XXXI

Me escribes, Tácito, reprendiéndome otra vez por mi retraso en mandarte más episodios de lo que tú llamas mi «copia» y, después, como una coletilla, me preguntas si he estado enfermo, ya que no puedes comprender ni imaginarte qué otra razón puedo tener para fallarte. Como tú nunca, desde que me embarqué —de mala gana, permíteme que te lo recuerde— en este ejercicio que me ha hecho revivir tantos penosos acontecimientos que yo creía bien sepultados, ni una sola vez expresaste alguna palabra de gratitud, tal vez consideres que esta falta de cortesía sería suficiente razón para hacerme desistir. Pero tú me conoces. Sabes que no dependo de tu gratitud, y que me importan poco las expresiones de reconocimiento. Así que está justificado que suponga que podía haber estado enfermo.

Pero no en mi cuerpo. Mi enfermedad es del espíritu, o de la voluntad, o como quieras llamarla. La verdad es que tu petición desde el principio me recordó la sabiduría de las palabras de Heródoto:

«Remueves lo que no se debe remover». La historia es un archivo de crímenes y necedades, y nada más que yo pueda ver. No tiene valor instructivo, porque cada generación de hombres confía en su propia sabiduría y habilidad para evitar caer en los mismos errores en que cayeron sus padres. Tampoco puedo estar de acuerdo con Esquilo sobre eso de que «las lamentaciones son un seguro alivio de los sufrimientos». O tal vez ocurra que no poseo el don de dar expresión a las lamentaciones. No lo sé. Sólo sé que me he sentido desdichado al tener que ir a la busca de horrores pasados.

Y ahora tengo que acercarme al momento en que Vitelio se estaba preparando para entrar en Roma. «Las ganancias mal adquiridas siembran el mal», haciendo uso de las palabras de Sófocles.

Te estarás impacientando otra vez con mi manía de recurrir a citas literarias que me hacen perder el tiempo. ¡Qué le vamos a hacer!

Me llegó el rumor de que la disciplina de su ejército dejaba mucho que desear. Sobre todo, había frecuentes disensiones entre los legionarios y las tropas auxiliares, al creer cada uno de estos grupos que su indulgente general favorecía más al otro. Se unían sólo para saquear los pueblos y las ciudades por los que pasaban y para perpetrar abusos, violaciones y a veces asesinatos entre sus habitantes.

Sin embargo, cuando llegó el rumor de que el nuevo emperador estaba a unos pocos kilómetros de Roma, una muchedumbre, en su mayoría de baja estofa, pero que incluía también algunos senadores y caballeros ecuestres, deseosos de encontrarse entre los primeros para dar la bienvenida a su señor, se encaminaron, dando tumbos, a recibirle. Corrieron como locos a través del ejército y el campamento, y tan grande era la confusión que muchos de los soldados creyeron que se les estaba insultando. Desenvainaron sus espadas y cayendo sobre la gente, mataron a más de cien personas. Fue muy difícil restablecer cierta apariencia de orden, y después entraron en la ciudad, armados todavía, contra toda ley y costumbre. El aspecto de algunas de las tropas auxiliares, cubiertas con las pieles de animales salvajes y armadas con lanzas, aterrorizó a los ciudadanos, y estas mismas tropas, muchas de las cuales estaban intimidadas por el tamaño de los edificios, reaccionaron brutalmente a la alarma de los ciudadanos. Fue muy difícil para los tribunos y prefectos impedir que se produjera una matanza general. ¡Qué comienzo para un nuevo gobierno!

Llegó la noticia de que Vitelio había cruzado el puente Milvio en un gran caballo negro. Estaba en un estado de agitación intensa, el rostro enrojecido y brillante y los ojos mirando a un lado y a otro. Vivía un momento de gloria que no podía haber esperado nunca. Llevaba una capa militar y blandía una espada. Pero alguien con sentido común —nunca supe quién y estoy ciertamente sorprendido de que se pudiera encontrar un hombre así entre los miembros de su personal— le debía de haber dicho que no sería una buena idea entrar en Roma ataviado como un conquistador. Así que se detuvo y, retirándose a una casa que estaba oportunamente cerca, se vistió de paisano.

Por lo tanto, estaba de pie cuando yo lo vi, y había que reconocer que tenía mejor aspecto a caballo. Esto se debía en parte a que padecía de una pronunciada cojera, como consecuencia de un choque de cuadrigas en su juventud. Calígula iba conduciendo entonces. En un intento de ocultarla, se apoyaba en el hombro de uno de sus oficiales y esto disminuía su dignidad. Era muy alto y habría tenido una figura impresionante a no ser por su enorme barriga, resultado de su glotonería y afición a la bebida. Tal como era, tenía un aspecto grotesco, porque todo en él era exagerado. «Dicen que tiene una polla de la longitud de un obelisco egipcio», masculló un espectador con un delantal de carnicero.

Ésta era la criatura que ahora marchaba —con inseguridad— a la cabeza de su ejército, el emperador de Roma.

Las águilas de cuatro legiones estaban en la vanguardia y en ambos lados se transportaban los colores de otras legiones. Entonces seguían los estandartes de dos escuadrones auxiliares de caballería, y la propia caballería detrás de las legiones. A continuación venían más de treinta cohortes auxiliares, cada una de ellas llevando el nombre de la nación de la cual era originaria. La línea de marcha estaba flanqueada por los prefectos, tribunos, centuriones y otros oficiales.

Habría sido un espectáculo espléndido si la ciudad en la que estaban entrando no hubiera sido Roma, sino alguna capital bárbara que hubiesen invadido. Incluso con esa reflexión, muchos estaban emocionados ante la evidencia del poder y majestad de Roma, y sólo unos pocos comentaron que era un ejército merecedor de un emperador mejor que Vitelio.

Por mi parte, yo estaba plenamente ocupado en calmar los temores de Domiciano. La fuerza de las tropas del enemigo amenazaba con acobardarle.

—¿Cómo podemos esperar vencer a un ejército así? —murmuraba.

Yo le aseguré que si hubiera visto el esplendor de las legiones de su padre no se habría desanimado tan fácilmente. Esto era cierto, pero no servía de ayuda. No le gustaba que se le recordara que yo sabía más que él acerca de la preparación de Vespasiano para la guerra.

El día siguiente Vitelio apareció en el estrado y pronunció un elogio de sí mismo. Era como si estuviera recomendando sus virtudes al Senado y al pueblo de un estado conquistado. Describió su energía y moderación, aunque su avance hasta llegar a la ciudad se caracterizó por la pereza, autoindulgencia y crueldad.

Habló de una manera que habría parecido absurdamente vana en el propio divino Augusto. Ningún hombre con sentido común y juicio era capaz de escucharle sin experimentar sentimientos de desprecio. Pero la chusma, olvidándose de cómo habían vitoreado a Otón unas semanas antes, y siendo incapaz y no estando dispuesta a distinguir entre la verdad y la falsedad, lo oía encantada. Lanzaron al aire estridentes promesas de adhesión y amistad y, como habían aprendido hacía tiempo a adular a los emperadores, le rogaron que adoptara el nombre y título de Augusto. Él accedió cortésmente. De cualquier modo, supongo que su conformidad tenía la intención de ser cortés. En mi opinión, conforme se hinchaba de importancia y se mecía de un lado a otro, a consecuencia, o bien de la emoción, o bien del vino, cuando trató de alzar las manos, sus asistentes tuvieron que sujetárselas por encima de la cabeza y mostró un aspecto ridículo.

Entonces anunció que tendría lugar una gran fiesta pública y que todos los gastos correrían a su cargo. Nada proporcionaba un testimonio más evidente de la corrupción de los tiempos que una cosa así; porque muchos se acordaban de que cuando Vitelio se había decidido a asumir el mando cuando estaba en el Rin, había dejado a su mujer y a sus hijos en una buhardilla alquilada, en un distrito pobre de la ciudad, y había financiado su viaje empeñando un par de pendientes de perlas que pertenecían a su madre. Algunos decían que le había arrancado las joyas de las orejas, otros que se las había robado cuando estaba dormida. Y ahora, con el dinero procedente del saqueo de las ciudades italianas y la venta de empleos a sus amigos y aduladores, estaba sufragando una fiesta pública a cientos de miles de ciudadanos.

Pronto se supo que los festejos, y no los negocios, ocupaban al nuevo señor de Roma. Celebraba banquetes tres o cuatro veces al día, y éstos no eran los apresurados tentempiés con que Augusto se contentaba: unos trozos de pan o queso y unos cuantos dátiles, higos o manzanas cogidos mientras trabajaba con sus secretarios. Por el contrario, Vitelio pasaba muchas horas sentado a la mesa y se le podía tentar siempre para que se quedara un poco más con la llegada de algún manjar exquisito y una botella de vino. Aunque raras veces estaba totalmente borracho, nunca estaba tampoco sobrio, y algunas de sus más necias y degradantes acciones se podían atribuir a su habitual estado de embriaguez. Cuando alguien se enteraba de un nuevo plato que él había orgullosamente inventado, y al que le había dado el nombre de «El escudo de Minerva la Protectora», uno no sabía si reírse, llorar o maldecir a este hombre tan necio que disfrutaba siendo indulgente consigo mismo. La receta requería hígados de lucio, sesos de faisán (¿se pueden encontrar cosas así?), lenguas de flamenco y leche de lamprea, y los ingredientes, recogidos, según se dice, por todos los rincones del Imperio, se traían a Roma en trirremes. Sólo esta última alegación era inventada, porque todos los ingredientes se podían encontrar en los mercados de Roma. El plato debía de ser absolutamente repugnante. Minerva, siendo la diosa de la Sabiduría, era sin duda la divinidad menos apropiada para que se le diera su nombre a este plato.

Si la vida privada de Vitelio era ofensiva, sus actuaciones públicas eran todavía más deplorables. Tal vez algunas fueran solamente imprudentes. Se arrogó el cargo de Supremo Pontífice, como habían hecho otros emperadores. Por supuesto, esto era totalmente inadecuado, pero podía ser ignorado dadas las circunstancias. Sin embargo, escogió como el día de su Inauguración el 18 de julio —éste es, como no necesito recordarte, el aniversario del desastre de Albia, donde el ejército de la República fue derrotado por los galos, un día que era considerado de mal agüero. Hasta los partidarios de Vitelio se sintieron consternados por esta decisión.

Se hizo venir de su taberna al tal Asiático y se le restableció como favorito en la corte. Pronto se comprendió que sólo por su intercesión se podía esperar el obtener algún puesto, promoción o favores. Incluso algunos de aquellos que se habían humillado ante Nerón se quedaron horrorizados al enterarse de que debían ahora humillarse ante este alcahuete.

El gran ejército que había traído a la ciudad no tardó mucho en perder la disciplina. Eran tantos que no cabían en el campamento. Así que los soldados se desperdigaron por toda la ciudad, y se les alojó, o encontraron ellos alojamiento en pórticos, templos y casas particulares. Se los podía ver en todas las tabernas. Muchos no sabían dónde se hallaban sus oficinas o cuarteles generales y los centuriones no tenían ni idea de donde localizar a sus tropas. Se cancelaron los entrenamientos y el terreno de desfiles estaba desierto. Muchos de los auxiliares germánicos y galos hallaron sitio o más bien se instalaron ellos mismos en el Trastevere. Bebían el agua del Tíber y, como el calor del verano se les echaba encima, se encontraron pronto debilitados por la disentería y otras enfermedades.

Todos estos hechos constituían, aun siendo vergonzosos, buenas noticias para aquellos de nosotros que deseaban la victoria de Vespasiano. Flavio Sabino, el cual se había congraciado suficientemente con Vitelio para que se le permitiera conservar su puesto de prefecto de la ciudad, contemplaba la desintegración de las fuerzas del enemigo con una cáustica sonrisa.

Como Flavio Sabino me había honrado con su aprecio y me incluía en el círculo de amigos íntimos de quienes aceptaba consejo en favor de su hermano —Domiciano estaba por fuerza también incluido, aunque no contribuía a nuestras discusiones con ideas de mucho valor—, yo me atreví a preguntarle cómo se las había ingeniado para evitar que le echaran de su puesto, porque era asombroso que lo hubiera conservado, no sólo por su parentesco con Vespasiano, sino especialmente por ser un hombre cuya virtud era reconocida por todos los que le conocían, en unos tiempos, los de Vitelio, en que era el vicio y no la virtud el mejor pasaporte para obtener un puesto.

Mi pregunta le hizo sentirse violento, y durante unos momentos pensé que se iba a negar a contestarme. Pero entonces dijo:

—Haces bien en preguntarlo y si dudé en contestarte, es porque mis respuestas no van a ser para ti merecedoras de crédito. Esto me desagrada, porque he llegado a reconocer tu propia virtud y habilidad. Pero en tiempos vergonzosos es a veces necesario hacer lo que uno se avergonzaría de hacer si el mundo no fuera lo que es. Me trago mi orgullo en parte porque es conveniente que tú aprendas lo que un hombre puede tener que hacer para sobrevivir. Yo lo aprendí hace mucho tiempo, cuando Nerón era todavía joven. De hecho fue antes, en tiempos de Claudio, cuando mi patrón era su liberto Narciso.

Aquí hizo una pausa y me miró fijamente con sus ojos de color gris desvaído. A mí se me pasó por la cabeza que sabía que Narciso era mi verdadero padre. Esto era algo que no era ampliamente conocido e incluso yo me había enterado de ello sólo hacía unos años. Tal vez fui yo ahora quien mostré cierto embarazo, porque Flavio Sabino, como para calmarme, me dijo:

—Narciso era un hombre capaz y un hombre mejor de lo que su reputación podía sugerir, o ciertamente mejor que la mayoría de aquellos que se han encontrado en posiciones semejantes en la corte. Te digo esto sólo de pasada, aunque no enteramente. Porque debo confesarte que el intermediario que utilicé para asegurar mi puesto como prefecto de la ciudad fue Asiático.

—Pero he oído decir que es un hombre totalmente despreciable.

—Pocos hombres lo son totalmente, aunque a él le falta poco para serlo. Pero ocurrió que yo le había hecho un favor en el pasado que, por lo que tú sabes de él y por lo que sabes del trabajo de un prefecto de la ciudad, te puedes imaginar qué podía hacer. No entraré en detalles: un caso feo y desagradable, de hecho bastante repugnante. Prefiero no decir la razón por la que le fui útil, ni cómo lo fui. Basta decir que lo fui. Y la criatura no está totalmente privada de gratitud, razón por la que digo que no es, como tú lo expresas, «totalmente despreciable». Así que habló en mi favor.

Me costaba trabajo creer que sólo la gratitud hubiera sido suficiente, y me pregunté qué otro asidero podía Flavio Sabino tener que persuadiera a Asiático hasta obligarle a ayudarle. Pero no me correspondía a mí el insistir. Yo me había enterado ya de más cosas de las que podía enterarme, y me sentía honrado por la confianza en mi discreción que Flavio Sabino había demostrado. Era, evidentemente, tan grande que no nos rebajó a ninguno de los dos el que me pidiera que guardara el secreto.

—Hay otro asunto —añadió—. Asiático no es tonto. Tal vez esté ahora regodeándose a la luz del sol de la prosperidad, pero las personas como él no confían nunca en que el tiempo siga siendo bueno. Sabe que puede necesitar mi amistad en el futuro, como yo necesito la suya ahora.

A partir de entonces, unos seis de nosotros nos reuníamos con regularidad para considerar cómo podríamos fortalecer las aspiraciones de Vespasiano al Imperio. Estas reuniones en casa de su tía me ayudaron a adquirir un conocimiento más profundo del estado mental de mi amigo Domiciano, de su febril temperamento. Por un lado, estaba siempre ansioso de tomar medidas positivas, incluso precipitadas. Permanecía sentado, hurgándose la piel de su dedo pulgar y promoviendo planes para fomentar un motín entre las tropas acuarteladas en la ciudad. Por otro, daba un respingo y se ponía pálido a la menor alarma.

Vitelio, o más bien sus lugartenientes, habían reorganizado la Guardia Pretoriana, en un primer momento leal a Otón, reclutando indiscriminadamente 20.000 hombres de las legiones y la caballería.

—No tienen espíritu de grupo —insistía Domiciano recalcando la expresión griega (aunque su conocimiento del griego era con mucho inferior al mío y, en aquella época de su vida, no podía conversar con soltura en esa lengua)—. Son —continuó— una mera mezcolanza, abierta, no tengo la menor duda, al mejor postor.

—Y por lo tanto inútil —dijo Rubrio Galo, un oficial de la guardia de la ciudad en el que Flavio Sabino había, hacía mucho tiempo, depositado una absoluta confianza—. En cualquier caso —dijo—, los intentos de sobornarlos no se pueden mantener en secreto.

—Yen tercer lugar —dije yo—, es Vitelio, y no nosotros, quien está a cargo del tesoro imperial y quien puede superar cualquier ofrecimiento que les hagamos.

Él puede ofrecer dinero ahora, nosotros solamente la promesa de un dinero futuro.

Domiciano se calló, enfurruñado, porque, como ya sabes, no podía soportar desacuerdo alguno con sus opiniones, ni era capaz de discutir su caso de una manera racional.

Además, su deseo de actuar estaba adulterado por su temor de que incluso nuestras reuniones fueran peligrosas.

—Si alguien se enterara de que nos estamos reuniendo así… —solía mascullar, y se pasaba el dedo índice por la garganta.

Estaba diciendo la verdad, innecesariamente, porque nadie dudaba del peligro que corríamos.

No obstante, Flavio Sabino sentía un afecto especial por su sobrino. Consideraba que Domiciano había sido injustamente abandonado por Vespasiano y más de una vez me dijo que, en el fondo, el muchacho era bueno y no carecía de talento. Así que ahora se apresuró a aplicarle ungüento al orgullo herido de Domiciano.

—Lo que dices, sobrino, es acertado en general, pero equivocado en particular. Pocos partidos se mantienen firmes en una guerra civil, porque todos, excepto aquellos de distinguida virtud y aquellos que tienen razones poderosas para permanecer en uno u otro lado, son flexibles en sus lealtades. Como tú has estudiado historia, recordarás cómo L. Domicio Enobarbo, por ejemplo, desertó del partido de Marco Antonio y se pasó al de Octavio César, el futuro Augusto, aunque no había recibido más que amabilidad y afecto de Antonio, y era depositario de su tácita confianza. Y Enobarbo no era un hombre malo. La traición es contagiosa. No tengo la menor duda de que los nuevos pretorianos estarán dispuestos a abandonar a Vitelio cuando el momento sea oportuno, pero no ahora, mientras esté en una posición que le permita satisfacerlos. Sin embargo, hay otros cuya deserción sería más útil y podría ser asegurada más fácilmente.

Hizo una pausa y bebió vino, mientras los demás permanecimos en silencio, oyendo sólo el confuso ruido nocturno de la ciudad. Alguien pasó debajo de la casa cantando una canción obscena sobre Nerón. Dos días antes Vitelio había hecho erigir un altar en el Campo de Marte y celebró allí ritos funerarios en honor a ese emperador, a quien él mismo había servido con tan innoble celo.

—Las cosas se van moviendo —continuó Flavio Sabino—. Vitelio se ha enterado hoy de que la tercera legión lo ha repudiado y jurado lealtad a Vespasiano.

—¿Cómo recibió la noticia?

Me dicen que primero se tambaleó y tuvo que ser revivido con vino. Entonces dijo: «Después de todo es sólo una legión. Las otras permanecen leales».

¿Qué efecto tuvieron sus palabras?

Sus consejeros estaban preocupados. Le convencieron de que debía hablar a las tropas. Lo cual hizo finalmente, declarando que los pretorianos que se habían desbandado estaban divulgando viles rumores, a los que nadie debía conceder ninguna importancia. Tuvo cuidado de no mencionar a Vespasiano, para dar así la impresión de que estaba enfrentado sólo con el motín de una legión, no con un desafío al puesto que ocupaba. Se dispersó a los soldados por la ciudad con órdenes de arrestar a cualquiera a quien encontraran diseminando rumores sediciosos.

Lo cual —dije yo—, es exactamente la mejor manera de aumentar los rumores. Ciertamente, tienes razón, éste es un buen día para nosotros —dijo Rubrio Gallo.

Hace nuestra inmediata posición aún más peligrosa. Domiciano tiene razón en esto. —Flavio le sonrió a su sobrino, para demostrar que aprobaba su manera de pensar—. Y tiene también razón en creer que nuestro mejor movimiento sería tratar de separar de Vitelio a algunos hombres de importancia. Da ahora la casualidad de que sé lo que vosotros tal vez no sepáis. Todos, por supuesto, tenéis presente que Vitelio debe su actual posición, no a sus propios esfuerzos, que han sido débiles y despreciables, sino a los de sus generales, Cecina y Valens. Lo que tal vez no sepáis es que han llegado a detestarse el uno al otro y a no tenerse mutua confianza. Cecina, sobre todo, está (¿lo diremos?) desilusionado. Sus esfuerzos han sido iguales a los de su colega. Sin embargo, tiene la impresión de que Valens disfruta en más alto grado del favor de Vitelio. Creo que podemos aprovecharnos de estos resentimientos.

La perspectiva era atractiva. Yo me ofrecí inmediatamente para actuar como intermediario entre Flavio y Cecina.

—Tu entusiasmo te honra —dijo Flavio—, pero también tendrás suficiente nobleza de espíritu para que no te moleste mi negativa. Rubrio es el hombre más adecuado para llevar a cabo esta misión. Ha servido con Cecina en Germania y antes también en las luchas contra el Imperio parto, en las cuales Corbulo ganó esa distinción que suscitó el odio de Nerón. Puesto que es un viejo camarada, capaz de compartir recuerdos de días más felices, está mejor situado que tú para sacar partido de los resentimientos, temores y ambición de Cecina.

Y así se decidió. Un día o dos más tarde observé a las legiones y tropas auxiliares germanas poniéndose en marcha hacia el norte. Su aspecto era muy distinto del que presentaban el día del triunfo de Vitelio. No eran los hombres que habían sido. Desmejorados por la enfermedad y debilitados por el inusitado lujo, parecían una muchedumbre sin brío más que un ejército. Quejas por el calor, el polvo y el peso de sus equipajes surgían aquí y allí a lo largo de la línea de marcha. Tenían todo el aspecto de soldados dispuestos a amotinarse, y se me ensanchó el corazón.