XXXIX

Hace ya seis semanas que envié mi último informe a Tácito. Esperaba entonces haber terminado con los recuerdos de esa vida mía, ya muerta. Sin embargo, no puedo dejarlos desaparecer como desperdicios y escombros que flotan hacia abajo por el insulso río gris, camino del pálido mar.

Salí de Roma tan pronto como pude hacerlo honorablemente, después de asistir a las exequias de mi madre. Tal vez si Domitila hubiera hablado entonces me habría convencido de que me quedara. Si he de ser franco, lo dudo. Estaba deseoso de nuevas experiencias que pudieran borrar el horror de los años pasados. Lo que vi y experimenté confirmó el cinismo que el espectáculo de los sucesores de Nerón, luchando por lograr la supremacía, había inculcado en mí.

Tito me dio un puesto entre su personal. Me ofreció también libre elección de un miembro de sus tropas de jóvenes danzantes y se asombró o simuló hacerlo, cuando yo rechacé su propuesta.

Todavía lo admiro, siento aún ternura por él; pero ya no lo deseo ni lo amo. Pensé: «esto significa que me he hecho ya hombre». Intercambié cartas con Domitila; las suyas eran reticentes, incluso banales. Dijo sólo una cosa de importancia: que se reprochaba ser la causante de la muerte de mi madre. Yo sabía que esto no era cierto, y sin embargo leí en sus palabras una distancia creciente entre los dos. Entre los que me escribían, otros me contaban el placer con que Domiciano desempeñaba el papel de viceemperador y cómo presumía de estar compartiendo el triunfo Flaviano.

Al lado de Tito, tomé parte en el asedio y captura de Jerusalén. He escrito ya algo acerca de esto. Ciertamente, ya es bastante: rumiarlo más me causaría pesadillas, si el sueño no me ha negado ya su consuelo.

Destruimos el templo de los judíos. Abrí el Tabernáculo y lo encontré vacío. Supuse que contendría alguna revelación, alguna sugerencia de lo que los judíos creen ser el sentido y propósito de la vida.

Ahora pienso que esto sería una confirmación de que no hay ni sentido ni propósito. Balthus me lo discute: su amante Dios nos asegura que existen ambas cosas. Sigue tratando de convertirme. Yo le rechazo diciéndole que, siendo los cristianos una secta proscrita, él depende de mi impía protección. No es capaz de captar la ironía. Tal vez deba buscarle una mujer. Cuando se lo sugerí, rechazó la proposición. Encuentra repulsiva la carne femenina y el olor de las mujeres. Extraño. Está entregado a la castidad; hay muchos, me dice, que se han convertido en eunucos por amor de su Cristo.

Tomé parte en el triunfo concedido a Tito y Vespasiano. Ostensiblemente, el Senado les concedió este honor por su victoria en la Guerra Judía. En realidad, Vespasiano lo solicitó y sabía que, de hecho, estaba celebrando el haberse adueñado del Imperio y las muertes de decenas de millares de sus conciudadanos, algunos por su causa y otros intentando detener su usurpación del poder.

Cabalgué a lomos de un caballo ruano al lado de Domiciano, que iba montado en un semental blanco. Al aproximarnos a la Via Sacra, el semental dio un respingo y le faltó poco para tirarle al suelo.

Vespasiano y Tito salieron del palacio de madrugada, ambos coronados de laurel y vestidos de púrpura. Se dirigieron al pórtico de Octavia, hermana del divino Augusto y desdichada esposa de Marco Antonio. El Senado, magistrados y principales caballeros ecuestres los esperaban allí. Vespasiano dio la señal para que se hiciera silencio, que fue obedecida enseguida. Entonces, cubriéndose la cabeza con su manto, se levantó para decir las eternas oraciones. Casi no se podían oír, ahogadas por la capa y su acento provinciano. Tito las repitió después de él, más claras pero no más comprensibles, puesto que estas palabras están en un dialecto antiguo que nadie entiende. Pregunté después a Tito si le había pedido a los sacerdotes que le explicaran el significado de las palabras que había pronunciado. Él se rió: «Amado joven —me dijo—, ¿y qué importancia tiene eso?».

Una vez rezadas las plegarias, se pusieron sus vestiduras triunfales e hicieron los sacrificios a los dioses, y entonces dieron órdenes de que la procesión se pusiera en marcha. Cabalgaron juntos en una cuadriga y Domiciano y yo íbamos en primera fila detrás de ellos.

El espectáculo era magnífico. De eso no había la menor duda. No se reparó en gastos y se ilustraron los diversos aspectos de la guerra con numerosas e ingeniosas representaciones.

Unas mostraban cómo se arrasó el asolamiento de un próspero país, mucho más fértil que Palestina. En otras escenas se representaban ejércitos del enemigo totalmente destrozados, ejércitos mucho más impresionantes y mejor equipados que los de los desdichados judíos: en un lugar se los mostraba dándose a la huida; en otros, encadenados y cautivos. Se mostraban ciudades y sus defensores siendo vencidos por las legiones que se aglomeraban junto a las fortificaciones y murallas. Se veía correr la sangre, y a las desdichadas víctimas levantando las manos en actitud de rendición o súplica. Se incendiaban templos, se desmoronaban casas, los ríos corrían por terrenos devastados y había incendios por doquier.

Era, supongo ahora, algo soberbio, y el mensaje estaba claro: este era el pleno terror de la guerra de la que Vespasiano y Tito habían salvado a Roma y a Italia. Pero, sobre todo, eran evidentes los despojos del templo de Jerusalén: vasijas, mesas y candelabros de oro y tablas que tenían grabadas las leyes de los vencidos y despreciados judíos. Se mostraban imágenes de la victoria en oro y marfil, mientras la procesión triunfal se abría camino hacia el aún no restaurado Templo de Júpiter Capitolino.

Me divirtió notar cómo se retorcía de aburrimiento el cuerpo de Vespasiano.

—¡Qué estúpido fui —decía entre dientes— al pedir un triunfo!

Pero Tito disfrutó de cada momento de ese día; Domiciano tenía una expresión agria y enfurruñada.

Esperamos delante del templo hasta que, siguiendo la tradición, llegó un mensajero de la prisión Mamertina para anunciar que el general enemigo había sido ejecutado.

Era mentira. No se había apresado a ningún general, pero la gente, que no lo sabía, estaba contenta.

Durante los ocho años del reinado de Vespasiano, raras veces estuve en Roma. Seguí una carrera militar en diversas fronteras, sobre todo en Anatolia, donde la rebelión era endémica. Fui herido tres veces, condecorado por valor, y cuando estaba en plena acción olvidaba mis pensamientos. No había aprendido todavía a desconfiar de los sueños imperiales de Tito, noblemente expresados. Creía que mis esforzados servicios en el campo de batalla y mi trabajo en asegurar una justa administración de las provincias conquistadas me permitirían olvidar el hedor de la corrupción en la propia Roma. No me daba cuenta de que su germen me había infectado.

Mi correspondencia con Domitila fue disminuyendo. ¿Qué otra cosa podía ocurrir? Entonces se casó. Su marido era un hombre que había estado asociado con Nerón. Ahora cortejaba a Cenis, la amante de origen humilde de Vespasiano. Ella fomentó la relación, esperando que, con ello, podía asegurar su posición de poder e influencia para el futuro cuando Vespasiano muriera. Vespasiano no le podía negar nada: accedió a la proposición de matrimonio y Domitila no pudo hacer otra cosa que obedecer. En cuanto a mí, no faltaban mujeres en Anatolia: esclavas circasianas que deleitaban los sentidos y no exigían nada de mi corazón.

Vespasiano murió erguido y de muerte natural porque, como él mismo decía, «un emperador debe morir de pie». Fue el primer emperador desde el divino Augusto que murió de muerte natural, todos los otros fueron asesinados o, como en el caso de Vitelio y Otón, se suicidaron. Tito le sucedió, el primer hijo legítimo de un emperador que hacía eso. Abandonó la simulación, que Vespasiano había honrado, de ser simplemente el «princeps» o «primer ciudadano». A mi amante de la adolescencia le gustaba que uno se dirigiera a él como «Dios y Señor». Si la llegada de Galba al trono probó que se podía nombrar a un emperador de fuera de Roma, ahora Tito hizo trizas la fachada de la respetabilidad republicana. Algunos decían temer que demostrara ser un segundo Nerón, por aquello de su adicción al placer.

Pero, a diferencia de Nerón, Tito se deleitaba en los asuntos del Imperio. La administración le entusiasmaba. Se ocupó de su seguridad personal, asumiendo personalmente el mando de los pretorianos, adulándolos, recompensándolos generosamente; hizo forzosas la obediencia y la buena conducta en el Senado. Destacamentos de la Guardia arrestaban a todo sospechoso de deslealtad o desafección. Tales arrestos se hacían a menudo en lugares públicos, como el teatro; ésta era una manera eficaz de infundir temor y respeto hacia el poder imperial. Las ejecuciones eran inmediatas, sin las formalidades de un juicio.

Tito me trajo a Roma y me nombró su lugarteniente de la Guardia. Así pues, me unió a él ilegalmente. Sin embargo, y al mismo tiempo, ganamos el favor del pueblo actuando contra los impopulares delatores públicos, siempre dispuestos, mediante pago, a acusar a sus conciudadanos. Yo experimenté el placer de ordenar que varios de ellos fueran azotados y deportados de Roma. De esta manera, combinando la severidad con lo que yo privadamente consideraba la política del gesto, Tito se ganó una popularidad que se le había negado a cualquier emperador desde Augusto.

Tito encandiló al pueblo, al tiempo que atajaba la sedición en el Estado. Durante una temporada, parecía que el sol había atravesado las oscuras nubes que tenían envuelta a Roma en una mortaja.

Y el sol volvió a brillar de nuevo en mi propia vida. Descubrí que Domitila era desgraciada en su matrimonio, cargada con un hombre por quien no sentía ni afecto ni respeto. Estaba en la plenitud de su belleza, pero fue esa nueva expresión triste lo que revivió mi vieja pasión, y su tristeza lo que me permitió que me la llevara a la cama. Supe, en vida de Tito, lo que es sin duda el supremo gozo concedido a un hombre: convertirse en un solo ser con una mujer que verdaderamente te ama. Ahora sólo tengo un recuerdo de sus caricias para aliviar la noche perpetua de la vejez y el exilio. Entonces, en sus brazos, por primera vez en mi vida me sentía completo. Podía olvidar mi sentimiento de culpabilidad por haber estado asociado con ese Imperio que ha destruido la libertad.

Pero, inevitablemente, según parece, yo serví a ese Imperio. No podía ver ninguna alternativa. Había discutido a menudo esta cuestión con Tácito, quien, incluso cuando Domiciano le hizo pretor y senador, soñaba en la República. No quería creer ni aceptar lo que para mí era evidente: que las condiciones que hicieron posible la República ya no existían. Hacía tiempo que habían desaparecido. La República, insistí, había sido destruida no por pérdida de virtud, como él suponía (aunque eso podía ser la consecuencia de su destrucción), sino por el mismo éxito de los ejércitos republicanos al extender el dominio de Roma a tierras y pueblos distantes.

César era un producto de la República y su carrera fue la prueba de que estaba muerta. Él no tenía necesidad de matarla. No se puede matar a un cadáver. Cuando los Libertadores, modelados a su propio estilo, hicieron de César un cadáver, no pudieron infundir una vida nueva en su amada República. Marco Antonio lo sabía. Augusto lo sabía todavía con más claridad, Tiberio aceptó de mala gana la realidad del Imperio. Estaba claro para mí que el horror de esos años durante los cuales los herederos de Nerón lucharon por conseguir la supremacía no era más que la prueba de esto: se necesitaba un emperador enérgico, capaz de ganarse la lealtad y obediencia de las legiones. Vespasiano demostró ser un emperador de ese tipo. Y también lo fue, brevemente, Tito. ¿Por qué he de censurarme a mí mismo haber accedido a los dictados de mi razón y haberle servido?

Sin embargo, me atormenta la observación que le hice a Balthus: hacemos un desierto y lo llamamos paz. El desierto no alude una noción física, porque Roma y el Imperio prosperan. Es moral. Balthus me quería hacer creer que es lo que él llama «espiritual», aunque eso no tiene sentido para mí. Pero debe de haber algo en lo que dice el muchacho. Ahora, desde la distancia, comprendo que mis compatriotas romanos buscan significado en los cultos misteriosos de Oriente. Muchos de mis soldados están entregados a la adoración de Mitras, dios de la Luz, y se apartan del Guardián de las Legiones. Yo los miro con infinito desdén.

Y me quedo con nada.