XIX
¿Le mandaré esa última carta a Tácito o no? Le hará cambiar la opinión que tiene de Otón, lo cual, al inquietarle a él, me agradará a mí. Pero, en el curso de los años en que he conversado con él, nunca le encontré dispuesto a creer que una misión de ese tipo se me había encargado a mí. No podrá comprender cómo sucedió, asumirá que me he vuelto estúpido. Ésa es a menudo la reacción de algunas personas ante lo que, o bien no quieren oír, o encuentran imposible creer.
Me recuerda a una historia que a Vespasiano le gustaba mucho contar. A su padre, después de haber estado ofreciendo sacrificios un día determinado, le impresionó el examen de las entrañas que, según el sacerdote dijo, presagiaban grandeza para su familia. De hecho, el sacerdote le dijo que tendría un hijo que un buen día sería emperador. Cuando Sabino (el padre de Vespasiano, no su hermano) le comunicó esta buena noticia a su propia madre, la anciana se rió y dijo: «¿Un biznieto mío emperador? ¡Es curioso que tú te estés volviendo tonto antes que tu vieja madre!».
El propio Vespasiano apenas pudo creer en el presagio cuando era un soldado joven y mediocre, que llevaba tan mal sus asuntos que tuvo que hipotecar las propiedades que heredó de su padre. Pero finalmente hubo muchas historias semejantes. Había una acerca de un perro abandonado que cogió una mano humana en una encrucijada de carreteras, la llevó a la habitación donde Vespasiano estaba desayunando y la puso a sus pies. Esto tenía importancia, porque una mano es un símbolo de poder. Pero en aquellos tiempos maldijo probablemente al perro por comportarse como una bestia sucia.
Todos somos supersticiosos, hasta los filósofos, y a mí, por desgracia, me ha atraído la filosofía. Tito decía a veces que la Fortuna era el único dios por quien teníamos que preocuparnos y que hasta esa preocupación era vana, porque la Fortuna no tenía en cuenta las acciones de los mortales, sino que jugaba a los dados con nuestras vidas.
Yo estoy cansado de visitar la tienda de vinos para ver al joven Balthus, así que se lo compré a la mujer a un precio exorbitante que ella se sintió libre de exigir porque sabía que yo estaba dispuesto a pagarlo. Lo he traído a casa e instalado en la habitación que hay al lado de la mía. Araminta se siente indiferente: es suficiente para ella ser el ama de la casa y que nuestros hijos e hijas crezcan fuertes y robustos.
No es deseo lo que siento ahora por Balthus. Fue el pasajero estremecimiento de la vejez, como una tormenta de truenos en un día de buen tiempo. Y el propio muchacho no ocultó su repugnancia. Así que lo único que hago es acariciarlo. Su presencia me tranquiliza, posee una serenidad interior. Es mejor así. Si yo hubiera seguido las exigencias del deseo, entonces poco tiempo después el hábito habría embotado el apetito y yo habría sido conducido a ese puerto sin interés donde la vida deposita su agotadora carga. Lo que siento por él es diferente de lo que he experimentado antes, excepto, tal vez, con Domitila.
Un día le pedí que me explicara la causa de su serenidad. ¿Cómo es posible que un esclavo, lejos de su propia familia, mire al mundo con tanta aceptación? Cuando le hice la pregunta, estaba tumbado en un diván, porque le empecé a dar libertades que nunca le había dado a otro esclavo; tenía la apariencia de Hermes o del joven Eros levantando su arco, con la flecha dirigida a mi corazón. Pero aunque le había atribuido todas estas fantasías, era también el flaco muchacho que había evadido mis caricias y después, sabiendo cuál era su puesto, se sometía lloroso a mis primeras insinuaciones.
Entonces exclamó, entrecortadamente, pero como uno que teme que no se le crea antes que avergonzado de sus palabras, que confiaba en el amor del único dios verdadero para protegerle del mal.
—¿El único dios verdadero? —le pregunté—. ¿Quién es ese extraño ser? Vosotros, germanos, adoráis a muchos dioses, lo sé bien, espíritus del bosque y guerreros lanzando rayos.
—Yo sé más que lo que supo mi gente. Adoro a Dios el Padre de los cielos y la tierra, y a Jesucristo su único hijo, y al Espíritu Santo que habita en cualquier corazón que se abre a su Palabra…
—Debes excusarme —dije—, pero eso suena a tres dioses, no a uno… Jesucristo… ¿Perteneces entonces a esa criminal secta de judíos a los que se conoce como cristianos?
Sus ojos oscuros buscaron los míos. Se pasó la lengua por esos labios tan rojos que fueron lo primero que me atrajo hacia él, unos labios de extraño color rojo oscuro que prometían la suavidad de las rosas (y esa promesa, como comprobé después, se cumplió). Vaciló y después confesó: «Lo soy. Pero en Cristo no hay ni judío ni gentil, sólo aquellos que creen y se salvan».
Yo no comprendí ese «salvan». Lo dejé a un lado; es decir, había oído anteriormente a los cristianos hacer uso de esta palabra, y la había tomado por jerga esóterica de la secta. Pero Balthus, en su sencillez, parecía comprender su importancia, que le confería una cierta realidad concreta.
Entonces recordé cómo, cuando el Gran Fuego de Roma alarmó a Nerón y la ira del pueblo se dirigió contra él, se aprovechó de la existencia de estos cristianos —partidarios de una religión de esclavos, que nuestro amigo judío Josefo rechazaba impacientemente como una «perversión del judaísmo, practicada por hombres tan locos como esos zelotes que nosotros destruímos en Masada»— y los declaramos culpables de ser incendiarios. Yo era joven entonces y mi madre me prohibió asistir a los Juegos donde fueron exterminados los cristianos, que cantaron himnos (según me contaron) a su dios. «Gente loca», me dijo el guardián de la puerta de nuestra insola. Pero ni la inmensa cautela de mi madre me pudo impedir la visión de estos depravados seres miserables (como los considerábamos) que fueron convertidos por Nerón en velas ardientes para alumbrar sus jardines; el hedor de carne quemada permaneció en el aire después de pasados muchos días y yo oí a menudo decir a Flavio Sabino que esto le repugnaba hasta tal punto que, a pesar de ser un soldado, esas noches iluminadas por llamas de carne le curaron de cualquier inclinación que pudiera tener hacia la crueldad.
—¿Cuál es la base de este cristianismo? —le pregunté a Balthus.
—La base, en una sola palabra —me contestó—, es el Amor.
—Entonces eso no es tan extraño, ni tan nuevo. Los hombres han buscado y adorado al Amor, desde que los poetas lo cantaron por primera vez, y antes de ellos, estoy seguro.
—Nosotros no adoramos al Amor, aunque nuestro Dios es el Dios del Amor, ni tampoco lo buscamos. Diría más bien que estamos repletos de amor y, al expresarlo, lo extendemos a todos en general y a cada uno en particular, y a toda la humanidad en tanto que creación de Dios.