XX
Amor. En su viaje de regreso a Siria, Tito se había detenido en Chipre, a fin de visitar e inspeccionar el gran Templo de la Venus Pafiana, conocida por los griegos como Afrodita, la diosa del Amor. Tiene especial significado para nosotros los romanos por ser la madre de Eneas, el padre de nuestra raza, y se dice que este templo en Pafos es el lugar más antiguo de adoración, puesto que, después de su nacimiento en el mar, fue transportada allí y, aunque a menudo se la encuentra en otros lugares, sin embargo, no ha salido nunca de allí. El templo fue consagrado por un tal Ciniras muchos años antes de la guerra de Troya, y los sacrificios y presagios los llevan todavía a cabo los descendientes de Ciniras. «O eso dicen ellos», me comentó Tito.
Sea cual sea la verdad de esto, el lugar de adoración tiene una antigüedad inconmensurable, como lo puede demostrar el hecho de que la imagen de la diosa no tiene forma humana. Presumo que el arte de la escultura no se había aprendido todavía. En vez de eso, la diosa está representada por una enorme masa que se eleva en forma de un cono de ancha base que termina en una estrecha circunferencia. Nadie sabe ahora el significado de esto, lo cual es, una vez más, prueba de su antigüedad. Se prohíbe también derramar o salpicar sangre sobre el altar, y el lugar del sacrificio se alimenta sólo con oraciones y puras llamas. Aunque está expuesto a las vicisitudes del tiempo, sin embargo, la lluvia nunca moja el altar.
Menciono todo esto ahora, en medio de la perplejidad causada por mi conversación con Balthus, que he relatado, y nada va dirigido, naturalmente, a Tácito, que se burlaría, al no tener espíritu de filósofo, de las especulaciones metafísicas provocadas por el contraste entre las palabras de Balthus y mi recuerdo del relato que hizo Tito de su visita a Pafos.
Cuando se me preguntaba acerca de mis creencias religiosas yo solía, durante mucho tiempo, poner a un lado la interrogación, con comentarios semejantes a éste: «Mi religión es la religión de todos los hombres sensatos». Y si insistían en que explicara esta afirmación, yo simplemente añadía: «Los hombres sensatos nunca lo dicen». Una respuesta así produce satisfacción pero no es satisfactoria. Hay días en los que no creo en nada, otros en los que digo que las únicas auténticas cuestiones son éticas: cómo debemos comportarnos, y, como no podemos saber nada con certeza más allá de eso, toda especulación es vana. Sin embargo, nuestra naturaleza nos inclina tanto a la especulación como a la adoración. Tito, que había hablado de la Fortuna como el único bien, se desvió de su camino, en un momento de extrema urgencia política, a fin de satisfacer su curiosidad de ver el más antiguo templo de Venus. Y no creo que el motivo estuviera vinculado a la relación amorosa que mantenía con la reina Berenice, que no requería ninguna sanción divina ni aliento alguno, divino o humano.
Le presioné respecto a esto. Sus respuestas fueron vagas. Habló del numinous (o presencia de una divinidad), una palabra que para mí era sólo una palabra, como las que usan los poetas, sin significación precisa, sobre todo si son malos poetas. Eso quiere decir que es una palabra que, aunque el poeta sea bueno, le causa a uno un agradable estremecimiento de la columna vertebral y nada más. Pero Tito no era un poeta. La palabra significaba algo para él, eso yo lo podía notar, porque le violentaba utilizarla. Y ciertamente se sintió violento cuando le insté a que contara más cosas sobre su experiencia en Pafos.
—No lo sé —contestó—. Pero sentí algo. ¿Fue lo que Virgilio llama lacrimae rerum, la sensación de lágrimas en las cosas mortales? Tal vez. Me sentí más grande que yo mismo, y también menos. Me sentí habitado por no sé qué. Se me aseguró un destino glorioso y, sin embargo, sentí que se me privaba de toda la satisfacción que debía haber derivado de aquella seguridad. En resumen, amado muchacho… —dijo esto con ligereza, como para alejar de mí cualquier impresión de que hablaba totalmente en serio, pero sus ojos estaban nublados, como cuando un hombre mira dentro de sí y lo que ve le sorprende y le deja perplejo—. En resumen, amado muchacho, sentí que yo era más que lo que había sido, y, sin embargo, también menos.
No comprendí el sentido de lo que dijo y Tito, apurado, como si hubiera sido sorprendido en un acto vergonzoso, se dio la vuelta, cambió de conversación, pidió vino o sugirió algún juego, no recuerdo cuál. Sí, me acuerdo de sus palabras y la expresión de su rostro, medio orgullosa, medio desconcertada, y le conté a Balthus lo que había dicho, hasta cuando me sentí al mismo tiempo irritado y perplejo al pensar que pretendía encontrar sabiduría en este muchacho, justamente cuando fueran su rostro, su cuerpo y sus modales los que me habían atraído de él, precisamente porque prometían un encuentro que aniquilaría el pensamiento, al menos durante los breves momentos de deleite sensual, y por consiguiente me liberaría de las inquietudes que creaban demonios en mi mente.
—¿Acaso es eso lo que tu dios (tu religión) significa para ti?
—Yo no soy inteligente —dijo—. No soy instruido. Puedo usar palabras de importancia. Pero no latinas. Como ésa, ¿cuál era?, ¿numinous? No comprendo lo que significa. Pero cuando estoy con Cristo o cuando sé que Cristo está dentro de mí, entonces experimento la paz. Lo único que tengo que sacrificar es mi voluntad, pero lo llamamos «entregar» no «sacrificar». Eso es lo que sé. Tal vez ésa es la razón por la que los romanos creen que nuestra religión es una religión de esclavos, aunque hay romanos que la observan. Me daría una gran alegría, señor, que abrieras tu alma a mi Señor, que es el Señor de todos.