IX

Fuera como fuera, mi querido Tácito, y pienses tú lo que pienses, todos esperábamos con temor la llegada de Galba a la capital. Llegó el rumor de que su camino hacia ella fue lento y manchado de sangre. Aquellos de quienes se sospechaba que su nombramiento no les había entusiasmado fueron «eliminados». Varro, cónsul electo, y Petronio Turpiliano, un hombre de rango consular, fueron ambos asesinados. O eso oímos decir.

Entonces los pretorianos se agitaron. Echaban ya de menos a Nerón, que los había tratado con tanta indulgencia. Su prefecto Ninfidio vio en la actitud que adoptaron su oportunidad para aspirar al Imperio. Se aseguró de que se habían enterado de la respuesta de Galba a su petición del acostumbrado donativo: «Yo elijo a mis soldados; no los compro». Domiciano me dijo: «Qué tonto debe de ser el viejo; los generales han tenido que comprar sus tropas desde los días de Pompeyo. Sé suficiente historia para saber eso, aunque no entierre mi nariz en el asunto, como lo haces tú. Sólo Tiberio podía expresar tales sentimientos y sobrevivir a ellos. Pero Tiberio era un gran general, cosa que Galba no es, y un hombre de incomparable autoridad». Ésta no fue la primera vez que oí a Domiciano hablar con tanta admiración de ese emperador, sobre el cual, como tú sabes, iba a rumiar mucho y con gran afecto, en años futuros. Los republicanos del viejo estilo (de tu estilo, querido) ronronean al repetir con tono de admiración lo que consideran «los más nobles sentimientos de Galba», que ciertamente inspiraron a Ninfidio a promover una sublevación. Durante un par de días fue dueño de la ciudad; Flavio Sabino le dijo a su sobrino Domiciano que durante esas horas estuvo dominado por el temor de la muerte, aunque Ninfidio era su primo.

Pero llegó la noticia de que las tropas de Galba estaban a un día de marcha de Roma. Aquellos de los pretorianos que habían prestado oídos a la seducción de sus prefectos sentían ahora pánico. A pesar de su reputación, muy pocos de ellos habían tenido alguna experiencia de guerra reciente, y a ninguno le apetecía que se produjera en ese momento. Cuando Ninfidio entró en el campamento para arengarlos, le hicieron callar. Él se retiró alarmado, seguido por una lluvia de juramentos y proyectiles. Yo le vi con la cara pálida y temblorosa, empujado por las multitudes, cuando se abría paso a través del Foro hacia su propia casa, donde esperaba encontrar refugio. No lo logró. Una tropa de caballería, ya la vanguardia de Galba, ya soldados especialmente comisionados por los senadores republicanos —nadie sabía quiénes ni entonces, ni más tarde— se abrió paso a través de la chusma, que se apartó y huyó después aterrada, y acabó con él. Arrastraron su cuerpo a la roca Tarpeya y lo lanzaron al vacío, ya sin vida, una representación puramente simbólica del viejo castigo aplicado a los traidores.

Por la tarde el Foro estaba desierto. Era un día gris de invierno y el temor se mantenía suspendido sobre nuestras cabezas, como la helada. Yo no pude volver a través del río; en las esquinas de las calles y también en los puentes se podían ver destacamentos de soldados, y nadie podía afirmar quién los dirigía, si es que los dirigía alguien. Los pobres desgraciados estaban sin duda tan perplejos como la masa de los ciudadanos. Pero, en su confusión, eran peligrosos. Era difícil adivinar quién y cómo les podía ofender o hacia quién se podían volver, dominados como estaban por el temor. Yo me retiré, esperando simplemente que mi madre no hubiera salido de nuestro apartamento. Así que, por estrechos callejones y rutas cuidadosamente elegidas, me encaminé a la casa en la calle de las Granadas, donde Domiciano y Domitila vivían con su tía. Me alegré de encontrarlos a todos a salvo, pero, aunque Domitila me miraba con ojos de tierno amor, no nos atrevimos a abrazarnos en presencia de los demás. Fue difícil, en mi agitado estado de ánimo, estar con ella cuando me estaba prohibido tocar su carne, cogerla en mis brazos, sentir sus labios contra los míos y sentirme sosegado en el cobijo de nuestro amor. Domiciano estaba sentado junto a la ventana, formando un ángulo con ella, capaz de ver lo que ocurría fuera y creyendo que a él no se le podía ver desde la calle. Estaba bebiendo vino y mordiéndose las uñas. Yo les describí lo que había visto en la calle, en la cual se iba desvaneciendo ahora la luz del invierno. Domiciano habló en voz alta para impedir que su tía encendiera las lámparas. Dijo que era más seguro continuar sentados en la oscuridad.

—¿Pero por qué vais a estar en peligro? —preguntó la tía.

No pudimos contestar a esta pregunta, porque no había razón por la que nosotros, en particular, gente sin importancia, tres jóvenes y una anciana dedicada a las buenas obras y a la práctica de la religión, tuvieran que tener miedo. Y, sin embargo, lo teníamos.

Ya en una oscuridad casi total, se oyeron pasos en la escalera y unos golpes con los nudillos en la puerta, que Domiciano había cerrado con triples cerrojos después de mi entrada. Hizo señas en la penumbra para que no respondiéramos, pero entonces se oyó la voz de su tío Flavio Sabino.

Había venido solo, sin esclavos o alguno de los hombres que tenía a sus órdenes. Aunque no dijo que iba buscando refugio, ése era indudablemente su propósito al venir a casa de su hermana. Tal vez no estuviera en peligro. Pero dado que era un hombre público en un puesto responsable, temía estarlo, y prefería ocultarse hasta que la situación, fuera ésta la que fuera, se resolviera.

Le violentaba no poder contarnos lo que estaba pasando. Lo único que decía era: «Yo le advertí a Ninfidio que los pretorianos le abandonarían. Porque, ¿a quién han sido fieles alguna vez?». Pasamos la noche sentados y despiertos. Mis propios sentimientos eran confusos, agitados. Durante unos instantes sentía el contagio de los temores de Flavio, y los siguientes, al vislumbrar el perfil de la muchacha o sentir la suave presión de sus senos cuando se inclinaba sobre mí para mirar por la ventana, se apoderaba de mí un deseo casi incontenible. ¿Hay algo, te pregunto, en el otoño de la vida, que produzca una palpitación en los nervios más rápidamente que el traer a la memoria recuerdos de deseos juveniles? Traer recuerdos no es la expresión correcta: se presentan, sin que se los llame, igual que sueños urgentes. Cuántos recuerdos, cuánto pesar, como dicen los griegos.

Galba entró en la ciudad el día siguiente. Sin vacilación, se vengó de esas tropas que no le habían prestado la debida sumisión, abierta e inmediatamente. Cuando algunos marineros a quien Nerón había armado dudaron en obedecer la orden de volver a las galeras, Galba mandó a su caballería hispana que disparara contra el grupo de hombres que protestaba. Así que los reunieron, los alinearon contra un muro y los diezmaron. Esto era, anunciaron los partidarios de Galba, prueba de su vieja virtud. «Diezmar las tropas es un viejo procedimiento republicano», dijeron, asintiendo con las cabezas.

Cuando se restableció al menos la apariencia de paz y orden y era claro que Galba estaba al mando de la ciudad, Flavio Sabino fue a presentarle sus respetos y, con gran sorpresa suya, fue confirmado en su puesto.

—A pesar de esto —dijo Domiciano—, no está tranquilo. Dice que el poder de Galba para retener lo ganado es incierto. Dice también que el viejo está completamente controlado por tres miembros de su personal a quien mi tío llama «las nodrizas del emperador».

—Es peligroso —dije yo— hablar de ellos de esa manera. ¿Y quiénes son?

—No sé mucho de ellos. ¿Cómo lo voy a saber? Se me ha mantenido en esta vil oscuridad. Uno de ellos se llama Tito Vinio. Creo que era también general en Hispania. Otro es Cornelio Laco…

—Oh —dije—, seguro que sabes quién es. Solía ser un oficial del Tesoro, y lo has debido de ver en los baños, echándole el ojo a los de la lucha libre. Es muy alto, más bien gordo, calvo, con una nariz grande, y anda como una mujer. Bueno, sus gestos son también como los de una mujer.

—Entonces, debe de tener muchas oportunidades para satisfacerlos —dijo Domiciano—, porque se le ha nombrado prefecto pretoriano, el sucesor de Ninfidio. Puede ordenar a cualquier musculoso soldado que comparta su lecho. Y por lo que se dice de los soldados pretorianos, no tendrá ninguna dificultad en encontrar conformidad. Es una vergüenza —añadió haciendo un gesto con la nariz—. Y, naturalmente, la tercera nodriza es Icelo, de quien todo el mundo dice que es quien comparte el lecho con nuestro emperador. Se le ha hecho miembro del orden ecuestre, dicho sea de paso, y lleva tantas joyas y pulseras de oro que parece que está en el escenario de un teatro. No me parece que el nuevo régimen vaya a ser más virtuoso que el de Nerón. ¿Cuánto tiempo durará?

Todo el mundo se estaba haciendo esa pregunta. Había ya rumores circulando por el Foro y los baños de que las legiones germánicas se negaban a reconocer a Galba y querían elegir un emperador entre los suyos.

—Eso es mal asunto para nosotros —dijo el tío de Dómiciano. Yo no me di cuenta inmediatamente de lo que quería decir.

—¿No dependerá eso de quien elijan? —pregunté. Él me miró como si fuera tonto.

También debo corregir esta carta. Hay demasiado en ella que es personal, que puede ser indiscreto o ligeramente ofensivo.