II

Me pides, mi querido Cornelio Tácito, que relate mis primeros recuerdos de Domiciano. Es imposible satisfacer tu deseo, por la siguiente razón: que yo no puedo recordar ningún período de mi vida en el que Domiciano no estuviera presente.

Como tú sabes, su padre, el ahora glorioso en el recuerdo emperador Vespasiano, era un hombre que no tenía un origen especial ni una fama temprana. Nació cuando el divino Augusto era aún princeps, en Reiti, en las Colinas Sabinas, y lo crió su abuela, que tenía una pequeña granja en Cosa. Creo que su padre era recaudador de impuestos, empleado en Asia, pero tal vez en esto esté equivocado. Naturalmente, cuando Domiciano o ciertamente su hermano Tito vivían, no habría sido prudente explayarse en comentar los humildes orígenes de Vespasiano, aunque el propio hombre nunca se molestó en ocultarlos. Ahora, puesto que estás escribiendo una historia verdadera, es oportuno hablar con claridad del asunto: la familia carecía de toda importancia.

Puedo decir esto porque, como sabes, ése no era mi caso. O tal vez deba decir que tú creías saberlo.

Mi propio origen era tan distinguido como era posible. Mi madre pertenecía a la gens Claudia, y por lo tanto eran primos de la propia familia imperial. Mi padre podía vanagloriarse de contar con numerosos cónsules entre sus antepasados Emilianos. Yo pertenecía por mi nacimiento a la alta aristocracia romana. Ahora esto me hace gracia, si se tienen en cuenta mis actuales circunstancias.

Pero ahora, puesto que ya nada me importa, puedo confesarte lo que el orgullo, a lo largo de mi vida, me ha forzado a ocultar: que M. Emilio Escauro, hijo de aquel Escauro que desempeñó un consulado durante el gobierno de Tiberio, era mi padre solamente en sentido legal y no en realidad. Hombre desagradable y afeminado, cuya ambición de riqueza y posición superaba su capacidad intelectual para alcanzarlas, consintió, con despreciable complacencia, la seducción de su mujer, mi noble madre, por parte de Narciso. ¿Necesito recordarte que él era el liberto que, según se dice, influía en el juicio del débil emperador Claudio para tenerlo controlado? Fue también él quien estuvo al mando del destacamento de la Guardia Pretoriana que arrestó y fue responsable de la muerte de la tercera esposa del emperador, Mesalina, tristemente célebre (como tú recordarás) por su flagrante inmoralidad.

No tengo la menor duda, amigo mío, de que tú, con tus severas, aunque anticuadas ideas de la virtud republicana, deploras y desprecias el comportamiento de Narciso y todo lo que él representaba. No discreparé contigo en esto, sólo quiero hacer la observación de que era evidentemente un hombre de cierta capacidad. Ahora que, en el exilio, no doy la menor importancia al linaje, puedo decir lo que en otros tiempos habría tenido vergüenza de decir: que encuentro más satisfacción en ser en realidad hijo del capaz, aunque despiadado y corrupto Narciso, que del débil Escauro, cuyo nombre llevo y de cuyos antepasados solía alardear.

Por supuesto, no conocí durante años mi verdadera paternidad. Mi madre, una mujer de carácter fuerte, me lo reveló en una de nuestras muchas peleas. No dudo que dijera la verdad, aunque sólo fuera porque Narciso había muerto hacía mucho tiempo y porque los rumores de su asociación con él no le podían haber acarreado nada más que vergüenza. Su confesión me proporcionó un arma, que algún tiempo después no tuve escrúpulos en usar contra ella. Era una mujer severa y muy dura en sus juicios. No obstante, yo la adoraba en mi juventud cuando me parecía que su belleza rivalizaba con la de la propia Venus.

Comprenderás la importancia de mi confesión a tus preguntas, porque debes de saber que fue gracias al patronazgo de Narciso por el que Vespasiano salió de la oscuridad, consiguiendo primero el mando de una legión, compartiendo después la gloria de la conquista de Britania, donde sometió a toda la isla de Wight, y siendo después recompensado con condecoraciones triunfales y un consulado. Sin Narciso, Vespasiano habría sido, con cuarenta años, un oficial retirado sin ninguna importancia, obligado a subsistir con media paga y a hacer de granjero a una escala despreciablemente reducida. ¡No es solamente por sus méritos por lo que medran los hombres en nuestro mundo degenerado!

Una consecuencia del patrocinio de mi padre fue que el hijo mayor de Vespasiano, Tito, fuera introducido en los círculos de la corte, donde llegó a ser el compañero e íntimo amigo de Tiberio Claudio, más tarde conocido con el sobrenombre de Británico, hijo del emperador y la disoluta Mesalina. Británico y Tito eran unos cinco o seis años mayores que yo y yo seis meses mayor que Domiciano. Puedo decir que, aunque se designó a Domiciano como mi compañero de juego, era como un niño pequeño, muy menudo, tímido y poco interesado en disfrutar de la compañía de nadie, ni siquiera de la mía. Tito y Británico, por el contrario, eran brillantes y atractivos. Pero pronto ambos iban a ser relegados a la sombra por Nerón, cuando éste sucedió a su (¿asesinado?) padre como emperador.

La posteridad recordará justamente a Nerón como a un monstruo de depravación, que deshonraba la púrpura que llevaba. La Historia lo juzgará con severidad. Tú, mi querido Tácito, te asegurarás de ello. No puedo censurarte. Ni siquiera quiero hacerlo. Después de todo yo mismo sufrí a manos de la bestia. No sólo hizo asesinar a mi padre natural Narciso, sino que una vez, cuando yo era un muchacho de once años, me cogió en el gimnasio y gritando «¡El lobo está dispuesto a seducirte!», trató de hacer precisamente eso.

Antes de que Narciso fuera desplazado, había hecho nombrar a Vespasiano gobernador de África, donde, aunque no tuvo gran éxito y una vez fue acribillado con calabazas por provincianos revoltosos, estaba al menos a una distancia de Nerón exenta de peligro. En realidad a Nerón no le desagradaba, puesto que ni le temía ni le envidiaba. Le veía como un blanco. El rostro inexpresivo de Vespasiano le animaba a cometer toda clase de bromas infantiles y maliciosas. Así que Vespasiano era más afortunado que aquellos que provocaban los celos de Nerón.

Sin embargo, Nerón tenía encanto. Espero que esto lo pongas bien claro. Hasta Petronio, a quien él llamaba su Árbitro de Elegancia, y que le despreciaba como sólo un hombre inteligente y descontento es capaz de despreciar a un payaso bullicioso, lo atestiguó. Petronio era amigo de mi madre. Cuando yo tenía catorce años trató de hacerme su catamita, pero yo lo rechacé. En su lugar se lo mandé a Domiciano. Se estremeció y dijo: «¿Ese muchacho escrofuloso? No sabes lo que estás diciendo». «Bueno —contesté yo—, te aseguro que estará dispuesto, al contrario que yo». Se rió. Yo admiraba a Petronio, pero olía a manzanas podridas. Supongo que era una especie de enfermedad. Me solía leer su novela El Satiricón. Yo creo que esperaba que su obscenidad me excitara y estuviera dispuesto a satisfacer sus deseos. Pero yo estaba entonces pasando por una fase virtuosa. Un joven de catorce años puede ser muy mojigato. Esto no es lo que tú quieres oír. Quieres saber cosas sobre la adolescencia de Domiciano.

Pero estoy un poco borracho, como lo estoy generalmente a última hora de la tarde. Voy a acabar esta carta; continuaré mañana.