XXV

No sé por qué le mandé a Tácito estas últimas páginas con el informe de la conversación que tuve con Cesio Baso. Estoy arrepentido de haberlo hecho. Me siento como si me hubiera desprendido de una parte de mí mismo. Pero ¿por qué es esto relevante? ¿Qué importa que Tácito piense bien o mal de mí? No tengo razón para que me preocupe. Estoy recluido aquí. Me escribe para decirme otra vez que no hay motivo para que no vuelva a Roma, ahora que se ha restablecido la legalidad y no se condena a nadie por el mero capricho de un emperador. Indudablemente dice la verdad. Pero sigue sin comprender que el exilio se ha convertido en mi elección, o en mi destino.

Además, ¿qué haría yo en Roma? ¿A quién conocería? ¿Quién me recordaría? ¿Quién me recibiría con agrado?

Hasta mi amistad con Tácito, tal como es ahora, es una amistad que se puede mantener sólo a distancia, por correo. Con muchos cientos de kilómetros entre nosotros. Me puede divertir su estrecha actitud puritana de censurarlo todo. Pero me aburriría e irritaría si nos encontráramos y pasáramos algún tiempo juntos. Esto no solía ser así: me deleitaba entonces su ingenio e inteligencia. Pero ahora no puedo soportar esa certeza de creer tener siempre razón, o de sentirse justificado; desprecio la seguridad que tiene de su propia virtud. De hecho, me doy cuenta de que no me gusta su personalidad. Pero me divierte… a distancia.

En su última carta decía: «Te olvidas de que el asesinato de Galba hizo a Otón odioso y terrible».

Extraños adjetivos para describir a este hombre desgraciado.

Balthus está tendido delante de la chimenea, dormido. Uno de mis perros ha puesto una pata sobre el muslo del muchacho, ha empujado el borde de su túnica hacia arriba y revelado una parte de piel desnuda. Tiene la piel pálida, aunque las llamas proyectan sus tonos de color dorado rojizo sobre ella. Es noche cerrada. Le dije al muchacho que se quedara conmigo para no verme sumido en la soledad. El pájaro de Minerva emite su grito de aviso. Los avetoros braman entre los juncos del brazo de mar que penetra tierra adentro. Desde la alcoba, más allá se oyen, por así decir, los ronquidos de mi mujer, que parecen contestar a los ruidos de las aves. Mi mujer no ha pasado una mala noche en su vida y dice que nunca ha soñado. Una vez, hace años, tuve que explicarle lo que era un sueño.

Se ven escenas en el fuego. Algunas noches me asustan. Balthus exhala un pequeño gruñido.

Parece un gruñido de satisfacción. Pero pudo haber sido el perro.

Dos noches después de aquella reunión de jefes militares, Otón me despidió cuando él se encontró al fin listo para retirarse. Había hablado de hacerlo varias veces, y yo estaba empezando a pensar que presenciaríamos el rayar del alba, como había pasado otras veces. Pero esta noche dijo:

«Creo realmente que voy a dormir». Y dejó que me fuera. Estábamos alojados en una villa de la cual el propietario había huido o se le había persuadido para que se la entregara al emperador, y yo me había quedado con una pequeña habitación en el pabellón de la entrada.

Cuando entré, me encontré con Cesio Baso reclinado en mi sofá con una garrafa de vino a su lado.

—Le he pedido a tu criado que echara más leña al fuego —dijo—. ¿No te importa que haya venido aquí? Mira, he traído vino.

Me sirvió una copa.

—Estoy muy cansado —dije de mala gana.

—¿Quién sabe? Yo podría estar muerto mañana. Me he acordado de aquel poema. Me lo recitó.

Es bueno, ¿verdad? —afirmó—. Uno de los mejores que he hecho. No puedo comprender cómo se me pudo olvidar.

—Es ciertamente triste —dije yo—, y muy bello, como los últimos colores del cielo de la tarde.

Pero tú no has venido a caballo hasta aquí para recitarme un poema.

¿Por qué no? Después de todo soy un poeta, con toda la vanidad de los poetas. Y ser un poeta, escribir poemas, es lo mejor que tengo, lo único bueno, he pensado a menudo. Y me conmovió que tú te acordaras de ese verso que tu amiga te citó, incluso aunque no lo hubieras recordado, de no ser por ella. Pero reconozco que el poema es una excusa. Quería volverte a ver. Para charlar. Para desahogarme. Para hablar con alguien que conoció a Lucano y fue amado por él. Y para pasar la noche hablando de Lucano, de la vida, del amor, de esta horrible guerra, esta guerra tan incivil.

—Lucano habló para seducirme —dije yo—. Eso fue todo. Y no lo consiguió.

—No le puedes reprochar el que tuviera ese deseo —dijo—. Tú eras muy atractivo. Lo eres todavía, si no te importa que te lo diga. Para mí, tú estás en la mejor de las edades, ya no eres un adolescente, pero no eres todavía un hombre. Pero ésa no es la razón por la que he venido aquí. Claro está que si tú me propusieras que nos revolcáramos en tu cama, yo desde luego aceptaría. Pero no espero que lo hagas, y aunque lo hicieras y los dos experimentáramos placer al hacerlo, ¿qué supondría eso? El fugaz abrirse de una ventana en el blanco muro del hastío, nada más que eso. Para mí, ahora, hasta el deseo satisfecho tiene un sabor amargo, como el vino nuevo, vertido ayer y consumido hoy.

Se calló. Yo no podía ver su expresión porque su rostro estaba en la penumbra. Una polilla revoloteaba alrededor de la lámpara, se quemó las alas y cayó sobre la mesa.

—«La sombra de un gran nombre» —dijo, citando a Lucano—. Creo que se refería a César, pero el gran nombre en cuya sombra vivimos todos es la propia Roma y Roma está ahora, como Troya, en llamas. Nada queda de lo que era Roma, excepto el nombre. Nosotros éramos republicanos, ya lo sabes. Soñamos que sería posible, una vez muerto Nerón, restaurar la República. Era sólo un sueño, estúpido e insustancial. Lo demostramos, traicionándonos a nosotros mismos y unos a otros en nuestros temores. Nadie en nuestra generación tiene la fortaleza que tuvieron nuestros antepasados. Me torturaron, sabes, pero sólo un poco. Eso fue suficiente para hacerme traicionar a Lucano. Y el propio Lucano trató (¡oh, con qué mezquindad!) de echarle la culpa de su conducta a su madre. Tal vez tenía a Roma en la mente. Me gustaría creerlo. Porque teníamos (era un vínculo entre nosotros) una cierta idea de Roma, que no correspondía en absoluto a la realidad. Yo me humillé ante Nerón para salvar mi vida, que, desde entonces, me ha parecido carente de valor. Y ahora estamos envueltos en la lucha entre dos hombres que carecen también de valor, Otón y Vitelio, y yo me pregunto: ¿es importante saber cuál de los dos se deleita alimentándose del cuerpo muerto de Roma? No se me ocurre ninguna contestación adecuada. Uno de ellos ganará, el otro perderá. ¿Y a quién le importa esto? Porque serán entonces tus amigos Vespasiano y Tito los que darán inicio a una nueva guerra.

¿Qué le podía contestar? Se me ocurrió el vergonzoso pensamiento de que la desilusión, tan tristemente expresada por Cesio Baso, podía ser una astucia para comprobar mi lealtad a Otón y que una palabra indiscreta podía acarrearme la ruina: el arresto, un proceso judicial y una muerte ignominiosa.

Parecía indiferente a mi silencio.

—Esperábamos restaurar una época en que los hombres podían pensar lo que querían y decir lo que pensaban. Sin embargo, cuando llegamos al momento de la verdad, sofocamos nuestros pensamientos y dijimos lo que se esperaba que dijéramos. No había necesidad de enemigos, los amigos estaban dispuestos a destruirse unos a otros. Nos considerábamos los mejores, pero, cuando hasta los mejores están sujetos a la corrupción moral, los peores triunfan. Nunca he dejado de reprocharme el estar todavía vivo. La Fortuna se ocupará de que esta batalla de mañana dé la contestación a mis reproches.

Sonrió y bebió más vino.

—¿Sabes lo que soy? —dijo—. Soy un hombre con un gran futuro detrás de él.

No pretendo recordar cada una de sus palabras durante toda aquella conversación, que fue realmente un soliloquio, una lamentación, con la corrupción como tema. Pero algunas de las palabras son las que él pronunció y ése fue su sentido. También respeto lo que puedo llamar la música. Ha permanecido en la memoria todos estos años, a través de tantas vicisitudes, porque este poeta, a quien apenas conocía, que me había elegido casi por pura casualidad y que se encontró al día siguiente con la muerte que deseaba, expresó, con una ironía tan separada de su personalidad que hasta parecía cruel, todo lo que yo había llegado a sentir en relación con los horrores de la época en que habíamos sido condenados a vivir y en la cual la recompensa de la virtud era una muerte cierta.

—Habrás oído decir —comentó antes de despedirse— que nuestros dos emperadores, Otón y Vitelio, se acusan el uno al otro de monstruosos libertinajes. Ninguno de los dos miente. ¡Qué extraño que ambos tropiecen con la verdad!

No puede haber emoción que más debilite que la del desprecio de uno mismo; sin embargo, ¿qué persona que aspiró alguna vez a la virtud puede escapar de él en nuestros tiempos?

Balthus se revuelve en la estera delante de la chimenea. El perro protesta y, cambiando de posición, se echa de un lado a otro del muchacho. Cuando despierta, el rostro de Balthus tiene a menudo una expresión turbada. Sus ojos están entrecerrados y finas arrugas causadas por la ansiedad parten de ellos; su boca está medio abierta, como si fuera a hablar y no se atreviera, como pidiendo besos que, no obstante, tratará de evitar. Pero dormido tiene una expresión satisfecha, satisfecha, es cierto, como la del perro que no tiene la capacidad de reflexionar.

Esta misma mañana me habló de su dios, en quien declara tener una confianza absoluta. Parece que el pobre muchacho cree que su dios se preocupa especialmente de él, y ciertamente de todos los que él llama «verdaderos creyentes». Le gustaría que yo me convirtiera en uno de ellos. Pero eso es absurdo. Cualquiera que haya pensado acerca de estos asuntos y que haya tenido alguna experiencia de la vida sabe que todos los dioses que existen son totalmente indiferentes a la suerte de los hombres. Y si no es así no es por nuestro bienestar, sino para nuestro castigo. Su cristianismo es una religión de esclavos y supongo que esto es natural. Los esclavos no se atreven a mirar a la realidad cara a cara. Andan con los ojos bajos, mirando a la tierra. No es sorprendente que alberguen en sus tristes e ilusos corazones la idea de que obtendrán el favor de los dioses en otra vida.

Pero es extraño que su absurda religión le dé una seguridad y un solaz que yo no puedo tener. En mi experiencia la virtud es castigada y los crímenes recompensados, hasta que el orgullo desmedido se adelanta al criminal.