VI

Tácito se irritará cuando vea que le mando sólo un extracto de la carta de Tito. Había frases demasiado íntimas para mí para que yo quisiera exponerlas a su crítico escrutinio. Pero que yo sienta la necesidad de que Tácito piense mejor de mí de lo que yo pienso de él, especialmente cuando no nos vamos a volver a ver, me deja perplejo.

Es tan suspicaz que hasta puede pensar que he falsificado esa carta. Pero yo siempre he conservado mi correspondencia y, aunque algo de ella se ha extraviado, queda aún mucho. Cuando fui condenado al exilio, di instrucciones para que se me enviaran varias cajas de documentos por medio de mis banqueros.

No sé cuánto de lo que es privado y no público puedo atreverme a revelarle a Tácito.

No tengo motivo para proteger el recuerdo de Domiciano, y sin embargo, no me siento inclinado a contarle todo lo que sé acerca del difunto emperador: por ejemplo, que él, una vez, trató de llevare a la cama a su hermana Domitila. Esto ocurrió más tarde, cuando Domitila era una mujer casada. No me enteré de ello entonces —yo estaba prestando servicio militar en Oriente—, pero poco después de mi regreso ella me lo contó, de hecho, en su propia cama. Como su confesión tuvo lugar post coitum, después de nuestro propio acto de adulterio, cuando su cabello reposaba en mi húmedo hombro y su cuerpo estaba apretado contra el mío, yo no dudé de la verdad de lo que me estaba diciendo. No pude entonces dudar que ella había rehusado, aunque, con los celos avanzando como un cangrejo, yo me sentí, después de oír esto, atormentado durante meses por la sospecha de que lo que había dicho no era cierto, sino que me había mentido, incluso cuando yacía conmigo en su lecho. Y esta sospecha aumentó con el vívido recuerdo de un sueño o pesadilla que había tenido en el año del terror que Tácito me había pedido recordar. ¿Fue ese sueño una premonición? El pensamiento me atormentó o, mejor dicho, yo me atormenté al entregarme a él.

Pero en el momento en que me relató el criminal asalto de su hermano —con sus suaves labios acariciando mi oreja— sentí por Domiciano más compasión que indignación. ¡Fue terrible que se apoderara de él un deseo incestuoso y que, no obstante, se le negara aquello que yo acababa de disfrutar!

¿Creerá Tácito, o, mejor dicho, creería Tácito, porque no se lo voy a contar, todo esto? Yo creo que no. La naturaleza humana es demasiado complicada para los sistemas esquemáticos de los historiadores.

La verdad es que Tácito presentará a los hombres y a las mujeres como si fueran seres capaces de ser comprendidos. Tal vez no haya ninguna otra manera de escribir historia. Es impulso del historiador hacer que lo que ocurre tenga sentido. Pero, ¿puede ese sentido que ellos crean corresponderse con la experiencia? Yo creo que no. ¿Hay algún hombre que lo entienda realmente todo, ni siquiera a sí mismo? Y si eso está fuera (le nuestras posibilidades, ¿cómo puede uno aspirar a comprender a otras personas a quienes sólo conocemos por medio de la observación y unas relaciones intermitentes?

Naturalmente, yo no pensaba así cuando era joven. En aquellos días, tenía pocas dudas y estaba seguro de que podía conquistar el mundo y conseguir el amor cuando yo lo deseara. Yo estaba entonces seguro de que Tito me amaba. Cuando fui investido, a la edad de diecisiete años, con la toga virilis y entré en la vida adulta, supe que el amor propiamente dicho se desvanece y, o más bien, se transforma, según yo creía, en la amistad entre iguales, basada en el mutuo respeto y el afecto, que los nobles romanos han valorado siempre como el fundamento de la vida política y social. O al menos eso me dije a mí mismo, mientras Tito estuvo ausente en Oriente.

Es más, yo estaba en ese momento en que el alma en proceso de desarrollo convierte esos deseos más ardientes e imperiosos de la adolescencia, característicamente dirigidos a otros seres del mismo sexo, en los otros, distintos y más misteriosos orientados al sexo opuesto. Así, cuando observaba a Domitila apartarse el pelo de los ojos con un rápido e inconsciente movimiento de sus largos y pálidos dedos, y veía a Tito reflejado en ese gesto, tenía la sensación de que él había sido el precursor, y me decía a mí mismo de Domitila era el amor de mi vida, esa perfecta mitad que, al unirse con la mía, me traería esa armoniosa conjunción de las almas que según afirma Platón es la suprema experiencia y el fin del amor.

Al menos tales eran mis sueños en aquellos principios del verano antes de que Roma se destruyera a sí misma y yo me viera forzado a adquirir un prematuro y corruptor conocimiento de la vileza de los hombres, y encontrase mi carácter tan deformado como consecuencia de las cosas de que me enteré que salí de esta experiencia incapaz de generosidad de espíritu, incapaz de amar y capaz solamente de entregarme al deseo. Ese año —me digo a mí mismo ahora— destruí la mayor parte de lo que era bueno en mí, como en muchos otros. En cuanto a Domitila…, ¿qué puedo decir? Incluso ahora es demasiado penoso pensar en ella. Excita mis sentidos y entonces recuerdo cómo, al final, se apartó de mí porque —dijo ella misma— yo le pedía todo, una posesión completa, y ella no quería que la poseyera nadie. Su marido, dijo, era un hombre que le pedía poco, sólo la apariencia de virtud. «Cuando éramos jóvenes —dijo—, yo te amaba. Ahora… —Me acarició la mejilla con sus suaves dedos—. No, no ahora».

¿Soy capaz de entender esto? ¿Puedo encontrar sentido a las barreras que se alzaron entre nosotros? No, no lo puedo hacer.

Me pregunto si es posible comprender a otra persona. Sin embargo, Tácito está seguro de que comprende hasta a Nerón. Pues bien, yo tuve una relación más íntima —demasiado íntima en aquella ocasión a que he aludido— con el tirano que la que tuvo Tácito, que ciertamente no lo conocía en persona y tenía sólo catorce o quince años cuando sucumbió Nerón, pero no pretendo saber cómo o por qué el joven que mi madre recuerda (antes del asesinato de Británico) como «encantador, cándido, un poco inocente, tímido y carente de confianza en sí mismo» llegó a transformarse en un monstruo pervertido y vicioso.

Tácito opina que el carácter no cambia, de modo que lo que aparece en cierto momento de la vida estaba simplemente escondido antes. Por lo tanto, pudo sacar la conclusión de que el joven Nerón era simplemente un hipócrita que ocultaba su verdadera naturaleza. Yo le he oído exponer este argumento. Tiene la misma opinión del emperador Tiberio.

Entonces, trazando el proceso de la degeneración de Nerón, le echará indudablemente la culpa a las influencias griegas. Recuerdo cómo, a menudo, en nuestras conversaciones a altas horas de la noche junto con una garrafa de vino —y Tácito cuando tenía poco más de treinta años era tan aficionado a la bebida como lo era yo, o ciertamente como Tiberio tenía fama de serlo— solía maldecir los gustos extranjeros que estaban, según él, «haciendo de nuestra juventud un puñado de gimnastas, haraganes y pervertidos. El emperador y el Senado», mascullaba, «tienen la culpa. No sólo permiten estos vicios y los practican también ellos, sino que fuerzan a nobles romanos a rebajarse a sí mismos, saliendo a escena para cantar, declamar y bailar. Se entregan a juegos atléticos griegos, quitándose la ropa, poniéndose guantes de boxeador y luchando como antagonistas o contrincantes en lugar de endurecer el cuerpo y el espíritu sirviendo en el ejército».

La verdad es que Tácito, enorgulleciéndose de su vieja manera de comportarse y adoptando a Catón como su héroe, ha tenido siempre un gusto vulgar por la sangre y la matanza. Disfruta con la crueldad, aunque es posible que también le cause repulsión. Un tipo complicado. Yo era demasiado cortés para decíroslo y solía contentarme con provocarle.

—Supongo —solía comentarle— que no te habrán invitado nunca a desnudarte y mostrar tus encantos.

—Buen cuidado necesitará cualquiera que se atreva a hacerme tal sugerencia.

Nunca pude resistir la tentación de provocarle. Ni siquiera ahora. Me sorprende de verdad que mi viejo amigo se haya convertido en un gran hombre, si un simple historiador puede ser considerado un gran hombre. Habla de grandeza, escribe con nostalgia de grandeza. Pero, ¿cuándo ha hecho algo que sea grande?

Nada le desagradaba más que la historia de Nerón y su catamita, Esporo, y sin embargo, nunca podía dejar de hablar de ello, sino que en el curso de su conversación incidía una y otra vez en el mismo tema.

Esporo, un muchacho griego, era esclavo en la casa de la hermana de mi madre cuando Nerón lo conoció. No tenía más que doce años, pero según mi madre era ya muy guapo, con rizos negros y suaves, cutis sedoso, pómulos altos y ojos extrañamente estrechos. Se despertó en el joven emperador un instantáneo deseo por él y pidió que se lo entregaran como obsequio. ¿Qué podía hacer mi tía sino privarse del muchacho? Nerón le hizo castrar, por la pureza de la voz del chiquillo, que alegaba era lo primero que le había subyugado. Un par de años después celebró una especie de ceremonia matrimonial con él, a quien hizo vestir como una novia y mandó que le pusieran una guirnalda de rosas rojas. Después de la ceremonia, que fue una parodia de una verdadera boda, se retiró con el a la cámara nupcial y el pobre muchacho tuvo que (lar gritos como si fuera una virgen a quien se estaba seduciendo. Creo que Nerón llegó hasta herirle para que se viera sangre en las sábanas. Todo esto fue increíblemente repugnante, pero era algo bastante duro e irrazonable por parte de Tácito hablar con tal desprecio del muchacho. Porque, ¿qué podía hacer? Mi madre, siendo más comprensiva que el futuro historiador, siempre habló compasivamente y hasta con ternura del pobre Esporo. Mencionó aquí estas circunstancias por el papel que el muchacho se encontró desempeñando después de todo esto.

Los excesos de Nerón no son tema que me incumba, Tácito se recreará describiéndolos. Que lo haga. Mis recuerdos del último año de la vida de Nerón son muy distintos y hasta encantadores.

¿Qué me importaba a mí si él, en su loca extravagancia, se estaba aprovechando de la destrucción causada por el Gran Fuego cuatro años antes para crear su nuevo palacio y paisaje rural, con sus arboledas, pastos, manadas de ganado, animales salvajes y grutas, en el lugar donde mezquinas casas de ciudadanos habían estado amontonadas unas contra otras? ¿Qué me importaba si los hombres decían amargamente que toda Roma se había transformado en una villa de Nerón, y si los escritores satíricos aconsejaban a los ciudadanos que huyeran a Veii, asumiendo, por supuesto, que la villa del emperador no llegaría allí antes? ¿Qué me importaba, tampoco, el que todas las semanas hubiera noticias de alguna conjura contra el tirano, seguidas por el melancólico informe del suicidio, de algún descubierto y aterrado conspirador?

Para mí ese año estaba dominado por el amor. Para mí, ahora, en este frío y desdichado destierro, es una época de tardes iluminadas por el sol. Tardes de verano, pero tardes de verano con el frescor de la primavera.

Domitila… Con sólo pronunciar su nombre me entran ganas de llorar.

Hubo un momento aquel verano en que Domitila, la muchacha que yo conocía desde hacía tantos años, que tanto me gustaba y que tanto me complacía entretener, se transformó en… ¿cómo puedo expresarlo? No en una diosa; dejo esas tonterías a los poetas. No, del mismo modo que la Casa Dorada del emperador se extendía con sus inconcebibles deleites sobre la apagada ciudad, mi vida se volvió dorada a causa de esta joven que hasta ahora apenas me había imaginado. Tal vez el amor intenso no es otra cosa que la proyección de nuestra imaginación sobre la otra persona.

Era una tarde a la orilla del mar, y si yo fuera a narrar lo que pasó esa tarde parecería perfectamente ordinario. A Domitila la acompañaban unas amigas. Jugamos a no recuerdo qué juego de pelota. Domiciano se enfadó y le gritó a su hermana, acusándola de haber infringido no sé qué regla del juego. Ella bajó los ojos y habló suavemente, tratando de apaciguarlo. Pero él, entregándose a un humor que yo conocía demasiado bien, se negó a calmarse, se dio la vuelta y echó a andar camino de los bosques. Ella le llamó, de manera suplicante y entonces, cuando él no le hizo caso, su labio superior, que era largo y un poco grueso para lograr la belleza perfecta, empezó a temblar. Pero Domitila se encogió de hombros, se frotó los pies vacilantemente en la arena y sugirió que siguiéramos el juego, que, sin embargo, ya nos interesaba. «¡Maldito sea!», dijo reconociendo con enfado la habilidad de su hermano para imponer su resentida voluntad en los que estaban en su compañía, hasta simplemente por el acto de privarlos de su presencia.

Nada, como verás, nada. Sin embargo, fue en aquel momento, cuando le buscó y arrastró los pies por la arena, que dejó de ser la muchacha que yo había conocido toda mi vida, y se convirtió en alguien totalmente nuevo para mí, alguien a quien yo deseé conocer perfecta y profundamente.

La seguí hasta la casa, donde la encontré bebiendo un vaso de limonada.

«Es tan tonto», dijo, y una lágrima se le escapó de los ojos, bajándole por la mejilla, que estaba arrebolada, ya por el ejercicio del juego, ya como resultado de la emoción. Sentí el deseo de cogerla entre mis brazos y secar con mis labios las lágrimas que ahora empezó a derramar profusamente dejando salir de su boca grandes sollozos. Yo no lograba comprender por qué estaba tan afectada, y no hice nada. No pudo salir de mis labios una sola palabra para consolarla. Pero mis sentimientos eran muy hondos.