IV

Hay cosas que preferí no escribirle a mi amigo Tácito. No le envié, por ejemplo, toda esa última carta, sino sólo una versión enmendada de ella. Ni le podía revelar la naturaleza de mis relaciones con Tito, que todavía aparecen ante mí en sueños, donde cruzo el umbral de la perfección de todos los deleites físicos antes de que se levanten las nubes y todo se pierda en la memoria. Citaré tal vez más acerca de esto, en este libro de apuntes, más adelante. Se refiere a Domitila, hermana de Tito y Domiciano, un año más joven que el último. Si tan sólo mencionara su nombre, en este contexto, en mi narración, Tácito temblaría, como un perro de caza que ha olido su presa. ¿Por qué esos puritanos como Tácito, y ciertamente también Domiciano, se excitan tanto al olfatear un escándalo sexual y adoptan un interés tan lascivo e inquisitivo en las actividades sexuales de los demás, especialmente cuando se las califica de «anormales»? Indudablemente en el caso de Tácito porque él, personalmente, ha disfrutado poco de los placeres del sexo. ¿También, tal vez, Domiciano? Hablaba mucho de las «luchas en el lecho»: nunca supe cuánto de esto sería lo que a él le gustaría. Tácito no se puede creer que Domiciano sea un puritano como él. Pero entonces, amigo mío, aunque sea un maestro del lenguaje, le falta en cierto modo el conocimiento de los hombres: no tiene la menor noción de lo que los griegos llaman psicología.

Tengo ahora tan poco de que ocuparme que no es sorprendente que, al contemplar este sombrío mar agitado por el viento, en el escenario de mi memoria se muevan escenas pasadas.

Siguiendo las órdenes de Tito, empecé ahora a frecuentar los nuevos baños en el Campo de Marte, a los que se les dio el nombre de Nerón, aunque todo el mundo sabía que se encargó de construirlos su ministro Burro, asesinado desde entonces por orden imperial. Fui allí a la hora favorita de los jóvenes nobles, entre los cuales me contaba por nacimiento, si no por suerte. Naturalmente, no tardé mucho en llamar la atención.

(Dicho sea de paso, disfruté recordándole a Tácito, en mi última carta, mi hermosura juvenil. Él tenía el aspecto de un cuervo flaco).

Entre mis admiradores se contaba el poeta Lucano. Se aproximó a mí la otra tarde, cuando yo estaba reclinado en un banco en la palestra, después de mi baño, e inmediatamente inició un largo parlamento, del cual no puedo recordar ni una palabra, aunque fue ciertamente locuaz. Pero sus miradas eran aún más elocuentes. Era evidente que había sacado la conclusión, por mi actitud, de que yo andaba en busca de un admirador.

—Eres un bailarín ¿verdad? —me dijo—. Yo te he visto en el teatro.

Le dejé que continuara un rato más en esa actitud, sin confirmar ni contradecir sus palabras y regalándole con una sonrisa que era más amistosa que sugerente.

Al fin, cuando él había ya agotado sus recursos de adulación —solamente por un rato, porque yo no he conocido a nadie con semejante verborrea— y había dejado bien claro que quería entablar una relación conmigo, le dije mi nombre y me vi recompensado, como esperaba, con un rubor que exteriorizaba su bochorno. Confundir a un Claudio con un vulgar catamita era, al menos en aquellos días, una metedura de pata social de primer orden.

Pero Lucano tenía recursos. Se recuperó con rapidez, cambiando sus palabras, aunque cantándolas todavía en el mismo tono. Esto me impresionó. Sólo el pensamiento de Tito me impidió el responder con el ardor que mi nuevo amigo claramente deseaba.

Esquivé su ataque, sabiendo que nada es más deseable que un joven que cuida de su virtud y, sin embargo, no da señales de sentirse ofendido por los intentos de minarla.

Lucano, acostumbrado por su hermosura, confianza en sí mismo y fama literaria a conquistas fáciles, estaba encantado con mi resistencia y redobló sus esfuerzos para seducirme.

Al darse cuenta de que sus encantos físicos no bastaban para su propósito, y de que ni siquiera su sublime elocuencia podía persuadirme a que compartiera su lecho, trató precipitadamente de conquistarme, dejándome penetrar en su mundo secreto, a fin de excitarme al hacerme consciente de su importancia.

Así que me contó que estaba implicado en una empresa peligrosa, de gran envergadura. Yo sonreí y le dije que sería mejor que no me contara a mí nada de esto. Le recordé que yo era sólo un muchacho y que no me importaban mucho estos asuntos. ¿No sería mejor que me recitara algunos de los grandes poemas que estaba escribiendo? Yo apreciaría eso mucho más. La literatura, dije, subiendo y bajando las pestañas, era para mí más interesante que la política. Además, la política pertenecía a la República, que él cantaba tan bellamente en sus versos. No podía haber política ahora que vivíamos bajo el despotismo del Imperio.

Mi indiferencia le incitó a hablar con aún mayor imprudencia. Tal vez yo le halagué como poeta. Pero no era eso lo que él quería. O por mejor decir, no era suficiente para él. Me atrevo a decir que, si yo hubiera cedido, no habría sido tampoco suficiente. Era —me doy cuenta ahora— un hombre descontento, para quien cualquiera de sus éxitos no sirve más que para agudizar su congénita falta de satisfacción. Esos tipos son más comunes de lo que uno se puede imaginar. Y yo debía saberlo. Pertenezco, o pertenecía también a esa clase de hombres.

Lucano estaba consumido por el orgullo de su nacimiento. Sin embargo, era más famoso por la eminencia de sus conexiones más recientes, como su tío Séneca, que por sus antepasados más distantes. Era, después de todo, hispano de nacimiento y no un verdadero romano, un descendiente de algún hijo más joven que se había establecido en Hispania —Corduba, según creo— buscando en las provincias lo que se le negó en Roma. Tal vez era simplemente porque Lucano era lo que yo entonces consideré, despreciativamente, un colono, que estaba deseoso de impresionarme con su convicción de la grandeza de su familia.

Yo sonreí y le quité la mano de mi muslo.

—Pero —dije— tu poesía te hará inmortal. En ese caso, ¿qué importancia tienen tus antepasados?

No le gustó mi contestación, lo cual indica que no era tal vez un verdadero poeta, puesto que todos los poetas que he conocido —y en mis tiempos me había visto rodeado de verdaderas plagas de esas criaturas— se sentían entusiasmados ante el pensamiento de la inmortalidad y estaban dispuestos a jurar que el gusto de las generaciones futuras debía ser infinitamente superior al de la generación actual.

Pero Lucano, al faltarle conocimiento de sí mismo, se consideraba como un gran aristócrata que improvisaba la poesía con negligente facilidad. Era algo que hacía con estilo, pero que no le importaba mucho, excepto por el hecho de que adquiría fama con sus versos. Tal vez no sea necesario decir que trataba de impresionar a otros poetas y críticos, porque despreciaba, con cierta justicia, lo que él llamaba los «círculos de costura literaria». El auditorio que él buscaba estaba formado por hombres inquietos e insatisfechos políticamente, grandes damas, hermosas mujeres y, al menos, un lindo jovencito.

Cuando se dio cuenta de que yo estaba preparado para admirar sus versos y no dispuesto, sin embargo, a ceder a sus insinuaciones sexuales, se apoderó de él la precipitación. Las indirectas que me había ya soltado en relación con su implicación en un asunto de gran relevancia aumentaron ahora. Me dijo, sin más ni más, que era uno de los miembros de una conspiración contra el emperador. Era, de hecho, uno de sus más ardientes opositores. ¿Qué pensaba yo de esto?

—Yo pienso que no haces bien en contármelo —contesté yo.

—Te lo digo —replicó— para demostrarte que mi amor es tal que estoy dispuesto a poner mi vida en tus manos.

—Tu vida y la vida de los demás —dije yo. Sin embargo, y a pesar de todo, yo no estaba dispuesto a ceder. Recuerdo que tenía los ojos pequeños y muy pegados a la nariz.

Pero yo estaba lo suficientemente afectado por el candor que me había manifestado, aunque no tenía la menor duda de sus razones para hacerlo, como para aprovecharme de mi conversación con Tito y hacerle cierta advertencia a mi admirador.

Así que le pregunté qué medidas habían tomado él y sus amigos para asegurarse del apoyo de las legiones.

—El ejército —dijo— obedecerá a la República que hablará a través del Senado.

Entonces, aun siendo yo tan joven, supe que Lucano estaba perdido en sueños sin fundamento.

Naturalmente, le expliqué aquella conversación a Tito, empleando, como le había prometido, la clave que él me había enseñado.

Lucano no era, como llegó a mis oídos mucho después, una figura central en la conspiración. El que me sugiriera lo contrario era una nueva prueba de la vanidad característica de hombres de letras. El cabecilla de la intriga era un noble de origen mucho más ilustre, G. Calpurnio Pisón. (Tenía un sobrino que vi a menudo con Lucano en los baños; tal vez fue por medio de él como Lucano se implicó en la conjura). Quizá Pisón sólo fue su cabecilla nominal. Ciertamente, no era la persona adecuada para una cosa así. Por ejemplo, cuando se propuso que Nerón fuera invitado a la villa de Pisón cerca de Velletri y asesinado allí después de un banquete, Pisón se opuso al plan. Dijo que mancillar su hospitalidad de esta manera crearía una mala impresión. Hasta Lucano, absurdo admirador de una «virtud republicana» perteneciente a una edad que había pasado, encontró esto ridículo.

—La verdad —dijo— es que si estás planeando asesinar a un emperador, es un exceso de delicadeza preocuparse por el abuso de la hospitalidad.

Esta agudeza fue a menudo citada después; «exceso de delicadeza» se convirtió en una especie de latiguillo, como por ejemplo en: «Sería un exceso de delicadeza no tirarse a ese muchacho».

Sin embargo, y por curioso que parezca, yo creo que la admiración que Lucano sentía por Pisón aumentó más que disminuyó, debido a esta muestra de los escrúpulos de su dirigente. Yo hasta le oí una vez comparar a Pisón con Marco Bruto, su héroe republicano. Aunque Bruto no mostró ningún «exceso de delicadeza» cuando se deshizo de César en los idus de marzo.

El segundo plan era, aparentemente, deshacerse de Nerón en su palco de los Juegos. Uno de los conspiradores se acercaría a él y se arrojaría a sus pies, como para pedirle un favor. Entonces cogería a Nerón por los tobillos y lo tiraría al suelo para dejar que sus compinches se apresuraran con sus dagas. Indudablemente la intención era que todos dieran saltos exclamando que la Libertad había sido restaurada en Roma.

A pesar de que yo era un muchacho, podía ver que esta imitación del asesinato de Julio era grotesca. Me podía imaginar a Tito riéndose en voz alta cuando leyera mi informe de lo que se proponían hacer, antes de arremeter contra la locura de la época. Lucano, por otra parte, se ofendió cuando le dije que el plan era ridículo y no podría tener éxito.

En resumen, todo aquello parecía cosa de aficionados. Habrían sido descubiertos aunque Lucano no me lo hubiera dicho y yo no hubiera repetido todo lo que él me dijo en mis cartas a Tito. De hecho, nunca he sabido si Tito hizo algún uso de mi información.

No puedo recordar ahora cuántas ejecuciones tuvieron lugar cuando todo finalmente salió a la luz. Circuló la historia de que la conspiración fue revelada por un liberto empleado por Flavio Escevino, que se había ofrecido como voluntario (como lo habían hecho otros, incluido, según él mismo confesó, el propio Lucano) para asestar el primer golpe. Se dice que, en su estado de excitación, había hablado demasiado en una cena que tuvo lugar en su misma casa. Tal vez fue así. Era ciertamente conveniente que el responsable fuera un liberto.

Lo que sí es cierto es que las investigaciones ordenadas por el emperador fueron llevadas a cabo en primer lugar por Fenio Rufo, que compartía el mando de la Guardia Pretoriana con Tigelino, el más repugnante de los partidarios de Nerón, y un coronel de la Guardia llamado Subirio Flavo. Ambos hombres tenían conocimiento de la conspiración. Sin embargo, en su pánico degenerado, no dudaron en ser cómplices de la tortura y subsiguiente ejecución de sus compañeros. No estoy seguro de si Tácito sabe esto: Fenio Rufo, que estaba de algún modo relacionado con Agrícola, el respetado suegro de mi amigo, era una especie de héroe suyo. Así que tal vez no esté dispuesto a incluir su depravación en los anales de su Historia. Hasta las más escrupulosas acciones de la historia se ven deformadas por afectos y prejuicios personales.

Corrió el rumor de que Nerón preguntó a Subirio Flavo, cuando al fin fue descubierto su papel en la conspiración, por qué había roto su juramento de lealtad, y que él replicó: «Porque te odio. Permanecí tan leal a ti como a cualquiera mientras merecías mi lealtad. Pero me volví contra ti cuando asesinaste a tu mujer y a tu madre, y te convertiste en auriga, actor y pirómano».

A Domiciano le impresionó mucho la nobleza de esta respuesta.

—Suena —dijo— como algo inventado por sus queridos amigos.

A Lucano se le ordenó que se suicidara y él obedeció. Habría querido que se describiera su acción como un ejemplo de virtud republicana. Yo lo consideré despreciable, aun entonces.

¿Y ahora? Sí, todavía me parece despreciable, un papel en una obra de teatro. Pero lo desprecio ahora menos que antes, porque abandonar la esperanza y ceder a lo que parece ser una necesidad es algo comprensible, muy fácilmente comprensible.