XXVIII

Confieso que sentí la tentación de ir a buscar a este tipo llamado Asiático. La razón no era que esperara enterarme de algo. Sabía ya tanto de Vitelio como me interesaba saber y, en cualquier caso, no era probable que la depravada criatura que se me había descrito pudiera contarme nada de importancia. Mi motivo —o, más bien, la inclinación que me llevó a esta taberna-prostíbulo— era de clase todavía más baja. Toda mi vida he sabido que albergaba en mi fuero interno un impulso hacia acciones que me excitan con anticipación y que vistas en retrospectiva me llenan de desprecio hacia mí mismo. Podía imaginarme con absoluta claridad el tipo de mujeres y hombres jóvenes que frecuentarían la taberna, y el gesto lascivo y conocedor de mis intenciones con el cual este Asiático accedería a este deseo. Veía, con los ojos de mi imaginación, mis manos quitando violentamente una túnica de una carne que deseaba entregarse a mí, y sentía el acto de mi penetración sexual en una criatura que despreciaba sólo un poco menos de lo que me despreciaba a mí mismo por quererlo. Mi deseo estaba agudizado por el pensamiento de mi terrible sueño y por las dudas que me infundía, por absurdas que fueran, relacionadas con la virtud de Domitila. Mantuve en acción la imagen de mi deseo frente a mi mirada interior hasta que me empezaron a doler los testículos.

El recuerdo de este momento surge, agudo y excitante, después de pasados más de treinta años. La lluvia salpicaba al chocar con los adoquines y un viento norte procedente de las montañas atravesaba, cortante, la ciudad. La oscuridad se echó encima.

El viento sopla ahora fuera de mi villa, desde las áridas llanuras hasta el lejano norte, un viento bárbaro. Balthus yace entre los cuerpos de los perros, delante de la estufa. Sus suaves piernas de muchacho me muestran su tentadora desnudez. Durante el sueño, su mano se ha metido debajo de su túnica. Yo creo que sus sueños no son los sueños de la caridad cristiana de la cual él, con lenguaje apenas inteligible, me ha hablado a veces.

Esta religión de la cual me ha hablado mucho me desconcierta. A él le trae la paz. Eso no lo puedo dudar. Y, sin embargo, es absurdo. Parece ser que su gran recompensa es la renuncia al mundo en que vivimos. Podrás creer que esto me atraería a mí en el estado en que me encuentro. Pero yo no he renunciado todavía al mundo; es el mundo el que me ha rechazado. Cuando le hablo sobre el deseo de poder y la lucha por el honor que, conforme a lo que pienso y a lo que he experimentado, informa la conducta de todos los hombres en asuntos de Estado, él me escucha, con su suave y tentadora boca entreabierta, sus rojos labios temblorosos, tal vez con repugnancia, y mueve la cabeza. Eso él no lo comprende. He tratado de explicarle lo que nosotros queremos decir cuando hablamos de virtud, esa determinación de ser lo que constituye la auténtica esencia de un hombre, sea ésta la que sea. Él suspira y dice: «Señor, me temo que hayáis vivido vuestra vida en el Reino de los Malos». Habla, curiosamente, con afecto, y creo que ahora me lo tiene, tal vez porque agradece mi moderación en lo que a él se refiere.

Sin embargo, a veces, me parece que este afecto surge de algo más que gratitud, que ve algo bueno en mí que yo no puedo reconocer y que, tal vez, esté lejos de lo que yo entiendo por virtud.

Un día me dijo: «Señor, creo que no estás siempre lejos de Cristo».

Yo habría hecho azotar a cualquier otro esclavo o liberto que hubiera tenido la impertinencia de unir mi nombre al de un agitador judío que, al parecer, se hizo pasar por un dios, como aquellos seres engañados que, en los días de que escribo, aparecieron cuando Nerón escapaba de sus enemigos, y vinieron a recuperar su trono. Eran todos impostores, locos, porque ¿quién podría desear ser Nerón?

Cuando anteriormente le leí el último capítulo de mis memorias (uno que ciertamente no le manda a Tácito) en voz alta a Balthus, porque él sabe ahora suficiente latín para comprender hasta una prosa elegante y no simplemente el latín vulgar del campamento y la taberna, me dijo: «Viviste en un mundo horrible y desalmado».

Yo no podía negarle su horror.

—Escribo acerca del mundo tal y como es —dije no obstante.

—Pero no como debe ser —dijo él.

—Como ha sido siempre —repliqué.

Entonces le conté algo sobre lo cual escribiré más adelante, de mis experiencias en la guerra de Judea. Porque estos cristianos, entre los cuales él se cuenta, son en su origen una secta judía, y las crueldades, barbaridades y deseo de destruirse a sí mismos que los judíos revelaron en esa guerra hablan de un mundo no mucho mejor. Esperaba herirle con mi dura franqueza.

¿Por qué?

¿Es porque no me importa ver a nadie contento? ¿O es porque parece absurdo que un muchacho como Balthus, esclavo, de mi propiedad, incluso ahora, para hacer con él lo que me apetezca, haya alcanzado una serenidad que se me niega a mí, una serenidad que este acto de memoria en el cual estoy implicado continúa negándome? Mi mujer tiene, por supuesto, un contento primitivo. Para ella los asuntos de la casa y de nuestros hijos son suficientes. Pero yo nunca la he envidiado como envidio, con enojado asombro, a este muchacho.

Un día me dijo:

—Señor, te he oído recriminar a los Hados que te privaron de tu posición en el mundo y te arrojaron a esta yerma costa. Pero me parece que, tan malo es el mundo en el que luchasteis que Dios te ha otorgado una gran bendición al separaros de él y daros la oportunidad, en este litoral remoto, de hacer las paces contigo mismo y redimir así tu alma. Señor, te ruego que dejes que vuestros resentimientos te abandonen y sean llevados al mar, como un río se lleva todo lo que se arroja en él (todas las cosas sucias).

Su sonrisa era muy dulce, sus ojos tenían una expresión atrayente. Podía haberle azotado con placer.