CAPÍTULO CIV[*]

El Almirante, como cada dia sentía toda la tierra ponerse en armas, puesto que armas de burla en la verdad, y crecer en aborrecimiento de los cristianos, no mirando la grande razón y justicia que para ello los indios tenían, dióse cuanta más priesa pudo para salir al campo para derramar las gentes y sojuzgar por fuerza de armas la gente de toda esta isla, como ya digimos; para efecto de lo cual, escogió hasta 200 hombres españoles, los más sanos (porque muchos estaban enfermos y flacos), hombres de pié y 20 de a caballo, con muchas ballestas y espingardas, lanzas y espadas, y otra mas terrible y espantable arma para con los indios, después de los caballos, y esta fue 20 lebreles de presa, que luego en soltándolos o diciéndolos «tómalo,» en una hora hacian cada uno a cien indios pedazos; porque como toda la gente desta isla tuviesen costumbre de andar desnudos totalmente, desde lo alto de la frente hasta lo bajo de los pies, bien se puede fácilmente juzgar qué y cuales obras podían hacer los lebreles ferocísimos, provocados y esforzados por los que los echaban y agomaban en cuerpos desnudos, o en cueros, y muy delicados: harto mayor efecto, cierto, que en puercos duros de Carona o venados.

Esta invención comenzó aquí escogitada, inventada y rodeada por el diablo, y cundió todas estas Indias, y acabará cuando no se hallare más tierra en este orbe, ni más gentes que sojuzgar y destruir, como otras exquisitas invenciones, gravísimas y dañosísimas a la mayor parte del linaje humano, que aquí comenzaron y pasaron y cundieron adelante para total destrucción de estas naciones, como parecerá.

Es también aquí de notar, que como los indios anduviesen, como es dicho, desnudos en estas islas y en muchas partes de Tierra Firme, y en todas las demás no pase su vestido de una mantilla delgada de algodón, de vara y media, o dos cuando más, en cuadro, y estas sean cuasi en todas las Indias (los pellejos suyos, digo, y las dichas mantillas), sus armas defensivas, las ballestas de los cristianos y las espingardas de los tiempos pasados, y más sin comparación los arcabuces de agora, son para los indios increíblemente nocivas; pues de las espadas que cortaban y cortan hoy un indio desnudo por medio, no hay necesidad que se diga; los caballos, a gentes que nunca los vieron y que imaginaban ser todo, el hombre y caballo, un animal, bastaban de miedo enterrarse dentro de los abismos, vivos, y, por su mal, después que los cognoscieron, vieron y ven hoy por obra en sus personas, casas, pueblos y reinos, lo que padecen dellos o por ellos temían. Esto es cierto, que solos 10 de caballo, al menos en esta isla (y en todas las demás partes destas Indias, si no es en las altas sierras), bastan para desbaratar y meterlos todos por las lanzas, 100.000 hombres que se junten, contra los cristianos, de guerra, sin que 100 puedan huir; y esto se pudo bien efectuar en la Vega Real desta isla, por ser tierra tan llana como una mesa, como arriba en el cap. 90.º se dijo. Por manera, que ninguna de nuestras armas podemos contra los indios mover que no les sea perniciosísima: de las suyas, ofensivas contra nosotros, no es de hablar, porque, como arriba digimos, son las más como de juegos de niños.

Teniendo, pues, la gente aparejada y lo demás para la guerra necesario, el Almirante, llevando consigo a D. Bartolomé Colon, su hermano, y al Rey Guacanagarí (no pude saber qué gente llevó de guerra, de sus vasallos), en 24 del mes de Marzo de 1495, salió de la Isabela, y a dos jornadas pequeñas, que son diez leguas como se dijo, entró en la Vega, donde la gente se habia juntado mucha, y dijeron que creían habia sobre 100.000 hombres juntos. Partió la gente que llevaba con su hermano, el Adelantado, y dieron en ellos por dos partes, y soltando las ballestas y escopetas y los perros bravísimos, y el impetuoso poder de los de caballo con sus lanzas, y los peones con sus espadas, asilos rompieron como si fueran manada de aves; en los cuales no hicieron menos estragos que en un hato de ovejas en su aprisco acorraladas. Fue grande la multitud de gente que los de a caballo alancearon, y los demás, perros y espadas hicieron pedazos; todos los que le plugo tomar a vida, que fue gran multitud, condenaron por esclavos.

Y es de saber que los indios siempre se engañan, señaladamente los que aun no tienen experiencia de las fuerzas y esfuerzo y armas de los cristianos, porque, como por sus espías que envían, les traen por cuenta cuántos son en número los cristianos, que es lo primero que hacen, y les traen por granos de maíz, que son como garbanzos, contados los cristianos, y por muchos que sean, no suben o subían entonces de 200 o 300, o 400, cuando más, y caben en el puño esos granos, como ven tan poco número dellos y de sí mismos son siempre tan innumerables, paréceles que no es posible que tan pocos puedan prevalescer contra tantos, pero después, cuando vienen a las manos, cognoscen cuan con riesgo y estrago suyo se engañaron.

Aquí es de advertir lo que en su Historia dice D. Hernando Colon en este paso, afeando primero la ida de Mosen Pedro Margante, y después las fuerzas e insultos que hacian en los indios los cristianos, por estas palabras: «De la ida de Mosen Pedro Margante provino que cada uno se fuese entre los indios por do quiso, robándoles la hacienda, y tomándoles las mujeres, y haciéndoles tales desaguisados, que se atrevieron los indios a tomar venganza en los que tomaban solos o desmandados; por manera que el Cacique de la Magdalena, llamado Guatiguana, mató 10 cristianos, etc.». Aunque después, vuelto el Almirante se hizo gran castigo, y bien que él no se pudo haber, fueron presos y enviados a Castilla con los cuatro navios que llevó Antonio de Torres, más de 500 esclavos y son sus vasallos; asimismo se hizo castigo por otros seis o siete, que, por otras partes de la isla, otros Caciques habian muerto. Y más abajo, dice D. Hernando asi: «Los más cristianos cometían mil excesos, por lo cual los indios les tenían entrañable odio, y reusaban de venir a su obediencia, etc.». Estas son sus formales palabras; y dice más, que después de vuelto el Almirante, hizo gran castigo por la muerte de los cristianos, y por la rebelión que habian hecho.

Si confiesa D. Hernando que los cristianos robaban las haciendas y tomaban las mujeres, y hacían muchos desaguisados, y otros mil excesos a los indios, y no vían juez que lo remediase, otro, de ley natural y derecho de las gentes, sino a sí mismos (cuanto más que esta era defensión natural que aun a las bestias y a las piedras insensibles es conocida, como prueba Brecio en el libro I, De consolatione, prosa 4.ª; y lo pudieron hacer, aunque recognoscieran por superior al Almirante o a otro, pues él no lo remediaba), ¿cómo el Almirante pudo en ellos hacer castigo?, ítem, si aun entonces llegaba el Almirante y no lo habian visto en la isla sino solos los diez, o doce, o quince pueblos que estaban en 48 leguas, que anduvo cuando fue a ver las minas, ni habia probado a alguno por razón natural, ni por escriptura auténtica, ni le podía probar que le eran obligados a obedecer por superior, porque ni podia ni la tenia, ni tampoco los entendía, ni ellos a él, ¿cómo iba y fue y pudo ir por alguna razón divina o humana a castigar la rebelión que D. Hernando dice? Los que no son subditos ¿cómo pueden ser rebeldes? ¿Podrá decir, por razón, el rey de Francia a los naturales de Castilla, si, haciendo fuerzas y robos, insultos y excesos, usurpándoles sus haciendas, y tomándoles sus mujeres y hijos en sus mismas tierras y casas los franceses, si volviendo por sí o por escaparse de quien tantos males vienen a hacerles, podrá, digo, el rey de Francia, con razón, decir que los Españoles le son rebeldes? Creo que no confesara esta rebelión Castilla. Luego, manifiesto es, que el Almirante ignoró en aquel tiempo, y aun mucho después, como parecerá, lo que hacer debia, y a cuánto su poder se extendía, y D. Hernando Colon estuvo bien remoto del fin, ignorando muy profundamente el derecho humano y divino, al cual fin, el descubrimiento que su padre en estas tierras hizo, y el estado y oficio (aunque bien trabajado y bien merecido), que por ella alcanzó, y la comisión y poderes que les Reyes le dieron y todo lo demás, se ordenaba y habia de ordenar y enderezar, como medios convenientes, según arriba en el cap. 93 digimos. Si este fin D. Hernando cognosciera, y penetrara la justicia y derecho que los indios a defenderse a sí e a su patria tenían, mayormente experimentando tantos males e injusticias cada dia, de nueva y extraña gente a quien nunca ofendieron, antes quien muchas y buenas obras les debía, y la poca o ninguna que los cristianos pudieron tener para entrar por sus tierras y reinos por aquella vía, ciertamente, mejor mirara y ponderara lo que en este paso habia de decir, y asi, callara lo que incautamente para loa del Almirante dijo, conviene a saber: «Que dieron los caballos por una parte y los lebreles por otra, y todos, siguiendo y matando, hicieron tal estrago, que en breve fue Dios servido tuviesen los nuestros tal victoria, que, siendo muchos muertos y otros presos y destruidos, etc.». Cierto, no fue Dios servido de tan execrable injusticia.

Historia de las Indias
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