XXXIV
No le mandé todo ese último capítulo a Tácito, simplemente una versión corregida. Hasta yo mismo estoy asombrado de haberlo escrito con tanto detalle. Al principio pensé que lo hice porque así probaba la manera tan eficiente en que yo había actuado y ponía por consiguiente en evidencia la ingratitud de Domiciano. Pero no es así. Incluso dudo ahora que Vitelio hubiera condenado a muerte a Domiciano si yo no hubiera intervenido para salvarlo. Habría sido una necedad, dadas las propias incertidumbres de Vitelio y las negociaciones que mantenía todavía con Flavio Sabino. Si hubiera matado al hijo de Vespasiano, habría perdido cualquier oportunidad de librarse de su propia aterradora posición. Porque ésa es la verdad, no tengo la menor duda. Vitelio vivía en una pura pesadilla y era plenamente consciente de las probables consecuencias de su irreflexiva debilidad que le había forzado a ceder a las demandas de Cecina y Valens. Sin embargo, había también momentos cuando él creía en sí mismo como emperador.
Aulo Petio mantuvo a Domiciano seguro en su casa. Pero esto no se le perdonó jamás. Unas semanas después de haber sido nombrado emperador, Domiciano dio órdenes de que se le expulsara de Roma. Supongo que tuvo suerte de que Domiciano actuara así al principio de su reinado, cuando no había todavía perdido del todo el equilibrio de su mente. La última vez que supe de Aulo Petio, estaba viviendo en misantrópico retiro en la desolada región de Boecia. Solía escribirme de vez en cuando. Yo era la única persona con quien tenía contacto. Más tarde éste fue uno de los delitos de que se me acusó: el de haber mantenido una correspondencia culpable de traición con un exilado. Ciertamente nuestras cartas, que eran interceptadas y copiadas, no podían más que haber desagradado a Domiciano. Hablábamos de él con menosprecio.
Pero me he adelantado. Encuentro difícil ahora mantener mis pensamientos en orden. Esta misión en que me embarqué de tan mala gana, ha llegado a ejercer una fascinación extraordinaria sobre mí.
¿Fue para recordar a la joven Sibila por lo que escribí ese último capítulo con tanto detalle?
Era siciliana. Al principio la tomé por una prostituta y a la mujer de la cara de luna por su alcahueta o «patrona». Pero la relación era diferente y más complicada. Hipólita la había ciertamente encontrado en la calle, se enamoró de ella (según me contó Sibila) y se la compró al hombre que la explotaba. Eso era ya bastante extraordinario. Pero lo era aún más que Hipólita tolerara el deseo que Sibila sentía por los hombres, aunque, como me contó la muchacha, tuvieron que ser «uno a uno». La mantenía principalmente como a una especie de prisionera en el apartamento y Sibila no se oponía a ello. «¿Qué hay ahí fuera —decía— excepto la oportunidad de pescar a un hombre? Y ahora que, de momento, te tengo a ti, no tengo necesidad de salir».
Era una amante original y deliciosa, tanto más deliciosa cuanto que despreciaba y prohibía toda manifestación de emoción. Yo hice con ella todo lo que hubiera deseado hacer con Domitila. Algunas veces, mientras yacía, jadeante, en sus brazos, húmeda piel contra ardiente húmeda piel, y tenía su abundante cabello negro sobre mi rostro, yo veía a través de sus guedejas la cara de luna de Hipólita, observándonos. Nunca dijo nada, simplemente miraba y se daba la vuelta.
¡Qué extraño que esas dos semanas de intensa excitación política, cuando el destino de Roma estaba en la balanza, y tal vez mi vida junto con él, y cuando el olor de sangre permeaba el aire, hubieran sido para mí días también de un igualmente intenso erotismo! El otro día, al pasar por un puesto donde un comerciante vendía especias, sentí un súbito temblor. De repente, volvía a ser un hombre joven, y no sabía por qué hasta que, al aspirar el aire, sentí el olor del cuerpo de Sibila, que nunca se lavaba, sino que se frotaba con una esponja empapada de una infusión de especias. Eso era real, como no lo son mis otros recuerdos de ella. ¿Qué significan? Apenas puedo ahora recordar su rostro, sólo un pequeño lunar al lado de su boca, justo encima de un labio superior más bien grueso.
¿Y qué más? El tacto de su muslos fuertes y gruesos, al poner sus piernas alrededor de mi cuerpo.
Veo ahora la cara de luna de Hipólita con más claridad que la de Sibila, aunque mis labios y mi lengua la recorrieron pulgada a pulgada.
Balthus yace otra vez entre los perros. Estos recuerdos de Sibila reviven mi deseo por él. Es como si, forzando mis deseos en el muchacho, pudiera recobrar lo que encontré unido a ella; una fantasía absurda.
No le escribiré nada a Tácito sobre Sibila, pero lo cierto es que dominó mi vida en los días que siguieron.
Un día me dije a mí mismo: ¿Importa quién es el emperador, con tal de tener lo que tengo?
Otro día Domitila, en casa de mi madre, me dijo: «¿Te pasa algo? No me miras ya como solías mirarme».