XXII

Asumo, Tácito, que confías sobre todo en mis memorias para poder captar algo del ambiente que había en la ciudad durante las semanas del imperio de Otón, cuando, por órdenes suyas, yo fui alojado en el palacio. Tú eras, por supuesto, todavía un muchacho, tenías catorce o quince años, si mis cálculos son correctos y, como recuerdo que me contaste una vez, tu madre se había marchado prudentemente, con todo el personal de la casa, incluidos tú y tus hermanas. A propósito, ¿qué pasó con la más bella de todas ellas, Cornelia, con la cual mantuve un encantador flirteo en la villa Sabina de tu suegro Agrícola? Ahora he perdido el hilo en esta frase, ¿por dónde iba? (Ya ves lo mohoso que está mi dominio de la lengua escrita; corre junto con mis pensamientos con desordenada retórica. Te ruego me perdones; estoy seguro de que censurarás con severidad tanto mi incapacidad como mis excusas). ¡Ah, sí, ya sé por dónde iba! Tu madre te había llevado a la seguridad de la finca de su padre en Campania. Creo que tú siempre resentiste esto, lo mismo, si se me permite decirlo, que muchas otras cosas.

De hecho, tu resentimiento fue inicialmente tan grande que te he oído hablar como si hubieras estado en la ciudad esa primavera y verano, y sido testigo de todos los horrores que allí tuvieron lugar. Pero yo sé otra cosa distinta, aunque permanezco en silencio.

Así que ahora te diré algo que será de cierta utilidad en tu gran obra, y algo que no podrías tener sin mi ayuda. Porque puedes enterarte de acciones mediante la información que te proporcionen los archivos y puedes analizar los personajes con ayuda de lo que lees, las cartas y los discursos que fueron archivados, así como los documentos públicos. Pero para ese cambiante y evanescente ingrediente que llamamos ambiente o atmósfera requieres el testimonio de alguien que vivió en aquel momento y lo vio y lo sintió todo. Aún más, puedo suministrarte también los cotilleos y terribles historias que se divulgaron por todas partes; y todo esto dará animación a tu Historia. Algunos de ellos, como te puedes imaginar, eran exquisitamente absurdos.

Por ejemplo, se informaba a diario de la aparición de prodigios. Se decía que en el porche de entrada del Capitolio, las riendas de la cuadriga en la que la Diosa de la Victoria cabalga eternamente hacia la batalla se le cayeron de las manos: un presagio funesto; que la estatua del divino Julio, en la isla del Tíber, se movió hacia el este, y esto —se añadió con muchos movimientos de cabeza— en un día en que no soplaba el viento, como si se requiriera un vendaval para situar a la estatua mirando hacia Oriente. Alguien había visto que una forma, mayor que la de cualquier hombre, surgió del Templo de Juno, llevando en la mano una enorme espada. Otros nos dijeron que un buey en Etruria había hablado, nada menos que en hexámetros, y que una cabra había dado a luz a un ternero (casi todo él blanco, aunque con manchas negras). En resumen, los rumores parecían tener alas, y por absurda que fuera una historia, siempre había quien la creía. Domiciano, a quien se le había dado un empleo en el palacio, me dijo que estaba desgarrado, cuando pudimos conversar, entre elegir la credulidad o el desdén. Su inteligencia le decía que semejantes cuentos eran absurdos; pero sus temores afectaban la capacidad de razonar de su mente.

Un repentino deshielo derritió la nieve en las montañas y fue seguido por tres días de lluvia incesante —los tontos aseguraron que los cielos lloraban por Roma—, lo que causó que el Tíber se desbordara y causara una inundación. No solamente los distritos bajos y llanos de la ciudad fueron cubiertos por las aguas turbulentas, sino que hasta zonas que desde hacía tiempo se consideraron protegidas ante posibles desbordamientos, encontraron que el agua llegaba muy cerca. Yo necesité una barca para ir a ver a mi madre y llevarle provisiones, que eran escasas. Mucha gente se ahogó, muchos más se vieron aislados en las tiendas, lugares de trabajo o sus propias casas. Los cimientos de innumerables viviendas de los suburbios fueron socavados por la fuerza de las aguas y se desmoronaron cuando el río volvió a su curso acostumbrado. Fue imposible que las tropas desfilaran en el Campo de Marte: habrían tenido que nadar.

La capital bullía, y los destrozos de la inundación sólo reflejaban el desorden y la confusión que había en las mentes de los hombres. Se decía que Vitelio había infiltrado soldados en la ciudad, vestidos de paisano, que estaban dispuestos, en respuesta a una señal determinada, a asesinar a los partidarios de Otón. Así que las sospechas acechaban detrás de cada frase que se pronunciaba, y los hombres no se atrevían a mirarse frente a frente. El estado de los asuntos públicos era aún peor. Nadie sabía lo que iba a deparar el futuro y las opiniones cambiaban a tenor de los rumores difundidos. Cuando el Senado se reunía, muchos senadores no asistían alegando mala salud. Los que asistían adulaban al emperador que, acostumbrado desde sus días de favorito de Nerón a ese tipo de lenguaje, lo recibía con el desprecio que se merecía, Pero inmediatamente después los aduladores, dándose cuenta de que sus palabras podían ser utilizadas contra ellos si Otón perdía la guerra, para la cual quedaban sólo unas semanas, intentaron darles un doble significado y, por consiguiente, en la mayoría de los casos, esto las privaba de sentido. Cuando fueron llamados para que tacharan a Vitelio de traidor y enemigo público, los más cautelosos lo hicieron usando expresiones tan generales y manidas que nadie pudo considerarlos sinceros, porque sus palabras parecían meramente una parodia de las genuinas acusaciones de traición de las cuales nuestra historia exhibía ya tantos vergonzosos ejemplos. Otros hicieron uso de un procedimiento más astuto. Decidieron que, cuando se levantaran para hablar, sus amigos y primos harían tal ruido que no se les podría oír a ellos. Así que más adelante podrían decir, a cualquiera que se lo preguntara, que habían cumplido con su deber; y eso no se podía negar.

Otón seguía vacilando. Recibió el informe de mi visita a Vespasiano y Muciano con ecuanimidad, más que con placer. Alabó mi rapidez y mi honestidad y entonces, como si estuviera pensando en voz alta, dijo: «Todas las guerras arruinan y las guerras civiles son las que arruinan más». Recordó mi presencia, sonrió y dijo: «Tal vez consideres extraños los siguientes pensamientos de un emperador dedicado a la defensa de su causa y que acaba de recibir, gracias a ti, las esperadas noticias de la buena voluntad que los generales de los ejércitos orientales albergan hacia mí. No obstante, y aun así, sigue siendo mi deseo evitar la guerra y me pregunto si esta ayuda que me prestan podría utilizarse para ese fin. Porque, indudablemente, si Vitelio se entera de que Vespasiano y Muciano se han unido a mí en defensa de la República —como por razón de conveniencia podemos aún llamarla—, entonces tal vez desistirá y estará dispuesto a negociar los términos de nuestra relación. Vitelio no es hombre de guerra. Es un tipo perezoso, también tímido, y no puedo concebir que tenga ganas de luchar».

—Tal vez eso sea así, señor —repliqué yo—, pero tú mismo, cuando me encomendaste esta misión, dijiste que había algunos que respaldaban a Vitelio (nombraste a Valens y Cecina) que estaban decididos a hacer la guerra. Sugeriste que Vitelio era su marioneta y yo nunca he oído decir que los sentimientos o temores de una marioneta cuenten para nada.

—Sí —dijo—, haces bien en recordarme mis propias palabras. Sin embargo, tu inclinación a hacerlo me entristece (tan joven y ya tan duro). Espero evitar la guerra porque cualquier guerra será mi responsabilidad, un peso en mi alma y un borrón en mi reputación. Considera… —hizo una pausa y, sin llamar a un esclavo, sirvió vino para los dos—. Yo nunca —dijo— habría estado de acuerdo en asumir esta carga del Imperio. Y, sin embargo, ¿qué otra cosa podría haber hecho? Tal vez tú pienses que podría haber continuado siendo gobernador de Lusitania, leal a Galba. ¿Qué dices de esto?

—Esto no es asunto mío, señor.

—Había razones poderosas en contra de que yo obrara así. Mis deudas, para empezar. Tú eres un hombre joven y no puedes haber sufrido la desmoralizadora carga de las deudas. Cuando yo tenía tu edad, pedí prestado dinero sin pensar en el día de mañana o en tenerlo que devolver. Tenía casi tantos banqueros como amantes y eran igualmente generosos a la hora de otorgarme sus favores, te lo aseguro. Daban la impresión de que consideraban un honor el prestarme a mí dinero, puesto que yo era amigo de Nerón. Pero después, cuando éste se volvió contra mí, o yo contra él —es una historia larga y complicada, porque nos juzgamos mal el uno al otro, me doy cuenta de ello ahora— y perdí la buena relación que teníamos, aunque se me compró, por así decir, con el cargo en Lusitania, sentí el primer estremecimiento de las sospechas de los banqueros. Así que para pagar las deudas que tenía con los respetables banqueros —lo suficiente para dejarlos tranquilos— recurrí a los prestamistas, hombres de menos reputación cuyos intereses eran exorbitantes. Esperaban que les pagara tras esquilmar a los pobres habitantes de las provincias, mis ya suficientemente desdichados lusitanos. Pero esto era algo que yo no podía hacer. De ningún modo. ¿Lo comprendes? Los hombres que se comportan bien en ciertos momentos de su vida no son siempre aquellos que han tenido una exagerada opinión de sí mismos y de su propia virtud. Dejó de pasearse de un lado a otro, se echó en un diván y miró fijamente al techo, donde un desagradablemente musculoso Apolo estaba enredado con una Daphne de cabello color castaño, justo en el momento en que ella se estaba transformando en un árbol de laurel. La vulgar exuberancia de la pintura me sugiere ahora, cuando la recuerdo, que era una composición corintia. Los artistas de la ciudad de Corinto tuvieron siempre debilidad por el gusto florido e impuro. Confieso que a mí me ha gustado bastante esa forma de expresar el arte.

—Así que —continuó el emperador, que hablaba para que yo no me fuera y le salvara de la soledad— mis deudas aumentaron, más grandes que imperios y mucho más deprisa, como monstruosas verduras, calabacines y calabazas. Cuando seguí a Galba a Roma (a petición suya, después de haber declarado que lo apoyaba), me atacaron nubes de mosquitos que yo identifiqué sin dificultad como acreedores. ¿Qué podía hacer? Me amenazaron con despojarme de todo lo que poseía, declararme en bancarrota, avergonzarme e inhabilitarme para ocupar cargos públicos. Te puedo asegurar que estaba cansado de esto. Habría podido soportar la exclusión y la vergüenza, pero mi orgullo no me permitía mostrar al mundo la miserable condición a la que me había reducido mi despilfarro…

—¿Me estás escuchando todavía? Te conviene escuchar. ¿Qué estoy diciendo? He olvidado, durante un momento feliz, que soy el emperador. No puedes dejarme solo o quedarte dormido, como podrías hacerlo si fueras un ciudadano privado. Pero, eres un buen muchacho por hacer el esfuerzo de escucharme. Ven y siéntate a mi lado.

Me alborotó el pelo, acarició mi mejilla y suspiró.

—Popea fue la única persona a la que verdaderamente amé, excepto que, cuando estaba con ella, podía también amarme a mí mismo. Nada más; Otón es despreciable y un objeto de compasión. Relájate, muchacho, no tengo intención de hacerte nada. La tenía con Galba. Medio me prometió hacerme su heredero y su compañero en el Imperio. Eso fue una noche durante el viaje a Roma. Estaba algo ebrio, pero no muy borracho, aunque muchas noches el viejo general tenía que ser transportado a la cama totalmente embriagado. En lo que a mí concierne, no he encontrado nunca placer en la excesiva bebida. Destruye todos los otros placeres y habilidades. Galba (ese modelo de anticuada virtud republicana) me hizo proposiciones deshonestas. Bueno, Julio César tal vez accedió a meterse en la cama con el rey de Bitinia, pero Galba… Sabes que le gustaban los hombres de edad madura como ese bruto de Icelo, que compartía su cama y quién sabe lo que le hizo al viejo. Ese tipo de cosa nunca me atrajo. Puedo comprenderlo con un joven y comprender también a los hombres que van detrás de ellos, aunque a mí nunca me gustó desde que yo mismo era un muchacho. Pero extraer tu placer sexual del contacto con un bruto velloso… no, eso me asquea. Aun estando bebido, Galba comprendía la repulsión que esto me causaba. Hacía venir a Icelo y me despachaba a mí, y con mi rechazo, la oportunidad de ser adoptado como heredero se iba por la ventana, donde, como se puede decir, mis acreedores estaban acechándome y exigiendo su dinero. Así eran las cosas. Yo tenía una opción: deshonor y pobreza, suicidio, o una posibilidad de compartir el Imperio. Cuando algunos oficiales de la Guardia se aproximaron a mí y me contaron que los pretorianos detestaban a Galba por ser tan tacaño, ¿qué podía decir yo? Una cosa es rechazar a un emperador y otra distinta rechazar la idea del Imperio. Así que yo dije que sí. ¿Hice bien en decirlo? ¿Qué otra cosa podía haber hecho?

Si hubiera sabido tanto de hombres y asuntos de estado como sé ahora, me habría dado cuenta de que el futuro de Otón como emperador estaba destinado a ser breve. Su autocompasión adulteraba cualquier determinación y habilidad que pudiera tener. Hasta el hecho de conseguir el Imperio no tenía mayor significación moral que el golpe de suerte de un jugador empedernido. Sin embargo, dado que yo era joven e inexperto, y de carácter generoso, se ganó mi simpatía. Me halagó también el que se desahogara conmigo, y pensé que un hombre que estaba dispuesto a olvidar la reserva que su dignidad requiere —y ante una persona que era poco mayor que un muchacho, un mero jovenzuelo, por muy de admirar que pudieran ser mi origen, mis modales y mi inteligencia— no era probable que fuera más reservado con otras personas. En resumen, debí haberme dado cuenta de que Otón, al expresar sus pesares y recelos, incluso a personas que apenas conocía (porque yo no era en realidad más que una de ellas), estaba ciertamente desalentando a sus partidarios y demostrando ser incapaz de dar esa impresión de serenidad y firmeza que es necesaria para que los soldados estén dispuestos a morir por una causa.

De paso, Tácito, permíteme que te inste encarecidamente a considerar la significación de las numerosas deserciones que tuvieron lugar en aquel turbulento año. ¿No fueron acaso debidas a que las legiones tuvieran solamente un interés en estas guerras: terminar en el lado del vencedor? Pocos sentían hacia sus generales afecto o respeto, pocos estaban unidos a ellos como las tropas de César o de Marco Antonio. Así, por ejemplo, Otón solía empezar sus campañas a la cabeza de un ejército, algunas de cuyas legiones habían aclamado a Galba como emperador hacía sólo unas semanas, y habían de hecho venido desde España para instalarlo en el trono. Y ahora iban a luchar por Otón, que era responsable del asesinato de Galba. ¿Con qué entusiasmo iban a luchar? ¿Qué lealtad se podía esperar de hombres en la situación en que ellos estaban?