XXXVII
Tácito sabrá, sin que yo se lo diga, cómo Flavio Sabino y el cónsul electo, Aticom, se rindieron y fueron llevados encadenados a presencia de Vitelio. Tal vez juzgue su rendición deshonrosa, al pensar que un soldado debe morir con la espada en la mano. Ésa es a menudo la opinión de hombres que han estudiado la guerra a distancia y tienen poca experiencia de lo que es una batalla. En cualquier caso, creo que Flavio Sabino se rindió cuando vio que las pocas tropas que seguían con él estaban sentenciadas a muerte si él no se rendía. Se dice que Vitelio le habría perdonado la vida si hubiera tenido el suficiente valor para hacerlo. Pero la chusma, compuesta en parte por legionarios, en parte por tropas auxiliares, en parte por ciudadanos —senadores entre ellos— y en parte por la plebe más degradada, pedía más sangre y Vitelio no se atrevió a negársela. Así murió un hombre por el cual yo sentía un gran respeto, un hombre que había servido a Roma en más de treinta campañas y que, a lo largo de este año terrible, fue el único, entre los hombres distinguidos, que había intentado obtener la paz, prefiriendo la diplomacia y las negociaciones a la guerra. Si hubiera tenido éxito, Roma no habría sufrido la ignominia de ver el Capitolio en llamas, y se habrían salvado las vidas de muchos hombres, algunos dignos.
Domiciano no compartía mi estima y respeto por su tío. En años posteriores le oí decir que si se hubiera seguido su propio consejo, Vitelio no se habría ido libre, después de firmar su acta de abdicación, y que la batalla del Capitolio, de la cual él mismo, por su propia iniciativa, había escapado con gran dificultad, enfrentándose con un gran peligro, con audacia e ingenio, fue la consecuencia de la cobardía de su tío y su imperdonable locura. De hecho, la escapatoria de Domiciano, a diferencia de la mía, fue ignominiosa. Sin embargo, aunque yo había luchado para salvarme y se me podría considerar exento de todo reproche, yo experimenté vergüenza, como la puñalada de un cuchillo, cuando me enteré de lo que le había ocurrido a Flavio Sabino. Me sentí como un desertor.
Y ciertamente, durante los tres días que siguieron permanecí escondido como un desertor en la cama de Sibila, mientras que, como en una pesadilla, oía a la chusma aullando por la ciudad en busca de los que ellos juzgaban desleales a Vitelio y asesinándolos sin discriminación. No había motivos para su locura. Si hubieran sido capaces de reflexionar, habrían pensado que Vitelio no podía continuar siendo emperador por más de una semana. Era como si con el incendio del Templo de Júpiter se le hubiera privado a Roma de razón, virtud y todo lo que distingue al hombre civilizado del bárbaro. Los hijos de la loba se habían convertido en lobos.
El tercer día, mi madre, que había desobedecido mi consejo de quedarse en casa, fue asaltada por un soldado auxiliar germano, arrastrada a la orilla del río y violada. Domiciano no se había atrevido a salir de la casa para acompañarla. Ella volvió al apartamento, no les dijo nada ni a él ni a su hermana, se retiró a su cuarto, escribió con mano firme una carta informándome a mí de lo que había pasado y se abrió las venas de la muñeca. Domitila la encontró sobre las sábanas empapadas en sangre, con el rostro apacible de la Diosa Minerva, a la que Domiciano decía tener tanta devoción.
No le puedo contar nada de esto a Tácito.
Ni a Balthus, aunque he adoptado la costumbre de leerle los capítulos que le voy mandando a Tácito. Los escucha como uno puede escuchar historias del Averno.
—No estoy ya sorprendido, señor —me dijo ayer—, de que hayáis escogido vivir tan lejos de Roma. Por desoladas que encontréis estas regiones, deben parecer un paraíso comparadas con el infierno de esa execrable ciudad. ¿Es que no conocen los romanos el significado de la paz?
—¿Paz? —le respondí—. Mi querido amigo, hacemos un desierto y eso es paz. Es la única paz que hemos conseguido. Sin embargo, había tardes a la orilla del mar… —Hice una pausa y meneé la cabeza—. Ven —dije—, cojamos los perros y vayamos a cazar liebres a los pastos de la colina.