III

Mi padre se divorció de mi madre tan pronto como Narciso cayó en desgracia. No se atrevió a hacerlo antes. Entonces se retiró a lamerse las heridas en sus propiedades situadas en las colinas más allá de Velletri, para escribir versos malos (sus Tristia) que son una débil imitación de Ovidio. Yo nunca lo volví a ver.

Mi hermosa madre, cuyos propios padres habían muerto y cuyo hermano mayor rehusó, durante algunos años, recibirla o ayudarla económicamente, como era su deber, se encontró ahora pobre y casi sin amigos. Nos trasladamos a un apartamento de un tercer piso en una insula, en el decimocuarto distrito de la ciudad, en la otra orilla del río. Era lo único que podía permitirse con los recursos de que disponía: un sitio miserable, húmedo y frío en invierno y, debido a lo bajos que eran sus techos y al hecho de que daba a un patio interior donde no entraba el aire, intolerablemente caluroso en el verano, del que no nos podíamos escapar, como la gente de nuestra clase estaba acostumbrada a hacer, retirándonos a las colinas o a la orilla del mar. Nuestros vecinos eran de clase muy baja; algunos de ellos utilizaban en las noches de invierno la escalera común para hacer sus necesidades en lugar de salir a las heladoras letrinas públicas. Mi propio cuarto era un simple armario sin ventilación, y en las noches de insomnio, yo yacía allí planeando mi futuro y en cómo me vengaría del mundo por la mala suerte en que me había sumido siendo aún tan joven.

Mi madre llevó su mucha peor suerte con estoicismo. Pasaba largos días abrillantando sus joyas y sus recuerdos. Cuando llegó el momento de pagar mi educación, vendió sus joyas, una por una. Me doy ahora cuenta de que vivía sólo para mí, y se privaba de lujos, incluso a veces de necesidades, a fin de que yo pudiera impresionar al mundo. Yo entonces no comprendía nada de su sacrificio y me resentía por las exigencias que me hacía y porque se negaba a permitirme jugar con los chicos, andrajosos y a menudo criminales, de nuestro miserable barrio.

Así es que teníamos pocos amigos. Y ésta fue la razón por la que pasé tanto tiempo de mi infancia con Domiciano. Sus circunstancias se parecían a las mías. Vivía con una tía —hermana de su padre— en la calle de las Granadas, en el sexto distrito, un vecindario sólo un poco más saludable o respetable que el nuestro. Se podría creer que la distancia que existía entre nuestras dos casas hace sorprendente nuestra amistad, porque nos hallábamos separados por la mitad de la ciudad. Pero la explicación es sencilla. Su tía sentía un gran respeto por mi madre, que había sido muy amable con ella (como frecuentemente decía) en sus días de prosperidad. Esta tía tenía los dientes para fuera, tartamudeaba y le ponían nerviosa los desconocidos. Así que traía al joven Domiciano, desde su casa y pasando el Trastevere, a presentarle sus respetos a mi madre. Por su parte, mi madre encontraba útil a la tía. Mi madre tenía pocas aptitudes domésticas (¿cómo podía haberlas tenido?), no quería salir de nuestro apartamento, despreciaba a nuestros vecinos, o al menos guardaba las distancias, lo cual, incidentalmente, aumentaba el respeto que ellos le guardaban. Dos mujeres solitarias, resentidas con el mundo, con temor de él en el caso de la tía y un desprecio en el de mi madre, formaron una alianza de conveniencia.

Dicen que el niño es el padre del hombre. Supongo que es verdad, aunque he conocido a muchos, yo entre ellos, que reaccionan tan extremadamente contra las represiones de su niñez que, en retrospectiva, es difícil creer que el hombre adulto puede tener su origen en el niño.

Podría decir más sobre este tema. Pero tú no me pides mi autobiografía y, ciertamente, ahora que estoy en el exilio, no tengo muchas ganas de escribirla.

Volvamos a Domiciano: de niño era silencioso, meditabundo, lleno de resentimientos. Sabes cómo se decía que, en sus días de emperador, se divertía atravesando a moscas con su pluma, de manera que pasó de boca en boca la broma que rezaba: «Nadie está con el princeps, ni siquiera una mosca». La broma no carecía de fundamento; era el tipo de niño que se deleitaba en arrancarle las alas a los insectos, las patas a las arañas y así sucesivamente. Recuerdo que una vez trajo una rana viva a nuestro apartamento y se puso a descuartizarla. Cuando yo le pedí que dejara de torturar al animal y que al menos matara a la desdichada criatura antes de hacerle la autopsia, murmuró, sin levantar su enmarañada cabeza —recordarás que nunca te podía mirar de frente— que él aprendía más descuartizándola cuando todavía estaba viva. Dijo que tenía mucho interés en el sistema nervioso. Yo creo que por aquel entonces tenía diez años.

Esa enmarañada cabeza estaba a veces plagada de piojos, porque la tía era muy miope y, de cualquier manera, indiferente a problemas de este tipo. Como sabes se quedó calvo muy joven; otro motivo para su resentimiento.

En aquellos días yo no le importaba un bledo. Lo he expresado mal: de hecho, yo no le caía bien. La razón era sencilla: mi excelencia le hacía evidente su falta de capacidad. Yo aprendía las cosas con facilidad, mientras que él luchaba para retenerlas en la memoria. Durante algunos años tuvimos el mismo maestro de escuela: un grammaticus griego llamado Demócrito. Era un hombre burdo y brutal, aficionado a la férula. Creo que su principal placer consistía en castigar a sus desdichados alumnos. Domiciano, al ser lento y carecer de cualidades sociales, era una de sus víctimas preferidas. Yo vi a menudo la sangre corriéndole por las piernas. Es más, el terror que manifestaba cuando se le venía encima una paliza no hacía más que incitar el ardor de nuestro maestro. Cuanto más aullaba Domiciano suplicando piedad, más fuertes eran los golpes que recibía. Una vez, por lo menos, el desdichado niño se orinó de puro temor. Esto, naturalmente, le hizo objeto de burla por parte de sus compañeros. No te sorprenderá que después de haber sido elegido emperador hiciera que sus agentes buscaran al entonces anciano Demócrito, lo sacaran del sórdido apartamento en que vivía y lo trajeran a presencia de su antiguo alumno que, empujándole con un gesto desdeñoso del dedo gordo de su pie, ordenó que lo azotaran hasta la muerte. «Porque —dijo— a este hombre le gusta tanto la férula que es en extremo adecuado que el contacto de la férula sea su última experiencia en esta vida».

Curiosamente, fue este brutal desgraciado la persona que primero despertó en Domiciano sentimientos afectuosos hacia mí. Un día, cuando Demócrito había sido más cruel que de costumbre con él, y excedido en su habitual serie de golpes de vara, y cuando ordenó a dos de nuestros compañeros que lo sujetaran en alto para poderle pegar otra vez, algo dentro de mí se rebeló contra aquella barbaridad. Tal vez —¿quién sabe?— me había estado reprochando a mí mismo durante mucho tiempo la timidez que había mostrado al soportar a aquella bestia. Fuera lo que fuera, me levanté ahora de mi pupitre, corrí hacia él y cogiendo la férula (en este momento en el punto superior del golpe de espalda) de sus manos, me volví hacia nuestro maestro fustigándole por el cuello y los hombros. «Veamos cómo disfrutas de tu propia medicina —grité—. Aguanta esto, tú, bruto, y esto, y aprende a respetar a los romanos libres, tú, vil esclavo griego». Fue el momento de mayor euforia que había experimentado hasta entonces. Naturalmente no podía durar. El bruto era más fuerte que yo y dándose la vuelta me hizo caer al suelo con un puñetazo. Entonces, llamando a su ayudante y a uno de nuestros compañeros para que le ayudaran, volvió a coger la férula y cuando vio que yo estaba bien sujeto sobre el tajo, me azotó con toda la fuerza de su furia. De hecho me azotó hasta que me desmayé, y cuando recuperé el sentido, me encontré a solas con Domiciano, que me estaba enjugando el rostro y murmurando palabras de perpleja gratitud por mi intervención. Nos pusimos de acuerdo en informar a mi madre y a su tía de lo que había pasado y después de aquel día no volvimos a sufrir los tormentos de Demócrito. También desde ese día y durante dos años o más, Domiciano dio la impresión de tenerme afecto. Menciono esto porque tú has observado a menudo que no hay nada más común que el resentimiento de un hombre hacia sus benefactores. Pero no fue así en nuestro caso. Hasta puedo decir, modestamente, que Domiciano me consideraba como a su héroe.

Pero la armonía de nuestra relación iba a terminarse pronto. Tito volvió a Roma desde África, donde había estado prestando servicio como legado de su padre. Por cortesía, vino a ver a mi madre.

«Mi padre —dijo— te envía (y me ha pedido a mí que te la transmita) la garantía de la alta estima que siente por ti. Se da perfecta cuenta de la deuda que tiene contigo por el ascenso de su posición. Me ha pedido que te diga que desea fervientemente hacer cuanto esté en su mano para…». Se interrumpió, con una repentina sonrisa que pareció iluminar nuestro mezquino apartamento, extendió las manos para expresar un vago desvalimiento y, abandonando su tono de mera formalidad, continuó: «Yo no sé expresar bien estas cosas, señora, aunque he sido instruido en el arte de la retórica. Así que permitidme que lo exprese con mis propias palabras, por inadecuadas y carentes de la debida formalidad que sean éstas. Le ha entristecido enterarse de las condiciones en que os habéis visto obligada a vivir, y ahora puedo verlo con mis propios ojos, bueno, la verdad es que me horroriza el que una dama como tú, de noble nacimiento, alguien que ha sido tan amable con nosotros, conmigo cuando era un niño, tenga que vivir así. Recuerdo que cuando el pobre Británico, mi dilectísimo amigo, fue tan cruelmente asesinado (puedo llamarlo aquí asesinato, supongo, aunque arriesgaría mi vida si pronunciara esta palabra en otro lugar), recuerdo que cuando yo sollocé, tú me secaste las lágrimas y me consolaste y que los terribles días que siguieron a su muerte, cuando yo me convertí de nuevo en un niño pequeño, fue con tu ayuda, y gracias a tu comprensión y sabias palabras como fui capaz de recuperarme y continuar mi vida. Por todo esto, verte encerrada en este miserable apartamento me entristece. Más que eso, me indigna. Así que si hay algo que pueda hacer, algo que mi padre pueda hacer (no es que pueda hacer mucho porque, en mi opinión, está aferrado a su cargo, a su propia posición, y tal vez hasta a su vida, sólo con las uñas de sus dedos y con la suerte que le depare la fortuna), bueno, no dejes de decírmelo. Te tengo mucho afecto y me concierne todo lo que a ti se refiera».

Habló bellamente, aunque de forma algo incoherente, pero eso podía bien ser prueba de su sinceridad. Las palabras caían unas sobre otras, espontáneamente, procedentes directamente del corazón, de eso no tengo la menor duda. Mi madre, como es natural, las recibió con elegante reserva, como algo que merecía. Fueran cuales fueran nuestras circunstancias, ella era una gran dama, una Claudia, mientras que Vespasiano y su familia eran parvenus, parvenus que, por añadidura, no habían realmente conseguido llegar. Sin embargo, estuvo encantada con Tito.

¿Quién no lo estaba en aquellos días?

Yo no tengo más que cerrar los ojos para verlo, alto, con las piernas largas, rubio, con el pelo más bien largo y ondulado, su cutis traslúcido, a pesar de haber estado bajo el sol africano, la nariz corta y derecha, los ojos azules del color del aciano, sus labios algo entreabiertos, el superior cayendo ligeramente sobre el inferior, como si lo hubiera picado una avispa. Y lo puedo también oír, una bella voz, casi como la de una muchacha joven en sus notas altas, pero exenta de afeminamiento gracias a unas pocas vocales Sabinas largas que todavía permanecían en ella, heredadas de su padre, o tal vez de una nodriza de su infancia. Por consiguiente, lo mismo que su voz excluía la sospecha de afectación por esta fuerza que subyacía en ella, también a sus modales, que podían haber parecido los de un joven tímido y elegante, los salvaba una cierta torpeza: sus pies eran demasiado grandes y tenía la tendencia de dejar caer cosas al suelo con sus repentinos movimientos.

He revelado demasiado acerca de mí mismo, ¿verdad? Sí, mientras le estaba escuchando y le serví después vino con una mano cuyo temblor no pude evitar, me enamoré precipitadamente de él, como sólo un muchacho de catorce años puede enamorarse, con una intensidad en la cual la adoración del héroe sustituía a cualquier deseo físico. Yo quería, sencillamente, estar con él, todo el tiempo desde aquel preciso momento; quería que se diera cuenta de mi presencia, que me apreciara y me permitiera servirlo.

No tuve motivo para desilusionarme. Tito, aunque yo, naturalmente, no lo sabía, merecía ya la reputación que se apoderó de él años más tarde, la de ser un gran «perseguidor» —utilizo esta acepción porque no tenemos en latín un término que se le pueda aplicar con tanta exactitud— tanto de muchachos como de mujeres. Y yo, si se me permite decirlo, era en aquellos días un muchacho que merecía el que se corriera tras él, y que estaba acostumbrado a que se le mirara, se le devorara con los ojos y se le hicieran inmodestas proposiciones en los baños. Era atlético y esbelto, mi rostro estaba enmarcado por rizos negros que caían a ambos lados de él, mi cutis era de color crema, mis ojos de color castaño oscuro y muy grandes, mi nariz recta y mis labios —como Tito diría más adelante— estaban «hechos para la locura de los besos». En resumen, aunque sea yo quien lo diga, sabiendo que este pasaje provocará tu severa desaprobación de moralista, yo era lo que los pederastas que acudían en masa a los baños solían llamar en mis días «un melocotón». Nunca permití que esta admiración fuera más allá de un mero flirteo, en el cual yo, como muchos de los muchachos atractivos, destacaba, deleitándome alegremente en estimular un ardor que no tenía intención de satisfacer. Pero las cosas fueron diferentes en el caso de Tito, aunque al principio yo tuve buen cuidado de no permitirle ganar la fácil victoria que yo anticipaba con placer.

Pensé mucho en esto porque aquella visita de Tito a mi madre iba a determinar el curso de mi vida. Me llevaría a la acción en Judea, al renombre militar, a la alegría y el dolor de corazón, y creo ahora que despertó también los celos de Domiciano, aunque iban a haber otras razones, tal vez más importantes, para esto.

Pero en aquel instante, cuando Tito me sonrió y me dijo: «He estado fuera de Roma tanto tiempo que soy casi un extraño. ¿Estarías dispuesto a ser mi guía, muchacho?». ¿Qué podía hacer yo sino decirle que sí, ruborizándome de placer y esperando que ni mi madre ni el propio Tito comprendieran del todo por qué el color se me subía a las mejillas?

Primer amor… no, es demasiado doloroso reflexionar ahora sobre esto y además, mi viejo amigo, no es lo que quieres oír. Estás interesado —¿no es así?— en la historia política.

Pero fue Tito quien despertó mi interés también en esto. Para él los escarceos, los flirteos, el hacer el amor, eran meros pasatiempos. La política era su pasión absorbente y no tardó mucho en empezar mi educación política, no sin algunas observaciones despreciativas acerca de su hermano pequeño Domiciano, que nunca, según él, llegaría a ser alguien, razón por la cual no merecía que uno se molestara en tratar de informarle, ni siquiera de los peligros que amenazaban a su familia.

«Tengo que admitir —decía— que la posición de mi padre es precaria. Se aferra a su puesto solamente porque no se ha distinguido de ninguna otra manera y por lo tanto no lo considera una amenaza ni el bufón ir I Palatino». Ésta era la manera con la que acostumbraba a referirse al emperador.

Nerón, me dijo, odiaba a los soldados. No solamente estaba celoso de cualquiera que lograra fama militar, sino que los temía y detestaba. «No puede durar —decía Tito—. Roma es en primer lugar su ejército y es imposible que el Imperio esté gobernado por un hombre que las legiones han llegado a despreciar». Sonreía y me pasaba la mano por mis rizos para acariciarme la mejilla, y después dejaba bailar sus dedos por la línea de mis labios. «¿No hablarás de esto, verdad? Me costaría la vida. Al hablarte a ti de esta manera estoy poniendo mi vida en tus manos. Pero, ¿en dónde puede estar mejor?». Yo le mordisqueaba los dedos como un cachorro.

Un día de aquel verano, Tito le pidió permiso a mi madre, con quien era invariablemente cortés, para que me permitiera acompañarlo durante unos días a residir en una villa cerca de Laurencio que pertenecía a su tío Flavio Sabino, que ocupaba entonces el puesto de prefecto de la ciudad. Mi madre, que conocía y aprobaba la apasionada amistad que había entre Tito y yo, naturalmente accedió, aunque rehusó la sugerencia de que ella también nos acompañara.

—No —dijo—, una visita así me recordará días felices y tendrá un efecto perjudicial en el proceso de mi adaptación a la residencia que la fortuna me ha deparado.

—Mi madre, a pesar de todas sus virtudes, tenía la tendencia de extraer placer de sus infortunios.

—¿No crees que debes invitar también a Domiciano? —dije yo—. Tendrá una gran desilusión si no lo haces.

—No lo creo. Mi hermanito ha aceptado ya una invitación de su admirador Claudio Polio, para que pase con él unos días de caza en las colinas Albanas. Parece ser que mi hermano prefiere matar animales salvajes que disfrutar de las bellezas de la costa y de los placeres que puede ofrecer…

La villa era ciertamente muy hermosa. No tengo que describírtela, pues tú la conoces bien, mi querido Tácito, ya que la compró después nuestro amigo Plinio y tú has sido invitado allí con frecuencia.

Así que recordarás —aunque con menos inmediato placer que yo— ese pórtico más allá del jardín, que mira al mar que se extiende debajo de él, separado por una playa de arena fina y una colina rocosa cubierta de enebro y tomillo. En esa terraza delante del pórtico estábamos una tarde después de habernos bañado, respirando un aire fragante con aroma de violetas. Habíamos comido cigalas pescadas esa misma mañana, queso, aceitunas y los primeros melocotones de la estación, y bebido una botella de Falerno. Tito estuvo de un humor afectuoso, y después dormimos un poco.

Cuando despertamos, el sol se había movido bastante y del mar venía una brisa fresca.

—No te he traído aquí sólo por el placer —dijo Tito—, sino porque no hay ningún sitio que yo conozca donde pueda pensar con más claridad que en este lugar encantador, y deseo compartir mis pensamientos contigo. Eres sólo un muchacho, pero pronto serás un hombre y entrarás en un mundo que yo mismo estoy apenas empezando a comprender.

»Te he dicho antes que el gobierno de Nerón no puede durar, como no duró el de Calígula. ¿Un año? ¿Dos? ¿Cinco? Ciertamente no más. Tanto los soldados como la aristocracia lo desprecian. Pasa su tiempo en actividades que, aunque podrían ser consideradas tolerables si se entregara a ellas un ciudadano privado, resultan ridículas en un emperador: representando papeles en el teatro, cantando, tomando parte en carreras de cuadrigas. No te puede sorprender que lo considere un bufón.

»Pero es un bufón estúpido. Es un cobarde y todos los cobardes son peligrosos. Tú, muchacho, perteneces por nacimiento al más alto rango de la vieja aristocracia, lo cual no es mi caso. Apenas hay un solo hombre de tu clase que no mire a Nerón con desprecio. Saben cómo deshacerse de los emperadores. ¿Cuántos de esos que han gobernado el Estado han muerto de muerte natural?

—El propio Augusto —contesté—. Tal vez Tiberio.

—Exactamente. Pompeyo fue asesinado, Julio César también, Cayo Calígula, y en mi opinión Claudio. Y ninguno de ellos era tan despreciado como Nerón.

En conclusión, no puede durar.

Miré hacia el mar. Estaba tranquilo, de un color azul oscuro, sin olas. Si hubiera estado solo, me habría imaginado que podía oír cantar a las sirenas. Mordisqueé un tallo de hierba. Tito me alborotó el cabello.

—La semana pasada —dijo— se me sugirió que tomara parte en una conspiración. Por lo menos eso me pareció a mí. Se intercambiaron indirectas. Hubo muchos «si al menos…» y «¿qué crees?». Yo me di la vuelta. ¿Por qué hice eso, chiquillo?

—¿Quieres una respuesta? —le dije—. ¿O es esto una pregunta dirigida a ti mismo? ¿Y por qué me lo estás contando a mí? ¿No es esto peligroso? Peligroso, quiero decir, el hablar de estas cosas.

—Nerón asesinó a mi amigo Británico —contestó—. Nerón no tiene hijos, hermanos o sobrinos.

¿Te das cuenta de lo que eso significa? Significa que cuando… se deshagan de él, como lo harán, de una manera u otra, ganar el Imperio tendrá un precio. Se revelará el secreto del Imperio: que los emperadores pueden ser elegidos en otros lugares que no sean Roma. Los emperadores serán elegidos por las legiones. Ésa es la razón por la que me aparté de una conspiración aristocrática. No es la forma adecuada de hacer las cosas si queremos estabilidad. No pongas esa cara. Nada de esto está fuera de tu alcance.

Yo me quedé observando a un lagarto que subía por el muro de la terraza.

—El padre de mi madre —dije— era primo del emperador Tiberio. Ella siempre dice que a él le habría gustado restaurar la República.

—Si aplasto a ese lagarto con una roca —dijo Tito—, ¿podrías resucitarlo?

—No lo creo, excepto por arte de magia, si se puede encontrar esa magia…

—Hasta Tiberio descubrió que la República estaba tan muerta como ese lagarto lo estaría entonces.

—Si se pudiera elegir al emperador en otro lugar que no fuera Roma —dije yo—, entonces el que estuviera al mando de las mejores legiones sería quien ostentaría la púrpura. ¿Cuántas legiones tiene tu padre, Tito?

—Muy pocas. De momento.

—Así que no hay ninguna oportunidad de que llegue a ser emperador, y de que después tú le sucedas —dije yo—. Una pena. Creo que serías un gran emperador.

—Me alegro de que lo creas así.

—Bueno, es natural. Y si tú fueras emperador, o simplemente heredero del Imperio, entonces yo podría tener la esperanza de restaurar la fortuna de mi familia, ¿no es así?

—Sería mi primera preocupación —dijo Tito—. Creo que debemos consultar esto con la almohada.

—¿Con la almohada?

Tal vez quieras hacer caso omiso de esta conversación, Tácito, una especie de «hacer el amor con palabras» a fin de excitarnos el uno al otro, como ciertamente sucedió y de manera muy placentera. Comprendo muy bien el que quieras hacerlo. Yo era sólo un muchacho y Tito apenas un hombre hecho y derecho, aunque mayor, tal como él me recordaba, que Octavio César cuando se embarcó en la gran aventura que, a su debido tiempo, le hizo Augusto y Amo del Mundo. Pero estarías equivocado. Sí, reconozco que Tito estaba alardeando para impresionarme. Pero había algo más que eso. Había olfateado por donde soplaba el viento y estoy seguro de que durante aquella visita a Roma, durante la cual había hablado a fondo con su tío, el prefecto de la ciudad y le habían admitido, al menos, en los márgenes de un grupo de nobles desafectos, había vislumbrado su futuro. Había visto —lo que yo no pude creer entonces— que su padre Vespasiano, por bajo que fuera su origen y comparativamente humilde su actual posición, no podía ser excluido de la lucha por el Imperio que él preveía. Vespasiano era, después de todo, un general en quien los soldados confiaban, y quedaban pocos así. Antes de que Tito saliera de Roma, para volver a su padre, hizo dos cosas: había llevado a cabo sondeos y calculado la fuerza y determinación de la oposición a Nerón y me había encargado que le mandara informes de todo lo que pudiera saber acerca de lo que estaba ocurriendo en la ciudad. Cuando yo argüí que yo era aún un muchacho y que por consiguiente no era probable que me enterara de grandes acontecimientos, a no ser lo que fuera motivo de murmuración en la plaza del mercado, él se sonrió y dijo: «Tengo mejor opinión de ti que ésa». Hasta me enseñó una simple clave con la que podía escribirle. Así que, como verás, hablaba en serio.