XVII
Me dices, Tácito, que no requieres mi opinión, sino solamente mis memorias. Dilecto amigo, ¿crees que se puede distinguir la una de las otras?
Lo extraño es que el reinado de Otón pareciera ser, durante unas semanas, un ejercicio de virtud. Dejó a un lado los placeres en los que tan exageradamente se había deleitado. Se comportó con más dignidad que ningún otro emperador desde Tiberio. Ésa era la opinión de mi madre, que tú por consiguiente respetarás, como siempre la respetaste a ella. La competencia desde Tiberio no fue, ha de admitirse, fuerte. Sin embargo, supongo que tú dirás que Otón era un hipócrita y que con el tiempo sus vicios habrían vuelto a la superficie, más enérgica y vergonzosamente, debido al período durante el cual los había reprimido.
Pero la virtud se manifestó en actos. La forma en que trató a Mario Celso fue sólo un ejemplo. Había sido un fiel amigo de Galba, que arregló su nombramiento como cónsul electo. La chusma pidió que siguiera a Galba a la tumba. Otón dudó en salvarlo y ordenó que lo cargaran de cadenas y lo llevaran a la prisión Mamertina, esa cámara de ejecución de la cual, a lo largo de la historia de Roma, pocos habían salido con vida. Pero Otón hizo una excepción con Mario Celso. Tan pronto como se aplacó la furia de la chusma, Otón lo puso en libertad y hasta le concedió un mando militar. Eso fue una acción honorable.
Al favorito de Nerón, el liberto Tigelino, que había sido jefe de la Guardia Pretoriana —un hombre que había impulsado a Nerón a todas las crueldades, maldades y actos de locura posibles— lo salvó del castigo de Galba, protegido por Vinio. La razón que se alegó fue que, en una fecha indeterminada, Tigelino había colocado el escudo de su protección sobre la hija de Vinio y la había salvado, aunque no puedo recordar si de la desgracia o de la muerte. Indudablemente, esto fue un acto calculado por parte de Tigelino que, temiendo un cambio de fortuna, se cuidó de cultivar algunas amistades particulares en las que esperaba poder confiar para que le protegieran de la justicia a la que se vería entonces expuesto. Ahora, muerto su protector, Tigelino se dio cuenta de que tenía que responder de sus delitos. Otón le había mandado decir que ya había sido una carga para la humanidad durante demasiado tiempo y que la chusma estaba dispuesta a descuartizarlo. Tigelino recibió esta desagradable noticia con un valor inesperado. Se llevó a la cama a la favorita preferida del momento, de entre sus muchas queridas —todas ellas jóvenes de buena familia a quienes había seducido cuando no eran aún mayores de edad— y después, mandándola salir, se degolló.
Esta noticia aumentó la popularidad de Otón y muchos dijeron que sería un buen emperador. Hasta su decisión de salvarle la vida a Galia Crispinila, una de las amantes de Nerón que había fomentado la rebelión en África y —según se creía— tratado de impedir que los barcos que transportaban maíz salieran hacia Roma, fue pronto perdonada. Como decía mi madre: «La mujer es una fulana y no tiene principios, es también enemiga de Otón, pero acceder a su ejecución sería barbárico».
Ciertamente, en muchos aspectos, daba la impresión de que iba a ser al menos un emperador tolerable, si no se cansaba de ocupar ese puesto, como mi madre, aunque indulgente hacia él, me sugería. No se inmiscuyó en los nombramientos públicos y complació al Senado otorgando puestos a senadores ancianos de importancia. Los nobles jóvenes que habían regresado del exilio al que Nerón los había condenado, o que lo habían elegido impulsados por el temor, fueron calurosamente recibidos e investidos con los honores sacerdotales disfrutados por sus padres y abuelos. Si la consigna de César después de su invasión de Italia había sido la clemencia, la de Otón parecía ser la reconciliación. Por ejemplo, le mandó embajadores a Vitelio —que con las legiones germanas se había adentrado en la Galia Transalpina— con la misión de enterarse de sus quejas y sugerir remedios. Tenían también que asegurar a Vitelio que, si colaboraba en el restablecimiento de la paz, ocuparía un puesto honorable como el segundo hombre en el Imperio.
Si le hubieran dejado a Vitelio que hiciera lo que deseara, habría probablemente aceptado esta proposición, e incluso jubilosamente. Reconozco que esto es pura especulación, pero Vitelio —blando, indulgente para consigo mismo, de voluntad débil y cobarde— debía de saber en lo más hondo de su corazón que no había ningún hombre menos adecuado que él para meterse en una lucha desesperada y dolorosa para conseguir el Imperio; aunque saliera victoriosa de ella, se vería obligado a asumir una carga que no era capaz de llevar. Vitelio no era un mal hombre, solamente un hombre blando. O al menos eso es lo que pienso ahora.
Pero Vitelio no disfrutaba de ninguna independencia, aunque las legiones le hubieran investido con la púrpura. Al contrario, era el títere de los legados Fabio Valens y Alieno Cecina. Ninguno de los dos había adquirido la reputación suficiente para compensar su humilde nacimiento y así convertirse en unos candidatos aceptables para el Imperio. Ambos eran jóvenes, capaces y ambiciosos. Cecina, especialmente, era querido por las tropas, debido a su atractivo porte y estatura, valor, audacia y elocuencia. Ambos habían sido en un principio protegidos de Galba, pero se habían vuelto contra él: Valens no sé por qué, Cecina por la orden de Galba de que fuera enjuiciado por la malversación de fondos públicos cuando era cuestor en Bética. Ambos se daban cuenta de que Vitelio, debido a su rango y abierto carácter que le hacían popular entre los soldados, podía proporcionarles los medios de llegar al poder que no podían conseguir de ninguna otra manera. Al mismo tiempo, su maleabilidad, indolencia e indulgencia para consigo mismo que, hasta en la marcha a través de la Galia, le hacían parecer medio ebrio ya a la hora del mediodía, les hacía pensar que podrían dominarlo. Sin embargo, curiosamente, conservaba la estima de las tropas, que hasta le aclamaban como Germánico, un título asociado con aquel hombre tan amado de las legiones, el padre del emperador Cayo. Era absurdo, pero, sin embargo, era así.
Por consiguiente, no era posible esperar que Valens y Cecina, los animadores de este espectáculo, recibieran con gusto las proposiciones de los embajadores de Otón, que prometieron honores y posición a su jefe nominal y nada de importancia para ellos. Así que, ya con amenazas, ya con incentivos, sobornaron a los embajadores, impresionados por el poder y resolución de las legiones germanas y por el peligro que corría su propia posición.
Mientras tanto, en Roma, antes de que nos enteráramos de estas noticias, Flavio Sabino, aunque de nuevo confirmado en su puesto, empezó a preocuparse. Un buen gobierno y la pacificación del Imperio eran hechos indudablemente admirables y dignos de ser deseados, pero el buen gobierno y la pacificación del Imperio por parte de Otón contradecían sus planes y ambiciones para su familia. Nos aseguró que no duraría. Y yo pensé que tenía razón, aunque mis razones diferían de las suyas. Domiciano estaba menos convencido. «¿Voy a ser sacrificado —masculló— para facilitar las aspiraciones de mi padre, y aún peor, las de mi hermano y mi tío, aspiraciones que a la vista del curso actual de los acontecimientos parecen vanas?». Pensó que era interesante para él intentar acercarse a Otón y a sus amigos, a pesar de que era, por supuesto, tan insignificante como joven y de que su historial estaba bastante desprovisto de acciones meritorias (reconozco que no por culpa suya). Por consiguiente, sus acercamientos pasaron desapercibidos o no despertaron interés.
La calma de la primera quincena de febrero fue pura ilusión. El motín que se desató a mediados de mes contribuyó a restablecer el humor de Flavio Sabino.
En sus orígenes fue un asunto trivial.
Otón había dado órdenes de que se hiciera venir a Roma, desde Ostia, a la decimoséptima cohorte, y su armamento fue encargado a un tribuno de los pretorianos llamado Crispino (o tal vez Craspito, no recuerdo bien su nombre). Por alguna razón, este oficial dio la orden de que la acción se llevara a cabo por la noche, cuando el campamento estaba tranquilo. Pero la hora provocó sospechas de que algo más siniestro estaba a punto de suceder. Hubo un disturbio y la visión de las armas excitó a la ebria multitud. Gritaron —alguien gritó— que las armas iban a ser llevadas a las casas de aquellos senadores que se oponían a Otón y que se estaba preparando un golpe de Estado. Los soldados —algunos de los cuales estaban borrachos— se adhirieron a la acusación. Estalló una lucha entre aquellos que estaban intentando hacer cumplir u obedecer la inocente orden del emperador y aquellos que imaginaron que las armas se iban a usar contra él. El tribuno, Crispino —¿Craspito?—, al intentar hacer lo que se le había ordenado, fue cortado en dos y arrojado a la cloaca, y varios centuriones que se pusieron de su parte fueron también asesinados. Entonces los soldados, convencidos de que habían frustrado un ataque contra la vida de su emperador, se montaron en sus caballos, desenvainaron las espadas y se dirigieron al galope hacia la ciudad y el palacio.
Allí estaba Otón, haciendo de anfitrión de una recepción para algunos de los más distinguidos hombres y mujeres de la ciudad. Yo me encontraba entre ellos, por razón de mi noble origen, y Domiciano se moría de envidia porque él no había sido invitado. El ruido confuso y aterrador del tumulto de los soldados en el patio creó consternación. Nadie sabía lo que estaba pasando. Algunos temían que se tratara de un atentado contra la vida del emperador, otros que el propio Otón hubiera planeado una matanza de sus invitados, o al menos su detención. Pocos se comportaron bien, la mayoría como cobardes. Algunos huyeron y se perdieron en los corredores del palacio o encontraron las puertas cerradas con barrotes o protegidas por guardias (porque la guardia personal de Otón no sabía tampoco la causa del tumulto). Algunos escaparon por puertas o ventanas laterales y, saliendo apresuradamente del Palatino por cualquier ruta que les pareciera más oscura, llegaron a la ciudad donde, sin embargo (como me contaron después), muchos no se atrevieron a ir a sus propias casas, sino que vagaron por las calles lamentándose de los malos días que vivían o se refugiaron en las viviendas de sus más humildes clientes.
He de confesar que yo estaba también alarmado, aunque la lógica —que sirve pocas veces de ayuda cuando se despiertan las emociones de inquietud— me decía que no tenía nada que temer. Pero el pánico es contagioso y no sé lo que habría hecho si no hubiera atraído y mantenido mi atención el espectáculo que ofrecía la persona del propio emperador.
Otón recorría apresuradamente la habitación, agarrando de la manga a los invitados que permanecían aún allí y hablándoles precipitadamente. Tan sólo unos minutos antes había estado alegre y expansivo, aunque no sin dignidad, feliz en su papel de anfitrión. Ahora estaba blanco como las sábanas de una virgen y tenía la frente cubierta de sudor. Sus ojos miraban de un lado a otro y yo leía en ellos una atemorizada perplejidad. O eso creo o recuerdo ahora.
Entonces un funcionario se aproximó a él; le consultó algo y los dos se retiraron del salón del banquete a una habitación interior, Otón mirando por encima del hombro dos o tres veces mientras nos dejaba.
Se oyó un gran estrépito, gritos desaforados y alaridos de terror que se hacían cada vez más urgentes. La estancia estaba abarrotada, según parecía de soldados que blandían espadas, algunas de las cuales chorreaban sangre. El tribuno, Junio Marcial, preguntó airado qué querían, y se le empujó a un lado, pero no sin antes darle una cuchillada en la ingle, de manera que cayó quejándose y sangrando sobre el mármol, y fue pisoteado por los que iban avanzando por la estancia.
Entre aquellos invitados que permanecieron acurrucados por los rincones, cada hombre y cada mujer trataba de hallar otro que le sirviera de escudo. Nadie sabía el propósito de esta invasión, y todo el mundo la temía. Los soldados pidieron a gritos que se presentara Otón y no pudimos saber si estaban a punto de matarlo o simplemente querían asegurarse de que estaba a salvo. No llegué a enterarme de qué discusiones tuvieron lugar en la habitación pequeña donde se había refugiado. Pero creo que fue el propio Otón quien decidió que debía presentarse a los soldados y aceptar el destino que le estuviera preparado.
Así que salió, con las piernas entumecidas y el rostro pálido, pero con una sorprendente y juvenil resolución. Yo experimenté un sentimiento de admiración; recordé el relato que hizo el pobre Esporo del abyecto terror de Nerón. He visto la expresión de la cara de Otón en el semblante de los gladiadores vencidos, extendidos en la arena, que ya han aceptado la muerte.
Nadie se movió. Otón contempló el espectáculo, miró a Junio Marcial, el tribuno herido, que se arrastraba hacia él, se inclinó y le puso el brazo alrededor del cuerpo. Con dolor y dificultad logró colocarlo suavemente sobre un diván y después, subiéndose al mismo mueble al lado de él, dejó vagar sus ojos con desmesurada lentitud por la estancia en la que aún parpadeaban las velas sobre aquellas mesas que no se habían volcado, y donde se veían aún vinos y platos de delicados manjares.
—Camaradas —dijo muy suavemente—, ¿qué significa todo esto? ¿Qué es esto que habéis hecho? ¿Qué extrañas ideas os han inflamado? Si habéis venido a matarme, aquí estoy. No es necesario que se derrame ninguna otra sangre. Si os estáis engañando creyendo que mi vida está en peligro y habéis venido noblemente a protegerme, yo respeto y aprecio vuestra lealtad, aun cuando deploro vuestro impulso de actuar sin verdadero conocimiento, y vuestra insubordinación…
Entonces los soldados arrojaron sus espadas, o las bajaron o las envainaron, y se amontonaron en torno a su emperador para besarle las manos, apretarse contra él (de tal forma que el pobre tribuno herido estaba ahora en peligro de ser asfixiado) y declararle su adhesión.
El día siguiente la ciudad estaba silenciosa, como una casa de luto. Los postigos permanecieron cerrados, las tiendas también, había poca gente en la calle; se podía pensar que una plaga había caído sobre Roma o que Roma —hasta Roma— era una ciudad ocupada en manos de un terrible enemigo.