez, repostero de la casa real, en el batel, a hacer saber al rey Guacanagarí, que lo habia enviado a convidar, el desastre y fortuna que le habia sucedido. El Almirante fue a la carabela para llevar y salvar la gente de la nao, y, como avivase ya el viento, y quedase aún gran pedazo de noche por pasar, y no supiese que tanto se extendia el banco, acordó de andar barloventeando hasta que fuese de dia.
Estaba de donde la nao se perdió, la población del rey Guacanagarí, legua y media; llegados los cristianos y hecha relación al Rey del caso acaecido, diz que, mostró grandísima tristeza y cuasi lloró, y, a mucha priesa, mandó a toda su gente que tomasen cuantas canoas grandes y chicas tenia, que fuesen a socorrer al Almirante y a los cristianos, y asi, con maravillosa diligencia, lo hicieron; llegaron las canoas e infinita gente a la nao, diéronse tanta priesa a descargar, que en muy breve espacio la descargaron. Fue, dice el Almirante, admirable y tempestivo el socorro y aviamiento que el Rey dio, asi para el descargo de la nao, como en la guarda de todas las cosas que se sacaban y ponían en tierra, que no faltase una punta de alfiler, como no faltó cosa, chica ni grande; y él mismo, con su persona y con sus hermanos, estaba poniendo recaudo con las cosas que se sacaban, y mandándole tener a toda su gente que en ello entendia.
De cuando en cuando enviaba una persona, o de sus parientes o principal, llorando, a consolar al Almirante, diciéndole, que le rogaba que no hobiese pesar ni enojo, porque él le daría cuanto tuviese. Dice aquí el Almirante, estas palabras a los Reyes: «Certifico a Vuestras Altezas, que en ninguna parte de Castilla tan buen recaudo en todas las cosas se pudiera poner sin faltar una agujeta». Estas son sus palabras. Mandó poner todas juntas las cosas que desembarcaban, cerca de las casas, entre tanto que se vaciaban algunas casas, que mandó vaciar, para donde se metiese y guardase todo. Mandó asimismo, que estuviesen hombres armados de sus armas, que son flechas y arcos, en rededor de toda aquella hacienda, que velasen y la guardasen toda la noche. Él, con todo el pueblo, lloraban, dice el Almirante, tanto son gente de amor y sin cudicia, y convenibles para toda cosa, que certifico a Vuestras Altezas, que en el mundo creo que no hay mejor gente ni mejor tierra; ellos aman a sus prójimos como a sí mismos, y tienen una habla la más dulce del mundo y mansa, y siempre con risa; ellos andan desnudos, hombres y mujeres, como sus madres los parió, mas crean Vuestras Altezas, que entre sí tienen costumbres muy buenas, y el Rey muy maravilloso estado, de una cierta manera tan continente, que es placer de verlo todo; y la memoria que tienen, y todo lo quieren ver, y preguntan qué es y para qué». Estas todas son palabras del Almirante.