XXIV

Cerca del principio de marzo, surgió el rumor de que el primer ejército de las legiones germanas había cruzado los pasos alpinos, bajo el mando de Cecina. Se enviaron órdenes a la legión del Danubio, afincada en Poetevio, en Estiria, para que los interceptara si se habían extraviado o se había hecho caso omiso de ellos. Así que Otón se encontró en una situación similar a la de Pompeyo al principio de la campaña que llevó a César a la dictadura. Había quienes le aconsejaban que actuara como Pompeyo, abandonara Italia al invasor y llevara a sus legiones a Oriente, donde podrían unirse con las mandadas por Vespasiano y Muciano, y de esa manera volver fortalecido y triunfante.

Otón tomó en cuenta este consejo y pidió otras opiniones, esperando (creo) que la mayoría de sus consejeros favorecieran el uso de esta estrategia. No es que fuera un cobarde, por afeminados y poco militares que fueran su aspecto y modales. Pero ponía en duda su habilidad como general; detestaba la posibilidad de una guerra civil, no podía dormir a causa de continuas pesadillas en las cuales se le aparecía el espectro de Galba, y se inclinaba por temperamento a favorecer cualquier planteamiento que pospusiera el día de la decisión. En conversaciones privadas conmigo, se lamentaba de la mala suerte de verse cargado con la pesada tarea del Imperio, y volvía a su tema favorito: que las circunstancias le habían forzado a aceptarlo y no su propio deseo. Todas las palabras que salían de su boca eran precisamente las que mi educación estoica me había enseñado a censurar. Y, sin embargo, no podía hacerlo. No estaba sólo el hecho de que yo me sentía halagado (como lo estaría cualquier hombre joven) al ser elegido, como yo suponía, para ser el recipiente de las confidencias del emperador. Era también que reaccionaba ante el encanto y vulnerabilidad de Otón. Es más, como he dicho, mi madre había sentido siempre una ternura especial hacia Otón y esto, naturalmente, me inclinaba a mí en su favor.

Sin embargo, no cambiaba mi manera de pensar en relación con sus temores y vanas esperanzas. Cuando me suplicaba —con sus expresiones faciales así como con sus palabras— que le confirmara que este acto de alejarse de Italia era una manera de proceder sabia y razonable, yo no podía, o no quería hacerlo, y no lo hacía. Por el contrario, le recordaba que esto había sido fatal para Pompeyo, que estaría mal —tal vez hasta dije que «impropio de un hombre»— abandonar Roma a la merced de las tropas de Vitelio, tanto más porque la Guardia Pretoriana, cuyo deber era defender la ciudad así como la persona del emperador, se había comprometido a defender su causa y tenía la reputación de ser odiada por las legiones germanas. Entonces añadí:

—Creedme, señor. Conozco a Vespasiano y a Tito (al último muy bien, como sabéis), y he tratado brevemente a Muciano. Si abandonas Italia y tratas de unir tu ejército con el suyo, descubrirás que, en realidad, les has entregado a ellos el Imperio. En el mejor de los casos serás el tercer o cuarto hombre del Imperio. La única manera mediante la cual puedes mantener tu posición y hacer uso de la amistad que Vespasiano siente por ti, y de la buena voluntad que han expresado los tres, es encontrarte con ellos desempeñando el papel de un victorioso general que ha expulsado a las legiones germanas más allá de los Alpes.

—Tan joven y, sin embargo, tan severo —replicó Otón—. Me gustaría emborracharme pero no puedo, por mucho vino que beba. Si me pudiera emborrachar, entonces podría dormir. Y si pudiera dormir, volvería a ser un hombre resuelto.

La debilidad e indecisión de Otón eran dignas de lástima. Por consiguiente, tenía, indudablemente, un mérito especial el que fuera capaz de dominar sus temores o al menos darles a sus tropas la impresión de que no experimentaba ninguno. Haciendo acopio de toda la decisión a su alcance, dio la orden de avanzar e ir en busca del enemigo. Al ajustarse su armadura, suspiró. Entonces se le saltaron las lágrimas cuando le dijo que se fuera al esclavo que le había ayudado a vestirse como un hombre de guerra, y me hizo saber que deseaba tenerme a su lado durante toda la próxima campaña.

—Tal vez me traigas buena suerte —dijo.

—He leído —dije— que el propio César solía decir que la Fortuna era la única diosa de la que un general se debe preocupar.

Una vez tomó su decisión, Otón empezó la campaña con la máxima urgencia, antes de que quizá se arrepintiera o le fallara de nuevo el valor. La rapidez con la que ahora decidió moverse inquietó a muchos. En primer lugar los escudos no habían sido devueltos al Templo de Marte después de la procesión anual, lo que, según me aseguró un centurión, era «tradicionalmente un mal presagio, señor, si es que tenéis en cuenta esas tradiciones. Yo no lo hago, naturalmente. En mi opinión, eso es una tontería, pero he de decir que a muchos de los hombres no les gusta, señor». Tampoco les gustó que la orden de ponerse en marcha fuera dada el día en que los adoradores de Cibeles, la Gran Madre, comenzaron sus gemidos y lamentaciones anuales, al llorar la muerte de su amante Attis, ni que el sacerdote que interpretaba los auspicios después de un sacrificio al dios del Averno encontrara que los intestinos de la víctima se hallaban en excelentes condiciones —lo que no debía ocurrir en una ocasión así— al menos en opinión de los supersticiosos. Un factor más relevante, en mi opinión, fue que la marcha hacia el norte tuvo que demorarse a causa de inundaciones en los alrededores del vigésimo mojón a partir de la ciudad, y que entonces encontramos la carretera bloqueada por los escombros de los edificios que se habían desmoronado como resultado de la inundación. Todo esto inquietó a los nerviosos.

En cuanto a mí, sin embargo, he de confesar que estaba en un estado de elevada pero controlada excitación. Toda mi vida había esperado con impaciencia la oportunidad de emular las hazañas bélicas de mis antepasados Claudios y ahora esta oportunidad se me presentaba a una edad envidiable, cuando era un hombre aún muy joven. Cantaba mientras cabalgábamos hacia la batalla, y los soldados se animaron al ver a un oficial (aunque fuera honorario) de tan buen humor. Pero no podían por menos de observar que el rostro del emperador tenía un tic nervioso y que cabalgaba silencioso y aparentemente indiferente a lo que pasaba a su alrededor. Como a los soldados les afecta el humor de sus generales como les ocurre a los escolares con el humor de sus maestros, éste era un presagio mucho más serio que cualquiera de aquellos que habían exacerbado los temores de los supersticiosos. Sin embargo, las noticias de las primeras acciones eran buenas. Un destacamento enviado al norte para tratar de interceptar el ejército que conducía Valens hacia el valle del Ródano obtuvo una victoria cerca de la colonia del Foro de Julio. Entonces surgieron rumores de un motín en el campo del enemigo; éstos fueron prematuros, aunque en verdad un motín estalló unos días después por razones que nunca llegué a descubrir. Nos llegó la noticia de que el avance de Cecina y sus legiones a través de Italia del Norte provocó las iras de los habitantes de las ciudades donde alojó sus tropas, y de que les había enojado particularmente la conducta de su mujer Salonina, que atravesó a caballo sus ciudades ataviada con la púrpura imperial. Naturalmente, el descontento de estos ciudadanos no pudo beneficiar mucho a nuestra causa. Pero la impopularidad de un enemigo invasor es siempre bien acogida. Entre otras cosas puede desmoralizar a las tropas que en una guerra civil siempre esperan ser recibidas como los libertadores.

Después llegó la noticia de que el asalto de Cecina a Placentia, que los partidarios de Vitelio consideraban de gran importancia, había sido rechazado después de una lucha desesperada, en el curso de la cual el hermoso anfiteatro, más allá de los muros de la ciudad, fue incendiado y totalmente destruido. El ardor de nuestras tropas dentro de la ciudad fue tal que Cecina perdió la esperanza de conquistarla y levantó el sitio. Y entonces, conforme nos movíamos para concentrar nuestras fuerzas cerca de Cremona, nos enteramos de que uno de los más capaces lugartenientes de Otón, Marcio Macer, había ganado una batalla al norte de la ciudad.

Parecía, por consiguiente, que el éxito acompañaba a nuestras armas en todas partes, y yo empecé a inquietarme de que los de Vitelio se dieran pronto cuenta de lo desesperado de su posición, y o bien se rindieran o bien se retiraran al otro lado de los Alpes y a mí, por lo tanto, se me negara la oportunidad de acrecentar la gloria de mi familia en el terreno de las armas.

Pero fue precisamente en este momento cuando la Fortuna le frunció por primera vez el ceño a nuestra causa. Cuando dispersó al enemigo, Martio Macer investigó prudentemente lo que pudiera venir por detrás, por temor de que el enemigo pudiera ser fortalecido con refuerzos, que los espías le habían dicho que tenían planes de traer. Digo «prudentemente» porque, de acuerdo con todas las reglas bélicas, su acción fue indudablemente prudente. Y, sin embargo, sus consecuencias fueron funestas. Porque hubo algunos en nuestro ejército que inmediatamente calificaron este acto de prudencia como una manifestación de cobardía, mientras que otros dijeron que mostraba que Martio Macer no estaba en absoluto entregado a la causa y que era incluso un traidor que se había abstenido deliberadamente de acabar con el principal ejército del enemigo. Esto era ridículo, pero la prudencia es una de las primeras víctimas de cualquier guerra.

Los soldados estaban inquietos. No sabían en quién podían confiar. Estaban dudosos de si los generales que jugaban con sus vidas estaban decididos a conseguir la victoria, o si algunos, al menos, estaban dispuestos a pasarse al enemigo. Ésa fue la funesta consecuencia de los rumores que los rivales personales hicieron circular acerca del comportamiento de Martio Macer. Así que se dijeron cosas muy duras de los otros generales, Anio Galo, Suetonio Paulino y Mario Celso. Los oficiales de la Guardia Pretoriana que eran culpables —o culpables en su mayoría— del asesinato de Galba, aunque tal acción pudiera haber sido provocada por la arrogancia y locura del anciano, eran los principales entre aquellos que ahora utilizaban el lenguaje más agresivo. Sólo ellos, en su fuero interno, estaban plenamente entregados a la victoria de Otón, y en su confusión, estaban dispuestos a acusar a los otros de traición. Al hacerlo, debilitaban la causa, cuyo éxito les ofrecía su única esperanza de seguridad y prosperidad futuras.

Otón no podía por menos de sentirse afectado por la atmósfera de sospecha que le rodeaba. Sin razón justificada, empezó a desconfiar de algunos de sus mejores generales. No le puedo censurar totalmente por esto; los rumores de traición le habían sumido en un estado de perpetua alarma. Permanecía sentado horas y horas en su tienda, bebiendo el vino que no lograba embriagarle, pero que, no obstante, embotaba sus facultades críticas. Una y otra vez, yo le oía lamentar su mala suerte.

«Si sueñas alguna vez con ostentar la púrpura, querido joven —me decía, suspirando profundamente y a punto de llorar—, despiértate de ese sueño. Es una corona de espinas y no de laurel la que oprime mi frente». Pero en público trataba, no siempre en vano, de aparecer animoso.

La disensión tenía una consecuencia y los rumores perjudicaban su causa en mayor escala que el efecto que tenían en su estado de ánimo. No es ésta la mejor manera de expresarlo, porque la consecuencia la provocaban la desconfianza y consternación que ofuscaban su capacidad de juzgar. Al creer que, si tantos hombres hablaban mal de sus generales, no podía saber en quién confiar, resolvió entregarle la dirección de sus negocios y de hecho toda la dirección de la campaña a su hermano Titiano, un hombre que no tenía ni la experiencia de la victoria ni la capacidad de inspirar confianza en los soldados. De todos los errores de Otón, éste fue el más serio. Los soldados que confían en sus generales lucharán con más bravura, hasta la muerte, incluso cuando la causa esté fracasando. Los que no confían en ellos ni los respetan perderán la batalla en sus corazones, aunque la distribución de las fuerzas esté aún en favor suyo. Porque la verdad, Tácito, es que la moral es el factor determinante en la guerra; tal vez tú le hayas oído a tu suegro, Agrícola, decir lo mismo.

Sin embargo, sobre el terreno, las cosas parecían ir bien. Cecina, tal vez porque estaba afectado por su fracaso en conquistar Placentia y su derrota en otras acciones de menor importancia, tal vez porque Valens estaba ahora acercando a su ejército que aún no había sido puesto a prueba, y Cecina temía que aquél quisiera obtener la gloria de la campaña, hizo ahora un precipitado intento de recuperar el crédito que había perdido con sus tropas y con su candidato imperial Vitelio.

Colocó a algunos de sus veteranos —auxiliares, como se descubrió después— escondidos en los bosques cuyas ramas sobresalían por encima de la carretera, a ocho kilómetros de Cremona, en un lugar llamado Castors. A continuación envió por delante una verdadera nube de caballería con órdenes de provocar una batalla y retirarse después para atraer a nuestros hombres a la trampa que había preparado para ellos. Era un plan ingenioso, pero peligroso en las circunstancias de una guerra civil en la cual abundaban espías y desertores. Indudablemente, si este plan hubiera ido en contra de un enemigo extranjero, habría tenido éxito. Pero en una guerra civil hay siempre muchos hombres cuyo compromiso fluctúa: tienen amigos y parientes en el ejército contrario, de manera que hay siempre una comunicación entre los ejércitos de un tipo que no se encuentra en guerras extranjeras. Así que su plan fue traicionado, o se nos reveló a nosotros.

Titiano estaba, afortunadamente, a unos kilómetros en la retaguardia y ni Paulino ni Celso sintieron la necesidad o el deseo de consultarle. Yo estaba, accidentalmente, en primera línea, pues había sido enviado con un mensaje del emperador. Me encontraba por consiguiente en una posición desde la que podía observar la distribución de nuestras tropas y admirar la seguridad con la que ésta se había llevado a cabo.

Paulino estaba al mando de la infantería, Celso de la caballería. Pero los veteranos de la legión decimotercera, hombres que habían luchado con Corbulo en Armenia, antes de que el más grande de los generales fuera despedido, avergonzado y aniquilado por Nerón —debido a la envidia que sentía por la virtud y éxito de cualquier otro hombre—, se alinearon hacia la izquierda de la carretera. El paso elevado a través de los pantanos estaba defendido por tres cohortes de pretorianos, en columnas profundas, mientras que la primera legión y unos cuantos centenares de soldados de caballería ocupaban el lado derecho. Se mandaron delante varias tropas de caballería y se dejaron algunas más en la retaguardia. Yo, con el permiso del general, envié mi caballo a las líneas del campamento y me quedé junto a Paulino.

Paulino era un general del viejo estilo. Su primera preocupación era montar estructuras de defensa, para poder asegurarse frente a la derrota antes de aventurarse a ir en busca de la victoria. Así que la primera parte de la batalla se luchó a alguna distancia, por delante de nosotros, y yo sólo sé cómo se desarrolló por lo que otros me han contado.

La caballería de Vitelio, después de provocar la batalla, se retiró. Pero Celso, enterado de la emboscada, detuvo bruscamente el avance. Esto causó cierta alarma, especialmente cuando un grupo de caballería iliria retrocedió galopando en dirección a nuestras líneas, gritando que todo estaba perdido. Eso habría causado el pánico si Paulino no hubiera intervenido rápidamente y ordenado a sus hombres que se mantuvieran firmes. Sorprendidos, los ilirios giraron sobre sus talones de un lado a otro, delante de nuestras líneas, pues no vieron la manera de ponerse a salvo ni se atrevieron a forzar la barrera que formábamos para impedir su huida.

Mientras tanto, los de Vitelio, creyendo que el curso de la batalla iba a su favor, surgieron de sus posiciones ocultas para luchar contra Celso. Éste se retiró gradualmente, haciéndolo con gran orden, la maniobra más difícil en la guerra, especialmente para la caballería. Pero se movió demasiado despacio y se encontró rodeado. Fue en este momento cuando Paulino dio la orden de avanzar. Lo hice yo al frente de una cohorte de la Guardia Pretoriana, cuyo oficial había sido herido por una jabalina desviada.

He estado en tantas batallas desde esta primera que he empezado a desconfiar de todos los relatos del conflicto. No es posible hacer una narración de una batalla, sino ofrecer una fantasmagoría de impresiones discordantes: la impresión de sorpresa en el rostro de un hombre muerto, el destello de la herradura de un caballo que se ha alzado sobre ti, los gruñidos de los hombres dando estocadas con espadas —sonidos extrañamente semejantes a los emitidos en el acto de hacer el amor—, el súbito temor que se refleja en un rostro contorsionado cuando un hombre lucha por sacar la espada del cuerpo de un hombre caído que, al sujetarla con fuerza, hace que el asesino se encuentre indefenso por unos momentos.

Pero más que nada, son los olores que, nauseabundos, permanecen en los orificios de tu nariz durante muchos días después de una batalla: el hedor del miedo, del sudor, de la sangre y de los excrementos, porque el terror puede hacer defecar a un hombre y sus excrementos corren hacia abajo por las temblorosas piernas, aun en el caso de los vencedores. La idea de la guerra tiene su belleza, pero no hay nada atractivo en una batalla.

Al encontrarse la infantería, acometimos, utilizamos las espadas y empujamos. El combate cuerpo a cuerpo te da fuerza y aumenta también el temor, porque no hay escape a no ser que las filas posteriores se dejen dominar por el pánico y decidan huir. Entonces te encuentras sin ninguna protección por la espalda.

Aquella mañana, la lucha cuerpo a cuerpo duró sólo un corto espacio de tiempo que, no obstante, fue interminable. No podía saber si estábamos ganando, porque al principio parecíamos ir yendo hacia atrás y yo tropecé dos veces con camaradas caídos. Entonces sentí un peso detrás de nosotros, un gran peso de hombres, y, sin advertencia previa, el soldado con quien había estado chocando mi espada, cada uno de nosotros golpeando el escudo del otro, miró por encima de su hombro. Abrió la boca en un grito sin palabras y dio dos pasos hacia atrás. Entonces, antes de que yo pudiera lanzarme sobre él, se dio la vuelta y corrió. Y vi que toda la línea del enemigo estaba huyendo.

Los perseguimos con gritos a lo largo de una media milla y entonces sonó la trompeta. Un veterano canoso me agarró por el hombro, detuvo mi esfuerzo por liberarme de él, y dijo: «Basta, joven. Esto es la llamada de retirada. Corre si quieres y te encontrarás solo. Y eso será tu final».

Más tarde, se criticó duramente a Paulino por detener tan abruptamente la persecución. Los soldados decían que si no lo hubiera hecho, habríamos conseguido una victoria completa, que Cecina y todo su ejército habrían sido exterminados. Los críticos podían haber tenido razón. No hay duda de que un pánico general había invadido las filas. Yo mismo había oído muchos gritos como el de «Cada hombre que se defienda a sí mismo». Pero Paulino justificó su cautela. Dijo que no creía que estuvieran allí todas las fuerzas del enemigo y que sus generales tal vez mandaran refuerzos hacia delante, que, atacando a nuestros hombres después de que éstos hubieran perdido el orden en la persecución, podrían muy bien cambiar el resultado de aquel día. En resumen, aseguró que era suficiente haber causado mucho daño al enemigo y que habría sido una locura arriesgarnos a perder la ventaja que habíamos ganado. Indudablemente, había cierta sabiduría en sus palabras. Sin embargo, su manera de actuar desmoralizó al ejército. Creyeron que habían tenido la oportunidad de terminar la campaña en una sola tarde, que la habían perdido, que habían causado pocas bajas al enemigo y que por lo tanto se recuperaría pronto. Así que, en lugar de celebrar una noble victoria, los soldados estaban más dispuestos a hablar de la oportunidad que se había desperdiciado. Su humor era tal que hasta se podía haber pensado que habían perdido la batalla.

Ni tampoco eso era todo. Paulino, aunque había sido el cerebro y organizador de la victoria y mostrado una gran habilidad en la disposición de sus tropas y un notable control de sus movimientos, perdió no obstante crédito por su decisión de interrumpir la persecución del enemigo. Las sospechas de aquellos que habían ya hecho correr la voz de que no era totalmente fiel a Otón se vieron confirmadas. Algunos fueron muy lejos al llegar a decir que la interrupción de la persecución fue un acto de traición.

Durante unos cuantos días se suspendió la guerra. Esto le dio tiempo al enemigo para reparar los daños causados. De forma más significativa, facilitó la unión del ejército de Cecina con el de Valens. Aunque nuestro servicio de inteligencia nos informó de que los dos generales eran ahora encarnizados rivales, al temer cada uno de ellos que el otro fuera el hombre principal en el ejército y ciertamente en el Estado cuando Vitelio lograra la victoria (porque nadie tenía consideración por el así llamado emperador o pensaba en él nada más que como un hombre de paja), sin embargo, la unión del enemigo hizo necesario que Otón convocara un consejo para discutir la estrategia.

—El asunto es… —dijo mientras manoseaba un trozo de tela simplemente para mantener las manos ocupadas, y tal vez para impedir que ninguno se diera cuenta de cómo le temblaban, lo cual no lo ocasionaba el temor, sino alguna afección nerviosa que yo observé que le afligía en momentos de excitación—. La cuestión es si debemos provocar la batalla o librar una campaña defensiva y de esta manera prolongar la guerra, con la esperanza de agotar al enemigo.

Invitó a Paulino, como a su general más importante —no sólo por su edad, sino por ser el que había ganado la batalla más reciente—, a que diera su opinión al primero.

Paulino habló con una anticuada formalidad. Su comportamiento en la reciente batalla le había hecho ganar mi respeto, aunque pensé que la prudencia que le había hecho detener la persecución fue inoportuna y, por consiguiente, no me gustó observar que su manera de hablar provocó cierta burlona diversión. En particular, los dos efebos que tenían la costumbre de ocuparse de Titiano y que se suponía eran sus catamitas, aunque estaban en el consejo en calidad de secretarios, se reían entre dientes y se daban codazos, y hacían gestos faciales imitando, según creían ellos, los serios modales de Paulino. En el curso de su discurso, yo caminé sigilosamente alrededor de la habitación, y al llegar detrás de las dos bellezas, les di un golpe en las costillas con el puño cerrado; dieron un grito y se callaron, mientras se frotaban el lugar donde yo les había pegado.

—Vitelio —dijo Paulino— ha reunido ahora todo su ejército. No puede esperar más refuerzos. No tiene tampoco ninguna fuerza en su retaguardia, porque la Galia está alborotada (según he oído decir) y no puede sacar más tropas de la frontera del Rin, no sea que los germanos la atraviesen. Tampoco puede conseguir refuerzos de Britania a no ser que estén preparados a abandonar esa rica provincia al barbarismo de su jungla septentrional. En España quedan pocas tropas. La Galia Narbonense ha sido reducida por la acción de nuestra flota. Italia, al norte de Padua, esta cerrada por los Alpes. No se la puede abastecer por mar, donde todavía tenemos poder y, finalmente, el ejército de Vitelio ha despojado las ciudades, pueblos y granjas del último grano que les quedaba. No puede conseguir más cereal, y sin suministros no se puede mantener unido a un ejército. Entonces las tropas auxiliares germanas, entre las que se encuentran sus mejores luchadores, sufrirán, si alargamos la guerra hasta el verano, del calor de nuestro clima, al que no están acostumbradas.

Hizo una pausa y carraspeó (fue en este momento cuando hice callar a los catamistas de Titiano).

—Muchas campañas, que empiezan bien como consecuencia de sus primeros momentos impetuosos, se desmoronan y pierden fuerza cuando se las somete a la demora. ¿No fue así como el gran Fabio Máximo agotó a Aníbal, el más formidable enemigo a quien Roma se tuvo jamás que enfrentar? Pero nuestra posición es muy diferente. Tenemos Panonia, Dalmacia, Moecia y Oriente, con ejércitos jóvenes y dispuestos a entrar en acción. Tenemos a Italia y Roma, la sede del Imperio y del gobierno. Tenemos a nuestra disposición toda la riqueza del Estado y de innumerables soldados privados. Controlamos la ruta del grano desde Egipto y tenemos una gran suma de dinero a nuestra disposición. El dinero puede ser un arma más afilada y poderosa que la espada. ¿No lo demostraron Antonio y el joven Octavio, más tarde divino Augusto, cuando avanzaron contra los Libertadores, Bruto y Casio?

»Nuestros soldados están acostumbrados al clima de Italia y al calor del verano. Tenemos el río Po delante de nosotros y ciudades fuertemente acuarteladas y fortificadas, cualquiera de las cuales soportará un asedio, como lo ha demostrado la defensa de Placentia. Así que para nosotros, el mejor procedimiento es la demora. Retrasemos la guerra o, al menos, si tiene que haber una batalla, dejemos que el enemigo venga hacia nosotros. Entonces lucharemos en una posición preparada, mientras que ellos lucharán con el riesgo del campo abierto. En unos pocos días o como máximo semanas, la legión decimocuarta, cargada con los honores de la batalla, llegará de Moecia. Seremos entonces más fuertes de lo que lo somos ahora y si, señor —se volvió hacia Otón, que se sobresaltó, como si hasta aquel momento se hubiera abstraído de todo lo que le rodeaba y permitido que su mente vagara por un mundo de sueños—; si estáis deseoso de entrar en batalla —dijo Paulino—, lucharemos con mayor fuerza y mayor seguridad de la victoria. Porque ésta es mi última palabra: el general prudente retrasa la batalla hasta que las probabilidades están definitivamente de su parte. Y con cada día que pasa, el plato de las ventajas se inclina en la balanza hacia Otón.

Otón agradeció a Paulino sus consejos y la manera tan franca con que había hablado. Entonces empezó a morderse las uñas mientras esperaba ver quién estaba dispuesto a seguir a Paulino. Mario Celso se levantó:

—He tenido mis desavenencias con Paulino en el pasado —dijo— y sigo pensando que no hizo bien en detener la persecución de nuestras tropas en la última batalla. Pero lo hecho, hecho está. No se puede cambiar el curso de acción adoptado ayer. Ahora, por la boca de Paulino habla el sentido común. Todo le llega a aquel que espera, como dice el refrán. Lo que tenemos que hacer es permanecer donde estamos, mantener nuestra posición y Vitelio será como una fruta podrida que se desprende del árbol. ¿Por qué arriesgarnos a una derrota en la batalla cuando la victoria es nuestra si no hacemos nada precipitado?

Un joven legado rubio, que me había dirigido un saludo de aprobación, inclinando la cabeza, cuando yo hice callar a los catamitas, y a quien ahora reconocí como alguien a quien solía ver, años atrás, en compañía de Lucano en los baños, se puso ahora de pie. Llevaba la corta túnica militar y se frotaba las manos en los muslos como si estuvieran sudando. Recuerdo observar que sus muslos estaban bien formados y no tenían vello. No hay muchos hombres que se preocupen tanto de su apariencia como para afeitarse las piernas en campaña. Se dirigió a Otón con una voz que pretendía ser elegante y una nota de altiva reserva.

—Permitidme —dijo— que me presente, porque pocos de vosotros me conoceréis, y aquellos que me conocen se sorprenderán de verme en este consejo. Me llamo Cesio Baso y soy miembro del personal de Annio Gallo. Como sabéis, mi general sufrió una severa caída del caballo hace unos días y está ahora inmovilizado. Por lo tanto me mandó aquí para que os pueda leer una carta que ha escrito dándoos su opinión de lo que sería mejor hacer. No veo razón para no decir en el acto que está sustancialmente de acuerdo con Paulino. No obstante, como sus razones para recomendar esta estrategia no son idénticas, lo cual tal vez consideréis que añade peso al argumento, os pido permiso, señor, para proceder.

Mientras leía el documento de su general, una línea de poesía flotó momentáneamente en el aire, sin que yo pudiera captar de dónde procedía. Sabía que Domitila me la había citado una vez y mencionado el nombre del autor como Cesio Baso, un nombre que entonces no significaba nada para mí. Ahora las tres cosas se unieron en el acto, los labios de Domitila leyendo esa línea mientras recogíamos nuestras cosas y mirábamos el jardín antes de volver a la villa, la propia línea —«El desnudo otoño nos envuelve, al sonido de un viento crujiente procedente del Oeste»— y la imagen del poeta echado sobre un banco en los baños, acariciándose a sí mismo, mientras Lucano le urgía, con una voz que se iba haciendo tanto más aguda cuanto menos caso le hacía su amigo, a hacer algo desenfrenado pero no recuerdo el qué. ¡Qué extraño!, pensé, encontrarle aquí, sin dar señales de haber sido tocado por la guerra, o tan siquiera por el tiempo, porque él, que tenía varios años más que yo, parecía ahora ser de mi misma edad.

Terminó de hablar, se inclinó reverentemente ante el emperador y se dio la vuelta, como si fuera indiferente al efecto que sus palabras, que yo sospechaba habían sido escritas por él, porque Annio Gallo no tenía fama de poseer ninguna habilidad en retórica o letras.

A mí me pareció que las razones para la demora eran convincentes y pensé también que estarían de acuerdo con la predilección de Otón por posponer los acontecimientos. Pero lo había juzgado así sin contar con la influencia de su hermano Titiano, que se manifestó en favor de una guerra inmediata. Lo apoyaba el prefecto de los Pretorianos, un tal Próculo, un hombre ignorante y de mal carácter. La principal razón que argüía era que la demora en una guerra civil fomenta las deserciones y que no se debía dar tiempo a que las tropas considerasen si tal vez tendrían mejor suerte si militaran en el ejército de Vitelio. El motivo, aunque expresado con poca elegancia y sin ningún intento de apelar a la razón, prevaleció sobre otros argumentos. Lo hizo porque explotaba los temores de los hombres y el temor es un abogado más poderoso que el sentido común. Yo podía ver que Otón empezaba a hacer gestos nerviosos mientras Próculo estaba hablando; esa misma mañana me había contado que soñó que se había despertado, desnudo, sin más protección que una sábana pequeña, en un enorme desierto, donde soplaba un viento fresco, y que unos buitres volaban en el aire a baja altura. Pobre hombre, no tenía confianza en la lealtad, ni en la de sus soldados ni en la de los oficiales de éstos. Tras haber conseguido el Imperio mediante una acción que muchos condenaban como una traición, veía traidores acechándole por todos los recodos de la ruta que estaba obligado a recorrer.

Entonces Titiano, bien porque buscara reservarse la gloria exclusivamente para sí, bien porque sentía cierto afecto por su hermano Otón, lo cual encuentro difícil de creer, propuso que el emperador no fuera al frente del ejército en persona —o más bien que no permaneciera al mando del ejército que le había entregado a su hermano—, sino que se retirara a Bedriacum, a unos ocho kilómetros atrás. Allí, añadió Titiano, el emperador estaría protegido del peligro y podría ocuparse de la administración del Imperio.

Otón reaccionó a estas palabras con un rostro carente de expresión. Yo no creo que supiera que su hermano iba a proponer esto y lo que había escuchado le dolió. Sugerían que era un hombre inútil, una vergüenza para las tropas, algunas de las cuales tendrían que morir para mantenerle como emperador. Miró a su alrededor buscando a alguien que se opusiera a la moción de su hermano. Su mirada cayó en Cesio Baso, que la mantuvo un instante y bajó después los ojos. La boca de Otón temblaba. Cuando vio que ninguno iba a pedir que se quedara con el ejército, se encogió de hombros, dio unas palmadas y mandó traer vino para el consejo. Inusitadamente, no habían suministrado ninguno antes de empezar, tal vez porque se sabía que Mario Celso era inmoderado con la bebida.

La reunión se dispersó en pequeños grupos. Yo sentí que una mano se apoyaba en mi hombro.

Me volví y vi a Cesio Baso:

—Así —dijo— que hemos tomado dos malas decisiones. —Sonrió, como si tomar malas decisiones fuera motivo para expresar indiferencia—. Creo que tú perteneces a la plantilla personal del emperador, ¿no es así? —continuó—. Así que me temo que no verás acción inmediata. Pero he oído decir que ya te has distinguido y te doy la enhorabuena. Mostrar valor en la guerra es lo único que nos queda, ahora que la virtud cívica está proscrita. No te debe sorprender que esté enterado de lo que has estado haciendo. No es solamente el que se haya hablado mucho de ellos. Yo me había, de todas maneras, fijado en ti. Fuiste amigo de mi amigo Lucano, creo.

Eso me honra en exceso —dije—. Yo era simplemente un adolescente. No estábamos al mismo nivel. Por lo tanto, no podíamos ser amigos.

¿No? —dijo, y sonrió—. En cualquier caso, él te admiraba mucho.

—Yo admiraba sus versos —repuse.

—Sí, por supuesto.

Me pareció haber oído antes uno de tus versos, cuando estabas leyendo el mensaje de tu general.

Se lo cité.

—¿Sabes —me confesó— que no puedo, por más que lo intento, acordarme de la línea siguiente? Un poeta que olvida sus propios versos no es, te lo aseguro, un ser que probablemente encuentres a menudo.

—Siento decir que ése es el único verso de ese poema que yo conozco. Fue una joven quien me lo citó. La muchacha de la que estoy enamorado.

—¡Ah, sí, mis versos atraen a las jóvenes bellas! Ya algunos jóvenes también. Me alegra poder decir que también a algunos jóvenes.

Me puso otra vez la mano en el hombro y me lo apretó ligeramente.

—Pienso a menudo que debía haber muerto con Lucano. Me avergüenza el que no haya sido así. Bueno, no creo que tarde ahora mucho. No después de la decisión que se ha tomado aquí esta noche. Cuídate y acuérdate de mí. Que tu amada te recite el resto del poema. Creo que era bastante bueno. Es triste el que yo lo haya olvidado.

Esa noche Otón me estuvo dictando durante largo tiempo cartas al general de la decimocuarta legión, a Vespasiano y a Muciano. Hablaba con confianza de que esperaba vencer y de cómo deseaba encontrarse con ellos para discutir el gobierno del Imperio.

Pero, de vez en cuando, entre frase y frase, sus ojos cambiaban de dirección y miraban a la noche.