XXXIII

¿Puede haber una situación más penosa que encontrarse encerrado en una ciudad bajo el gobierno de tu enemigo, mientras las fuerzas de tu aliado o caudillo están en plena campaña a cientos de kilómetros de distancia?

Ésa era nuestra situación. Vespasiano no había abandonado aún Oriente, pero las legiones del Danubio habían cruzado a través de los pasos de Panonia. Lo habían hecho a instancias de Antonio Primo. Había algunos que aconsejaban un retraso. Argüían que sus fuerzas eran inferiores en número y recomendaban defender los pasos de las montañas, pero no avanzar más hasta que Vespasiano, Tito o Luciano trajeran los refuerzos. Mientras tanto, decían que el control que Vespasiano tenía del mar aseguraba que se podía poner a Italia en estado de sitio. Pero Antonio Primo no era partidario de esto. Su opinión era que la demora era peligrosa en una guerra civil. Por añadidura, despreciaba las tropas de Vitelio, a las que consideraba —me dicen— «sumidas en la pereza, castradas por el circo, el teatro y los placeres de la capital». Pero decía que, una vez de nuevo en el campamento y fortalecidas tal vez por la sangre fresca de la Galia y Germania, recuperarían su nivel original de buen estado físico y se harían aún más temibles de lo que lo eran ahora. Habló mucho de todo esto y se impuso a la duda de sus colegas.

De todo esto, por supuesto, me enteré después en una conversación. Pero debes creerme, Tácito, porque es un relato verdadero. Supongo que prepararás un conmovedor discurso para Antonio. Harás muy bien, su manera de hablar sería poco adecuada para una Historia elegante. Era uno de los brutos peor hablados que he conocido jamás.

Mientras tanto esperamos en la ciudad. Las noticias eran frecuentes, confusas, contradictorias, merecedoras solamente de ser llamadas rumor e indignas de crédito. En tiempos turbulentos, cuando no se puede confiar en ninguna palabra, los hombres ni se tapan los oídos ni deciden no creer nada de lo que les dicen. Por el contrario, se lo creen todo, un día lo contrario a lo que consideraron verdad incontrovertible el día anterior.

Desde que Vitelio se enteró del desafío de Vespasiano y envió su ejército a la guerra, Domiciano consideró que no era prudente dejarse ver en público. De hecho, apenas salía de casa de su tía, ni siquiera para ir al barbero, y también allí se encontraba en peligro. Hablaba a menudo y nerviosamente de buscar algún lugar más seguro para ocultarse, bien más allá de los límites de la ciudad o en uno de sus barrios más ínfimos, mediante el alquiler de una habitación en algún ruidoso y criminal callejón en el cual los agentes del Estado no se atrevieran a penetrar. Pero el temor de las indignidades y peligros a los cuales podía exponerse en un lugar así lo contuvo. Algunas noches ahogaba sus temores en la bebida; después, la mañana siguiente, temblando —porque el beber mucho le alteraba siempre el estómago y los nervios—, sus temores se redoblaban. Le parecía terrible que la noche anterior se hubiera puesto a sí mismo en unas condiciones que habrían hecho imposible tratar de escapar de sus enemigos. Tito habría encontrado sus temores despreciables. Yo le compadecía. Él notaba esa compasión y eso le molestaba.

Por mi parte, continué llevando una vida tan normal como fuera posible en la ciudad desordenada y febril. Juzgué que si estaba en peligro, el ocultarme no me salvaría y que habría menos riesgos si no manifestaba temor o incertidumbre, señales seguras de culpabilidad. Así que hice frecuentes visitas al barbero, la biblioteca y los baños. Asistí a cenas y teatros y nunca falté a las carreras en el Circo. Cuando Vitelio estaba allí, prestaba poca atención a lo que estaba pasando en la arena, aunque se sabía que era un ferviente partidario de los «Azules», pero permanecía en la parte de atrás de su palco y se dedicaba a comer y a beber. No obstante, cuando, tambaleándose, salía a la parte (le delante y se mostraba a la multitud, era recibido con alegres vítores, generados —eso me parecía a mí— por un entusiasmo genuino. La chusma es inconstante, pero Vitelio disfrutaba entonces de una popularidad negada al emperador desde que Nerón era un hombre joven. Su única preocupación pública era el prodigarle donativos al pueblo y organizar banquetes gratuitos. Alguien observó que Roma andaba mal desde que sus ciudadanos estaban ahora, habitualmente, tan borrachos como el emperador. Era una observación inteligente y además cierta, y me habría gustado que fuera mía. Pero, Tácito, yo nunca me he enorgullecido de las agudezas o epigramas de los demás.

El misterio de estos días era que Flavio Sabino conservara su puesto cuando existía una guerra sin cuartel entre su hermano y Vitelio. Yo no podía comprender entonces cómo pudo ingeniárselas para lograrlo y tampoco puedo aclararte la razón ahora. Algunos decían que estaba jugando un doble juego. Domiciano llegó incluso a sugerir que su tío era culpable de traición, pero estaba borracho cuando lo dijo.

Como sé muy bien que, si no te doy ninguna explicación ahora, me darás la lata para que lo haga en tu próxima carta y, con tu admirable pertinacia, te negarás a creer que no puedo suministrarte ninguna, anticiparé una posible razón. Pero es sólo una conjetura, que no se basa en ninguna información.

Vitelio, adivino, no había nunca aspirado al Imperio. Lo habían puesto en sus manos Cecina y Valens, y había sido demasiado débil —tal vez estaba demasiado ofuscado— para rechazar un honor tan peligroso. Él sabía perfectamente que no era la persona adecuada para el cargo. No creía que podría mantenerse en él. Había sido criado en la corte y había prestado sus servicios a Tiberio, Cayo, Claudio y Nerón, por lo que conocía —nadie mejor que él— la inestabilidad del Imperio; sabía también que era inferior, de una manera u otra, a todos aquellos a quienes había servido, a menudo innoblemente. Había habido, indudablemente, momentos durante el avance hacia Roma en que se dejó llevar por la magnificencia de su elevación. Pero hasta cuando se le atribuían las observaciones más viles —que no había para él aroma más dulce que el olor del cadáver de un rebelde muerto—, todo esto me sugería que éste era un hombre que se estaba forzando a desempeñar un papel que no había ensayado nunca y que era incapaz de hacer bien. Vitelio era despilfarrador, avaricioso, libidinoso, cobarde, deshonesto, carente de principios de moralidad, pero nada, previamente, había sugerido que se deleitara en la crueldad, o al menos eso me dijo mi madre. Ahora, una vez en Roma, no podía hacer nada más que esperar el resultado de la batalla. Y tenía miedo. ¿Cómo —se preguntaba probablemente a sí mismo, en sus raros momentos de sobriedad— podían los dioses, que les habían dado la espalda a Nerón, Galba y Otón, favorecer ahora a un hombre como él muy bien sabía que era? (Como todos los hombres débiles, Vitelio era supersticioso y, durante todas estas semanas, hasta el más complaciente de todos los sacerdotes encontraba difícil comunicarle augurios favorables).

Sintiendo —y temiendo— la inestabilidad de la fortuna, Vitelio miraba con aprensión a su alrededor. Y su mirada cayó sobre Flavio Sabino, el hermano de su rival. Si Vitelio hubiera sido un hombre fuerte, o si hubiera tenido fe en el valor y constancia de sus tropas, probablemente habría arrestado a Flavio, y hasta le habría condenado a muerte, porque no podría haber la menor duda de que Flavio Sabino estaba en el centro de todos los movimientos sediciosos de la ciudad.

Pero no hizo nada de eso. Ni siquiera le hizo dimitir de su puesto. Y lo único que se me ocurre pensar es que él sabía ya que llegaría un día en que él pudiera necesitar un amigo en el campo de Vespasiano o, si no un amigo, alguien que le tuviera que agradecer algo. Ciertamente, se le debía de haber ocurrido que, si llegaba el momento de las negociaciones, su propia situación sería más segura si hubiera un intermediario, aceptable por ambos bandos, y ninguna persona podía desempeñar ese papel mejor que Flavio Sabino.

Después de leer mi intento de aventurar una explicación, tú, Tácito, indudablemente la rechazarás. Sé que sientes un desprecio tan ilimitado por Vitelio que desecharás la sugerencia de que fuera capaz de pensar con cierta inteligencia. Tal vez tengas razón y sea cierto, como tú reiterarás, que Vitelio raras veces estaba en un estado suficientemente sobrio como para poder pensar racionalmente. Lo único que puedo deciros que ningún hombre podría haber sobrevivido en las cortes de tantos emperadores, como lo había hecho Vitelio, sin tener la menor perspicacia de lo que era necesario para su propia supervivencia.

Se había echado encima el calor del verano. Intenté convencer a mi madre para que se fuera a la villa de su prima en las colinas, como tenía entonces por costumbre. Se negó. «Las cosas son demasiado interesantes aquí», decía. No obstante, nunca salía de su apartamento.

Un día encontré a Domiciano con ella. Asumí que había venido a buscarme. Pero no era así. Era con mi madre con quien había venido a hablar, o a quien quería escuchar; y mi llegada le violentó.

Más tarde mi madre dijo: «No puedo evitar compadecerme de ese muchacho. Se siente tan inseguro del lugar que ocupa en el mundo, que siento temor por él. Su falta de confianza en sí mismo le llevará a hacer algo que no debería hacer. No se puede confiar en hombres que no pueden confiar en sí mismos».

Llegaron noticias que alteraron momentáneamente la ecuanimidad que había mostrado hasta ahora Flavio Sabino. Cecina, como se había planeado, había abandonado a su amo. Pero se había movido demasiado pronto.

Uno de sus amigos le trajo la noticia a Flavio Sabino, en una ocasión en que yo estaba con él en su apartamento. El mensajero, porque eso es lo que era, dijo que quería hablar con Flavio a solas. Flavio replicó que yo era persona de su confianza y que no tenía secretos que deseara ocultarme. En aquel momento me conmovió esta expresión de buena fe. Después pensé: tiene miedo. Tal vez sospeche de mi traición y por consiguiente quiera implicarme más íntimamente en sus planes, sean cuales sean; o teme que, si me excluye, yo tendré una sospecha similar y le comunicaré mis reticencias a Tito. Así es como los malos tiempos nos corrompen a todos. Abunda la duplicidad, las personas abiertas y honestas suscitan desconfianza. Después me sentí avergonzado de mis pensamientos. Pero era natural que los tuviera.

El mensajero, todavía de mala gana, accedió al fin a la petición de Flavio. Ojalá pudiera recordar lo que dijo exactamente, porque habló con una emoción que me afectó. Pero no puedo; y me niego a seguir el ejemplo de historiadores como Livio, que inventan discursos para sus personajes a fin de poder mostrar su propio dominio de la retórica.

Así que he de contentarme con reproducir el sentido de lo que dijo.

Cecina se había enterado de la rebelión de la flota en Ravenna: se habían puesto en contra de Vitelio.

Al principio, su general, Lucilio Baso, vaciló. No sabía si resultaría más peligroso abandonar a Vitelio o permanecer leales. Pero cuando vio que los amotinados estaban preparados para volverse contra él, se puso valientemente al frente de ellos y proclamó a Vespasiano emperador.

Esta noticia persuadió a Cecina de que había llegado el momento de cambiar de partido. Así que llamó a los oficiales y centuriones de grado más alto, a los que consideraba más unidos a él, a un remoto rincón del campamento y les dijo que, en su opinión, Vespasiano había ganado la partida y que sería un digno emperador. Ahora que la flota había cambiado de bando, añadió, no podían esperar que les llegaran nuevos suministros. No había nada que esperar de Galia ni de Hispania y la capital era un tumulto. Sus palabras fueron convincentes y todos juraron lealtad a Vespasiano. Se derribaron las imágenes de Vitelio y se mandaron mensajeros a Antonio Primo, que estaba al mando de la vanguardia de Vespasiano, para decirle que estaban listos para unirse a él.

Hasta ahora todo iba bien, podrías decir. Pero pareció entonces que las cosas estaban dando un giro inesperado. La tropa del ejército no esperaba que su general vendiera sus lealtades. Su indignación, aunque espontánea, estaba avivada por oficiales a quienes Cecina había descuidado. Uno preguntó, en tono airado, si el honor del ejército de Germania, victorioso hasta ahora en todas las batallas, había caído tan bajo que estaban dispuestos a rendirse a sus enemigos sin dar un solo golpe. Dijo que no serían recibidos como aliados. Al contrario, las tropas de Vespasiano los despreciarían, como ellos llegarían a despreciarse a sí mismos. Hizo un llamamiento al orgullo y sentido del honor de los soldados. Su discurso triunfó; los soldados pocas veces pueden resistir este tipo de adulación. Así que se dirigieron al cuartel general y apresaron a Cecina. Le cargaron de cadenas y se burlaron de él; de hecho casi lo mataron allí mismo, y sólo se contuvieron por el hecho de que se le reservara para un juicio formal y la ejecución. Otros oficiales y centuriones que habían colaborado con su traidor general fueron ejecutados. Con gran dificultad y peligro, el mensajero había escapado para traer la noticia.

Flavio Sabino la recibió con aparente compostura. Le dio unas monedas de oro al mensajero e hizo traer a unos esclavos para que le dieran comida y bebida.

—Así que —dijo cuando estábamos solos— las cosas han empeorado. No cabe duda de que así es. Le advertí a Cecina que todo dependía de escoger el momento oportuno, insistiendo en la importancia de no ponerse en movimiento demasiado pronto. Pues bien, él parecía saberlo mejor.

—Las cosas no están peor —le repliqué— de lo que lo habrían estado si tú no hubieras hecho ningún arreglo con él. No creo que la deserción de Cecina haya entrado en sus planes.

—No —dijo—. No entraba. No se trata de eso. ¿Sabes lo que ha guiado mi manera de actuar durante estos terribles meses? He tenido una constante obsesión: el evitar una guerra civil. Ahora esa esperanza ha desaparecido. La decisión se tomará en el campo de batalla.

No le pregunté cómo podía compaginar esta voluntad, con los ánimos que le daba a Vespasiano para que declarara su candidatura al Imperio. No me correspondía a mí interrogarle sobre esto y el hacerlo no habría tenido utilidad. Yo nunca he sido capaz de proporcionar una respuesta satisfactoria, y sin embargo, estaba seguro de que era sincero.

—Yo había contado —dijo— con la timidez de Vitelio. Cecina era quien trataba con más empeño de hacerle aceptar la púrpura. Si Cecina abandonaba su causa, yo estaba seguro de que Vitelio se nos rendiría; y el asunto se habría resuelto sin más derramamiento de sangre. Yo he llegado a odiar la guerra. Pero ahora Vitelio se indignará por el hecho de que Cecina haya estado dispuesto a traicionarle. Y su optimismo, que parpadea como una vela en una corriente de aire, volverá a brillar. Además, además… Hizo una pausa y me miró a los ojos por primera vez desde que nos habíamos quedado solos. Esperaba, al parecer, que yo leyera y completara sus pensamientos.

—¿Quieres decir —dije yo— que cuando se dé cuenta de lo cerca que estuvo del desastre, buscará venganza?

—Exactamente. Es un hombre débil, y los débiles y temerosos atacan enseguida. Como Nerón, por ejemplo. Creo que Domiciano está en peligro. Dile al muchacho que desaparezca, que busque un lugar donde ocultarse.

—¿Y tú, señor?

—No —dijo él—. No, yo puedo aún serle útil a Vitelio. Tiene que saber donde encontrarme. Pero tú, muchacho, como Domiciano, debéis tener cuidado. Hay pocos hombres en quien confiar en estos tiempos tan revueltos.

A su manera de pensar no le faltaba sabiduría. Cuando Vitelio se enteró de la deslealtad de Cecina, se desmayó y sólo cuando Asiático le revivió, fue capaz de comprender que el propio Cecina había sido desobedecido y hecho prisionero por sus soldados. Su inmediata reacción fue desear su muerte y dio entonces órdenes de que se le trajera a Roma infligiéndole todas las humillaciones posibles. Ordenó que fuera arrestado también el prefecto de la Guardia, simplemente porque había sido nombrado por recomendación de Cecina.

Vitelio se dirigió entonces al Senado, donde pronunció un discurso que era tan confuso que pocos pudieron entender su significado, salvo que defendía su propia magnanimidad. Los senadores respondieron de manera semejante. El hermano del emperador presentó una resolución condenando a Cecina, y todos los senadores hablaron en el más exquisito de los antiguos estilos de oratoria, deplorando la manera de proceder de un general romano que había traicionado a la República y a su emperador. Pero pudo observarse que todos tuvieron cuidado de no decir nada que pudiera utilizarse en contra de ellos si Vitelio perdía el Imperio. De hecho, ni un solo senador pronunció una palabra de condenación del enemigo del emperador. No se mencionó el nombre de Vespasiano. Esto alentó a Flavio Sabino. De todo ello me enteré más tarde. Porque yo, por supuesto, no asistí a la reunión del Senado, pues estaba ocupado con otros asuntos y porque además no era todavía un miembro de esa augusta asamblea (como supongo la debo llamar todavía, aunque una descripción más exacta sería la de colección de cobardes y servidores vitalicios en busca de su propio interés, que eran la vergüenza de sus antepasados).

Yo me ocupé de Domiciano. No te sorprenderá, Tácito, saber que aunque había estado tan dominado por el temor y tan deseoso de encontrar un lugar donde estuviera a salvo y refugiado, recibió las instrucciones de su tío con sospechas.

Todo era, dijo, un complot para impedirle que se distinguiera en la causa de su padre. Un intento más de ponerlo al margen. Lo trataban como a un niño y no como a un hombre hecho y derecho.

¿Por qué no era peligroso que su tío permaneciera en su puesto, mientras que a él se le ordenaba que se ocultara? ¿Qué tipo de doble juego estaba jugando su tío?

Y así sucesivamente; su indignación explotó en una cascada de confusas y a menudo contradictorias preguntas.

—Haz lo que te apetezca —le repliqué yo al fin—. Estoy seguro de que a nadie le importa si vives o mueres.

Eso le enfureció todavía más.

—No quería decir eso —dije—, pero realmente agotas mi paciencia. ¿No comprendes que todos estamos interesados en tu bienestar? Sí, tu tío está jugando un juego peligroso. Pero es un hombre honrado. No tengo la menor duda. Y el juego sería todavía más peligroso si Vitelio se apoderara de ti. Tú eres el rehén más valioso que puede tener.

—Tiene razón —dijo Domitila—, es precisamente porque eres importante por lo que debes desaparecer del escenario. Sería terrible si fueras arrestado y retenido como rehén. Yo no podría sobrevivir si algo te pasara.

Estaba casi llorando. Puso su brazo en torno al cuello de su hermano, acercó la cabeza de éste a la suya y le besó en la mejilla. Domiciano no pudo por menos de notar la ansiedad de su hermana y su afecto, y yo pensé que la actitud de ella iba indudablemente a conmoverlo. Pero se liberó de sus brazos.

—No lo sé —dijo. Yo miré a la calle.

—Tal vez no lo sepas —dije—, pero más vale que tomes rápidamente una decisión. Hay un destacamento de la Guardia al final del callejón y creo que estaban haciendo pesquisas. Puede ser que vengan a buscarte.

Eso fue suficiente. No sé si el halago de Domitila le había persuadido a obedecer a su tío. El temor tuvo más éxito. Miró a su alrededor con expresión desatinada.

—¿Dónde puedo ir?

—Hay sólo una manera de salir de la casa de forma segura. El tejado.

Salió por la puerta del apartamento y subió las escaleras como una rata sorprendida en una cocina. Yo cogí a Domitila de la mano.

—Tú debes irte también —le dije.

Ella se resistió un momento y después cedió.

Afortunadamente, nadie salió de ninguno de los apartamentos superiores, mientras subíamos las escaleras, nadie que pudiera haberles indicado a los soldados dónde habíamos ido. Una pequeña claraboya, utilizada por los obreros para acceder al tejado, era nuestra posible salida. Yo ayudé a subir a Domiciano. Forcejeó hasta lograr abrir la ventana, que al principio parecía atascada. Emitió unos sonidos ahogados de ansiedad al hacerlo. Desde abajo, desde la base del hueco de la escalera, yo podía oír a los soldados haciéndole preguntas al portero. Al fin la ventana se movió. Domiciano la abrió, se metió por la abertura y durante unos segundos no le pudimos ver. No me atreví a llamarle. Cogí a su hermana y, mediante un movimiento semejante al de un bailarín, la alcé para que pudiera asir con sus manos el hueco y consiguiera salir al tejado. Entonces, con otro empujón mío, logré que lo pasara al otro lado. Retrocedí tres pasos, di un salto y me agarré al borde exterior de la ventana. Me resbaló una mano y durante un instante me quedé colgado en el aire, sostenido sólo por la otra. Giré mi mano libre. Oí el ruido que hacían los soldados al subir las escaleras hacia el apartamento, mientras que mi mano, que no había logrado aferrarse aún al borde de la claraboya, fue agarrada por Domitila. Con un estirón hacia arriba, me encontré en el tejado. Domiciano estaba tumbado boca abajo sobre las tejas. Estuvo a punto de resbalar y se agarró con los dedos. Yo me di la vuelta y cerré la claraboya. Entonces le levanté, de manera que quedamos los tres de pie sobre una estrecha cornisa. Me di cuenta entonces de que la claraboya no se abría a la parte plana del tejado, sino a la inclinada. Domiciano estuvo a punto de caer. Ahora se me ocurre pensar que esto habría ahorrado a Roma muchas desventuras, pero, naturalmente, no se me ocurrió en aquel momento.

—No podemos quedarnos aquí —dije—. Si nosotros hemos pensado salir por aquí, también lo podrán pensar ellos. No podemos estar seguros de que no sabían que estábamos en el apartamento.

—Nuestra tía no nos delatará —sentenció Domiciano.

—No, pero el portero pudo haberlo hecho. No se puede estar seguro de ello. Si no lo hizo cuando le interrogaron por primera vez, sí lo hará cuando los soldados bajen. Tenemos que atravesar cuidadosamente los tejados.

—Lo sé —dijo Domitila—, pero yo tengo vértigo. De nuevo, la cogí de la mano. Y fuimos avanzando por las cornisas.

—No mires hacia abajo —dije, y no te pasará nada.

Habríamos avanzado más deprisa por la parte plana del tejado, pero yo tenía miedo de atraer más la atención allí. Así que nos abrimos camino hasta el final del edificio. El callejón de debajo, que parecía tan estrecho cuando pasabas por él, nos pareció ahora un abismo peligroso. Había un espacio de unos tres metros hasta el edificio siguiente. Yo lo podría haber saltado fácilmente si hubiera podido tomar carrerilla. Y suponía que Domiciano, siendo mejor atleta que yo, también lo podría haber hecho, si se lo hubieran permitido sus nervios. Pero no habría sido posible para Domitila, y yo no me atrevía a saltar con Domitila colgando de mi hombro, que habría sido la única manera de transportarla.

Vacilé. No se oía a los soldados. Tal vez hubieran abandonado el edificio. Quizá, después de todo, no se les había pasado por la cabeza la idea de la claraboya. Si la tía les había dicho que habíamos salido, se habrían contentado con esperar nuestro regreso. Abajo, en el callejón, un vendedor ambulante, con un burro, estaba pregonando sus mercancías. No había ningún otro movimiento, nada que pudiera alarmarnos. Pero no nos podíamos quedar allí y, cuando Domiciano dijo que tal vez sería menos peligroso volver de la manera que habíamos venido, yo le pregunté si deseaba presentarse a un comité de recibimiento de la Guardia Pretoriana, que nos estaría esperando.

Dimos la vuelta al edificio. Eran las cinco o seis de la tarde, y se cernían sobre nosotros nubes henchidas de lluvia. A unos cuatro o cinco metros debajo de nosotros vimos un balcón, desvencijado y con aspecto peligroso, que sobresalía de un apartamento que calculé estaría en el piso segundo contando desde el tejado del edificio. Habíamos intentado abrir dos claraboyas que salían de dos escaleras diferentes y vimos que no podíamos moverlas. La madera se había hinchado y estaban atrancadas. Miré el balcón. Yo podía saltar a él sin dificultad, pero ¿aguantaría mi peso?

¿Y estarían cerradas las persianas que daban a él y estarán los pestillos también cerrados desde dentro? Y si así fuera, ¿podría volver al tejado?

Le dimos otra vuelta por encima del edificio. No logré ver ninguna otra manera de salir. Empezó a llover. Domitila estaba tiritando, más a causa de su ansiedad que debido al frío. Yo expliqué lo que tenía intención de hacer. Ella hizo un gesto negativo con la cabeza. Domiciano ni me miraba ni me ofrecía ninguna alternativa.

Así que, agarrándome al borde del tejado y con los dos pies dándole patadas al aire, me dejé caer en el balcón de debajo. Se tambaleó al soportar mi peso, pero no se desprendió de la pared como yo temía que pasara. Que pudiera sostener el peso de tres personas era harina de otro costal.

Las persianas estaban ciertamente cerradas con llave o pestillo. Las moví y contuve el aliento. Si el apartamento estaba vacío, intentaría abrirlo a la fuerza. Si no lo estaba…

Oí movimiento al otro lado de las persianas. Llamé, suavemente. Una silueta oscura apareció detrás de ellas. Se oyó el sonido de un cerrojo que se corría, y se abrieron las persianas. Me encontré frente a una mujer. Tenía una gran cara de luna y un cutis oscuro. No dijo una palabra, pero esperó, evidentemente impasible. Yo le pedí mil perdones por haberle molestado, explicándole que mis amigos y yo nos habíamos quedado atrapados en el tejado. Ella asintió con la cabeza y retrocedió unos pasos.

No somos gente peligrosa —la informé—, ni criminales. ¿Nos permitiría salir del edificio por su apartamento?

Inclinó de nuevo la cabeza sin decir nada. Yo no estaba muy seguro, le pedí perdón otra vez y le di más explicaciones.

Todo eso a mí no me importa. Ni quiero saber nada —dijo—. Tenía acento del sur, con un leve ceceo de Basilicata.

Me di la vuelta, llamé a Domiciano, le dije que bajara a Domitila y que la sostuviera durante el mayor tiempo posible. Poco después estaba en mis brazos. El balcón se meneó otra vez y rápidamente la aparté de mí y la metí en el cuarto.

—Y ahora tú —le dije a Domiciano—. No saltes, déjate caer suavemente.

Yo estiré los brazos para recibir su cuerpo. Se oyeron voces desde el tejado de más allá. Domiciano soltó un grito, poco más que un quejido. Entonces aparecieron sus pies. Se dejó caer en lugar de quedarse colgando, y al cogerlo yo, su peso me hizo caer contra la endeble balaustrada. Oí un crujido y le lancé a la habitación. Cayó despatarrado. Yo oí pisadas en el tejado encima de nosotros y una voz que decía gritando: «¡Se ha caído de la cornisa!». El balcón se balanceó y volvió a oscilar. Yo pensé que se iba a separar de la pared y, justo a tiempo, salté a la habitación. A mi espalda, oí cómo el balcón caía en el callejón, donde se hacía pedazos.

La mujer me miró. Su rostro no tenía expresión.

—Siento los daños y perjuicios —dije—. Por supuesto, pagaré los gastos. Extendió las manos como para dar a entender que no era preciso.

—No lo usamos nunca —dijo—. Le he dicho al propietario, hace ya unos meses, que era peligroso.

—Nos podía haber matado —dijo Domiciano—. A mí me ha hecho una herida en la rodilla. La mujer cerró las persianas y echó el pestillo.

——No quiero saber nada —repitió la mujer—. Por lo que a mí respecta es como si no estuvierais aquí. Pero el que os estaba persiguiendo va a ver que no hay personas en el callejón.

Una muchacha, que llevaba puesta una especie de túnica sucia y se frotaba los ojos para quitarse de ellos el sueño, entró en la habitación. Dejó la puerta abierta tras ella y yo pude vislumbrar una cama desordenada.

—¿Qué pasa? —dijo.

—Nada. No has visto nada. Vuelve a la cama. En cuanto a vosotros —dijo dirigiéndose a mí—, os agradeceré que continuéis vuestro camino, sea cual sea.

—Estoy desorientado —dije yo—. ¿A qué callejón da la puerta de este bloque? No lo sé. Lo llamamos simplemente el callejón.

Miré a Domiciano. Estaba otra vez temblando (una reacción de temor que había visto antes en el campo de batalla).

—Tenemos que arriesgarnos —resolví—. Hemos andado mucho por el tejado. Había sólo un reducido destacamento de la Guardia. No pueden haber apostado soldados en todas las entradas del edificio.

Me cogió de la manga y me llevó a un rincón de la habitación.

—Nos podíamos quedar aquí —dijo—. Están solamente esta mujer y la muchacha. Y si se ponen difíciles, tú y yo podemos encargarnos de ellas. Podemos atarlas a algún sitio.

—No —contesté yo.

—¿Por qué no? Entonces podemos esperar hasta que se haga de noche.

—No —insistí—. Ella nos ha dejado entrar. No tenía por qué hacerlo. Además, con el toque de queda, correremos más peligro en la calle después de que oscurezca no ahora.

—No os hemos visto, como ya he dicho —intervino la mujer—. Ahora marchaos. Su cara de luna seguía carente de expresión.

—¿Puedes mandar a la chica a que baje a la calle para ver si hay peligro? —preguntó Domiciano.

La mujer hizo un movimiento negativo de cabeza.

—No hagas caso a mi hermano —dijo Domitila—. Te estamos muy agradecidos, de verdad. Y ahora nos vamos. Sentimos lo del balcón.

La joven me miró. Tenía los ojos rasgados, en forma de almendra, y con largas pestañas. Se subió la camisa y se rascó el muslo. Y me dirigió una sonrisa.

—Muchas gracias de nuevo —le dije a la mujer.

—A mí no me importa bajar y echar un vistazo —comentó la muchacha con una nueva sonrisa dirigida a mí.

No —le prohibió la mujer—. Tú te quedas aquí.

—No es necesario —dije yo—, pero gracias.

Bajamos en silencio las escaleras. En el descansillo del último tramo hice que los otros dos me esperaran mientras yo bajaba hasta el callejón. Estaba desierto, salvo por dos ancianos que estaban discutiendo violentamente y dándose golpecitos.

Llamé a Domiciano y a su hermana.

Cuando se pusieron a mi lado, le puse a él la mano en el codo.

—Andad despacio —musité—. Con naturalidad. Sin precipitaros. No nos conviene llamar la atención.

El brazo de Domiciano estaba rígido. Obedeció con dificultad. Cuando salimos del callejón, pasamos dos o tres esquinas más y desembocamos en una calle llena de gente, exclamó:

¿Adónde vamos?

—¿Tienes alguna idea?

Negó con un movimiento de cabeza.

—Está bien, entonces. Déjamelo a mí.

—¿Por qué no vamos a casa de tu madre? —preguntó Domiciano.

—Llevaré a Domitila allí, pero no a ti. Primero tenemos que quitarte a ti de en medio. Tú eres a quien están buscando.

Un chico de Rieti que había sido compañero de colegio nuestro vivía en aquel barrio. Sus padres habían muerto y él vivía solo luchando para ganarse la vida practicando el derecho. Era un joven reservado y silencioso, con un profundamente enraizado desprecio de la corrupción de los tiempos. A mí me habían siempre impresionado su honradez y su negativa a progresar en su carrera por los acostumbrados medios de adulación de los grandes y de darle coba a aquellos que le podrían ser útiles. Yo estaba seguro de que recibiría a Domiciano y le ofrecería cobijo, tanto más porque se sentía superior a él. Así que llevé allí a Domiciano, y se le dio acomodo, como yo esperaba.

—No puedo alojar a la joven —dijo Aulio Pettio—. Es cuestión de decoro, no de reputación, ya lo comprendes.

—Está bien —le contesté—. Va a ir a vivir con mi madre, pero estoy seguro de que tú también comprenderás que no puedo exponer a mi madre a ningún peligro pidiéndole que aloje también a Domiciano.

—¡En qué tiempos más absurdos e innobles vivimos! —replicó él.

A mí se me ocurrió pensar que recibía en su casa a Domiciano precisamente porque su necesidad de refugio confirmaba la indignación que sentía ante la degeneración de la República. Me describió una vez a Nerón como «ese ínfimo comediante que jugaba a ser César». Me gustó su desdén, aunque la descripción no era exacta. Nerón aspiraba con más entusiasmo a representar el papel de ser un gran poeta y actor.

A mi madre le alegró alojar en su casa a Domitila.

—Pero —me dijo— tú tendrás que encontrar otro sitio donde hospedarte mientras que ella esté aquí. No es que me importe lo que diga la gente, pero la muchacha tiene una reputación que proteger y estaría mal dar a las malas lenguas la oportunidad de difundir el escándalo en relación con ella.

—No te puedo agradecer adecuadamente lo que has hecho por nosotros —dijo Domitila—. No sé lo que habría sido de Domi, si tú no hubieras estado aquí.

Por supuesto lo sabía perfectamente. Me dio un beso de despedida. Era un beso casto, debido a la presencia de mi madre, pero hasta la menor demostración de afecto hacía que mi madre rechinara los dientes como muestra de desaprobación.

Más tarde ese mismo día, volví al apartamento de la mujer con cara de luna. Le llevé un pequeño obsequio y le dije que no había venido sólo a darle las gracias, sino a asegurarme de que no había corrido ningún peligro. Asintió bajando la cabeza, pero no me dio las gracias por mi regalo.

—Yo no necesitaba una recompensa —comentó. La muchacha, a su vez, dijo:

—Sabía que volverías.

Me sirvió una copa de vino. La mujer se retiró a la cocina. La joven se estiró. Seguía vestida con la misma túnica y el movimiento dejó ver sus senos y sus muslos.

—Nos preparará algo de comida —añadió—. No es mi madre, ¿sabes?

—¿Quién es entonces?

—Simplemente me dejó vivir en su casa. Se puede decir que soy un huésped. Pago el alquiler, bastante, depende de…

—Comprendo… —dije yo. Me acerqué a ella y poniendo mi brazo alrededor de su cuerpo, la alcé un poco. Ella se dio la vuelta y me besó. Yo le metí la mano debajo de la túnica. Durante un momento dejó que reposara allí. Después me llevó a su habitación y a la cama desordenada.