VII
Me reprendes, Tácito, por ser dilatorio, como tú me llamas. ¿Me permites que te recuerde que tú eres el historiador, no yo, y que te estoy haciendo un favor, o tratando de hacerte un favor, al desenterrar recuerdos penosos?
Pero me alegro de que tú, ahora y al fin, me hagas preguntas específicas. Particularmente, quieres saber cuál fue la reacción en Roma cuando Galba, que había sido proclamado emperador por las legiones en España, entró en la ciudad. Tú no estabas allí entonces, según me dices. Ciertamente tú no estabas, y yo sí. Si esta parte de tu Historia ha de ser auténtica, tienes que confiar en mí. No lo olvides. Indudablemente tienes otras personas que te informan y estudiarás los documentos. Pero si buscas un testigo ocular que entienda o entendió una vez la política, debes entonces confiar en mí. Por esta razón no debes olvidar tus buenos modales.
No pretendo saberlo todo, pero te puedo prometer que no pretenderé tampoco tener más conocimiento del que realmente poseo. Lo que oigas de mi boca será auténtico, porque es la boca del «caballo» que lo vio, como decimos en estas regiones bárbaras, donde se tiene al caballo en alta estima. Debes permitirme que lo aborde a mi manera. Los años y mis amargas experiencias me han privado de los dones literarios de los que estuve tan orgulloso una vez.
Me pregunto qué sabes, realmente, de la muerte de Nerón. Hay más de una docena de historias que han circulado por todas partes, y no son menos, por supuesto, las que afirman que no murió, sino que se escapó. Recordarás que, en los años que siguieron, aparecieron al menos media docena de Nerones. Y, ¿qué piensas de esto, si por casualidad lo mencionas? Tal vez no lo hagas, porque pone de relieve algo que no estarías dispuesto a aceptar. Estos falsos Nerones consiguieron todos ellos apoyo de la gente del pueblo, cada vez que cada uno de ellos se presentó. ¿Por qué? Porque, aparte de la clase senatorial a la que tú y yo pertenecemos (tú inciertamente, si no te importa que lo diga), Nerón era popular. Y no solamente entre la chusma. Personas respetables de las provincias lo tenían en alta estima, no les había hecho ningún daño, habían prosperado durante su mandato y los griegos, especialmente, admiraban y hasta amaban a un emperador que tanto valoraba la cultura griega.
Nerón se encontraba en una villa en la bahía de Nápoles cuando se enteró de la rebelión en las Galias. Reaccionó de la manera acostumbrada: no hizo nada. Los soldados le aburrían y decidió que éste era un motín que se podía apaciguar con la promesa de un generoso donativo, para cuyo ofrecimiento dio poderes al gobernador de la Galia Ludgenense, G. Julio Vindex. Eso demuestra su indiferencia hacia lo que estaba ocurriendo. Si hubiera escuchado el informe que se le envió, habría sabido que el propio Vindex era el cabecilla de la rebelión. Pero estaba entretenido charlando con el arquitecto cuando el mensajero le trajo la noticia y le escuchó sólo a medias, si es que le escuchó.
Pasaron varios días hasta que se enteró de que la rebelión no se limitaba a las Galias, donde, no obstante, la cuestión estaba equilibrada, porque Lucio Virginio Rufo, el gobernador de Germania Superior, se opuso a Vindex. Esta noticia consoló poco a Nerón, porque no estaba claro si Rufo era todavía leal o actuaba por cuenta propia.
Una rebelión es como una epidemia. Una vez iniciada, explota por todas partes y se extiende rápidamente. Las legiones españolas no estaban dispuestas a ser menos que sus colegas en Galia y Germania. Ellas también deseaban rechazar a Nerón.
El gobernador de España era Servio Sulpicio Galba, un veterano general de más de setenta años de edad, con fama de ser un hombre hábil y que, ciertamente, en diferentes momentos de su larga carrera, había justificado esa reputación. Se veía ahora obligado, o bien a escuchar a sus tropas o a domeñar el motín. Se inclinó hacia la primera opción y se proclamó a sí mismo «legado del Senado y del pueblo romano», aunque ni el Senado ni el pueblo romano lo habían nombrado legado.
Mientras tanto, en la Galia, Vindex y Rufo habían llegado a un acuerdo. No duraría mucho. Los dos ejércitos se desintegraron y Vindex se suicidó. Pero mientras el resultado final era incierto, Galba se aprovechó de la oportunidad que ahora se le ofrecía.
Así que Nerón perdió Hispania. Al principio estaba un poco afectado. «Hispania está muy lejos —dijo—. Y la Guardia Pretoriana, de la cual me he ocupado con tanto cariño, no me abandonará».
Tal vez no lo habrían hecho si hubiera vuelto inmediatamente a Roma, ido a su campamento y apelado a su lealtad, y naturalmente a su ambición. El hermano de Vespasiano, Flavio Sabino, prefecto de la ciudad, temía que esto sería exactamente lo que haría. Había ya decidido que había que deshacerse de Nerón. Así que le mandó un mensaje al emperador diciendo que Roma estaba tranquila, que no había motivo para sentir ninguna ansiedad y que se decía que las rebeliones en Galia e Hispania se estaban ya apaciguando. Es más: le pidió al prefecto pretoriano, Ninfidio Sabino, que le mandara un mensaje similar; eran primos y creo que Ninfidio esperaba conseguir el Imperio para sí mismo, aunque Flavio estaba decidido a impedírselo.
Esto era, precisamente, lo que Nerón quería oír. Así que abandonó sus planes de ir a Roma y se entregó a la juerga. Pero, en un gesto destinado a impresionar al pueblo con un alarde de energía y determinación, se nombró a sí mismo cónsul único.
Todo esto le dio tiempo al Senado para actuar. Una vez recibieron confirmación de que Galba controlaba su ejército y había emprendido el camino hacia Roma, y habiéndoles asegurado Flavio y Ninfidio que los pretorianos estaban dispuestos a abandonar a Nerón, a cambio de una recompensa adecuada, se reunieron y con gran atrevimiento declararon a Nerón «enemigo público», que merecía ser castigado «al estilo antiguo».
—¿Qué quiere decir esto de «al estilo antiguo»? —preguntó Domitila.
—No lo sé exactamente —dije yo—, pero me imagino que algo desagradable. Nuestros antepasados podían ser más bien duros, ¿sabes?
—Yo os lo puedo decir —dijo Domiciano—. Os lo puedo decir exactamente. —Sonrió. ¿Recuerdas, claro está, esa sonrisa, como la una culebra?—. Los verdugos dejaban al hombre condenado desnudo, metían su cabeza en un tenedor de madera y lo azotaban hasta causarle la muerte. Podemos estar seguros de que a Nerón no le gustará. Estoy convencido de que sus gritos se oirán en Ostia.
—Es horrible. Pobre Nerón —replicó Domitila—, pobre cualquiera que tenga que sufrir un castigo así. ¡Qué brutos eran nuestros antepasados! A él no le tratarán así, ¿verdad?
—No —dije yo—. Después de todo es el emperador. La gente del pueblo nos perdería todo el respeto si un emperador fuera ejecutado de una manera tan brutal. Me imagino que esperan que la amenaza de una muerte así será suficiente para persuadirle de que se mate él mismo. Cualquiera preferiría una muerte honrosa, por su propia mano, a tal ignominia.
(¡Qué joven era yo, qué inocente! Ahora sé que hay quienes soportarán cualquier cosa, cualquier humillación, cualquier dolor, antes que entregar la vida. A veces hasta admiro tal fortaleza).
—Dicen que se desmayó cuando se enteró de la rebelión de Galba —dijo Domiciano.
—Dicen todo tipo de cosas —repliqué—. Esta tarde en los baños me dijeron primero que Nerón tenía la intención de invitar a todos los miembros del Senado a un banquete, y después envenenarlos; en segundo lugar, que iba a prender fuego a la ciudad otra vez, pero sólo después de dejar a las bestias salvajes —leones, tigres y todas las demás— sueltas en las calles, para que impidieran la acción de los bomberos, y tercero, que iba a sobornar a las legiones galas, dándoles permiso para saquear cualquier ciudad de su elección. Son todo paparruchas, aunque Nerón sea tan mentiroso y tan inclinado a la fantasía. No hará nada así. La gente dice que está paralizado de miedo.
—Yo he oído otra cosa —dijo Domiciano—, y era que tenía el proyecto de ir a las Galias y enfrentarse a las legiones rebeldes. Sólo que, en lugar de arengarlas de una manera digna de sus antepasados, se arrodillará ante ellas y sollozará sin parar. Dice que esto suavizará sus corazones. Se sentirán tan conmovidos al ver a su emperador entregándose a su merced que esto les partirá el corazón. ¿Se puede llegar a ser tan despreciable? De hecho, no creo que vayan a reaccionar así. Sí, me imagino que saldrá algún centurión, le cortará el cuello y le clavará un cuchillo en la molleja.
—No lo sé —dije—. Los soldados pueden ser muy sentimentales, al menos eso me dicen. Eso puede ser lo único que le salve, y es un actor de tal calibre que hasta podría salir de ésta. Pero lo que no me puedo imaginar es que tenga la menor oportunidad de llegar a la Galia.
—Pobre Nerón —dijo Domitila otra vez—. A mí me da pena. Sé que ha hecho cosas terribles, pero aun así… No me gusta ver a nadie humillado.
Creo que fue aquella noche cuando, al irme dando un paseo por la ciudad, me tropecé con una de las estatuas de Nerón, con una nota en ella; estaba escrita en griego. «Esta vez es una auténtica competición, Nerón, y una que no puedes arreglar, sino que vas a perder».
Nadie sabía lo que estaba pasando. Algunos senadores empezaron a lamentar su precipitación cuando se les informó de que Nerón estaba incitando a la gente ordinaria a que se rebelaran y se armaran en su defensa. Entonces, en los baños, uno de mis admiradores —he olvidado cuál de ellos— me aseguró que esto era una tontería, y si no lo era, poco le faltaba para serlo, puesto que no se había presentado ningún recluta. «¿Morir por Nerón? No es muy probable. Ése es el sentimiento popular. Ciertamente, sé que Nerón se estaba preparando ayer para ir a las Galias, pero su principal preocupación era encontrar vagones para transportar sus enseres teatrales y empezó a continuación a organizar que a sus concubinas les cortaran el pelo y que se les dieran escudos y armas como los que usaban las Amazonas. El hombre se está empezando a trastornar y a perder el poco sentido común que le quedaba. Vive en un sueño». «De eso no hay duda —pensé yo—, pero aún puede convertirse en una pesadilla para el resto de nosotros»; y me apresuré a volver a casa para asegurarme de que todo seguía bien allí y de que mi madre estaba a salvo. Yo ya le había pedido que no saliera de la casa hasta que las cosas estuvieran más tranquilas. Aunque no me podía imaginar que nadie quisiera hacerle deliberadamente daño, pueden suceder accidentes, especialmente cuando alguien como Nerón está dando las últimas boqueadas y la chusma se halla indescriptiblemente excitada, como puede ocurrir en cualquier momento.
¿Fue esa tarde o durante los días posteriores, poco después de acostarme y yacer en mi lecho sin poder dormir, escuchando los continuamente cambiantes sonidos de la noche de la ciudad, que se negaban a entregarse al silencio, cuando oí algo o alguien que arañaba la puerta exterior de nuestro apartamento? Era un sonido suave, de una intensidad calculada, supongo, para no alarmar a nadie. Sin embargo, su persistencia sugería ansiedad, incluso temor. Me levanté, me puse una bata y, cogiendo una porra que guardábamos en un perchero junto a la puerta, escuché el insistente arañar sobre ella.
—¡Ayudadme, por favor! —dijo una voz débil y aguda—. ¡Por favor, dejadme entrar!
No reconocí al joven que entró, dando tumbos, por la puerta, cayendo contra mí. Lo empujé, se tambaleó y se habría desmayado —según pensé— si yo no le hubiera cogido por los hombros y llevado hasta un taburete junto a la mesa. Se quedó sentado un momento, con la espalda apoyada en la pared y las piernas temblando. Tenía la cara surcada de suciedad y lágrimas y lo que podía haber sido sangre, y su túnica estaba rasgada. Entonces emitió un profundo sollozo y se cubrió la cara con las manos, de manera que yo no pude ver sus rasgos, sino sólo una maraña de rizos negros.
Mi madre, a la que despertaron los ruidos, salió (1ce su cuarto y se unió a nosotros. Miró al joven, que había levantado la cabeza con un sobresalto de terror.
—¿Esporo? —dijo ella—. ¿Así que el emperador ha muerto?
—A mis manos —dijo el muchacho—. Tal vez en parte. No lo sé. Espero que no. Fue terrible.
Mi madre me pidió que sacara algo de vino, mientras que ella se ocupaba de calentar lo que quedaba del caldo que habíamos tomado para nuestra cena. Esporo se tomó de un trago la primera copa de vino de Marino, como un viajante sediento bebe el agua de un pozo, y alargó su copa para que le sirviera más. Yo saboreé la mía y le observé. Su mano estaba todavía temblando, y de vez en cuando, aunque debía de saber que, de momento, estaba a salvo, dirigía inquietas miradas a la puerta.
—¿Te siguieron hasta aquí? —le pregunté. Negó con un gesto de cabeza, pero no había certeza, sólo esperanza, en ese gesto.
—Deja al muchacho —dijo mi madre—. Dale tiempo. Está agotado y no es sorprendente. Te dirá lo que te tenga que decir cuando haya comido y bebido.
Puso pan en la mesa y después sopa. Esporo dudó porque la idea de consumir alimento le asqueaba.
—Come —dijo mi madre—. Después bebe más vino. Al fin estaba listo para hablar.
Lo que sigue es su relato. Te aseguro que es auténtico. Escribí su historia cuando había, terminado de hablar y se había quedado dormido. He guardado el documento a lo largo de las vicisitudes de la vida. Tú bien sabes, Tácito, que yo siempre he sido un hombre ordenado que da gran importancia a las pruebas documentales.
Contó la historia de manera entrecortada, con falsos comienzos y cambios de dirección. He tratado de captar la manera en que nos la relató, pero he de admitir que la he ordenado un poco. Después de todo duró hasta que los rosados dedos de la aurora tocaban el firmamento.
Esto fue lo que dijo: «Estaba perdido. Creo que se había estado perdiendo durante mucho tiempo, y ahora había perdido al mundo. Lo sabía pero no quería enfrentarse con la realidad. Así que sus planes cambiaban todo el tiempo y no se podía concentrar en ello porque su mente daba marcha atrás. Una vez hasta llegó a interrumpir una reunión de los consejeros leales que le quedaban porque una de las esclavas de Faón, una virgen de diez o doce años, le había atraído y tenía que poseerla sin demora. Todo esto le hizo suponer que las cosas no eran como eran. Otra vez, cuando estaba dictando una carta que iba a enviar al Senado, una carta en tonos muy elevados y serios, me obligó a que… —lo siento, señora, pero tengo que intentar contarlo tal como fue, por mi propio bien, aunque no sé por qué— me obligó a que lo masturbara mientras dictaba. Cuando logró su erección… no, lo siento, no quiero continuar, me parece que os causa repugnancia. Pero ésa es la vida que yo me he visto obligado a vivir durante años, desde que… digamos, desde que me vio por primera vez. Y, sin embargo, podéis creerlo, yo le tenía cariño, podía ser encantador y… mejor es dejarlo.
»Esto era cuando estábamos en la villa de Faón, que está a tres kilómetros de la ciudad, entre la Nomentana y la Salaria. Faón era uno de sus libertos, no lo conocerás. Habíamos venido a Roma el día anterior, nadie lo sabía porque habíamos salido a escondidas por la noche y nadie lo reconoció cuando nos apresuramos hacia el palacio. Tenía un manto sobre el rostro. Entonces fue cuando yo me di cuenta de que todo había terminado y lo único que quedaba por saber era cuándo y dónde. Quiero decir que el hecho de que el emperador no se atreviera a mostrar su rostro en Roma era inconcebible. Esa noche imaginó un nuevo plan. Iba a aparecer en los estrados y suplicar la merced del pueblo, a pedir perdón por todo lo que había hecho que les había desagradado. Tal vez habría salido bien. Eso es lo que yo creía entonces. Dijera lo que dijera el pueblo, era un buen actor, nadie podía representar un papel como él. Yo no he conocido nunca a nadie que pudiera sonar más sincero, cuando lo deseaba, y tenías que conocerlo bien, como yo llegué a conocerlo, para darte cuenta de que cuando se mostraba más humilde y contrito se estaba riendo de los tontos a quienes engañaba. He oído decir que siempre podía convencer, hasta a Séneca, de su sinceridad, y todo el mundo dice que Séneca es uno de los hombres más sabios. Dicen que hasta el final podía convencer a Séneca. Ahora estaba tan excitado por la idea que hasta dictó el discurso que pronunciaría. Dijo, justo antes de irse a dormir: “¡Quién sabe! Pueden hasta ponerse de acuerdo y nombrarme prefecto de Egipto, si es que no quieren que continúe siendo emperador. Podemos pasarlo muy bien en Egipto, es un país extraordinario”.
»Creo que ésta fue la última verdadera esperanza que tuvo. Había bebido, claro está. Todos lo habíamos hecho. Cuando la aniquilación te mira de frente, es natural refugiarse en el vino, ¿verdad?
»Todo cambió la mañana siguiente. Se despertó antes del amanecer y descubrió que su guardaespaldas le había abandonado. Simplemente se había ido a escondidas. Lo mismo habían hecho la mayoría de sus amigos. Quedábamos sólo seis de nosotros. Imaginaos eso, media docena en ese enorme palacio, los pasillos y todos los dormitorios vacíos. Y todavía no era de día. Entonces es cuando habló por primera vez de suicidarse. Fue también la primera vez en que yo me asusté. Hizo llamar a Espículo para que acabara con él. Ése era uno de sus libertos, un gladiador que le gustó, un enorme bruto germánico. Pero Espículo había huido también. Fue entonces cuando Faón sugirió que volviéramos a su villa. Nerón accedió. “Lo único que necesito es un sitio tranquilo donde poder reflexionar”, dijo. Así que encontramos caballos y nos pusimos en marcha. Los gallos cacareaban en los alrededores y la neblina era intensa, ofreciendo la promesa de un buen día. Es extraño que eso fuera lo que yo pensé. Pasamos muy cerca del campo de la Guardia, lo cual hizo temblar al emperador. Pero cuando su caballo se espanto al ver un cadáver que yacía en la carretera, y cayó el pañuelo que él se había atado a la parte inferior de su rostro para ocultarse, fue reconocido por un veterano que, asombrado, no por eso dejó de saludarle. Nerón no correspondió al saludo. Creo que tenía la esperanza de que el hombre creyera que estaba equivocado. Cuando nos aproximamos a la villa, Faón, cuyos dientes castañeteaban, ya por el frío de la mañana o por el miedo, sugirió que nos escondiéramos en un hoyo de grava hasta que alguien se adelantara para ver si la villa estaba todavía a salvo. Pero Nerón no quería que se hiciera esto. “Yo no me meteré bajo tierra hasta que me muera”, murmuró. Repitió una y otra vez estas palabras como si fuera el coro de una canción.
»Llegamos a la villa. Pero ésta estaba también desierta, excepto por la presencia de la mujer e hijas de Faón. Nerón ni siquiera las miró. Se hundió en un sofá, diciendo: “Esto es el final y no hay ya salvación para el pobre Nerón. ¿Me han declarado ya enemigo público? Pobre Nerón, pobre Nerón. Y yo que tenía planes tan fantásticos”. Faón se mantuvo sereno. Instó a Nerón a que se pusiera en camino hacia la costa, donde (dijo) tendría la seguridad de encontrar un barco. “No te entregues.” Todos le dijimos lo mismo. No sé por qué.
»Entonces alguien vino a decir que había visto acercarse a una tropa de caballería. Nerón cogió dos dagas y comprobó que sus puntas estaban afiladas. “¡Qué fea y vulgar se ha hecho mi vida!”, dijo, pero aún no podía decidirse a… “Soy un cobarde. Dáme ejemplo, Faón”, dijo. Pero Faón hizo un gesto negativo de cabeza. No veía ninguna razón para suicidarse, sólo para alentar a Nerón. Para entonces yo estaba sollozando, lo cual agradó al emperador. También lo estaba Acté, la esclava que era la única de sus mujeres que realmente lo amaba. “Esto me gusta, alguien al menos va a lamentar mi muerte. Alguien, al menos, siente verme en este estado. Pero no me honra el no poder… Vamos, Nerón”, dijo, hablando como si no estuviéramos allí, “sé un hombre, compórtate como un hombre”. Entonces se puso una de las dagas contra la garganta y empezó a sollozar, y su secretario Epafrodito se adelantó unos pasos y, cogiendo la mano que sujetaba la daga, se la clavó en el cuello. Gorgoteó, trató de hablar, levantó la cabeza y logró decir: “¡Qué artista… un artista demasiado grande como para morir así!”. Epafrodito cogió la otra daga y le dio otra puñalada, de nuevo en la garganta. Fue entonces, cuando estaba todavía vivo, que nos encontró el oficial que estaba al mando de la tropa de caballería. Miró a Nerón y dijo: “Tengo órdenes de llevármelo vivo, pero es mejor así”. Acté se arrojó a sus pies, sollozando. Agarró sus piernas, y dijo que Nerón le había rogado que no les permitiera que le cortaran la cabeza, sino que le enterraran con el cuerpo entero. No sé cuándo le hizo esta petición. No le había oído nunca decir esto. Sus ojos habían empezado a salírsele de las órbitas. Yo quería cerrárselos, parecía estarme mirando, y no pude. Acté entonces les rogó que le dejaran hacerse cargo de su cuerpo. El oficial contestó que esto no tenía nada que ver con él. Se le había ordenado llevarse a Nerón vivo, pero puesto que estaba muerto, a él no le importaba. “Yo mismo lo arrojaré a una cuneta”, dijo. Entonces se marchó rápidamente. Supongo que quería ser el primero en dar la noticia y recibir una especie de recompensa. En cuanto a mí, no podía quedarme allí, era todo tan horrible. Pero he estado temiendo todo el día que alguien me reconozca como el joven de Nerón, y… Ésa es la razón por la que he venido, vos erais la única persona, señora, a la que me podía dirigir. ¿No dejaréis que me hagan nada, verdad?
—Por supuesto que no —contestó mi madre.
A mi madre le rebosaba la compasión. Me contó, después de hacer que Esporo se metiera en la cama, que era un pobre muchacho, víctima de terribles abusos, aunque por supuesto, era mayor que yo.
Le tuvo en nuestro apartamento durante unos cuantos días. Una noche, cuando yo regresé a casa, Esporo se había ido. Durante mucho tiempo mi madre no quiso decirme dónde. Finalmente me enteré de que lo había enviado a casa de los primos de mi madre en Calabria. Me enteré después de que había abierto un burdel en Corinto. Supongo que era lo único que sabía hacer. Aunque mi madre no se enteró, yo tengo mis razones para suponer que Esporo había escondido algunas de las joyas que le había regalado Nerón y que las rescató en algún momento para costear su empresa. En mi opinión, se las había ganado con creces.