XXVI

Me inquietaba mucho, Tácito, el que se me obligara a estar al lado del emperador. Pero no podía hacer nada para evitarlo. Otón argüía que él me necesitaba. Decía que yo era su talismán. Sin embargo, hablaba con un tono de desaliento. La guerra civil, me decía, era desalmada. Ni a Vitelio ni a él se les perdonaría por haber causado a Italia las desgracias que caían e iban a caer sobre ella.

—No es sorprendente —decía— que los comerciantes y la gente ordinaria de los pueblos y pequeñas ciudades echaran ya de menos a Nerón. ¿Qué daño les había hecho, decían, comparado con la ruina que Otón y Vitelio amenazaban con arrojar sobre sus cabezas?

Y era verdad, añadió, que Nerón había dirigido sus crueldades contra los miembros de la clase senatorial y había divertido al populacho con los generosos entretenimientos que había promovido en su favor.

El emperador había rehusado tener en cuenta los presagios referentes al día fijado para la batalla, y cuando los sacerdotes que los habían interpretado vinieron a informarle de su significado, los despidió enfadado. Mandó por delante a una sucesión de personas pertenecientes al personal de su ejército, instando a su hermano Titanio y al segundo en autoridad, Próculo, que fueran lo más rápidamente posible a la confluencia de los ríos Po y Adda, avance mediante el cual se esperaba que impidieran la retirada del enemigo y rodearan su campamento. Más tarde me enteré de que Celso y Paulino se habían manifestado en contra de tener que exponer sus tropas, que estaban muy cargadas de equipaje, a un plan tan peligroso. Habrían preferido que permaneciéramos aquí y lucháramos en el terreno de nuestra propia elección. Pero Titiano, con toda la arrogancia de la incompetencia, no prestó oídos a estas sugerencias. Estaba infatuado con la belleza de su plan y no se daba cuenta de que las batallas se libran en tierra, no en las mesas de los mapas. Pero al enterarse del desacuerdo entre los generales, los hombres se desanimaron y me cuentan que muchos hablaron de que temían haber sido traicionados.

Por la tarde, pero cuando había todavía luz, vinieron los primeros mensajeros con informes de una fuerte derrota. El ejército se había dado a la fuga, dijeron. Otón recibió la noticia sin ninguna señal de emoción y les dio oro a los mensajeros. Cuando los hubo despedido, dijo: «Yo nunca he creído en la victoria y ahora sólo nos queda morir de tal manera que haga que los soldados hablen bien de Otón y aportar honor y no deshonor a mi casa. Durante mucho tiempo he estado deseando fervientemente haber sido víctima de los pervertidos odios de Nerón, pues esto me habría evitado esta terrible experiencia de ser emperador sólo de nombre». Ordenó a un esclavo que le trajera dos dagas y él mismo comprobó que las puntas estuvieran afiladas.

Yo no dije nada para disuadirlo. ¿Qué podría haber dicho?

Pero entonces un centurión de la Guardia Pretoriana, llamado Plotio Firmus, entró precipitadamente donde estábamos.

—No todo está perdido —dijo—. Hemos sido derrotados en una batalla, pero no en una decisiva. El otro bando también recibió un buen golpe. Su caballería fue dispersada. Cogimos el águila de una de sus legiones. Tenemos todavía un ejército al sur del Po, eso sin contar con las legiones que se han quedado aquí contigo, mi señor, en Bedriacum. Y aún más. Las legiones del Danubio estan todavía en marcha para prestarnos ayuda. Así que todavía podemos luchar. Lo único que se requiere es decisión.

En un breve espacio de tiempo se unió al centurión un grupo de sus soldados. Rodearon a Otón, dando gritos de aliento y jurando que estaban listos para volver a atacar al enemigo. Un hombre joven llegó a tirarse al suelo y, agarrando las rodillas de Otón, le rogó que los dirigiera en el campo de batalla, pues estaba seguro de que iban a recuperar la fortuna perdida.

Entonces Plotio Firmus habló otra vez, a pesar de que Otón estaba intentando deshacerse del suplicante:

—No debes —dijo— abandonar a un ejército que es tan leal y a unos soldados que están dispuestos a derramar su sangre por ti. Hay más virtud en soportar la adversidad que en huir de ella. El hombre valiente se aferra a la esperanza, sea cual sea su mala suerte. Sólo los cobardes se entregan al temor.

Otón se sintió violento al oír estas manifestaciones de fe. Se había ya resignado a la derrota y a la muerte. De hecho, en su fuero interno, estaba ya muerto. Por lo tanto, la súplica para empezar de nuevo la lucha le consternaba.

Pero, más capaz de comportarse perfectamente en público que de mantener su ecuanimidad en privado, habló ahora con cortesía, agradeciéndoles a los soldados todo lo que habían dicho y asegurándoles que no había determinado todavía un plan concreto, pero que debía consultar a sus generales antes de tomar una decisión. Sus palabras no pudieron agradar, porque los soldados esperaban oírle decir que no se podía considerar que la guerra estaba perdida mientras hubiera hombres como ellos. Por lo tanto, aunque aceptaron su diplomático discurso, muchos de ellos se retiraron consternados. Y yo creo que, si después de haber consultado a los generales, hubiera resuelto reanudar la guerra, la cual no estaba ciertamente perdida, tal vez hubiera comprobado que, debido al frío recibimiento que había dispensado a sus tropas más entusiastas, su ardor inicial habría disminuido.

Una especulación así es vana. No había nada más alejado de la mente de Otón que la lucha. Estaba ya resignado a la derrota. Yo me di cuenta de ello en el momento en que pidió a Plotio Firmus que hiciera regresar a sus pretorianos al campamento. Su cuerpo, que había estado tenso durante toda esta escena, se relajó. Llegó hasta a sonreír. Extendió la mano, me dio unas palmaditas debajo del mentón y me acarició la mejilla.

—Tú me desprecias, ¿verdad? —dijo.

—No te comprendo —contesté yo.

—No —dijo—, tú eres joven y valiente, como esos pretorianos. Pero yo estoy cansado, y considero que exponer tal valor y tal espíritu como el tuyo y el de ellos al peligro de otra batalla es valorar en exceso tanto mi vida como mi posición. Cuanta más esperanza pongáis en mí, tanto más gloriosa será mi muerte. Ahora me siento como un igual de la Fortuna. No tenemos secretos entre nosotros. Conozco sus engaños y sus estratagemas y puedo apartarme de las falsas esperanzas que me ofrece. La guerra civil empezó con Vitelio; dejemos que termine con su triunfo. Si ahora yo me resigno a la muerte, Vitelio no tendrá entonces razón para descargar su venganza en mi familia y amigos. Pero si prolongo la lucha, y vuelvo a sufrir la derrota, entonces se considerará justificado para llevar a cabo la proscripción de todos mis seres queridos, entre los cuales te incluyo a ti, joven amigo. Muero feliz pensando que tú, y tantos otros, estabais dispuestos a arriesgar vuestras vidas por mí. Pero la comedia ha durado ya demasiado. Es hora de dejar el teatro. Así que te pido encarecidamente que no te demores, sino que pienses en tu propia seguridad y que el recuerdo que tengas de mí sea más bien el de cómo muero que el de cómo he vivido. Sólo los cobardes hablan mucho para retrasar el momento de la muerte. No me quejo de nadie. Sólo los que tratan de vivir necesitan quejarse de los dioses o los hombres.

Indudablemente, el discurso fue demasiado largo y pareció todavía más largo cuando reunió a su personal y se lo repitió casi palabra por palabra. No obstante, había algo impresionante en su serena actitud. Yo admiré su resolución, aun cuando despreciaba la decisión que la movía. Para mí, habría sido señal de más valentía ponerse al frente de sus tropas e ir hacia otra batalla, que ciertamente se podría haber ganado. Aun en el caso de que la decisión hubiera sido desesperada, a mí me parecía que un emperador debía morir luchando. ¿Para qué perseguir tanto el Imperio si se abandona en cuanto soplan las frías brisas de la Fortuna?

Entonces Otón nos pidió a todos que nos marcháramos. Dijo que era bueno para nosotros que nos fuéramos enseguida, por si Vitelio y sus generales interpretaban que permanecíamos con él como una señal de desafío. Dio órdenes para que se prepararan barcas y carruajes, y parecía más perseverante haciendo planes para la huida de su séquito que organizando su ejército para la batalla. Mandó también a sus secretarios que destruyeran toda su correspondencia.

—No deseo —dijo— que Vitelio descubra que ninguno de vosotros lo ha insultado a él en las cartas que me habéis escrito.

Entonces ordenó que nos fuéramos, para que no hubiera ningún testigo de su muerte. No obstante, yo interrogué después a uno de los libertos que le había asistido hasta el final. Por eso el testimonio que te voy a dar ahora, Tácito, es tan auténtico como cualquier otro que tal vez recibas, aunque yo no fui testigo ocular.

Cuando se quedó solo, exceptuando a su personal doméstico, se echó un rato para descansar. Pero su descanso fue interrumpido cuando oyó voces y gritos en los alrededores de la casa. Mandó a alguien para que se enterara de lo que pasaba. Los soldados que se negaron a creer que Otón había abandonado la lucha estaban impidiendo que la gente saliera del campamento. (Yo mismo tuve que sobornar con cinco monedas de oro a un tipo hosco, que no me dejó salir hasta que las tuvo en su poder). Otón los reprendió y dijo que era su voluntad que se abandonara el campamento. A pesar de esto, el propio destacamento de la Guardia permaneció con él, aunque, conscientes (Ir la hostilidad que las legiones germanas sentían hacia ellos, debían de haber temido su propio destino. Esto fue un notable ejemplo de lealtad. Yo nunca comprendí lo que tenía Otón para inspirarla. Yo había llegado a tenerle aprecio, pero tuve el privilegio de ser su confidente. A los soldados, por el contrario, era él quien los estaba abandonando.

Después de hablar con unos cuantos que no se habían atrevido todavía a salir del campamento, donde al mismo tiempo temían quedarse, Otón bebió un vaso de agua mezclada tan sólo con un poco de vino. Entonces se fue a descansar de nuevo. Un poco antes de la madrugada, se apuñaló, desplomándose sobre su propia daga. Tenía una sola herida, suficiente para matarlo. Plotio Firmus, el leal centurión, organizó su entierro. Otón había dejado una petición —ya no era capaz de dar órdenes—: que todo esto se hiciera enseguida; le preocupaba la idea de que Vitelio ordenara que se le degollara, para poder así exhibir públicamente su cabeza. La cohorte de los pretorianos cubrió de besos su rostro y su cuerpo; o eso me dijo el que me informó.