XVI

Una carta de Tito, sin fecha, pero recibida (presumo) a principios de febrero.

Mi dilecto muchacho: tu relato es fascinante. ¡Qué catálogo de locuras! Te agradezco mucho que contengas a mi hermanito, pero me habría gustado que me hubieras enviado una copia de su poema en loa de Galba. Me he hecho sumamente entendido en malos versos.

Y en otras cosas también, porque tengo una nueva diversión por la que no te debes poner celoso, porque, te lo aseguro, tú tienes un lugar especial en mi corazón. La diversión, o digamos entretenimiento, es una dama, nada menos que una reina, que se llama Berenice. Es la hija de Herodes Agripa, que se crió en la corte de Tiberio y trabó amistad con el emperador Cayo. Así que Berenice nos conoce, porque no se la educó para que respetara todas las intolerantes supersticiones de los judíos. He de confesar que es algo mayor que yo y que ha estado casada dos o tres veces (algunas veces habla como si hubiera tenido tantos maridos que no recordara su número). Es más, la primera vez que oí hablar de ella me dijeron que había tenido una relación incestuosa con su hermano, Herodes Agripa II. Añade a esto que es tan hermosa como la más bella representación pictórica de Venus que hayas podido ver jamás, y que posee más artes de amor que las que describió Ovidio en aquel poema que recordarás haber leído conmigo, en un momento encantador, en la costa de la bahía de Nápoles, y más aún que las que he observado jamás en cualquier cortesana griega, hasta de Corinto, y por todo esto comprenderás que es, para una persona de mi temperamento, totalmente irresistible. En resumen, si ese «tataratío» político tuyo, si no me equivoco en el parentesco, el gran Marco Antonio, del cual me has hablado tan a menudo con un abundante y muy natural orgullo, pensó que prefería perder el mundo a cambio del amor de su belleza oriental, la famosa Cleopatra, ¿por qué entonces yo (el Antonio de nuestros días) no voy a poder estar totalmente consumido de pasión por Berenice, hasta el punto de dejar que la guerra, el Imperio, la gloria y la fama desaparecieran si descubriera que competían con mi amor?

¡Afortunadamente no es así, porque Berenice es también un ser político!

Así que dame la enhorabuena y, cuando al fin pueda traerte a ti a este Oriente —un jardín donde se nos ofrece todo lo que hemos soñado—, verás cómo te proporciono una joven que te dará todo lo que tú desees; mi Berenice tiene dos hijas, maduras ya para desflorarlas suavemente.

¿No es el amor mejor que el Imperio? ¿No es el verdadero imperio del corazón? ¡Ah, amado mío, citando las palabras de un poeta persa que mi Berenice me ha enseñado: «Dios plantó una rosa y de ella salió una mujer»!

«Pero —quizá digas tú para tus adentros— este desahogo de placer es una inadecuada respuesta a la desalentadora y espeluznante crónica que yo le envié a Tito. ¿Es que no considera lo que está pasando en Roma al menos de igual importancia que sus escarceos de alcoba?». Así, me reprenderás, tú el Mejor (a tu manera). Y bien amado.

Por consiguiente, desistiré desde ahora de una cosa seria, porque el amor es…, ¡oh, dejémoslo, se me han olvidado las palabras para describirlo! Déjame que diga, simplemente, que el amor es una cosa y la guerra y la política otra, y de momento, tú, mi amado joven, estás totalmente atrapado en lo último.

Así que, en primer lugar, ¿qué hay de la guerra aquí? Hacemos progresos. Hemos sometido a la mayoría de las ciudades y plazas fuertes de Judea: asedios agotadores y muchas excavaciones por parte de las tropas. Pero estamos superando la rebelión. La mejor clase de los judíos ha vuelto a sus respectivos deberes, en particular su sumamente eficiente general, un tal Josefo. Te causaría una gran impresión, como me la causó a mí, porque no tiene el característico agrio temperamento de los judíos, y posee una amplia gama de conocimientos y una rara capacidad para sopesar lo que es esencial y juzgar las ventajas y desventajas de un caso. Así que ha llegado a la conclusión de que, puesto que nuestro Imperio no puede ser destruido, debe ser la voluntad del dios judío el que los superemos y por lo tanto le corresponde colaborar con nosotros, cosa que, naturalmente, es muy favorable para nuestra causa.

Además, Josefo comprende lo que ha aprendido por experiencia: que la insurrección (en la cual inicialmente tomó parte) está dirigida, no sólo contra nuestro gobierno, sino a destruir todo lo que es digno de respeto en el propio judaísmo. «Porque —dice— los zelotes —que es el nombre que se les da a los más extremados y violentos enemigos de Roma— no buscan sólo sacudirse el yugo imperial, sino llevar a cabo también una revolución social. Acabarían con la autoridad de los Sumos Sacerdotes y elevarían al pobre y mezquino a una posición de poder. Por lo tanto, si vamos a defender lo que se estableció hace mucho tiempo en nuestro Pueblo, y el orden natural de la sociedad, nosotros debemos aliarnos con los romanos contra estos extremistas, que no pueden construir nada y sí destruir lo que ha sido el trabajo de siglos, aprobado por Dios Todopoderoso».

Tú no entenderás, por supuesto, su concepto de este «Dios Todopoderoso», para el cual, dicho sea de paso, los judíos no tienen un nombre (o si lo tienen es uno que no se atreven a pronunciar). Debes comprender, sin embargo, que esta gente extraña ve la voluntad de su dios en todas las vicisitudes de la historia. Esto es curioso, pero no dudo que tiene sentido para ellos tras haber hablado largo y tendido con Josefo, a quien he llegado a respetar.

Además, por lo menos en ciertos momentos, Josefo comprende que el día de las pequeñas naciones o de las pequeñas naciones-estado, ha pasado. Ve también que aunque el estrecho exclusivismo de los judíos les ha permitido mantener el sentido de lo que son y de su religión (que, como digo, es muy distinta a cualquier otra, porque no tienen imagen de su dios y a la reverencia que nosotros prestamos a las imágenes la llaman idolatría), eso también les ha negado las oportunidades de adquirir una mayor cultura, y también prosperidad. Hemos charlado mucho y yo le he revelado mi teoría del nuevo imperialismo que, aunque deriva de Roma, es más que romana y se vería disminuida si fuera sólo romana. Considera, amado mío, que un inmenso imperio ha crecido en torno a nosotros, lleno de problemas, sobre los cuales nuestra experiencia previa arroja poca luz. Nuestras razones para ganar este Imperio no eran dignas de admiración. No puedo fingir que lo fueran. Nuestra fuerza motora era la ambición y el deseo de poder. Tampoco nuestro gobierno era bueno en los días del imperio republicano. Entonces el único pensamiento de nuestros procónsules era explotar sus provincias y enriquecerse ellos. Se dedicaban a extorsionar a los demás. El noble Marco Junio Bruto, cuando concedía préstamos a los de las provincias que estaban bajo su protección en Chipre, exigía un interés de un ochenta por ciento: deplorable y totalmente desprovisto de ética desde cualquier punto de vista. Fue, según averigüé en el curso de mis investigaciones, ese vilipendiado emperador Tiberio quien tuvo éxito en algo por lo que el propio Augusto luchó, esto es, poner fin a semejantes prácticas. Dijo que los de las provincias eran sus ovejas y tenían que ser esquiladas, no despellejadas.

Ahora las cosas deben cambiar al estilo de Tiberio. No hay estado que deba su grandeza a su fuerza material, sino a las ideas que encarna. Yen el corazón de nuestro mundo romano está la creencia en la Ley, no la Ley impuesta por tiranos, sino la verdadera Ley que regula las relaciones que existen entre ciudadanos libres; y la base de la ley es el contrato.

Josefo acepta esto, pero entonces me pregunta, provocativamente, por qué nosotros, los romanos, decidimos organizar el mundo y añadir estados y reinos, una vez fuimos libres e independientes, a nuestro imperio. Yo le podía haber preguntado qué significaba para él la libertad de su pueblo sin una comprensión de la ley del contrato, pero preferí no hacerlo, y admití que, como he dicho, no adquirimos el Imperio por un motivo noble. Y, sin embargo, a ti sí puedo decirte que la ampliación de nuestro Imperio era también necesaria para curar la enfermedad del Estado Romano. Éramos como un hombre a quien el aire viciado le hace marearse y a quien reviven los vientos del cielo. Ciertamente le presentaré esta idea, que acabo de concebir, a mi amigo Josefo y le invitaré a que la aplique a su propia nación —pestilente, estrecha de miras, monoteísta, que siempre cree tener razón y para quien todos los demás están equivocados—. Le preguntaré si no piensa que se extenderán y fructificarán si se les libera de su limitada condición y se les deja vagar por los senderos y carreteras del mundo. Ésa es la razón por la que esta Guerra Judía, que yo detesto, debe ser llevada a una conclusión satisfactoria y próspera: que los judíos formen también parte del gran esquema imperial.

El Imperio es romano, pero no es solamente Roma; y si lo fuera, sería algo mezquino. Yo no me inclino, como imperialista que soy, a ninguna barata autocomplacencia. Por el contrario, me consumo de ardor cuando considero la magnitud de nuestra misión. Porque, últimamente, el Imperio es paz; paz, justicia y esa prosperidad, en la cual —y solamente en ella— puede florecer la verdadera libertad, la libertad de una mente filosófica, libre de ataduras.

Puedes decir —¿no es así?— que es siempre por la noche, tarde, cuando escribo cosas así.

Ciertamente es tan tarde que los rosados dedos de la aurora tocan ya las colinas de Galilea.

No obstante, excitado por mi propia retórica, y seguro de que tú, mi único lector, comprenderás mis sentimientos y los compartirás conmigo, apenas puedo dejar de escribir.

El fin del imperialismo no es entonces la conquista, aunque la conquista fue necesaria para posibilitar su realización. Pero la conquista fue preliminar a la gran tarea de consolidación y desarrollo, y la tarea aún mayor de llevar la ciudadanía a todos los súbditos del Imperio, para que puedan participar en la tradición, fe y libertades de Roma.

Lee a Virgilio y encontrarás el significado de Imperio definido más claramente de lo que yo soy capaz de hacer.

Creo estar destinado a convertir el sueño del imperialismo en una realidad para todos dentro de los confines del Imperio romano. Mis sucesores, y por supuesto yo, tenemos mucho que hacer. Por ejemplo, veo algo malo en el hecho de que demasiados hombres poseen una riqueza por encima de sus necesidades y de que hay demasiados hombres pobres. Será una gran tarea la de reorganizar lo que yo llamo la economía mundial. La prosperidad debe beneficiar a todos, no solamente a los obesos y grasientos banqueros y especuladores y a aquellos a quienes se ha encomendado la recaudación de los impuestos.

¡Oh, tengo tantas ideas…!

Pero —dirás tú— Tito está loco, está perdiendo el sentido de la realidad. No es emperador, no es ni siquiera un gobernador provincial, es solamente el hijo de Vespasiano a quien los ciudadanos lanzaron nabos, y mientras tanto Roma es como una mujer hermosa a punto de ser violada por pretendientes en desacuerdo unos con otros. De hecho, a la pobre dama se la viola a diario; la ciudad a la que alimentó una loba está siendo ahora arrasada por lobos que no conocen, o han olvidado, hasta la mera palabra amabilidad; que han olvidado la humanidad, olvidado el deber, y que creen que el libertinaje es libertad.

Tu relato de la caída y muerte de Galba inspira compasión, porque era evidente que Galba no entendió la naturaleza de su cargo y, al no entender eso, recurrió a formas anticuadas y sistemas de pensamiento que carecen de significado hoy en día. Fue un hombre nacido para desempeñar un papel secundario, como mero funcionario, llevado por su propia y necia ambición a desempeñar un papel que no se había escrito para él; tenías razón en preguntar por qué no rechazó el ofrecimiento de la púrpura, un puesto para el cual no tenía cualidades. Y el haber escogido a Pisón como su hijo, heredero y compañero en el Imperio demuestra a las claras que su mente era lerda y convencional.

Y cómo, me pregunto a mí mismo, pudo Pisón considerarse capaz de compartir el Imperio; Pisón, que nunca había estado al mando de un ejército, ni siquiera de una legión, que no tenía imaginación y que no concibió jamás un pensamiento generoso.

Y ahora, consideremos a Otón… bueno, Otón podía ser popular durante algunos meses, ¿y después?

Entonces se revelaría tal y como era, un tipo listo, ingenioso, encantador, amigo de todos y respetado por nadie. Es imposible gobernar si no te respetan.

Mientras tanto las legiones germanas se han puesto en marcha, como si volviéramos a los días de la República y las Guerras Civiles. Que era ciertamente el tiempo que parecíamos estar viviendo.

Pero no te engañes. O bien aparece un emperador fuerte y enérgico, que no será ni Otón, ni —¡los dioses nos libren!— Vitelio, o bien el Imperio se desmoronará y desintegrará, lo cual es imposible, ya que nuestro Destino, prometido al piadoso Eneas, no se ha cumplido todavía.

De aquí procede mi confianza y serenidad.

Hay tres palabras que me gustaría se te grabaran en la memoria, porque expresan mi propósito, que es el de Roma: Humanidad, Libertad y Felicidad. Si nos guían los principios implicados en estas palabras, entonces Roma será ciertamente la Ciudad Eterna.

Pero, aunque creo firmemente en mi destino, no soy tan tonto como para creer que es prudente, ni siquiera posible, triunfar si uno descuida las tácticas y tampoco la información de baja calidad.

Así que, aunque tú no eres de baja calidad, es precisamente aquello de lo que puedas enterarte sobre las mezquinas, ambiciosas y viles acciones de aquellos que compiten para conseguir el poder en esta lacerada Italia nuestra lo que yo requiero de ti; eso si me amas, como a mí me place pensar.

Continúa entonces, querido mío, mandándome toda la información que puedas reunir sobre lo que ocurre en Roma y, cuando vuelvan los días felices, entonces te presentaré a las hijas de Berenice y te permitiré que elijas la que quieras.

Te envío todo mi cariño, o todo aquel que es correcto que yo te envíe, y mucho más. Eres parte de mí y yo lo soy de ti. Tito.

Y en el curso de todas mis correrías, he tenido cuidado de conservar esta carta, que por supuesto no le mandaré a Tácito.