V

Mi querido Cornelio Tácito:

Me reprochas mi demora y también la calidad de la información que te he mandado. No te das cuenta de lo penoso que es para mí, aislado en esta región fronteriza, recordar los días de mi juventud. Hasta la imagen de la caída de la tarde en los jardines de Lúculo y de la puesta del sol tiñendo los pinos del Palatino de un suave color azul púrpura oscuro me inhabilita durante varias horas. Y cuando en el oído de la memoria escucho el parloteo de las calles y los gritos estridentes de los vendedores en los puestos, llamando a sus posibles compradores, se apoderan de mí tales punzadas de nostalgia que rompo a llorar o ahogo mis penas con una botella de vino agrio. Y tengo otras distracciones aquí, aunque no te aburriré con un relato de ellas.

Dices —después de haberme preguntado por recuerdos de la infancia de Domiciano— que esto no te interesa ahora, y que lo que quieres saber es lo que hizo y cómo se comportó en los terribles meses siguientes a la rebelión de las legiones contra Nerón.

Pero, ¿cómo puedo contar una historia sin una introducción? Aun aceptando que lo que quieres de mí son notas para la confección de tu Historia, ¿cómo puedo estar seguro de que las usarás adecuadamente, si no te proporciono al menos un bosquejo de su trasfondo, por muy familiar que éste sea ya para ti?

Añado este reparo por la razón siguiente, aunque tal vez esto te irrite: no creo que haya, o que pueda haber nunca, una historia totalmente fiel. La impresión que tenga un hombre de los acontecimientos puede ser contraria a la que tenga otro. Sin duda, tu experiencia del matrimonio te ha enseñado ya esto.

Pero estoy dispuesto a prestar atención a tu petición y pasar por alto los años de mi adolescencia. Por consiguiente, no haré alusión a mis recuerdos del Gran Fuego que asoló la ciudad durante seis días y dejó una gran parte de ella en ruinas que ardían lentamente. Puedo escribir con gran detalle sobre todo esto, porque subí al Janículo, como muchos otros que vivían en el lado «de menos categoría» del río, para poder ver mejor el incendio. Después, los días siguientes, anduve por las cenizas, asombrado por la destrucción y, sin embargo —lo confieso con cierto grado de vergüenza—, también eufórico. Pero tú tendrás muchas otras fuentes a través de las que obtener información sobre el desastre.

No obstante, me pregunto si consideras a Nerón culpable de él —como muchos lo hicieron cuando ocurrió—, y no solamente porque se aprovechó de la ventaja de la devastación para crear su paisaje rural ideal dentro de los límites de la ciudad y para empezar los trabajos de lo que iba a ser su obra maestra: la Casa Dorada. El pueblo lo consideró culpable antes de conocer sus planes, y se dice que cantó los versos compuestos por él mismo que celebraban el incendio de Troya mientras él contemplaba el de Roma.

Pues bien, tú formarás tu opinión personal acerca de su culpabilidad. Puedes incluso llegar a la conclusión, tal como él afirmó, de que los verdaderos pirómanos fueron la vil secta de esclavos y libertos conocidos como cristianos, delincuentes judíos a quienes él castigó tan severamente.

Pero no te quiero cansar con estas especulaciones. Es Domiciano la persona de quien quieres que te hable.

Fue siempre un amigo difícil, más cuando se fue haciendo mayor y aproximándose al umbral de la vida adulta. En el último año de Nerón, o tal vez un poco antes, se hizo más reservado, más amargo, más resentido. A su hermana Domitila le preocupaba que perdiera la razón, o al menos eso decía. Su relación sexual con el senador Claudio Polio había concluido, si es que fue una relación y no meramente una amistad, como juraba Domiciano, ruborizándose. Se habían peleado. Me dio a entender que esto fue porque Polio trató de superar los lazos de amistad, tratando incluso de hacerle perder su virtud. Tal vez eso fue lo que ocurrió. Pero muchos años después Polio solía presumir de que tenía una carta del joven Domiciano en la que le prometía que se acostaría con él. Una vez, estando borracho, me prometió que me la enseñaría, pero nunca lo hizo. Así que, ¿quién sabe? Ya que ambos eran hombres mentirosos, ¿dónde se hallaba la verdad? Lo único que podemos hacer es conjeturar.

En cualquier caso, había otras causas para la inestabilidad de Domiciano. Había algo muy cercano. Estaba celoso de mi amistad con su hermana. Ella solía quejarse de que él quería poseerla por completo, pero yo pensaba que él exigía lo mismo de mí.

—Está obsesionado —decía— con mantenerme protegida y me haría prisionera si pudiera hacerlo.

Indudablemente, éste era el caso. Sin embargo, también él se enfurruñaba cuando yo prefería la compañía de otros a la suya y solía interrogarme detenidamente acerca de lo que yo hacía cuando no estábamos juntos.

Domitila sentía gran aprecio por él, apenada por su evidente infelicidad. Le daba pena porque no poseía el encanto de Tito y, según ella decía, parecía necesitar la protección que ella le ofrecía.

—Es difícil —decía—. Trato de protegerlo aunque deseo también pasarlo bien, y no me permite que me divierta a no ser en su compañía; no es fácil.

Domiciano padecía también por el hecho de que no tenía todavía participación en la fortuna de su familia. Vespasiano había sido nombrado gobernador de la provincia de Judea, donde los extremistas judíos se habían rebelado contra nuestro Imperio. El origen de la rebelión no estaba claro, tal como ocurre ciertamente con la mayoría de los asuntos que conciernen a ese pueblo turbulento y desagradable. Empezó, aparentemente, con una disputa entre judíos y griegos en la ciudad de Cesarea: los griegos atacaron el barrio judío, con la intención de echarlos de la ciudad, el tipo acostumbrado de violencia entre pueblos que se produce cuando distintas comunidades viven una junto a la otra. El éxito inicial de los griegos suscitó una reacción, aunque los judíos más respetables —los de origen más noble y los dirigentes religiosos— trataron de controlar a los fanáticos. Pero fracasaron. Nuestra guarnición en Jerusalén fue asesinada. Entonces, cuando Cestio Gallo, procónsul de Siria, se puso en marcha contra la ciudad, se alarmó ante la fuerza de la resistencia judía, perdió su coraje y ordenó una retirada que se convirtió en una vergonzosa huida.

Fue en esta época cuando Vespasiano fue ascendido, sacado de la oscuridad. Nerón lo escogió por tres razones. La primera era su origen humilde, lo que le hacía suponer a Nerón que cualquier éxito logrado por Vespasiano no podría hacer de él un rival, porque no disfrutaba de apoyo independiente entre la nobleza; Nerón no podía concebir que se pudiera someter a alguien de tan humilde cuna como Vespasiano. En segundo lugar, como ya he mencionado, Nerón había hecho siempre de Vespasiano el blanco de su impertinente y ciertamente adolescente ingenio, y por esa razón le tenía cierto apego. Y, finalmente, las posibilidades eran pocas. Hacía sólo unos meses había ordenado suicidarse a Corbulo, el gran general de nuestro tiempo.

Tito estaba encantado con el nombramiento de su padre. Estaba seguro de que sería beneficioso para su propia carrera. Me escribió con un tono de gran entusiasmo y después hizo la observación de que, aunque Domiciano estaría deseoso de unirse a su padre en Judea, no era ésta una proposición que debía ser alentada. «Domiciano le altera —escribió—, aunque no sé exactamente por qué. Tal vez tú tengas alguna idea. Tú conoces a mi hermanito mejor que yo y yo respeto tu opinión. Pero haz lo posible para calmar sus sentimientos. Tal vez puedas sugerirle que mi padre confía en que él mande informes acerca de cómo están las cosas en Roma. Te darás cuenta de que esta sugerencia es ridícula. Mi padre cuenta con la información que su hermano Flavio Sabino le manda. Pero si tú puedes, en este caso, engañar a Domiciano, me estarás haciendo un gran servicio (lo cual es, por supuesto, el mayor placer para ti, ¿me equivoco?). El hecho es que Domiciano no está preparado para la vida militar, ¿no lo crees así? De hecho, tal vez no sea nunca adecuado para tener a alguien bajo sus órdenes».

Naturalmente yo hice lo que me pidió, pero fallé en convencer a Domiciano. Vio que mis palabras tranquilizadoras eran una enorme tontería y adivinó que procedían de la boca de su hermano.

—Esto es lo que Tito te dijo que me dijeras —concluyó—. Está decidido a mantenerme al margen. Pues bien, ¡no lo ha logrado!

De todas maneras, a pesar de esta salida de mal genio, continuó estando al margen. Se puso cada vez de peor humor y más desagradable, pasándose a veces (lías sin hablar. «Creo que se le ha olvidado sonreír», (lucía Domitila.

Un día mi madre pareció comprenderlo. Dijo que era como un pájaro con un ala rota. Se compadecía de cualquiera que deseara algo que no estaba a su alcance. Cuando nos visitaba, se relajaba en compañía de mi madre. Hasta pudiera ser que sintiera un afecto desinteresado por ella.

Estoy cansado y continuaré esta carta mañana. Pero mientras tanto el mensajero ha venido a informarme de que el barco está a punto de salir. Así que la mandaré ahora, como prueba de mi deseo de ayudarte, aunque me temo que la encuentres inadecuada.