XL
Tito murió repentinamente. Oficialmente, murió de una fiebre contraída cuando viajaba a Sulmona, lugar de nacimiento del poeta Ovidio, en cuyo Arte de Amar Tito siempre se había deleitado. Había sido emperador durante sólo dos años, tiempo insuficiente para perder su popularidad.
De hecho, Domiciano lo asesinó. No he tenido nunca la menor duda de ello, aunque no sé cómo se le administró el veneno.
Domiciano había conspirado contra él desde la muerte de su padre; y también antes de ella, creo yo. Sin embargo, Tito siempre le perdonaba y le reiteraba el amor que sentía por él, como hermano y como su designado sucesor. En privado me hizo la siguiente observación, al desechar la última y mal pergeñada conspiración, con socios de poca importancia: «Nadie estará dispuesto a asesinarme a mí para que Domiciano pueda ostentar la púrpura». Yo le recordé la persistencia de Domiciano. Él no me hizo caso.
En verdad, Domiciano no tenía razón alguna para albergar resentimiento contra su hermano, a no ser la conciencia de su propia inferioridad respecto a él. Esto persistió después de la muerte de Tito. Se enfurecía cuando alguien hablaba con admiración de él y cuando los senadores hablaban del difunto emperador con mayor entusiasmo aun que cuando vivía.
Unos días después de su llegada al trono, Domiciano me llamó a palacio. Lo encontré solo, arreglándose las uñas con un cuchillo. Puso de relieve el cambio en nuestras circunstancias, rehusando levantarse para saludarme. Estábamos acostumbrados a saludarnos con un abrazo. Entonces sentí que una fría distancia nos separaba. Incluso siendo emperador, Tito nunca dejó de acercarme su mejilla cuando nos encontrábamos en privado. Domiciano estaba sentado en un ángulo de la ventana que daba al valle del Foro entre el Palatino y el Capitolio.
—Tengo una visión para Roma —dijo—. Debe tener lugar un renacimiento moral. La corte debe dar el ejemplo.
Todos los emperadores, excepto Nerón y Cayo Calígula, supongo, empezaron su reinado con intenciones semejantes. Tito hasta había prescindido de su grupo de jovencitos bailarines; algunos de ellos poseían suficiente talento, encanto y belleza para hacer una fortuna en los escenarios públicos.
—He dado órdenes para que reúnan a los catamitas de mi hermano y los deporten —continuó Domiciano, como si estuviera leyendo mis pensamientos—. Sería absurdo pensar en restaurar la República —dijo—, pero volveré a establecer normas republicanas de virtud. Me dicen que algunas de las Vírgenes Vestales han faltado a sus votos de castidad. Así que he ordenado que se lleve a cabo una investigación, y las culpables serán ejecutadas.
Se miró las uñas y, aparentemente no muy satisfecho, se mordió la del anular de la mano derecha.
—La práctica de convertir a los jóvenes en eunucos —continuó— me repugna. Estoy preparando un edicto estableciendo que la castración sea una ofensa capital. Nada de lo que el divino Augusto consiguió fue más importante que la reforma de la moralidad. ¿No crees?
—Sé que lo intentó. No estoy tan seguro de que lo consiguiera.
—Ese maestro de escuela, Demócrito, que tan mal nos trató… Estoy dando órdenes para que lo busquen. No he decidido aún cómo matarle. ¿Azotes? Eso sería apropiado. ¿Te agradaría?
—Hace mucho tiempo de eso —dije yo—. Debe de ser ya un anciano. Y además, ¿qué importancia tiene?
—La tiene para mí. —Me dirigió una mirada siniestra de soslayo, y después la desvió—. Tú eres también culpable de ciertos delitos —dijo—. Un criminal, un adúltero. Te has estado llevando a tu cama a mi hermana Domitila. No lo toleraré. Conforme a la Lex Julia, ese decreto del divino Augusto que prohíbe el adulterio, se te puede mandar al exilio, a una isla remota y privarte de tu fortuna.
—No tengo fortuna —contesté—. Y tú lo sabes. Éramos siempre más pobres que nuestros compañeros de clase. En cuanto a Domitila, no niego la acusación. Su matrimonio es un desastre. Le gustaría divorciarse de su marido y casarse conmigo.
Se volvió hacia mí, me miró a los ojos y desvió otra vez la mirada. Rascó con la uña de su dedo pulgar el lado de su dedo índice hasta que aparecieron gotas de sangre.
—Lo prohíbo. Lo prohíbo terminantemente. Te prohíbo que vuelvas a ver a Domitila nunca más.
Si me desobedeces, sufrirás el castigo de la ley. ¿Entendido?
Yo me volví y, sin pedirle permiso para marcharme, salí de la estancia.
En casa me encontré con una carta de Domitila. Me decía que teníamos que obedecer; añadía que lo hacía por mí. Supondría para mí la muerte el desafiar las órdenes imperiales de Domiciano. Ella se iba a retirar a la Campania, a las propiedades de su marido. Eso también eran órdenes de Domiciano.