XI

Tácito se queja de que mis informes son inconexos, que me pierdo en reminiscencias personales, irrelevantes para la importante materia de esta Historia. Indudablemente tiene razón. Sin embargo, cuando estoy aquí sentado, experimento mayor placer, un aceleramiento en la circulación de mi sangre, al evocar mis relaciones con Domitila y las fantasías relacionadas con ella, que al relatar el deprimente y brutal catálogo de crimen y sufrimiento que tiene el nombre de I Historia. Además, es solamente cuando me pierdo en el recuerdo de momentos eróticos cuando el pasado me parece real. Pero volvamos al trabajo.

* * * Tácito, haces bien en reprenderme. Trataré de no divagar.

Yo estaba en el Foro el día que se confirmó la noticia de la rebelión de las legiones germánicas. Hacía un frío intenso, siendo como era la primera semana de enero, y había nieve en las colinas por encima de Albano. La confirmación procedió del procurador de Bélgica, en un informe enviado al Senado. Creo que su nombre era Pompeyo Propincuo, pero no sé cuál era su relación con el gran Pompeyo. Informó de que las tropas en la frontera germánica se habían negado a aceptar a Galba como emperador. No dio, prudentemente, ninguna razón. Algunos decían que era por la edad de Galba, otros por su reputación de tacañería. La mayoría, sin embargo, pensaba que era simplemente porque no era su general y que por esa razón tenían poco que esperar de él. Ellos no habían elegido todavía un emperador, pero en su lugar exigían que el Senado y el pueblo romano nombrara a uno que les agradara a todos.

—Ésa es la postura oficial —dijo Domiciano, tirándome de la manga—, pero yo sé algo más. Sé por fuentes bien informadas que, aunque han prestado un juramento de lealtad al Senado y al pueblo romano, tienen otros planes.

—Pues sí, los deben de tener —dije yo—. Todo el mundo sabe que, tal y como están las cosas, un juramento así no significa nada. ¿Pretenden que la Guardia elija al emperador?

—Ésa no es la opinión de mi tío. Dice que no saben lo que quieren, sólo saben que no quieren a Galba.

—¿Qué otra persona hay? Domiciano se rió:

—Yo pensé que seguramente tú lo sabrías. Tú siempre te enorgulleces de estar un par de pasos por delante del juego. Pero esta vez estás bastante detrás de mí.

Y se fue pavoneándose.

La verdad era, o eso es lo que me parecía a mí, joven e ignorante, que mi pregunta era buena. El nuevo general de las legiones en Germania era Aulo Vitelio, y me parecía imposible que los soldados supusieran que era capaz de gobernar el Imperio. Era cierto que yo no había conocido a Vitelio pero había oído a mi respetable madre hablar con frecuencia de él y siempre despreciativamente. Había sido el favorito, observó, en la sucesión de Cayo Calígula, Claudio y Nerón, lo cual prueba que era un hombre de carácter mezquino y despreciable. Actuaba a menudo como proveedor de vírgenes para el primero y el tercero de estos emperadores y fue su adicción a toda forma de vicio lo que le había asegurado el ininterrumpido favor de Nerón, que podía perdonarlo todo, excepto la virtud. Se decía que había malgastado tres fortunas, la última de ellas aportada por su esposa más reciente, y que había tenido que empeñar las joyas de ésta para subvencionar el viaje que tuvo que hacer para ponerse al frente de las tropas germánicas.

Pero en la febril atmósfera del Foro, nada era imposible. En cualquier caso, se decía que Vitelio sería una marioneta y que sus dos legados, Fabio Valens y Alieno Cecina, eran hombres capaces y populares entre la tropa.

Así que los rumores iban de un lado a otro y todo el mundo estaba calculando hacia qué lado decantarse.

Fue en aquellos días de irrealidad y temor cuando Tito llegó de repente a Roma, enviado cuando su padre cedió a la insistencia de su tío de que había una auténtica probabilidad de que a Galba le gustara el joven y le nombrara su heredero. Su venida me dejó perplejo, debido a su carta más reciente.

Estuvo en Roma dos días antes de venir a verme a casa de mi madre, donde yo estaba confinado con un fuerte catarro. Mi madre le dio la bienvenida, nos trajo vino y nos dejó solos.

Por primera vez la distancia se alargó entre los dos. En los treinta meses pasados desde que nos habíamos visto por última vez, Tito había engordado, y yo tenía barba. Era imposible sentir lo que habíamos sentido antes.

Por tácito acuerdo no nos demoramos en lo que había tenido lugar antes, aunque Tito me dio las gracias por mis cartas que, según dijo, habían sido más útiles para él que ningún otro informe que había recibido.

—A mi padre le han parecido también bien —dijo.

—Supongo que no habrás…

Hice una pausa, mientras recordaba algunos de los pasajes de mis primeras cartas, antes de que Domitila hubiera sustituido a su hermano como objeto de mis afectos.

—A mi padre no le importan ninguna de esas cosas —me respondió, y alargando el brazo, pellizcó el lóbulo de mi oreja entre los dedos pulgar e índice—. Yo no te he sido fiel —dijo, sin darle importancia—. Los jóvenes griegos, de los que hay gran abundancia en Antioquía, son demasiado atractivos y muy dispuestos a agradar también. Igual que las muchachas griegas, si he de ser sincero. Rizos brillantes y piel reluciente. Una delicia. Tienes que venir a Oriente conmigo. Te llevaría a mi regreso si no fuera por este jaleo que hay ahora en Roma (y el valor que doy a tus informes y tus acertados juicios). Espero que puedas impedir que mi hermanito se ponga en ridículo.

—¿Irá todavía en contra de tus intereses el que Galba te nombre como su heredero y compañero en el Imperio…?

—«El compañero de mis fatigas». Eso, como indudablemente recordarás, querido mío, es lo que Tiberio llamaba a Sejano, justo antes de que lo matara. No, no quiero eso. Galba es un viejo hijo de puta que no es capaz de dar nada.

—Tienes razón —dije yo—. Está acabado casi antes (le haber empezado.

Me sorprende que yo pudiera estar tan seguro. Pero entonces debes reconocer, mi querido Tácito, que hasta que fallé en mis cálculos de una manera que ahora encuentro explicable, si no merecedora de perdón, mostré una rara habilidad para juzgar a los hombres. Las cualidades del propio Galba ya no tenían razón de ser. No pareció comprender el mundo en el (e se encontraba: su afirmación de que estaba al frente de los soldados, pero no compraba su lealtad, es prueba suficiente. Y los hombres de los que se rodeó eran gente de tercera categoría. No había ciertamente futuro en Galba; era como un actor esperando que lo hicieran salir del escenario.

—La cuestión es… —Tito continuó acariciándome la mejilla con aire distraído, como si el contacto con una carne deseada una vez estimulara sus procesos mentales—. El asunto es… —repitió, y entonces rompió a reír—. De momento, amado mío, el asunto que realmente me preocupa es si debemos bebernos otra botella de vino.

Más tarde, aquel mismo día, habló de la rebelión judía. Este asunto le fascinaba, mientras que la lucha por la sucesión aquí en Roma parecía solamente causarle fatiga.

—Hombrecillos —dijo—, sin noción de lo que significa el Imperio.

—Yo tampoco entiendo eso —le repliqué—. Lo que quiero decir es que me parece que entramos dando tumbos en el Imperio, lo adquirimos en un momento de falla mental, sin ningún otro deseo que una inmediata gratificación, y tal vez la oportunidad de apoderarnos de los despojos de Asia.

—Eso es verdad —admitió—, pero hay algo más que eso y ésa es la razón por la que desprecio tanto a tipos como Galba y Vitelio, y sé que, si esperamos el momento oportuno y nos mantenemos tranquilos, solamente nos molestarán durante un corto espacio de tiempo.

Mientras le escuchaba, sentí algo que no había notado antes en Tito: que una gran fuerza de voluntad se unía ahora a su perspicaz inteligencia y encanto. Hasta me asustó el pensar en lo que había habido entre nosotros, porque vi que, si el recuerdo de esto le causaba embarazo, se desharía de mí sin el más mínimo reparo.

—Estamos en peligro —continuó diciendo— de caer de nuevo en la vieja política, cuando los hombres competían por alcanzar la gloria, además de la posición. Augusto destruyó la virtud republicana, tal como los hombres han decidido llamar a esta lucha. Tiberio la suprimió. La debilidad de sus sucesores ha permitido que florezca de nuevo, como una hierba nociva. Yo no debería quejarme, porque seré el beneficiario de esta nueva, o más bien renovada pugna por llegar a la cima (le la riqueza y el poder. No tengo la menor duda de eso. Pero cuando yo llegue a la cumbre, obraré como Augusto. Y no lo haré así por ninguna razón egoísta, sino porque Roma lo requiere. He visto nuestra grandeza en Oriente, y sé que cuando Virgilio hizo que los dioses le prometieran a Eneas un «imperio sin límites», le prometieron lo que era bueno para el mundo. Pero ahora, aquí, nos deslizamos hasta esta lucha estéril entre facciones, indiferentes a la misión civilizadora de Roma.

Entonces habló de la rebelión judía y de los propios judíos. Dijo que eran un pueblo extraordinario por la intensidad de su estrechez de miras. Sostenían, me dijo, que eran el pueblo elegido, el pueblo del único Dios verdadero. Era una estupidez, por supuesto.

Todo el mundo sabía que había muchos dioses —o ninguno—, que se aliaban con diferentes razas e individuos, y que se peleaban entre ellos, si había que creer a los poetas. Sonrió para mostrar que, en su opinión, esa credulidad era sólo propia de los niños. Y, sin embargo, no podía por menos de admirar a estos intolerantes judíos. «Hay algo espléndido —observó— en su obstinada estupidez». Constituían también respetables adversarios. Por supuesto, Roma los aplastaría. «Yo mismo destruiré su templo —afirmó—, pero sólo porque, en mi opinión, su monoteísmo e intolerancia no tienen cabida en nuestro Imperio. Aun así, no puedo dejar de admirarlos, ¡saben morir tan bien!».

Hablamos y hablamos hasta bien entrada la noche. Los ruidos de la ciudad se convirtieron en un murmullo detrás de nosotros. Tito, que bebía dos copas de vino por cada una que yo tomaba, me reveló sus más hondos pensamientos y ambiciones. Sin embargo, conforme la noche avanzaba y los primeros rayos de luz surcaron el firmamento de la mañana, sentí que se iba hartando de mí. Había experimentado lo que yo había solamente imaginado. Era duro y un ser extraño para mí. Me alegré cuando, uno o dos días después, salió de Roma y volvió a su guerra judía. Lo último que dijo fue:

«Le he prohibido a mi tío que se meta en mi carrera. Ésta es la razón por la que vine a Roma. Cuento contigo para que me mantengas informado… y trata de evitar que mi hermanito meta la pata».