XXXVI
Me apresuro, Tácito, consciente de tu impaciencia, a poner punto final a mi narración, y yo me sentiré feliz de haberme deshecho de ella.
Flavio Sabino mandó mensajeros a las señas que yo le había dado, y me pidió que recogiera a Domiciano. Naturalmente, mi expresión manifestó sorpresa. Pero él sonrió y dijo: «No pasa nada. Todo ha terminado o está a punto de terminar. Me cuentan que hace unos días Vitelio se sumió en un profundo letargo, y estaba tan próximo a la desesperación que habría olvidado que era emperador si los que estaban a su alrededor no se lo hubieran recordado. He de añadir que con gran consternación suya. Ahora me ha llamado para que me reúna con él y desea llegar a un acuerdo. Creo que será provechoso si puedo tener a Domiciano a mi lado. Y para ti también lo será, por supuesto».
Yo me he preguntado a menudo por qué deseaba nuestra presencia. He llegado a la conclusión de que nos quería tener allí como testigos, para poder informar a Vespasiano y a Tito de que se había comportado honorablemente y no había tratado de engañar a nadie, ni de promover sus propios intereses por encima de los de ellos. ¡Así era el nivel de confianza entre los miembros de esa familia!
Había, por supuesto, quienes instaban a Flavio Sabino a que actuara por cuenta propia. El mérito de haber terminado la guerra, decían, «pertenecerá al hombre que esté en posesión de Roma. ¿Por qué no has de ser tú emperador en vez de tu hermano, o por qué no puedes compartir el Imperio con él? En cualquier caso, la gloria de la victoria final será tuya y eso es algo que merece la pena conseguir».
Flavio Sabino había demostrado que era ciertamente merecedor del Imperio al rechazar la tentación que se le ponía delante. Le había dado su palabra a su hermano y la cumpliría. Algunos de sus amigos encontraban esto increíble. Se habían olvidado de lo que significaba la palabra de un hombre.
Así que recogí a Domiciano, que albergaba sospechas respecto a esta invitación, y respecto a mis intenciones. Se habría negado a acompañarme si Aulo Petio no hubiera dado rienda suelta a su desprecio y no le hubiera dicho, sin rodeos, que, o se venía conmigo o lo pondría en la calle, dejándole que se las valiera por sí mismo.
—En cuanto a mí —dijo—, he de confesar que estoy hasta la coronilla de tus lamentaciones, tu autocompasión y tus sospechas. Te admití en mi casa porque nuestro amigo aquí presente me rogó que lo hiciera, pero no por amor hacia ti. Te agradeceré que te vayas, prefiero verte la espalda cuando te marches que tener que mirarte a la cara una sola hora más.
Era el mes de diciembre. El año que había visto a más emperadores que los cincuenta años precedentes estaba llegando a su fin. Era un día oscuro y muy frío, con el viento del norte soplando desde las montañas y trayendo con él, como alguien observó, a las tropas de Vespasiano hacia la capital y llevándose a Vitelio al olvido. La reunión se celebró en el Templo de Apolo. Flavio Sabino estaba ya allí. No mostró ni impaciencia ni excitación alguna, aunque el juego en que se que había embarcado con tanto valor en mitad del peligro se acercaba ya a un final triunfante. Abrazó a Domiciano, que crispó el rostro.
—Todo ha terminado —dijo entonces su tío—, menos los gritos.
Vitelio llegó tarde, con su hermano, un reducido grupo de oficiales de su personal y una escolta de la Guardia Pretoriana. A todos, menos a tres de ellos, se les ordenó que esperaran fuera. Los ojos de Vitelio estaban inyectados en sangre y su manera de hablar era aguardentosa, pero estaba sólo un poco borracho, aunque su aliento sugería que había completado las bebidas de la noche anterior con lo que los germanos llaman «the hair of the dog» (una última copa para quitarse la resaca).
Flavio Sabino, atento como de costumbre, empezó por darle el pésame a Vitelio por la muerte, unos días antes, de su anciana madre. Vitelio masculló unas palabras incomprensibles como respuesta. Le temblaba la mano y pidió vino. Yo creo que Flavio Sabino había decidido no darle nada, juzgando que se le convencería más rápidamente de que aceptara un acuerdo si se le privaba de la bebida. En verdad, yo pensé que el desdichado Vitelio habría estado de acuerdo con cualquier cosa simplemente para zafarse de la reunión y poder beber. Pero al ver su condición lamentable, Flavio Sabino dio unas palmadas y le mandó a un esclavo que le trajera vino. Reinó un absoluto silencio hasta que Vitelio tuvo la copa en las manos.
Dio una impresión lastimosa. La carne se le había desprendido de los huesos, excepto en la tripa, que era enorme y se movía ahora de manera obscena. Un nervio se destacaba en su mejilla y había en sus ojos una expresión salvaje.
—Asumo que tu presencia aquí es un reconocimiento de que has perdido el juego —empezó a hablar Flavio Sabino.
Vitelio movió los labios como si fuera a decir algo, agitó débilmente la mano y suspiró profundamente.
—Honra a un romano el ser generoso en la victoria —continuó Flavio Sabino—. Mi hermano, el aclamado emperador, ha decidido seguir la política del Gran César. Su consigna es la clemencia. Por lo tanto, nada malo os pasará ni a ti ni a tu familia. Tienes mi palabra de honor. Lo único que debes hacer es renunciar a tus derechos al título de emperador, que reconocernos que hombres necios te forzaron a aceptar…
—Sí, ciertamente, ciertamente, sí —Vitelio, ahora que por fin había encontrado su voz, balbuceó unas palabras que salían de sus labios cayendo una sobre otra—. Ciertamente sí, nada estaba más lejos de mi mente que el que se me eligiera emperador. ¿Por qué iba a desearlo? Soy un buen hombre, pero he visto demasiado de las cortes imperiales como para pensar en mí mismo como… no, ciertamente, ciertamente; no. Pero ¿qué puedo hacer? ¿Qué podría hacer cualquier hombre en mi lugar? Valens y Cecina —a ellos hay que echarles la culpa—, me forzaron a aceptar el cargo, y entonces los legionarios me rodearon, aclamándome. ¿Qué podría haber hecho yo? Tenía miedo de que se volvieran contra mí, si rehusaba. Pero todas las fibras de mi ser gritaban ¡no!
Empezó a sollozar.
—Esto es horrible —murmuró Domiciano en mi oído. Y realmente lo era.
Flavio Sabino esperó hasta que la desgraciada criatura hubiera recobrado cierto control sobre sí misma. Su propio rostro permaneció impasible.
Mirando a Vitelio, yo pensé: «¡y hombres valientes han muerto por él!».
—Tengo redactado un documento de abdicación —dijo entonces Flavio Sabino—. En cierto sentido es algo irregular, puesto que tu título al Imperio no está concedido por mi hermano…
Vitelio levantó la cabeza. En su primera chispa de espíritu, dijo:
—Pero sí lo hizo. Después de vencer yo a Otón, Vespasiano administró el juramento de lealtad hacia mí y fue a mí por quien pidió toda prosperidad futura. Lo escribió y me lo dijo él mismo. Tengo todavía su carta. ¿Cómo puede ahora negar que soy emperador?
—Muy bien, entonces —aceptó Flavio Sabino—. Eso hace el documento de abdicación perfectamente válido. Así que lo único que tienes que hacer es firmarlo.
Pero ¿qué me va a pasar a mí? ¿Y a mis pobres hijos de los que espero poderme ocupar y para los que debo ganar el sustento?
Ese asunto se trata en este segundo documento. Te dije que mi hermano estaba dispuesto a practicar la clemencia. Es además generoso. Esto te asegurará una pensión de un millón de monedas de oro, y una finca en Campania, que heredarán tus hijos.
—¿Y es eso lo que vale el Imperio? ¿Es que es ése su precio?
Se levantó, con una cierta y nueva dignidad, resultado, tal vez, de la desaparición del temor. Dio una vuelta por la habitación. Normalmente, desde que había asumido la púrpura, hacía lo imposible para disimular su cojera. Pero ahora cojeó pesadamente, como si, al liberarse de la carga del Imperio, fuera ya libre para continuar sus viejas costumbres, para volver a ser él mismo.
—Muy bien —dijo—. Dadme la pluma.
Entonces, cuando estampó su firma y dejó de ser emperador, añadió:
—Me rindo en bien de la paz y del amor hacia mi patria. Y por mis inocentes hijos. Ahora dadme más vino.
Cuando, después de abrazar a Flavio Sabino, sollozar sobre su hombro, darle las gracias por su gran consideración y amabilidad y, finalmente, apurar hasta las heces otra copa de vino, aquella parodia de emperador se marchó. Entonces Flavio Sabino se relajó:
—No estaba seguro de poder convencerle —decía una y otra vez—. Todo parecía garantizarlo, pero, sin embargo, no estaba seguro.
—Mi tío ha sido demasiado benévolo —me dijo Domiciano—. Podría haber asesinado a Vitelio allí mismo y todo habría realmente terminado. ¿Pero que ha recibido? Solamente un pedazo de pergamino. Y ha dejado marcharse a Vitelio, para que anuncie su abdicación a las tropas que le son todavía leales. ¿Qué se les ha prometido? Nada. ¿Y supones que un hombre como Vitelio es capaz de respetar un acuerdo como éste? La primera persona que le reprenda por su timidez le dará la vuelta a su débil mente. No hemos terminado con él todavía.
Aunque no podía de ninguna manera estar de acuerdo con Domiciano en que Flavio Sabino le debía haber asesinado allí mismo, la observación de aquél tenía fundamento. Fue ésa la primera vez en que le consideré un magnífico político. Y como tú sabes, no iba a ser la última.
El mismo Flavio Sabino tenía algunas dudas. Había logrado su primer objetivo al conseguir la firma de Vitelio en el documento de abdicación. Pero conocía a ese hombre. Conocía su debilidad de carácter. Y entonces lo demostró cuando Domiciano se lo reprochó, después de verme a mí asentir a sus razonamientos:
—Querido muchacho —le dijo a su sobrino mientras le daba unas palmaditas en el hombro—, tu capacidad de juzgar es superior a tu edad. Pero no creas que mis viejos ojos no pueden ver con tanta claridad como los tuyos. Tu análisis es acertado. Pero hay algo en nuestro favor que tú no tienes en cuenta: la codicia de Vitelio y su terror. Sabe (debe de saber) que, si rompe este contrato, pierde la vida. Mientras que, si lo observa, puede vivir los días que le queden con comodidad y prosperidad.
»Además, si, como tú sugieres, le hubiera hecho prisionero o condenado a muerte, piensa en la indignación de esas tropas que son todavía, como tú bien dices, leales a él. Como ves, le he dado una oportunidad para la paz y ése era mi primer propósito. Se ha derramado demasiada sangre en Roma este año.
Sin embargo, sabiendo lo precaria que era esa paz, Flavio Sabino congregó a los soldados que le eran leales a él para que prestaran juramento a Vespasiano, después de haberles leído él el documento de abdicación.
Mientras tanto, se difundió el rumor y los senadores y los ecuestres, todos los cuales habían hasta ahora temido declararse enemigos de Vitelio, fueron ahora a visitarle y a prometerle eterna lealtad a Vespasiano.
Pero incluso en el momento en que lo estaban haciendo, llegó una noticia que cambió la situación.
Yo creo que Vitelio tenía la intención de cumplir con su palabra, porque no tengo la menor duda de que, en lo más hondo de su corazón, le aliviaba el sentirse exonerado de la carga del Imperio.
Pero cuando fue al Foro y subió a la tribuna a declarar que había abdicado y que tenía la intención de dejar a un lado los emblemas del Imperio en el Templo de la Concordia, las protestas de la multitud, que se anticiparon a sus palabras porque el rumor le había precedido, le contuvieron. Entonces, al encontrar su camino bloqueado por la chusma, volvió al palacio.
Entonces todo era confusión. Nadie sabía si Vitelio tenía que ser todavía considerado emperador o no; ni él mismo lo podría haber sabido. Era un día frío y miserable, con amenaza de nieve. Sin embargo, las calles y el Foro estaban ahora abarrotadas de ciudadanos, cada uno de ellos transmitiendo, creyéndolo o no, cada nuevo rumor. Algunos de los senadores y ecuestres que habían venido a rendir homenaje a Flavio Sabino lo pensaron mejor y se diseminaron, temerosos de haberse comprometido ya. Otros se quedaron porque, por su parte, temían haberse comprometido demasiado estrechamente para poder retirarse.
Entonces oímos noticias sobre el entusiasmo con que una parte de la chusma —nadie sabía lo numerosa que era— se había declarado en favor de Vitelio. Se informó también de que algunas cohortes de las legiones germánicas que habían permanecido estacionadas en la ciudad habían recibido órdenes de arrestar a Flavio Sabino y a los otros cabecillas de nuestro partido.
Domiciano manifestó ahora una energía que no la había visto nunca antes en él. Tenía el rostro enrojecido y hablaba en voz muy alta. Le dijo sin rodeos a su tío que, puesto que la discordia en la ciudad era ahora real, él se iba a tomar primero sus represalias. Ésas fueron sus palabras:
«Tomarnos primero nuestras represalias».
—¿Qué quieres decir?
—Debes apresar a Vitelio (no debiste dejarle marchar en libertad), y, después, ataca y desarma a aquellas fuerzas que le continúan siendo leales.
Flavio Sabino suspiró.
—Mi intención ha sido impedir el derramamiento de sangre en la ciudad —repuso—. Ahora tú me incitas a que corneta horrores inconcebibles. No, continuaremos jugando el juego con cierta frialdad. Vitelio pensará en lo que puede perder o conservar.
El descontento de Domiciano era evidente, pero no tenía poder para cambiar la manera de pensar de su tío; y, aunque yo estaba de acuerdo con su juicio, no podía por menos de agradarme la constancia de Flavio Sabino en su determinación de hacer todo lo posible para evitar un estallido de violencia y asesinatos en Roma. Pero sus esfuerzos fueron vanos. Algunos de nuestros hombres fueron atacados por los partidarios de Vitelio, que eran más numerosos, así que fueron desperdigados y varios asesinados. Era evidente que la posibilidad de un acuerdo pacífico se alejaba. De acuerdo con esto, Flavio Sabino reunió a sus tropas y seguidores, y nos retiramos al Capitolio, por ser la parte de la ciudad más fácil de defender.
Llegó la noche, y no hubo ningún ataque. Pero el temor nos contuvo. Nevó y la visibilidad era tan mala que temíamos que el enemigo se echara sobre nosotros sin darnos cuenta. Pero la tormenta que causó nuestra ansiedad, porque la nieve iba acompañada de fuertes vientos, los desanimó á ellos. Indudablemente sus generales, mientras tuvieran algún control sobre sus tropas, temían que atacar en tales condiciones originaría sólo confusión.
Flavio Sabino no pudo dormir. Como tampoco ninguno de aquellos que se podían considerar como su estado mayor. Pasamos toda la noche discutiendo acerca de nuestra situación, interrumpidos solamente por informes de los centinelas que habíamos apostado y que más de una vez dieron la voz de alarma, lo cual indicaba que se estaba preparando un ataque y demostraba nuestro nerviosismo y la dificultad para saber lo que realmente estaba pasando, por causa de la nieve que siguió cayendo sin interrupción hasta casi rayar el alba.
Flavio Sabino resolvió hacer una última petición a Vitelio que pudiera evitar las hostilidades. Hizo muchos borradores. Finalmente, decía lo siguiente (has de comprender, Tácito, que cito de memoria, pero como fui uno de los principales autores del borrador final, puedes suponer que lo recuerdo bien):
Vitelio: parece ser que no habido otra cosa que una exhibición y simulación de una renuncia al Imperio. Si no es así, ¿por qué, cuando bajaste de la tribuna, fuiste (según nos informan) a casa de tu hermano que da al Foro, donde tu presencia con seguridad inflamarán a la multitud, en vez de retirarte a la casa de la familia de tu mujer, en el Aventino? Eso habría respetado los términos de nuestro acuerdo. Pero tú te dirigiste al Palacio y muy poco después apareció en las calles un destacamento de tropas, armado y proclamando su lealtad hacia ti. Yo mismo, en la persona de mis soldados, fui atacado. Ésa es la razón por la que me he refugiado ahora en el Capitolio, que, no obstante, está rodeado por tus hombres. Si te arrepientes ahora de tu acuerdo, no tienes que luchar contra mí, a quien tan traidoramente has engañado, ni contra mi sobrino Domiciano, que es todavía un muchacho. ¿Qué vas a ganar con matarnos? Sería mejor que te pusieras al frente de tus legiones y combatieras, por el Imperio, contra el ejército de mi hermano. Eso decidiría el destino de Roma.
Se envió a un centurión de alto rango, Cornelio Marcial, a entregarle la carta a Vitelio. Yo me ofrecí a acompañarlo. Se sonrió al oírme. «Eso demuestra, señor, que sois joven, si no os importa que os lo diga. Cuando tengas mi edad, sabrás que el ofrecerse como voluntario es mejor dejárselo a otros». No obstante, le agradó que le acompañara y respetó el valor de mi decisión.
Aprovechándonos de la penumbra de la madrugada invernal y de un nuevo chaparrón de nieve, salimos furtivamente del Capitolio por los cien escalones que bajan por la ladera de la roca Tarpeya. Nuestros puestos de avanzada no habían visto ninguna señal de fuerzas enemigas a lo largo de varias horas, pero no podían estar seguros de que regresásemos. Conforme íbamos bajando de la colina, utilizando la protección que árboles y arbustos nos proporcionaban, podíamos ver soldados, acurrucados alrededor de los braseros o tumbados junto a ellos arropados con sus capas militares.
—Amodorrados cabrones —dijo Cornelio—. Pero no muchos de ellos estarán dispuestos a dar su vida por Vitelio, eso es un consuelo.
Cruzamos el Foro y nos dirigimos al Palatino.
—Hemos venido demasiado temprano. Vitelio no se habrá levantado todavía. Tenemos tiempo para beber y comer algo.
Aunque dudé de que Vitelio ni siquiera se hubiera acostado, y estaba seguro de que no habría dormido, me dejé persuadir y entramos en una taberna —del tipo de las que sirven a trabajadores nocturnos— en busca de un tazón de vino y un pedazo de pan «para animarnos».
Cuando nos acercábamos al palacio, fui consciente de hasta qué punto se iba desvaneciendo el control que Vitelio tenía del Estado. Aunque se podía ver un cierto número de soldados, era imposible afirmar si estaban en acto de servicio. No había una guardia regular, sólo un portero que estaba medio borracho. Cuando ofrecimos presentarle nuestras credenciales, bostezó y nos indicó con el dedo que pasáramos. Todo era confusión en el atrio. La gente se movía apresuradamente de un lado a otro, pero parecían hacerlo porque eso era lo más prudente y no porque hubiera alguna razón para ello. Cuatro esclavos pasaron delante de nosotros, cargados con baúles que sacaban del palacio. No parecía haber nadie a cargo de nada o de guardia. Entonces reconocí a un tipo corpulento y jadeante con la piel de color de aceituna; era Asiático, el anterior esclavo, catamita y proxeneta. Le llamé por su nombre y respondió de una manera que pretendía ser a un mismo tiempo obsequiosa e insolente.
—¿El emperador? No estoy seguro de que sepa si lo es o no, pobre hombre. ¿Tenéis un mensaje para él? ¿Queréis verlo? Bueno, que os sirva de algo, queridos.
Cornelio Marcial desenvainó su espada y puso la punta debajo de la mandíbula de la criatura.
Una gotita de sangre salió de su cuello.
—Llévanos a donde está o te atravesaré con esto la garganta. Asiático levantó la mano y empujó a un lado la hoja de la espada.
No sois muy diplomáticos, ¿verdad, queridos? Por supuesto os llevaré a donde está el pobre hombre. Sencillamente, no esperéis mucho de él.
Vitelio estaba en bata de dormir, Asiático le saludó con una repulsiva familiaridad, que hizo brotar una sonrisa de los fofos labios del seudoemperador. Cornelio le presentó la carta de Flavio Sabino. Vitelio la leyó o, mejor dicho, dejó vagar sus ojos por ella, y después la tiró a un lado.
¿No tienes contestación? —preguntó el centurión—. ¿He de decirle al general que recibiste su carta con desprecio?
La cuestión es, señor —intervine yo—, si tenéis la intención de ateneros al acuerdo que pactasteis, acuerdo que garantiza vuestra propia seguridad y bienestar, como no puede hacerlo ninguna otra cosa, o si lo habéis hecho pedazos y elegido confiar en las fortunas de una guerra que no podéis ganar, y que traerá la ruina a toda vuestra familia.
Vitelio se enjugó los ojos con una toallita, se sonó la nariz y le hizo un gesto a Asiático que, conociendo las costumbres de su amo, le puso enseguida un vaso grande de vino en la mano. Vitelio, al estilo de los borrachos, se lo bebió de un trago, y entonces dijo:
Eso son tonterías. Lo que diga ahora no importa. Lo sé. Dile a tu general que me atendré a nuestro acuerdo si puedo. Tenía toda la intención, toda la intención de hacerlo. Pero los soldados no me lo permitieron, y no pude ir en contra de ellos. Me eligieron emperador. Han decidido que no puedo renunciar al cargo, aunque sé bien que todo es ahora inútil. Dile eso a tu general y dile que has visto a un hombre profundamente desdichado, a quien el mundo ha tratado con dureza.
Entonces nos hizo salir, después de decirle a Asiático que nos condujera fuera del palacio por un pasadizo secreto, que nos daría la oportunidad de no tropezarnos con los soldados, porque, comentó: «No tengo el menor deseo de tener vuestra sangre en mis manos».
—Lo veis, señor, está acabado y lo sabe —dijo Asiático—. Estaréis ahora a salvo. Y tal vez recordaréis que os he hecho un gran servicio.
—¡Ah! —dije yo—. Dudo que eso sea necesario. Eres el tipo de hombre capaz de sobrevivir a todo, y no puedo imaginar que no hayas hecho todavía tus preparativos. De hecho estoy sorprendido de encontrarte todavía aquí.
Me puso la mano, su aduladora mano, encima de la manga.
—¿Estás tan seguro de que un tipo como yo no puede tener ningún sentimiento honorable, ningún concepto del deber, ningún afecto? Pues bien, tú eres joven, querido, no se puede esperar de ti que sepas mucho. Pero ese pobre y amado hombre ha sido mi único benefactor, y ahora yo soy la única persona con la que puede ser como es. No estaría bien si lo abandonara ahora. Pero no puedo esperar que tú comprendas esto.
Me hizo sentirme avergonzado. Recuerdo a Esporo y cómo había hablado de Nerón.
—Quita tu mano del brazo de mi oficial, tú, desvergonzado —le conminó Marcial—. ¿Le atravieso las entrañas, señor? La tierra será entonces un lugar más limpio.
No —contesté yo—. Ya habrá hoy suficientes matanzas. No hay necesidad de empezar tan pronto por la mañana, y más con alguien que no es un combatiente. —Aparté la fofa garra de Asiático de mi manga—. Será una buena acción para todo el mundo —le dije—, si pudieras persuadir a tu amo de que muera como debe morir un romano.
Cuando le informamos del fracaso de nuestra misión, Flavio Sabino nos dio solemnemente las gracias por haberlo intentado y por los peligros que habíamos corrido. Sus modales fueron perfectos. Nadie podría haber adivinado lo profundo de su decepción. Entonces dio órdenes de que fueran examinadas las defensas, ofreció una oración a los dioses y me apartó a un lado.
Vela por mi sobrino —dijo— e impídele que se exponga imprudentemente.
—Vitelio no tiene deseo de luchar —dije yo—. Se habría sentido feliz respetando el acuerdo que hizo contigo. Me da pena por él.
—Sea como sea, Vitelio no cuenta para nada. Es como un corcho que flota en un mar de sangre.
Durante un corto espacio de tiempo, esperamos. Había dejado de nevar y un débil sol iba rompiendo las nubes. Obediente a las órdenes que se me habían dado, busqué a Domiciano. Ésa es la razón por la que al principio no me di cuenta de que se nos echaba encima la batalla. Fue solamente cuando oí gritos procedentes de la ladera de la colina, en el lado que da al Foro, cuando me enteré. Mientras tanto no podía encontrar a Domiciano. Esto me distrajo. Sabía que a Flavio Sabino le preocupaba la seguridad de su sobrino, no por el afecto que le pudiera tener —aunque éste no le faltaba—, sino principalmente porque era necesario para su amor propio y la conciencia de su propia virtud que nada le pasara al hijo de su hermano. Pero Domiciano, a la primera intuición del ataque, se había escondido en la casa de un sirviente del Templo de Júpiter. Allí se puso las vestiduras de hilo de un acólito, un útil disfraz. De todo esto me enteré más tarde. Mientras tanto, mientras le buscaba desesperadamente, no llegué a la escena del encuentro hasta que el Capitolio estaba en llamas.
Los vitelianos estaban ahora trepando la colina, mientras que nuestros hombres estaban distraídos por las llamas. El incendio había sido causado por los asaltantes, que habían arrojado teas ardiendo al tejado de la columnata y, cuando los defensores fueron rechazados, medio ahogados por el humo, echaron abajo la puerta, que no tenía ahora quien la guardara. Mientras tanto, otros se habían apresurado hacia la colina al oeste de la roca Tarpeya, un lado del cual nuestros hombres habían sido expulsados por el primer ataque. En resumen, todo era confusión, y ésta la causó la ineptitud de nuestras tropas, que eran insuficientes en número para custodiar todos los accesos por los que se podía subir a la colina. Perdida ya la esperanza de encontrar a Domiciano, desenvainé mi espada y corrí hacia el lado de la roca Tarpeya. Allí se desarrollaba un feroz combate cuerpo a cuerpo. Nosotros teníamos la ventaja del terreno pero ellos la de los números. El fuego detrás de nosotros alarmó también a nuestros hombres, algunos de los cuales, antes de que la batalla estuviera propiamente entablada, tenían más interés en encontrar una manera de escape que en resistir. Yo me encontré en el lado de Cornelio Marcial, herido ya en el hombro por una jabalina. La sangre le corría por el brazo en que tenía la espada, al intentar defenderse de los ataques de tres soldados auxiliares germanos. Yo le clavé la mía a uno por debajo del escudo, y cayó a tierra. Pero mientras que lo hacía, otro corrió contra mí enarbolando su larga espada. Dado que no llevaba escudo, porque no había tenido tiempo de armarme debidamente, no pude parar el golpe, así que me eché hacia abajo. Mi pie resbaló en la piedra cubierta de sangre y yo caí sobre el cuerpo del hombre que acababa de matar. Es muy posible que mi caída me salvara la vida, porque gracias a la empinada inclinación de la colina, me encontré dando vuelta tras vuelta, hasta que fui a descansar en mitad de un arbusto de laurel a unos veinte pisos o más hacia abajo. Por un momento me quedé allí, tratando de recuperar lo que pude haber creído que era mi último aliento. Digo «pude haber creído» porque en realidad no me acuerdo bien de nada. Cuando asomé la cabeza esperando ver a mi asaltante corriendo hacia mí, fue para descubrir, en vez de eso, que había desviado su atención hacia el centurión que estaba otra vez enfrentado a tres soldados del enemigo. Mientras luchaba por liberarme del arbusto, oí el más terrible de los gritos de batalla: «¡Cada hombre que se salve a sí mismo, corred, muchachos, corred!». Miré hacia arriba y vi caer a Cornelio Marcial. Entonces, sacudiéndome a mí mismo como un perro que sale del agua, empecé a correr, colina abajo, para salir de la batalla. No estoy orgulloso de esto, ni orgulloso tampoco de los tajos que les administré a dos soldados que estaban tratando de impedir mi escape. Uno de ellos cayó, con el rostro abierto por mi espada; el otro tropezó y, como yo un momento antes, resbaló y quedó tumbado, ileso pero sin aliento. No tuve tiempo de ocuparme de él, sino que corrí colina abajo. Cuando llegué al terreno plano y miré hacia atrás, todos los edificios del Capitolio estaban en llamas.
Una mujer vieja se quedó mirándome.
—Si fuera tú —me dijo—, me desharía de esa espada sangrienta. Tal vez su consejo fuera bueno. Pero no lo seguí.
En lugar de hacerlo, me quedé parado, mirando, horrorizado, cómo desaparecía entre las llamas el Júpiter Soberanamente Bueno y Grande, fundado por nuestros primeros padres como la sede del Imperio. El Capitolio, respetado incluso por los Galos, siglos antes, en los días de la República, estaba ahora destruido por la locura de una lucha por el Imperio en una batalla librada en defensa de un ser sobre quien las legiones habían impuesto la púrpura, y que había dado sólo una prueba de claridad de juicio en toda su vida: su comprensión de que no era un hombre adecuado para el puesto que no se le permitió abandonar.
Enfundé mi espada y, asumiendo un aire tan indiferente como me fue posible, me puse en camino por una ruta que me llevó, pasado el templo que Augusto había hecho erigir en memoria de su amado sobrino Marcelo, hacia el río y a través de él a casa de mi madre. Me sorprendió encontrar, a medio metro de la escena de la batalla, ciudadanos ocupados en sus quehaceres como si fuera tiempo de paz.
Nada les había pasado ni a mi madre ni a Domitila. Les aconsejé que no salieran de casa, a pesar de que no se veía tumulto en las calles en aquel lado del río.
—Es posible —dije— que Domiciano venga aquí también. No sé dónde está ahora.
—Pero ¿está vivo, está bien? —dijo Domitila.
—No tengo razón para pensar lo contrario. Voy a ir ahora a buscarlo. Si viene aquí, no le dejéis que salga. Puede estar tan a salvo aquí como en cualquier otro sitio. Es sólo cuestión de días hasta que el ejército de tu padre llegue a la ciudad. Pero estos días serán peligrosos.
—¿Y mi tío?
—No sé si escapó o fue asesinado o hecho prisionero. Todo allí está sumido en un estado de indescriptible confusión.
—Podíamos ver las llamas —dijo mi madre—. Quemar el Capitolio. Es peor que Nerón. Es un juicio.
—Tal vez —dije yo.
Cuando me despedí de mi madre evitó cualquier expresión de inquietud. Ella no me dijo que no me pusiera en peligro, porque sabía que en Roma, ese día, el peligro y el deber estaban unidos en un vínculo tan estrecho como el del matrimonio. Pero antes de marcharme cogió la espada y la limpió para quitarle la sangre seca.
Me quedé sorprendido al descubrir que no eran todavía las doce.