XXXII

Me ha afectado de nuevo el insomnio. Estoy echado junto a mi mujer, le he hecho el amor mecánicamente, un alivio del cuerpo si no del espíritu, y después he escuchado su respiración regular, mientras que mi propio cerebro aceleraba su ritmo.

Me levanté y, al salir de la casa, anduve hacia el río, hasta un punto unas pocos millas antes de donde se pierde en los pantanos, para formar diversos arroyos que se abren camino, separadamente, hacia el mar. La noche era luminosa, porque una luna llena se movía detrás de las tenues nubes y, proyectando profundas pero oscilantes sombras, le daba a todas las cosas una forma nueva e inesperada. Me parecía que figuras fantasmales surgían de las neblinas que permanecían en torno al agua.

Cerca del final de las Guerras Judías, después de que Tito hubiera conquistado Jerusalén y destruido su templo, que era distinto a cualquier otro templo que yo había conocido, pues no tenía dentro de él imágenes del dios que adoraban, algunos de los fanáticos entre los enemigos se retiraron a una fortaleza en una colina, que se llamaba Masada. Esta noche extraña me permitió ver de nuevo ese lugar, aunque el paisaje era tan diferente, siendo desierto, arena y roca, en vez de río y tierra pantanosa. Porque era ahora así, no lo sé, pero los caprichos de la mente, la memoria y la imaginación son incalculables. Tal vez no fuera tan extraño, porque el horror de Masada no ha abandonado mi mente y ahora sentía la necesidad de hablar de ello.

Así que volví a la casa, desperté a Balthus y, diciéndole que se pusiera una chaqueta de piel de borrego, porque el aire era fresco, le llevé conmigo hasta el río. No tenía sentido el hacerlo porque, como digo, no existía la menor semejanza entre aquel lugar y éste, y sin embargo era allí donde yo podía hablar de aquello en relación con lo cual había guardado silencio durante tanto tiempo. El muchacho se sentó en el tronco carcomido de un árbol caído y escuchó lo que yo tenía que decirle. No se había quejado cuando le interrumpí bruscamente el sueño.

Los restos del ejército judío estaban allí bajo el mando de un tal Eleazar. Era hijo del hombre que había provocado la rebelión y se había convertido en un zelote más apasionado que su padre. Estos zelotes combinaban una intensa devoción a su dios sin nombre con una ferocidad y austeridad como no las había visto jamás, ni siquiera la ferocidad que había presenciado en Roma y de la cual no me he atrevido jamás a informar a Tácito.

Esta Masada, construida sobre una roca que surge del desierto, estaba fortificada por la naturaleza con una habilidad superior a la del más grande de los ingenieros. Así que durante largo tiempo la sitiamos, pero no nos atrevimos a intentar un asalto. La roca estaba rodeada por valles tan profundos que, de pie sobre ellos, apenas se podía divisar movimiento en su fondo. Sus laderas eran escarpadas y sólo dos senderos estrechos serpenteaban, peligrosamente, hasta llegar a la cima. No obstante, nosotros nos situamos en una extremidad de la roca que se llama el Promontorio Blanco y allí construimos, con grandes dificultades, un terraplén…

El muchacho estaba perplejo porque no poseía ningún conocimiento de la labor de asedio y vi que la descripción era superflua, pues no tenía sentido para él.

No importa —concluí entonces—. No son nuestros esfuerzos por conquistar el lugar de lo que quiero hablar.

Y de acuerdo con esto, avancé en mi historia.

Prendimos fuego —expliqué— a la pared exterior de la ciudadela, apilando ramas ardientes contra ella. Al principio sopló el viento de manera que parecía que el fuego se iba a volver contra nosotros, pero entonces, por merced de los dioses, el viento cambió en favor nuestro y el fuego amenazó a los defensores. Así que se hizo una brecha y nos retiramos, dispuestos a atacar al día siguiente.

»Cuando Eleazar vio que ya no se podía defender el lugar, no se entregó, como lo hubiera hecho un hombre civilizado. En su lugar se dirigió a su pueblo, como supimos después, y enumeró las dificultades que habían caído sobre el pueblo judío, aunque no dijo que habían sido provocadas por él y sus semejantes. En vez de hacer esto, dijo, como supimos después y como Josefo cuenta en su historia:

»—En lo concerniente a los que han muerto, debemos considerarlos afortunados, pues han perecido defendiendo la causa de la libertad. En cuanto a la multitud que se ha entregado a los romanos, ¿quién no tendrá compasión de ellos y quién no se apresurará a morir antes que verse obligado a compartir sus desgracias? Porque algunos han sido atados al potro y torturados con fuego y látigos hasta morir. Otros han sido medio devorados por bestias salvajes, y no obstante conservados vivos para servir de diversión a nuestros enemigos. Y respecto a los que viven todavía, ¿no es su sino, al desear la muerte que se les niega, el más lamentable de todos? ¿Y dónde está ahora Jerusalén la Dorada, la ciudad de nuestros padres, la ciudad a la cual el rey David llevó el Arca de la Alianza pactada con Israel? Está ahora demolida, totalmente arrasada. El león y el lagarto habitan en sus patios, pero no se oye la voz del hombre. ¿Quién hay que, meditando estas cosas, sea todavía capaz de soportar la luz del sol, aunque tal vez no viva en peligro?

»Continuó así durante largo rato, formulando preguntas e incitando a sus seguidores a mezclar la furia con la aflicción. Se entregaron a las lamentaciones y sus gritos rasgaban el aire de la noche y aumentaban nuestro temor.

»Entonces, según supimos después, Eleazar dijo:

»—Nacimos para morir, como aquellos a quienes hemos engendrado. Ni el más afortunado de nuestra raza tiene el poder de evitar la muerte. Pero otras cosas (el abuso y la esclavitud y el espectáculo de nuestras mujeres y nuestros hijo arrastrados a la ignominia) no son males que debamos soportar necesaria y naturalmente. Sólo aquellos que prefieren tales miserias a la muerte, debido a su cobardía, tienen que someterse a ellos. Por lo tanto, mientras tengamos espadas en nuestras manos, muramos antes de ser esclavizados por nuestros enemigos y dejemos este mundo, con nuestras mujeres e hijos, en estado de libertad. Eso es lo que nos exigen nuestras leyes y es también lo que nuestras mujeres e hijos desean. El propio Señor nos ha impuesto esta necesidad, mientras que los romanos desean lo contrario y temen que cualquiera de nosotros muera antes de caer en sus manos. Así que vayamos y en lugar de darles el placer que esperan recibir al someternos a su odioso poder, démosles un ejemplo que les produzca asombro y admiración por el valor con el que hemos abrazado nuestro destino.

»Cuando terminó de hablar, se hizo un profundo silencio que duró el tiempo que puede necesitar un hombre para enjaezar un caballo. Entonces los hombres abrazaron a sus mujeres y a sus hijos, algunos de los cuales sollozaron, mientras que otros permanecieron tranquilos, con una calma que cualquier filósofo estoico admiraría; entonces, los hombres, desenvainando sus espadas, los mataron, ya apuñalándonos, ya degollándolos. Después amontonaron juntos los cuerpos de los muertos, rodeados de haces de leña, y les prendieron fuego a éstos. Después de lo cual, como las leyes de los judíos prohíben el suicidio, a diferencia de todas las demás naciones civilizadas, se encargó a una docena de hombres que matara al resto. Entonces esos doce echaron suertes para ver a quién le correspondía la misión de ejecutar a sus compañeros. Cuando no quedaban más que dos, entablaron combate, de manera que uno matara al otro y de esta manera ambos evitaran el delito de suicidarse. Y mientras tanto fue ardiendo la pira funeraria.

»Por la mañana nos preparamos para el asalto, poniéndonos nuestras armaduras para lo que iba a ser una terrible batalla, porque nadie dudaba de la tenacidad del enemigo. Pero entonces, en lugar del ruido de los preparativos, oímos un siniestro silencio y vimos el humo que se levantaba desde el centro de la ciudadela. Así que avanzamos vacilantemente y abrimos brechas o escalamos los muros, sin encontrar oposición, y avanzamos hasta llegar a la ciudad de los muertos. Y cuando los vimos, nos quedamos todos atónitos y muchos aterrados.

Me quedé sin habla. Los pantanos se extendían a nuestro alrededor, un infinito desolado. Soplaba el viento del norte, no duro pero sí muy frío. Noté que el muchacho se apretaba la capa alrededor del cuerpo, pero no pude mirarle cara a cara para ver el efecto que mis palabras habían tenido en él.

Tal vez, pensé, es el recuerdo de Masada lo que me impide dormir por las noches. Pero sabía que eso era un simple engaño. Tengo otros crímenes en mi conciencia y no hice nada en Masada que me pudiera avergonzar. Sin embargo, no he sentido en ningún lugar una expresión como ésta del desprecio por la vida, un rechazo de todo lo que ha hecho a Roma lo que es. Los judíos muertos estaban escupiendo al rostro del Imperio. Yo he meditado a menudo sobre esa línea de Virgilio donde declara que el deber de Roma es «perdonar al sometido y someter al orgulloso». En Masada se nos negó la oportunidad tanto de perdonar como de someter.

¿Cómo puedes saber lo que pasó? —preguntó Balthus—. ¿Cómo puedes saber qué palabras pronunció Eleazar? —Hablaba en voz muy baja, como si las palabras no fueran suyas, sino que se le forzaba a que las dijera. Y, sin embargo, la pregunta era buena.

Había ciertas mujeres viejas, dos o tres, que o temieron o despreciaron la muerte. Así que, mientras Eleazar estaba hablando y cuando se dieron cuenta de la importancia de sus palabras, se escaparon y se escondieron en una cueva o tal vez en una hendidura en la roca, y así sobrevivieron. Y se adelantaron y nos contaron lo que se había dicho y hecho. Cuando les preguntamos el número de personas que habían sido sacrificadas, contestaron que más de novecientas y menos de mil.

No fui capaz de repetirle a Balthus, ni siquiera en este momento de una larga y demorada confesión, que cierta necesidad —no tengo palabras para describirla— me había arrastrado a ello, la observación de nuestro general Flavio Sabino, procurador de Judea y primo de Tito: que fue generoso por parte de Eleazar evitarnos la molestia de asesinar a su ejército.

—¿Se contaba Eleazar entre los muertos? —preguntó Balthus.

—Así se asumió, pero muchos cuerpos han sido destruidos o las llamas los han hecho imposibles de identificar.

—¿Por qué me cuentas a mí esto?

El muchacho levantó la cabeza al hablar y tenía las mejillas húmedas de lágrimas. Desde el pueblo llegaba el cacarear de un gallo mientras los primeros rayos del sol naciente tocaban con sus dedos rosados el gris del orienté.

¿Qué tenía yo que responder? Hay un verso de Ovidio, de un poema compuesto en estas tristes tierras: «Hablar de algún acontecimiento fatal es un alivio». Moví la cabeza al no encontrar respuesta en mi propia mente. ¿Fue crueldad el hacerle oír esta historia de la atroz carencia de humanidad del hombre? ¿Fue porque no me gustaba ese aire suyo de estar en paz con el mundo, a pesar de su humilde condición, la razón por la que deseaba destruir lo que yo consideraba una inocencia que rebosaba reproches? Yo me había privado del placer de su cuerpo, aunque me tentaba.

¿Deseaba entonces yo, como venganza, llenar de horrores su mente?

No lo creo así. Sin embargo, como dijo una vez Cicerón: «La malicia es astuta y la razón del hombre es engañosa cuando hace daño».

Cuando Tito conquistó y destruyó Jerusalén, conmigo a su lado, me mandó a mí y a un liberto llamado pronto a decidir el destino de los cautivos. Seleccionamos al más alto y apuesto para el triunfo de Tito en Roma. A la mayoría de los que tenían más de diecisiete años, los mandamos a trabajar como esclavos en las minas de Egipto, donde había escasez de mano de obra. A otros los mandamos a las provincias, para que intervinieran en los entretenimientos deportivos en los circos. A los muchachos jóvenes los reservamos para el mercado de esclavos. Había una bella joven judía que suplicó con lágrimas que le perdonáramos la vida a su amado, un muchacho apuesto, con bellos rasgos y cabello rubio rojizo. Su belleza conquistó mi clemencia. Fronto y yo lo echamos a suerte: a él le tocó el joven y a mí la joven. Fue mi amante durante un mes. Entonces una noche desapareció. Se descubrió su cuerpo en el límite del campamento. Había sido violada y degollada. El muchacho, al recibir esta noticia, se negó a comer y se privó de alimento hasta la muerte, un acto que los judíos no consideran suicidio. Su hermano mayor fue uno de esos que marcharon, cargado de cadenas, en el triunfo de Tito. Era un joven de asombrosa belleza.

—Creo que tu alma está inquieta, señor —dijo el muchacho—. Tenemos un dicho en mi país:

«El valor es bueno, pero la resistencia es mejor».

Y mi sino es resistir, aguantar, estuve a punto de decir, viendo que el valor que una vez poseí se había agotado. Me había convertido en un cobarde, asustado de mis propios recuerdos, asustado también de los recuerdos de Roma. Me parece que lo más que hemos hecho en nuestro dominio del mundo es crear un desierto y llamarlo paz, y que lo único libre que queda en este Imperio nuestro es el viento que ahora sopla, frío, desde el norte.

Le puse al muchacho la mano en el hombro y no sentí su resistencia.

—Debes volver a dormirte —dije—. Hice mal en sacarte de la cama.

Tres grullas se levantaron de los pantanos y volaron sobre nuestras cabezas. Después cambiaron de dirección y volaron con el viento, hacia el mar.

—Vosotros, romanos —dijo el muchacho con una pícara sonrisa—, veréis ahí un presagio, pero son sólo pájaros.