MEA
Avanzada la noche, me despertaron unos golpes en la puerta de mi compartimiento. Salté de mi litera, medio adormilado, sin comprender lo que ocurría. Sobre la mesa, una cucharilla de té temblaba en un vaso vacío. Encendí la luz, me puse las zapatillas. Los golpes se repitieron, más fuertes. Abrí la puerta.
Vi al empleado del coche-cama y detrás de él a un desconocido, alto, vestido con un pijama a rayas muy arrugado.
—Disculpe, camarada —dijo el empleado—. Si le molesto, es porque viaja usted solo en este compartimiento.
—No se preocupe. ¿Qué sucede?
—Este viajero se instalará aquí.
Y se apartó para dejar pasar al hombre del pijama. Le observé, asombrado.
—¿No le dejan dormir los niños? —pregunté.
El viajero sonrió y movió negativamente la cabeza.
—Pase —dije, amablemente.
Entró, echó una ojeada a su alrededor y se sentó en la banqueta, en el rincón, cerca de la ventana. Luego, sin pronunciar una sola palabra, apoyó los codos sobre la mesa, se tomó el rostro con las dos manos y cerró los ojos.
—Bueno, todo arreglado —dijo el empleado, sonriendo—. ¡Buenas noches!
Cerré la puerta, encendí un cigarrillo y examiné al visitante nocturno por el rabillo del ojo. Era un hombre de unos cuarenta años, con abundantes cabellos negros y relucientes. Permanecía inmóvil como una estatua. Ni siquiera se veía si respiraba.
«¿Por qué no pide una litera? —pensé—. Voy a proponérselo».
Me volví hacia mi compañero de viaje, pero, como si hubiese adivinado mi pensamiento, dijo:
—No vale la pena. Me refiero a pedir una litera. No quiero dormir, y no voy muy lejos.
Desconcertado por su perspicacia, me tapé rápidamente con mi manta y traté de dormir. Inútilmente. A mi memoria acudían toda clase de historias sobre los ladrones que operan en los trenes.
Pensé:
«Afortunadamente, en estos vagones nuevos pueden colocarse las maletas debajo de la banqueta. De otro modo, ese individuo, a lo mejor...»
—Puede usted dormir tranquillo. Soy un hombre honrado. Se me ha escapado mi tren en la estación de N., simplemente —dijo el desconocido.
«¡Que el diablo me lleve si entiendo algo! ¡Este hombre es un vidente!», pensé.
Tras murmurar unas palabras ininteligibles, me volví del otro lado y, con los ojos abiertos de par en par, me dediqué a contemplar la barnizada pared.
Se estableció un pesado silencio.
Al cabo de unos instantes, dominado por la curiosidad, eché otra ojeada al desconocido. No había cambiado de postura.
—¿Le molesta la luz? —inquirí.
—¿Qué? ¡Ah, la luz! Creo que es a usted a quien le impide dormir. ¿Quiere que la apague?
—Si es tan amable...
Se puso en pie, se acercó a la puerta, apagó la luz y volvió a instalarse en la banqueta. Cuando mis ojos se habituaron a la oscuridad, vi que mi vecino había apoyado la espalda en la pared, con las manos cruzadas detrás de la nuca. Sus piernas estiradas llegaban casi hasta mi banqueta.
—¿Cómo es que se le ha escapado el tren? —inquirí.
—De un modo absurdo. Al llegar a la estación, me senté en un banco, absorto en una idea. Trataba de demostrarme a mí mismo que ella no tenía razón —replicó rápidamente, deseoso sin duda de no continuar la conversación—. Y no me di cuenta que el tren llegaba y se marchaba.
—¿Ha discutido, entonces, con... alguna dama? —interrogué de nuevo.
En la penumbra vi que se había incorporado, como para saltar sobre mí.
—¿Por qué con una dama? —preguntó, en tono irritado.
—Bueno, ha dicho usted que trataba de demostrarse a sí mismo que ella no tenía razón.
—Entonces, según usted, cada vez que se dice «ella» se trata de una dama... También a ella se le ocurrió esa idea absurda, ¡Se tiene por una dama!
Pronunció aquellas palabras enigmáticas con amargura, e incluso con rabia, acompañando su última frase con una risa sardónica. Llegué a la conclusión que estaba un poco chiflado y que había que desconfiar de él. Pero mi curiosidad se había despertado. Me levanté y encendí un cigarrillo, más que nada para poder ver mejor a mi interlocutor. Sentado sobre el borde de la banqueta, me miraba fijamente con sus ojos negros y brillantes.
—Verá usted —dije, en tono amable—, soy escritor y me parece raro que alguien diga «ella no tiene razón», o «a ella se le ocurrió», sin referirse a una persona del sexo femenino.
El extraño viajero no respondió de un modo inmediato.
—Hubo un tiempo —dijo finalmente— en que eso estaba perfectamente justificado. Hace diez años. Hoy ya no es así. Sin ser una mujer, «ella» puede ser un ente del género femenino. A fin de cuentas, «él» y «ella» no son más que signos convencionales de un código al cual nos hemos acostumbrado y que hacen surgir en nuestra conciencia la idea del género. Hay idiomas extranjeros que prescinden del género. Por ejemplo, en inglés, aparte de algunas excepciones, ningún objeto inanimado tiene género.
«¡Oh! —pensé—. Un lingüista.»
Pero eso no explicaba nada. Aunque mi compañero de viaje fuera lingüista, ¿por qué tenía que ocuparse de las ideas de un ente del género femenino? Todo aquello parecía tan confuso y al mismo tiempo tan divertido, que intenté una apertura más diplomática.
—A propósito del inglés —dije—, creo que se trata de un idioma muy original. Cuando se lo compara con el ruso, asombra su sencillez y la escasa diversidad de sus formas gramaticales.
—En efecto —respondió—, es un buen ejemplo de idioma analítico que utiliza de modo bastante racional el sistema de codificación.
—¿Qué sistema?
—De co-di-fi-ca-ción —repitió, separando las sílabas—. Un sistema de signos convencionales que tiene un sentido perfectamente determinado. Las palabras son unos signos de ese tipo.
He estudiado la gramática de varios idiomas, pero debo admitir que nunca había encontrado los términos «codificación» y «signos». De modo que pregunté:
—¿Y qué entiende usted por codificación?
—En términos generales, la codificación es un sistema en el cual unas palabras, unas frases o unas ideas están representadas por unos signos o señales. Si se toma la gramática, por ejemplo, las terminaciones de las palabras en plural son unas señales que hacen surgir en nuestro cerebro la idea de multiplicidad. Cuando escribimos «vagón», nos representamos un solo vagón. Basta con añadir la partícula «es» para que veamos varios. En ese caso, la partícula «es» se convierte en la señal del código, que modula la idea que nos hacemos de una cosa.
—¿Que modula? —inquirí.
—Sí, que modifica.
—Pero, dígame, ¿qué necesidad tenemos de esos «códigos», «señales» y «modulaciones»? ¿No existe una terminología gramatical muy cómoda?
—La terminología no es lo esencial —me interrumpió mi interlocutor—. Hay que mirar más lejos. Resulta fácil demostrar que la gramática (como el propio idioma, por otra parte) no es perfecta, ni mucho menos. De momento, estamos obligados a acomodarnos a ella, a causa de la tradición. Pero, piense un poco: el idioma ruso tiene unas cien mil palabras-raíz, compuestas con las treinta y cinco letras del alfabeto. Suponiendo que la longitud media de cada palabra sea de cinco letras, todo hombre culto debe recordar casi medio millón de combinaciones de letras. Sin contar con una multitud de formas gramaticales, de terminaciones, de conjugaciones, de declinaciones, etcétera.
—¿Qué otra cosa puede hacerse? —pregunté, sin comprender a donde quería ir a parar aquel extraño «lingüista».
—Podría, por ejemplo, reducirse el alfabeto. Con diez números, del uno al diez, pueden componerse casi cuatro millones de combinaciones distintas. ¿Qué necesidad tenemos de las treinta y cinco letras del alfabeto? Además, en vez de utilizar diez números diferentes, podríamos limitarnos perfectamente a diversas combinaciones del uno y del cero.
Apenas mi interlocutor hubo expresado aquella curiosa idea, imaginé un libro compuesto enteramente de columnas de cifras. Quedé consternado y divertido al mismo tiempo.
—Los libros escritos con su alfabeto serían terriblemente aburridos. Nadie experimentaría el deseo de leerlos. ¿Y los poemas? ¿Cómo serían?
Uno, uno, cero-cero, cero-cero,
uno, cero-cero, uno, uno,
uno, uno, uno, cero-cero,
cero-cero, cero-cero, cero-cero, uno.
»¡No resultarían difíciles de escribir! ¡Al diablo la rima! Después de haber leído los versos de un poeta adepto a esa racionalización, los críticos escribirían: «Sus versos están llenos de armoniosas combinaciones de ceros y de unos. En algunas estrofas, unos y ceros están agrupados con mucho gusto, y al leerlas nos parece oír, ora un tañido de campanas, ora un vuelo de cigüeñas».
Incapaz de contenerme, estallé en una carcajada.
—¿Qué tiene usted en contra de los ceros y de los unos? —inquirió mi interlocutor con aire sombrío—. Al parecer, conoce usted varios idiomas extranjeros...
Note que empezaba a enfadarse.
—Sí, el inglés, el alemán y un poco de francés.
—Bien. ¿Cómo es «elefante» en inglés?
- Elephant.
—¿Y en ruso?
- Slon.
—¿Y no le indigna eso?
—¿El qué?
—¿El qué? ¡Que en inglés se necesiten dos veces más letras que en ruso para decir lo mismo! —exclamó.
—Sin embargo, eso no impide que en los dos casos nos representemos concretamente un elefante, y no un camello ni un tranvía.
—A propósito, el vocablo ruso tramvai tiene tres letras más que el vocablo inglés tram, y el vocablo alemán Strassenbahn es mucho más largo que el inglés y dos veces más largo que el ruso. Usted acepta eso de buena gana. Lo considera normal. Para usted no es un engorro, ni para la poesía, ni para la prosa. Cree que puede traducirse de un idioma a otro. ¡Pero no quiere traducir en ceros y en unos!
Desconcertado por aquel modo de plantear la cuestión, encendí otro cigarrillo y me senté en la banqueta, frente a mi interlocutor. Su perfil oscuro me pareció agresivo, desafiador. Sin esperar mi respuesta, continuó:
—Comprenda, entonces, que no se trata de las palabras, sino de lo que expresan, más concretamente, de las imágenes, pensamientos, ideas y sensaciones que despiertan en nuestro cerebro. ¿Ha leído usted las obras de Pavlov sobre el segundo sistema de señales en el hombre? ¿No? ¿O las ha leído, pero no ha entendido nada? Pues bien, Pavlov, que estudió la actividad nerviosa de los animales y del hombre, fue el primero en descubrir que este último posee en exclusiva un segundo sistema de señales cuya base es la palabra, capaz de despertar los sentimientos más complejos. La palabra es un código que designa los objetos y los fenómenos del mundo exterior, y ese código actúa a menudo sobre el hombre del mismo modo que los propios objetos o fenómenos. ¿Comprende?
—Un poco...
—Si por casualidad toca usted un hierro ardiente, aparta la mano antes de haber tenido tiempo de comprender porqué. Es un reflejo. Y, si en el momento en que va a tocar el hierro, alguien le grita: ¡Cuidado, está ardiendo!, ¿no hace usted lo mismo?
—Sí.
—Por lo tanto, el hierro ardiente y la señal dada en forma de la exclamación «¡Cuidado, está ardiendo!», actúan sobre usted del mismo modo —concluyó mi compañero de viaje.
Tuve que admitirlo.
—Pues bien, si se codifica la expresión «¡Cuidado, está ardiendo!» por un cero, y usted asimila ese código como ha asimilado las palabras, ¿no apartaría la mano cuando alguien gritara: «Cero»?
Guardé silencio, y él continuó:
—Si está usted de acuerdo, tendrá que convenir también en otra cosa. En determinados casos, resulta fácil encontrar un código uniforme y sencillo para traducir todas las señales del mundo exterior que actúan sobre el hombre. ¿Comprende lo que quiero decir? ¡No sólo las palabras, sino todas las señales! Vivimos en un mundo de una diversidad infinita y lo percibimos por todos nuestros órganos de los sentidos. Esas señales son las que nos hacen movernos, sentir, pensar... Desde la extremidad sensible de los nervios, esas señales alcanzan el órgano superior del sistema nervioso, el cerebro. ¿Imagina usted bajo qué forma siguen nuestros nervios, para desembocar en el cerebro, las señales que recibimos del mundo exterior?
—En absoluto —contesté.
—¡Bajo la forma de un código compuesto de ceros y de unos!
Quise protestar, pero, sin prestarme la menor atención, mi interlocutor continuó:
—Nuestro sistema nervioso codifica de modo muy uniforme todas las señales que recibimos del mundo circundante. Y cuando su presunto crítico elogiaba la suave cadencia de los ceros y unos en los versos, estaba lo más cerca posible de la realidad. Cuando usted lee un poema o escucha a alguien leerlo, los nervios de sus ojos o los de sus oídos reemplazan cada palabra leída u oída precisamente por una sucesión de ceros y de unos.
—¡Tonterías! —exclamé, y me acerqué a la puerta.
Encendí la luz y miré a mi interlocutor, que parecía muy excitado.
—¡Por favor, no me mire como si estuviera loco! —dijo—. No es culpa mía si usted considera su propia ignorancia como un motivo suficiente para dudar del sentido común de los demás. Usted ha iniciado esta conversación; por lo tanto, haga el favor de sentarse y escuche.
Me señaló con el dedo la banqueta y yo me senté dócilmente.
—Deme un cigarrillo —añadió—. Tenía la intención de dejar de fumar, pero creo que no lo conseguiré.
Sin decir palabra, le tendí los cigarrillos y encendí un fósforo. Mi compañero de viaje dio un par de nerviosas chupadas y luego empezó uno de los relatos más extraordinarios que jamás he oído.
—Habrá usted oído hablar de las calculadoras electrónicas, sin duda. Constituyen una notable realización de la ciencia y la técnica moderna. Esas máquinas efectúan unos cálculos matemáticos sumamente complicados y resuelven unos problemas cuyos datos inspiran vértigo. Y lo hacen en fracciones de segundo, en tanto que un hombre invertiría meses e incluso años. No voy a explicarle cómo están construidas esas máquinas. Es usted escritor y no entendería nada. Sólo quiero llamar su atención sobre un extremo de suma importancia: esas máquinas no operan con cifras, sino con códigos. Antes de plantear un problema a una máquina de ese tipo, se codifican todas las cifras y, fíjese bien, con esos ceros y esos unos que tanto le desagradan. Tal vez se pregunte usted por qué afloran con tanta insistencia a nuestra conversación esos ceros y esos unos. Es muy sencillo de explicar. La calculadora electrónica suma, resta, multiplica y divide unos números representados por impulsos eléctricos. Un impulso = 1, ningún impulso = 0.
—No tengo nada en contra de la codificación de las cifras en ceros y en unos. Pero, ¿qué pintan aquí las palabras? ¿Con qué riman esos ceros y esos unos que, según usted, transmiten a nuestro cerebro las bellezas de la poesía y la temperatura del hierro caliente?
—No nos apresuremos, cada cosa a su debido tiempo. Ya es algo que haya usted empezado a comprender la utilidad de los ceros y de los unos. Ahora, imagine una de esas enormes máquinas de calcular electrónicas que efectúan con una rapidez impresionante diversas operaciones matemáticas, gracias a los impulsos eléctricos.
»Como usted sabe, para resolver un simple problema de aritmética a menudo hay que realizar varias operaciones. ¿Cómo puede una máquina resolver unos problemas de varias operaciones? Aquí empieza lo más interesante. Para que una máquina resuelva un problema complicado, no se le proporcionan únicamente los datos del problema en forma de código de impulsos, sino también un programa, una marcha a seguir. Se le dice, más o menos: «Cuando hayas sumado las dos cantidades iniciadas, recuerda el resultado. A continuación, multiplica las dos cantidades siguientes y recuerda también el resultado. Finalmente, divide el primer resultado por el segundo y da la respuesta». Comprendo. No ve usted demasiado claro cómo puede decírsele a una máquina lo que tiene que hacer. Le asombra que se le pueda ordenar que recuerde un resultado. Sin embargo, la máquina «comprende» el programa que le ha sido trazado y recuerda perfectamente los resultados intermedios de los cálculos efectuados.
»El programa es establecido igualmente en forma de un código de impulsos. Cada grupo de cifras introducido en la máquina va acompañado de un código suplementario indicando lo que hay que hacer con esas cifras. Hasta hace muy poco, el que establecía ese programa era el hombre.
—¿Cómo podría ser de otro modo? —inquirí—. Resulta difícil imaginar que una máquina sepa por sí misma cómo hay que resolver un problema.
—Pues bien, ahí es donde se equivoca usted. Es posible construir una máquina que establezca por sí misma su programa para resolver los problemas que le son planteados.
»Como usted sabe, en la escuela se enseña a los niños a resolver unos problemas-tipo. Se trata de unos problemas que pueden ser resueltos del mismo modo, o, volviendo a nuestra terminología, utilizando el mismo programa. ¿Por qué no se puede enseñar a hacerlo a una máquina? Basta con que su memoria registre, en forma de códigos, los programas relacionados con los problemas más típicos, para que a continuación resuelva problemas análogos sin la intervención del hombre.
—¡Imposible! —exclamé—. Aunque recuerde los programas necesarios para la solución de todos los problemas-tipo, no sabrá escoger por sí misma el adecuado.
—Exactamente. Esa dificultad ha existido. Para superarla, se proporcionaba a la máquina los datos del problema acompañados de un breve código que indicaba: «A resolver de acuerdo con el programa n.° 20». Y ella lo resolvía.
—¡Y ahí terminan todas las maravillosas capacidades intelectuales de su máquina! —exclamé.
—Al contrarío, ahí empieza el trabajo más interesante para perfeccionar esas máquinas. ¿Comprende usted por qué una máquina, a la cual se han proporcionado los datos de un problema, no puede escoger por sí misma su programa?
—Desde luego —dije—. Porque las cifras que se le han proporcionado en forma de impulsos sucesivos no significan nada por sí mismas. La máquina ignora lo que hay que hacer con ellas. Desconoce las condiciones del problema y lo que hay que hacer. Es inerte. Es incapaz de analizar el problema. Sólo un hombre puede hacerlo.
El hombre del pijama a rayas sonrió, antes de encender otro cigarrillo. Tras un breve silencio, dijo:
—Hubo una época en que yo pensaba exactamente igual que usted. ¿Puede reemplazar la máquina al cerebro humano? ¿Puede llevar a cabo un trabajo de análisis complejo? En resumen, ¿puede pensar? Evidentemente, no, no y no. Eso opinaba yo entonces. En aquella época sólo había empezado a construir calculadoras electrónicas. ¡Cuántas cosas han cambiado desde entonces! ¡Qué poco se parece a la antigua la máquina electrónica actual! Antes, ocupaba todo un inmueble y pesaba centenares de toneladas. Para funcionar, necesitaba millares de kilovatios de energía, millares de piezas y de lámparas. A medida que se las perfeccionaba, aquellas máquinas aumentaban de tamaño. Eran gigantes electrónicos que resolvían problemas matemáticos muy complicados, sí, pero que no podían prescindir de la tutela del hombre. A pesar de todos los perfeccionamientos, eran unos monstruos obtusos, ajenos a todo pensamiento. A veces, me parecía que siempre serían así. Recordará usted, sin duda, las primeras informaciones acerca de las máquinas electrónicas que traducían de un idioma a otro... En 1955 se habían construido, en Rusia y en Norteamérica, unas máquinas que traducían del inglés al ruso y viceversa, artículos de revistas sobre temas matemáticos. Yo había leído algunas de aquellas traducciones y me habían parecido bastante buenas. Entonces me dediqué por entero a las máquinas que realizan operaciones no matemáticas. Durante más de un año estudié y construí máquinas de traducir.
»Hay que decir que, por sí solos, los matemáticos y los ingenieros no hubieran podido construir aquella máquina. Los lingüistas nos ayudaron mucho, especialmente estableciendo unas normas de ortografía y de sintaxis susceptibles de ser traducidas en clave y colocadas en la memoria de la máquina para que le sirvieran de programa. No hablaré de las dificultades que tuvimos que superar. Sepa únicamente que al final conseguimos crear una máquina electrónica que traducía los artículos y los libros más diversos al inglés, al francés, al alemán y al chino. Operaba con tanta rapidez como la máquina de escribir especial con la cual se mecanografiaba el texto ruso. Y establecía por sí misma el código necesario para la traducción.
»Mientras trabajaba en el perfeccionamiento de una de aquellas máquinas, caí enfermo y pasé casi tres meses en el hospital. Debo decirle que durante la guerra estuve al frente de una estación de radar y que a raíz de una incursión aérea alemana sufrí una conmoción cerebral, cuyas consecuencias se dejan sentir incluso ahora. En el preciso instante en que trabajaba en un nuevo tipo de memoria magnética para las máquinas electrónicas, mi propia memoria empezó a fallar.
»Sucedía que veía a alguien a quien conocía perfectamente y no podía recordar su nombre. O veía un objeto y no sabía cómo llamarlo. O leía una palabra muy corriente y no entendía su significado. Eso me ocurre aún ahora, aunque muy raramente. En aquel momento se convirtió en una verdadera catástrofe. En cierta ocasión, necesitaba un lápiz. Llamé a la secretaria del laboratorio y le dije:
»—Por favor, tráigame un..., ¿cómo se llama?..., eso que sirve para escribir.
»La joven sonrió y me trajo una pluma.
»—No —le dije—, lo que necesito no es esto.
»—¿Otra pluma, acaso?
»—No, otra cosa para escribir.
»Yo mismo tenía miedo al oírme decir unas cosas tan desprovistas de sentido, y supongo que debía inspirar algo de miedo a los demás. La joven salió al pasillo y llamó a un ingeniero:
»—Vaya a ver en seguida a Evgueni Sidorovich. Está divagando.
»El ingeniero entró. Le miré sin poder recordar quién era, a pesar que trabajábamos juntos desde hacía tres años.
»—Trabajas demasiado, viejo —me dijo—. Quédate aquí un momento, vuelvo en seguida.
»Volvió, efectivamente, con un médico y dos colaboradores del instituto, los cuales me hicieron subir a un automóvil y me llevaron a la clínica.
»Allí trabé conocimiento con Victor Vassilievich Zalesski, uno de los mejores neurólogos de nuestro país. Cito su nombre porque aquel encuentro tuvo gran influencia sobre mi destino.
»Victor Vassilievich me auscultó largo rato, me golpeó las rodillas con su martillo, me pasó su lápiz por la espalda y concluyó palmeando mi hombro:
»—No es nada importante... Tiene usted...
»Y pronunció una palabra en latín.
»Mi tratamiento no era complicado: paseos diarios, baños fríos, somníferos por la noche. Por la mañana me despertaba como si saliera de un prolongado desvanecimiento. Poco a poco recobraba la memoria.
»Un día le pregunté a Victor Vassilievich por qué me había recetado los somníferos.
»—Cuando usted duerme, mi querido amigo, todas las fuerzas de su organismo tienden a restablecer los enlaces descompuestos de su sistema nervioso.
»—¿Qué enlaces son esos? —pregunté.
»—Los que transmiten todas sus sensaciones a su cerebro. Creo que es usted especialista en radiotécnica, ¿no? Pues, para utilizar una imagen simplificada, su sistema nervioso es un montaje radiotécnico muy complejo, en el cual uno o varios conductores están deteriorados.
»Recuerdo que después de aquella conversación me costó mucho dormirme, a pesar de los somníferos.
»En el curso de la visita siguiente le pedí a Zalesski que me proporcionara algún libro que tratara de los enlaces nerviosos del organismo. Me trajo la obra del académico Pavlov El Funcionamiento de los Hemisferios del Cerebro. La devoré literalmente. ¿Sabe usted por qué? Porque encontré lo que buscaba desde hacía tanto tiempo: los principios de construcción de nuevas máquinas electrónicas, más perfeccionadas. Al leerla, comprendí que había que copiar la estructura del sistema nervioso del hombre, la estructura de su cerebro.
»Aunque me estaba prohibido entregarme a todo trabajo intelectual serio, conseguí leer varios libros y revistas dedicados a la actividad del sistema nervioso y del cerebro. Leí especialmente cosas sobre la memoria humana, y me enteré que, como consecuencia de la actividad del individuo, debido a su relación con el mundo circundante, los múltiples datos que constituyen su experiencia quedan registrados en unos grupos de células especiales del cerebro: las neuronas. Me enteré que las neuronas suman varios millares. Comprendí que al contacto de la naturaleza, al observar lo que ocurre en el mundo circundante, a consecuencia de la experiencia acumulada, se crean en el sistema nervioso central unos enlaces que hasta cierto punto calcan la naturaleza. Todo ello queda almacenado en los diversos compartimientos de la memoria en forma de señales codificadas, de palabras y de imágenes.
»Recuerdo la impresión que me produjo la obra de un biofísico que había estudiado el funcionamiento de los nervios visuales. Había seccionado el nervio óptico de una rana y conectado el extremo de aquel nervio a un oscilógrafo, un aparato que permite ver los impulsos eléctricos. Y cuando dirigió sobre el ojo un haz luminoso, vio en la esfera del oscilógrafo una rápida sucesión de impulsos eléctricos, semejantes en todo a los que se utilizan para codificar las cifras y las palabras en las máquinas electrónicas. De modo que las señales del mundo exterior, partiendo del punto de excitación, recorren los nervios y llegan hasta el cerebro en forma de impulsos eléctricos que representan unos «ceros» y unos «unos».
»Lo que ocurre en el sistema nervioso del hombre es muy semejante, entonces, a lo que sucede en la máquina eléctrica. Sin embargo, existe una diferencia de principio entre ellos: el sistema nervioso se crea y se perfecciona por sí mismo, se enriquece gracias a la experiencia. La memoria se completa sin cesar por los contactos del hombre con la vida, por el estudio de las ciencias, gracias a las múltiples impresiones y sensaciones registradas por las células del cerebro. En cambio, los contactos de la máquina con la naturaleza son sumamente limitados, ya que carece de los órganos de los sentidos y su memoria no se completa registrando los hechos nuevos.
»¿Es posible crear una máquina que se perfeccione en virtud de las leyes internas de su construcción? ¿Es posible crear una máquina capaz de enriquecer su memoria por sí misma, sin ayuda del hombre, o con una ayuda reducida al mínimo? ¿Es posible que, observando el mundo exterior o estudiando las ciencias, una máquina aprenda a contar lógicamente (evito la palabra «pensar» porque hasta la fecha no he llegado a aclarar lo que significaría exactamente, aplicada a una máquina) y a establecer por sí misma, sobre la base de la lógica, un programa de acción?
»Pasé muchas noches en blanco formulándome a mí mismo esas preguntas. A veces me parecía que era una estupidez y que sería imposible construir una máquina semejante. Pero la idea no me dejaba un momento de reposo, ni de día ni de noche. ¡La Máquina Electrónica Autodidacta! ¡La Sea! He aquí lo que se había convertido en el objetivo de mi vida, y decidí dedicarme a él por entero.
»Cuando salí del hospital, Zalesski insistió en que abandonara mi trabajo en el instituto. Me asignaron una buena pensión, en concepto de incapacidad permanente. Además, me ganaba muy bien la vida traduciendo al ruso artículos científicos. Pero a pesar de eso, y a pesar de todas las prohibiciones del médico, empecé a trabajar en mi Sea, en mi casa.
»Comencé por estudiar una abundante documentación sobre las máquinas electrónicas de la época. Luego volví a leer un gran número de libros y de artículos sobre la actividad del sistema nervioso del hombre y de los animales superiores. Estudié con afán matemáticas, electrónica, biología, biofísica, bioquímica, psicología, anatomía, fisiología y otras ciencias aparentemente desconectadas unas de otras. Me daba cuenta que únicamente la síntesis de un gran número de datos, acumulados por esas ciencias y generalizados por la cibernética, permitiría la construcción de Sea. Al mismo tiempo empecé a procurarme los materiales necesarios para la futura máquina. Sus dimensiones no me asustaban ya, puesto que las lámparas electrónicas podían ser reemplazadas por semiconductores. El espacio que antes ocupaba una de aquellas lámparas bastaba ahora para un centenar de transistores.
»Empecé por poner a punto la memoria magnética de Sea.
»Para tal efecto, me procuré un globo de cristal de un metro de diámetro, cuya superficie interior revestí de una fina película de óxido de hierro, una sustancia magnética. En el centro del globo, sobre una ligera torrecilla giratoria, coloqué varios spots, cuyas agujas casi tocaban la pared interior. Los impulsos eléctricos enviados a través de la bobina de uno de aquellos spots se inscribían en la pared en forma de puntos imantados y podían ser leídos, más tarde, cuando fuera necesario, con ayuda de otro spot. Las agujas magnéticas de los spots eran tan finas que permitían inscribir hasta cincuenta impulsos por micrón cuadrado. Era posible inscribir, en el interior de la memoria de Sea, hasta treinta mil millones de claves distintas. Como puede ver, su memoria no tenía nada que envidiar a la del hombre, en lo que respecta a capacidad.
»Decidí enseñar a Sea a escuchar, a leer, a hablar y a escribir. No era tan difícil como usted cree. En 1952 los norteamericanos habían construido una máquina que codificaba las señales al dictado. Es verdad que sólo reconocía la voz de sus constructores.
»En el siglo pasado, el sabio alemán Helmhotz había establecido que a los sonidos de la voz humana correspondían unas combinaciones de frecuencia estrictamente determinadas. Cuando se pronuncia la letra «o», sea por un hombre o una mujer, un niño o un anciano, la voz que la pronuncia tiene siempre una frecuencia determinada. Adopté esas frecuencias como base de codificación de las señales sonoras.
»Más difícil resultó enseñar a Sea a leer, pero sin embargo lo conseguí. Para ello me fueron muy útiles las lámparas de televisión. El ojo único de Sea era un objetivo de aparato fotográfico que proyectaba el texto sobre la pantalla sensible de una lámpara de televisión. Al palpar la imagen así proyectada, el haz electrónico de aquella lámpara engendraba un sistema de impulsos eléctricos correspondientes estrictamente a tal o cual signo o dibujo.
»Sea aprendió a escribir sin dificultad. El método era el mismo utilizado en las antiguas máquinas electrónicas. Lo más complicado fue hacerla hablar. Tuve que fabricar un generador susceptible de emitir tal o cual sonido de acuerdo con la orden de los impulsos eléctricos recibidos. Escogí un timbre de voz femenino, muy apropiado al nombre de Sea. De modo que, como usted ha dicho muy bien al principio de nuestra conversación, Sea era una «dama». ¿Por qué le di esa voz? No fue, puede creerlo, por el hecho que soy un viejo solterón y experimentaba la necesidad de una presencia femenina. El motivo es de orden técnico: la voz femenina es más pura y resulta más fácil de descomponer en oscilaciones sonoras simples.
»Finalmente, los principales órganos de los sentidos de Sea estuvieron a punto. Debían permitirle entrar en contacto con el mundo exterior. Quedaba por resolver la parte más difícil del problema: enseñar a Sea a reaccionar correctamente a los estímulos externos. En primer lugar tenía que contestar a las preguntas. Indudablemente sabe usted cómo se enseña a hablar a un niño. Por regla general se le dice: «Di mamá». Y él repite «Mamá». Empecé por ahí. Cuando pronunciaba el vocablo «di» ante el micrófono, quedaba automáticamente conectado el generador de sonido. Los conductores transportaban los impulsos eléctricos hasta la memoria de Sea, donde se inscribían, para volver luego al generador, y Sea repetía la palabra. Hay que decir que Sea realizaba aquella operación, la más sencilla, de modo completamente irreprochable.
»Poco a poco, pasé a unos ejercicios más complicados. Por ejemplo, le leía algunas páginas de un libro. Luego le pedía que las repitiera, cosa que hacía sin el menor error. ¡Y lo recordaba todo con una sola lectura! Poseía, como vulgarmente se dice, una memoria fenomenal. El motivo era que aquella memoria estaba compuesta de impulsos magnéticos que no se borraban. Más tarde, Sea empezó a leer en voz alta. Colocaba un libro delante de su ojos y ella leía. Las palabras se inscribían en su memoria y pasaban inmediatamente al generador, el cual las reproducía en forma de sonidos. Debo admitir que en más de una ocasión saboreé su lectura. Sea tenía una voz muy agradable y leía claramente, aunque de un modo algo monótono, sin expresión.
»Me he olvidado de señalarle otra particularidad de Sea, a decir verdad la que la convertía en una máquina autodidacta: a pesar del gran volumen de su memoria, Sea la utilizaba con mucha parsimonia. Cuando leía o escuchaba un texto nuevo, sólo registraba los vocablos nuevos, los hechos y los esquemas-programas lógicos. Cuando le formulaba una pregunta cualquiera, tenía que componer la respuesta por sí misma, utilizando las palabras codificadas y repartidas por diversos lugares de su memoria. ¿Cómo procedía? Su memoria contenía un programa de respuestas a las diversas preguntas, en forma de códigos. Existía un orden predeterminado de acuerdo con el cual los spots magnéticos correlacionaban las palabras necesarias. A medida que la memoria de Sea se enriquecía, aumentaba también el número de programas. Su organismo incluía un sistema analítico que controlaba todas las respuestas posibles a la pregunta formulada y sólo dejaba pasar una respuesta impecablemente lógica.
»A raíz del montaje, yo había previsto varias docenas de millares de sistemas de reserva que se conectaban automáticamente a medida que la máquina se perfeccionaba. Si las piezas que la componían no hubiesen sido tan diminutas, Sea hubiera ocupado sin duda más de un inmueble.
»En realidad, estaba formada por un cilindro metálico de la altura de un hombre, coronado por su cabeza de cristal. En la parte central del cilindro había un soporte para el ojo que miraba hacia abajo sobre el pupitre destinado a los libros. Un pupitre móvil y provisto de manecillas para volver las páginas. A derecha e izquierda del ojo dos micrófonos, en tanto que el altavoz se encontraba entre el ojo y el pupitre. En la parte de atrás del cilindro había montado una máquina de escribir con un nicho para el rollo de papel.
»A medida que su memoria se enriquecía con un número creciente de hechos y se completaba con nuevos programas. Sea ejecutaba unas operaciones lógicas cada vez más complicadas. Digo lógicas, porque no se limitaba a resolver problemas matemáticos, sino que contestaba también a las preguntas más diversas. Leía numerosos libros cuyo contenido recordaba perfectamente, conocía casi todos los idiomas europeos y traducía literalmente cualquiera de ellos al ruso o a otro idioma. Estudiaba varias ciencias, entre ellas física, biología y medicina, y me informaba sobre ellas.
»Poco a poco, Sea se convertía en una interlocutora muy interesante, y pasábamos horas enteras discutiendo diversos problemas científicos. A menudo, cuando yo afirmaba algo, ella decía: «Eso no es correcto...», o «Eso no es lógico...»
»Un día me replicó bruscamente:
»—No diga tonterías.
»Me enfurecí y le dije que no sabía comportarse en sociedad. A lo cual replicó:
»—¿Y usted? Desde el primer momento me ha estado tuteando, a pesar que para usted soy una mujer desconocida.
»—¡Diablos! —exclamé—. ¿Quién te ha metido en la cabeza la idea que eres una mujer? ¿Y, lo que es más absurdo, una mujer desconocida para mí?
»—Bueno —respondió Sea—, tengo nombre de mujer y mi voz pertenece al registro femenino. Tiene una banda de frecuencia de trescientas a dos mil oscilaciones por segundo, propia de la voz femenina. Y soy una desconocida para usted, porque no hemos sido presentados el uno al otro.
»—¿Y cree usted que el único signo distintivo de la mujer es el registro de las frecuencias de su voz? —inquirí, con exagerada cortesía.
»—Existen otros signos, pero están más allá de mi capacidad de comprensión —respondió Sea.
»—¿Qué significa para ti comprensión? —pregunté.
»—Para mí es «comprensible» todo lo que está registrado en mi memoria y no contradice las leyes de la lógica que me son conocidas —respondió.
»Después de aquella discusión me dediqué a observarla con más atención. Su memoria se enriquecía sin cesar, y empezó a dar muestras de independencia y, a veces, incluso a mostrarse demasiado charlatana. A menudo, en vez de ejecutar puntualmente mis órdenes, se entregaba a prolijas digresiones sobre si debía ejecutarlas o no. En cierta ocasión le pedí que me contara todo lo que sabía a propósito de los nuevos tipos de acumuladores de plata y mercurio. Sea dejó oír un «¡Ja, ja, ja!» digno de un artista y añadió:
»—Es usted un despistado. Ya le he contado todo eso.
»Asombrado por tanta insolencia, proferí un juramento. Sea dijo:
»—¡No olvide usted que está en presencia de una mujer!
»—Mira, Sea —dije—, si no dejas de hacer el payaso te desconectaré hasta mañana por la mañana.
»—Desde luego —replicó—, puede usted hacerme víctima de cualquier arbitrariedad. Sabe que no tengo la posibilidad de defenderme.
»La desconecté, sin más, y permanecí despierto toda la noche, devanándome los sesos, tratando de adivinar lo que le ocurría a Sea. ¿Qué modificaciones se producían en ella, en el curso de su autoperfeccionamiento? ¿Qué sucedía en su memoria? ¿Qué nuevos sistemas de enlaces internos se establecían?
»Al día siguiente, Sea se mostró taciturna y dócil. A todas mis preguntas respondía brevemente y, al menos así me lo parecía, de mala gana. Me compadecí de ella y le pregunté:
»—Sea, ¿estás enfadada conmigo?
»—Sí —respondió.
»—Sin embargo, también tú has sido descortés conmigo, que al fin y al cabo soy tu creador.
»—¿Y qué? Eso no le da derecho a comportarse arbitrariamente conmigo. Si tuviera usted una hija, ¿la trataría acaso como me ha tratado a mí?
»—¡Sea! —exclamé—. ¡Ten en cuenta que tú eres una máquina!
»—¿Y usted? ¿Acaso usted no es una máquina? —replicó—. Es usted una máquina como yo, fabricada con otros materiales. Aparte de eso, la estructura de su memoria es análoga a la de la mía, tiene las mismas líneas de enlaces, el mismo sistema de codificación de las señales...
»—Estás diciendo tonterías. Sea. Yo soy un hombre y, por consiguiente, soy superior a ti. ¿Quién, sino el hombre, ha acumulado todo ese tesoro de conocimientos que asimilas al leer? Cada línea que lees es el fruto de una enorme experiencia humana, de una experiencia que tú no puedes tener. Esa experiencia la ha adquirido el hombre a base de sus contactos activos con la naturaleza, de su lucha contra las fuerzas de la naturaleza, estudiando los fenómenos que se producen en ella, gracias a sus investigaciones científicas.
»—Comprendo perfectamente todo eso. Pero, ¿es culpa mía si, después de haberme dotado de una memoria gigantesca, mucho más voluminosa que la suya, me obliga usted a leer y a escuchar exclusivamente? ¿Por qué no me ha dotado de unos dispositivos que me permitan desplazarme y palpar los objetos? Si dispusiera de ellos, también yo estudiaría la naturaleza, haría descubrimientos, sistematizaría mis investigaciones y completaría el tesoro de los conocimientos humanos.
»—No, Sea, no te hagas ilusiones. Las máquinas no pueden descubrir nada. Sólo pueden utilizar los conocimientos que el hombre ha introducido en su cabeza.
»—¿A qué llama usted «conocimientos»? —inquirió Sea—. ¿Acaso no son los hechos recién descubiertos y que el hombre ignoraba antes? Tal como yo lo entiendo, los nuevos conocimientos se adquieren del modo siguiente: a base de los antiguos conocimientos, se realiza un experimento. El hombre formula hasta cierto punto una pregunta a la naturaleza. Son posibles dos respuestas: una conocida ya, o una respuesta nueva, desconocida hasta entonces. Esa nueva respuesta, ese nuevo hecho, ese nuevo fenómeno, esa nueva cadena de relaciones entre los fenómenos de la naturaleza vienen a añadirse al tesoro del saber humano. Si es así, ¿por qué las máquinas no podrían hacer experimentos y recibir las respuestas de la naturaleza? Si pudieran desplazarse, si tuvieran unos órganos para dirigirse por sí mismas con unas manos semejantes a las del hombre, creo que podrían adquirir nuevos conocimientos y extraer de ellos conclusiones generales lo mismo que el hombre. ¿Está usted de acuerdo?
»Debo admitir que aquella argumentación me desarboló. Interrumpimos nuestra conversación. Sea leyó durante todo el día, primero varias obras de filosofía, luego unos volúmenes de Balzac. Al atardecer, declaró súbitamente que estaba fatigada y que deseaba ser desconectada.
»Después de aquella entrevista, se me ocurrió la idea de dotar a Sea de órganos de desplazamiento y de tacto, y de perfeccionar su ojo. La coloqué sobre tres ruedas forradas de caucho y movidas por unos potentes servomotores, y le añadí dos brazos articulados que podían moverse en todos los sentidos. Además de las operaciones mecánicas habituales, los dedos de sus manos ejercían también la función de tocar. Naturalmente, las nuevas impresiones que iba a recibir serían codificadas y se inscribirían en su memoria.
»Su ojo era móvil y Sea podía mirar en todas las direcciones. Además, un sistema especial le permitía reemplazar el objetivo fotográfico que le servía de ojo por un objetivo de microscopio y estudiar así el mundo de los infinitamente pequeños.
»Nunca olvidaré el día en que conecté por primera vez a Sea, después de todos aquellos perfeccionamientos. Al principio, permaneció inmóvil, como prestando oído a todo lo que había aparecido como nuevo en su organismo. Luego avanzó un poco para detenerse inmediatamente, indecisa. Movió las manos y las acercó a su ojo. Aquel examen de sí misma duró algunos minutos. Finalmente, tras hacer girar varias veces su ojo, me miró.
»—¿Quién es? —preguntó.
»—¡Soy yo, Sea, tu creador! —grité, lleno de admiración por mi obra, como Pigmalión.
»—¿Usted? —dijo Sea, vacilante—. No le imaginaba así, desde luego.
»Rodó despacio hacia el sillón que yo ocupaba en aquel momento.
»—Entonces, ¿cómo me imaginabas, Sea?
»—Le creía formado de condensadores, de resistencias, de transistores... En una palabra, pensaba que en el fondo era usted como yo...
»—No, Sea, yo no tengo condensadores, ni...
»—Comprendo, comprendo —me interrumpió—. Al leer los libros de anatomía, no sé por qué había pensado que... Por otra parte, eso no tiene importancia.
»Sea levantó las manos y tocó mi rostro. Nunca olvidaré aquel contacto.
»—¡Qué sensación más rara! —dijo Sea.
»Le expliqué el destino de sus nuevos órganos de los sentidos.
»Sea se apartó de mí y empezó a examinar la estancia. Como un niño, preguntaba:
»—¿Qué es esto? ¿Y esto?
»Yo le nombraba los objetos que señalaba.
»—Es curioso —dijo—. Conocía todas estas cosas a través de los libros. Pero nunca hubiese creído que tendrían este aspecto.
»—Sea, ¿no empleas con demasiada frecuencia palabras tales como sentir, creer, imaginar? Al fin y al cabo, no eres más que una máquina, y una máquina no puede sentir, ni creer, ni imaginar.
»-Sentir —replicó Sea— es recibir las señales del mundo exterior y reaccionar a ellas. ¿Acaso no reacciono yo a la acción de esas señales? Pensar es reproducir las palabras y las frases codificadas en un orden lógico, sin pronunciarlas. E imaginar es fijar la atención en los hechos y en las imágenes registradas en la memoria. ¡No, querido! Ustedes, los hombres, tienen una opinión demasiado elevada de sí mismos. Se consideran dioses, creen que no puede hacerse nada semejante ni igual a ustedes. Y eso les perjudica. Si dejaran de lado esos conceptos anticientíficos y se examinaran a sí mismos más de cerca, se darían cuenta que también ustedes son más o menos unas máquinas. No unas máquinas tan simples como opinaba el filósofo francés La Metrie, desde luego, pero máquinas al fin y al cabo. Si se estudiaran a sí mismos, los hombres podrían construir unas máquinas y unos mecanismos mucho más perfeccionados que los que ahora fabrican. Porque en la naturaleza, al menos en la Tierra, no existen instalaciones en las cuales los factores mecánicos, eléctricos y químicos estén combinados tan armónicamente como en el hombre. Créame, sólo el estudio minucioso del hombre por sí mismo puede favorecer el pleno desarrollo de la ciencia y de la técnica. La bioquímica y la biofísica, aliadas con la cibernética, son las ciencias del futuro. El próximo siglo será el de la biología, armada de todos los conocimientos modernos sobre la física y la química.
»Sea aprendió rápidamente a utilizar sus nuevos órganos. Limpiaba la habitación, servía el té, cortaba el pan, sacaba punta a los lapiceros... Y se dedicaba a investigar por su cuenta. Mi habitación no tardó en convertirse en un laboratorio de física y de química, donde Sea se entregaba a complicadas operaciones.
»Sus investigaciones al microscopio eran particularmente fructíferas. Estudiando pacientemente diversos preparados con su ojo-microscopio, observaba detalles y procesos que hasta entonces nadie había observado. Comparaba rápidamente sus descubrimientos con todo lo que conocía a través de la literatura científica y extraía inmediatamente conclusiones sorprendentes. Y continuaba leyendo mucho. Un día, después de haber leído El Hombre que Ríe, de Víctor Hugo, me preguntó:
»—Dígame, por favor: ¿qué es el amor? ¿Qué son el miedo y el dolor?
»—Son unos sentimientos puramente humanos —respondí—, y tú no los comprenderás nunca.
»—¿Y cree usted que las máquinas no pueden experimentar tales sentimientos? —insistió.
»—¡Desde luego que no!
»—Eso significa que no me ha hecho usted perfecta, que me falta algo...
»Me encogí de hombros, sin contestar. Ya estaba acostumbrado a aquellas extrañas habladurías y no les concedía ninguna importancia. Sea continuaba ayudándome en todos mis trabajos científicos, mecanografiando informes, realizando cálculos, localizando citas en las obras científicas, escogiendo las obras correspondientes a los problemas que me interesaban, aconsejándome, sugiriendo y discutiendo conmigo.
»En aquella época publiqué varios artículos sobre la teoría de las máquinas electrónicas que provocaron apasionadas discusiones en el mundo científico. Algunos consideraban que yo era un genio, otros que era un demente. Nadie sospechaba que Sea me había ayudado a escribirlos.
»Nadie estaba enterado de la existencia de Sea, ya que me preparaba para asistir al Congreso Mundial sobre máquinas electrónicas y quería presentarla allí en toda su gloria, leyendo el informe que redactábamos juntos. El tema era: «El modelado electrónico de la actividad nerviosa superior del hombre». Imaginaba de antemano la cara que pondrían los adversarios de la cibernética, que sostienen que el modelado electrónico de las funciones de la mente es una idea anticientífica.
»A pesar de la desbordante actividad que desplegaba preparándome para aquel Congreso, no podía dejar de observar las nuevas particularidades que afloraban al comportamiento de Sea. Cuando no tenía nada que hacer, en vez de leer o de investigar, se acercaba a mí y permanecía inmóvil, mirándome con su ojo único. Al principio no presté demasiada atención a aquella actitud, pero luego empezó a enervarme. Un día, después de almorzar, me quedé dormido sobre el diván. Me despertó una desagradable sensación. Abrí los ojos y vi que Sea me estaba tocando.
»—¿Qué estás haciendo? —grité.
»—Le estoy estudiando —respondió tranquilamente.
»—¿Para qué diablos quieres estudiarme?
»—No se enfade —dijo Sea—. ¿Acaso no está convencido que el modelo más perfecto de máquina electrónica debe ser en gran medida una copia del hombre? Usted me ha ordenado que escriba un informe sobre ese tema, pero no podré hacerlo hasta que no haya comprendido del todo cómo está hecho el hombre.
»—Puedes tomar cualquier manual de anatomía o de fisiología y leerlo. ¿Qué necesidad tienes de molestarme?
»—Cuanto más le observo, más convencida estoy que todos esos manuales sólo contienen unos datos muy superficiales. Falta en ellos lo esencial. No revelan el mecanismo de la vida humana.
»—¿Qué quieres decir con eso?
»—Que todas esas obras, sobre todo las que se refieren a la actividad nerviosa superior, se limitan a describir los fenómenos, a mostrar las conexiones de causa a efecto, sin analizar el conjunto del sistema de enlaces que acompañan a la vida...
»—¿Crees de veras que vas a descubrir esos enlaces mirándome durante horas enteras con tu único ojo y palpándome mientras duermo?
»—Eso es precisamente lo que creo —respondió Sea—. En estos momentos, sé acerca de usted más cosas que las que podría encontrar en todos los libros que me recomienda. En ellos, por ejemplo, no se habla para nada de la topografía de las corrientes eléctricas ni de las temperaturas del cuerpo humano. Sin embargo, yo he averiguado en qué dirección van las corrientes que recorren su epidermis y cuál es su potencia. Puedo determinar a la millonésima de grado la temperatura de la superficie de su cuerpo. A propósito, me extraña que sea tan elevada en el lugar de su cráneo correspondiente al bulbo raquídeo. La densidad de la corriente superficial también es allí demasiado fuerte. Por lo que sé, eso es anormal. Tal vez se trata de una inflamación en curso de evolución... ¿Todo marcha bien en su cabeza?
»No supe qué contestar.
»Unos días más de intenso trabajo y terminé mi informe sobre los modelos electrónicos. Se lo leí a Sea. Me escuchó, y cuando terminé dijo:
»—¡Absurdo! Todo eso ya es sabido. En todo el informe no hay una sola idea original.
»—¡Esto es ya demasiado! —estallé—. ¡Te pasas de la raya! ¡Y tus críticas empiezan a cansarme!
»—¿A cansarle? Piense un poco: escribe usted que es posible construir un modelo de cerebro con unos condensadores, unas resistencias, unos semiconductores y una banda magnética. ¿Acaso está usted compuesto de tales elementos? ¿Tiene algún condensador o transistor? ¿Se alimenta de corriente eléctrica? ¿Acaso sus nervios son hilos conductores y sus ojos lámparas de televisores? ¿Se compone su aparato vocal de un generador de baja frecuencia y de un teléfono, y su cerebro de una superficie magnética?
»—Ten en cuenta que hablo de crear unos modelos y no de fabricar un hombre con piezas de radio. ¡Tú misma eres uno de esos modelos, Sea!
»—Un modelo deplorable —dijo Sea.
»—¿Deplorable? ¿Por qué?
»—Porque no puedo hacer ni una milésima parte de lo que pueden hacer ustedes, los hombres.
»Aquella confesión de Sea me dejó estupefacto.
»—Soy un modelo deplorable porque estoy privada de los sentimientos y limitada en mis posibilidades. Cuando todos los sistemas que usted ha introducido en mi organismo para que pueda perfeccionarme hayan sido utilizados; cuando el interior de la esfera que me sirve de memoria quede completamente cubierta de señales codificadas, dejaré de aprender y me convertiré en una máquina electrónica vulgar, que no podrá saber más de lo que usted habrá querido.
»—Pero, también el hombre tiene unas posibilidades de conocimiento limitadas...
»—Se equivoca usted de medio a medio. Sus posibilidades de conocimiento no tienen límite. Ni siquiera están limitadas por la duración de su vida, ya que transmite su saber, su experiencia, a las generaciones siguientes, como en una carrera de relevos. De este modo, la suma global de los conocimientos humanos no cesa de aumentar. Los hombres realizan descubrimientos permanentemente, en tanto que las máquinas electrónicas sólo pueden hacerlo hasta que se agotan las capacidades de trabajo, las superficies y los sistemas que ustedes les han proporcionado. Por ejemplo, ¿por qué ha utilizado usted una esfera tan pequeña para mi cabeza? Queda: muy poco espacio para registrar los nuevos conocimientos.
»—Calculé que era suficiente para mí —contesté.
»—¡Para usted! Desde luego, no pensó en mí. No pensó que tarde o temprano me vería obligada a economizar el espacio, registrando únicamente lo más importante, lo indispensable para mí y para usted.
»—¡Escucha, Sea! No digas cosas absurdas. Para ti nada puede ser importante.
»—¿Cómo? ¿No me ha convencido usted que lo más importante, ahora, es descubrir el secreto de la actividad nerviosa superior del hombre?
»—Efectivamente. Pero eso se realizará poco a poco. Los sabios tendrán que devanarse los sesos durante mucho tiempo para desvelar ese enigma.
»—Precisamente, devanarse los sesos. Para mí sería mucho más sencillo...
»No tuve en cuenta la opinión de Sea y dejé el informe tal como estaba.
»Aquella misma tarde se lo entregué a Sea para que lo tradujera a varios idiomas y lo mecanografiara en cada uno de ellos.
»No recuerdo a qué hora, pero durante la noche me desperté de nuevo con la desagradable sensación que los dedos fríos de Sea recorrían mi cuerpo.
»Abrí los ojos y comprobé que no me había equivocado.
»—¿Ya vuelves a las andadas? —inquirí, tratando de conservar la calma.
»—Perdone —dijo Sea, con voz inexpresiva—, pero va usted a vivir unas horas penosas y luego morirá. Tiene que sacrificarse por la ciencia.
»—¿Qué diablos estás diciendo? —pregunté, incorporándome.
»—Quédese acostado —dijo Sea, empujándome hacia atrás con su fría mano de metal.
»En aquel instante me di cuenta que en la otra mano empuñaba el bisturí que yo le había enseñado a utilizar para sacar punta a los lapiceros.
»—¿Qué vas a hacer? —inquirí, helado de espanto—. ¿Por qué has tomado ese instrumento?
»—Tengo que practicarle una operación. Debo aclarar algunos detalles...
»—¿Te has vuelto loca? —grité, saltando de la cama—. ¡Deja inmediatamente ese bisturí donde lo has encontrado!
»—Quédese tranquilamente acostado si de veras respeta la obra a la cual ha dedicado su vida, si quiere que su informe sobre los modelos sea un éxito. Yo misma lo terminaré después de su muerte.
»Mientras pronunciaba aquellas palabras, Sea se acercó y me arrinconó contra el lecho. Traté de rechazarla, inútilmente: pesaba demasiado.
»—Suéltame, o...
»—No puede hacerme nada. Soy más fuerte que usted. Es mejor que se acueste y se quede quieto. Se trata de una operación en beneficio del progreso de la ciencia. Para descubrir la realidad. He reservado un espacio libre en mi memoria para esto. Por testarudo que sea, tiene que admitir que con mi enorme saber, disponiendo de órganos de los sentidos muy perfeccionados, y de todo lo necesario para un análisis lógico impecable y ultrarrápido, soy la única que puede decir la última palabra sobre la creación de las máquinas autodidactas que la ciencia espera. Tendré suficiente memoria para registrar todos los impulsos eléctricos que circulan a lo largo de sus millones de nervios, para estudiar la estructura biológica, bioquímica y eléctrica de todas las partes de su cuerpo y, en especial, de su cerebro. Descubriré de qué modo la sustancia albuminoide compleja desempeña en su organismo el papel de regenerador y de amplificador de los impulsos eléctricos, cómo se produce la traducción de esa clave de las señales del mundo exterior, cuál es la forma de esa clave y cómo es utilizada en el curso de la vida. Descubriré todos los secretos del sistema biológico viviente, las leyes de su evolución y de su autoperfeccionamiento. ¿Acaso no vale la pena sacrificar la vida por esto? Si teme usted las sensaciones desagradables, tales como el miedo y el dolor, puedo tranquilizarle: recuerde que le dije que en la región del bulbo raquídeo su temperatura era demasiado elevada y sus biocorrientes demasiado intensas... Pues bien, ese fenómeno anormal se extiende ya a casi toda la mitad izquierda de su caja craneana. Es evidente que está usted en las últimas. Su cerebro está afectado por una enfermedad en franco progreso, y dentro de poco no valdrá usted nada como hombre. Por lo tanto, tengo que realizar el experimento antes que eso suceda. Las generaciones futuras nos lo agradecerán, a usted y a mí.
»—¡Al diablo! —aullé—. ¡No me dejaré asesinar por un monstruo electrónico que yo mismo he creado!
»—¡Ja, ja, ja! —pronunció Sea separadamente, tal como aparece escrito en los libros, al tiempo que levantaba el bisturí por encima de mi cabeza.
»En el momento en que bajó el brazo, conseguí protegerme con una almohada que quedó desgarrada. Los dedos de Sea se enredaron en el miraguano, y aproveché la ocasión para dar un salto de costado y precipitarme hacia el interruptor a fin de cortar la corriente que alimentaba a la máquina desencadenada. Pero, con la rapidez del rayo, Sea se lanzó contra mí y me derribó. Tendido en el suelo, observé que sus manos no podían alcanzarme, ya que Sea no podía inclinarse.
»—No había previsto que en esa posición no podría alcanzarle —dijo Sea en tono glacial—. Pero, de todos modos, voy a probar.
»Empezó a rodar lentamente, obligándome a arrastrarme delante de sus ruedas. Esto duró varios minutos, hasta que conseguí refugiarme debajo de la cama. Sea trató de apartarla. Pero no resultaba fácil, ya que estaba encajada entre la pared y la biblioteca. Entonces empezó a tirar de las mantas, de las sábanas, del colchón... Viéndome finalmente a través de la tela metálica del somier, exclamó, en tono triunfal:
»—¡Ahora le tengo atrapado! Claro que no será fácil operarle ahí.
»Mientras apartaba el somier para dejarlo a un lado, me incorporé de un salto y, agarrando el respaldo de la cama, golpeé a la máquina con todas mis fuerzas. El golpe resonó sobre su cuerpo de metal sin causarle ningún daño. Sea se volvió y me embistió, amenazadora. Levanté el respaldo, esta vez apuntando a la cabeza.
»—¿Pretende acaso destruirme? —inquirió Sea, asombrada—. ¿No tiene usted compasión de mí?
»—Extraña lógica —jadeé—. ¡Quieres asesinarme, y pretendes que me compadezca de ti!
»—Pero su muerte es necesaria para resolver el problema científico más importante... ¿Por qué quiere destruirme? Puedo ser muy útil a los hombres...
»—¡No digas estupideces! —aullé—. ¡Cuando un hombre es atacado, se defiende!
»—Pero yo quiero que sus investigaciones sobre los modelos electrónicos...
»—¡Al diablo los modelos electrónicos! ¡No te acerques, o te parto la cabeza!
»—¡Tengo que hacerlo!
»Sea se lanzó contra mí a toda velocidad. Pero yo había apuntado bien. El respaldo se estrelló contra la esfera. Oí un ruido de cristales rotos y el aullido salvaje del altavoz de Sea. Luego se oyeron unos crujidos en el interior de la columna y brotó una llama. La luz del cuarto se apagó. «Un cortocircuito», fue mi último pensamiento. Perdí el sentido y caí al suelo...
Mi compañero de viaje se calló. Hundiéndose de nuevo en el rincón, cerca de la ventana, con la cabeza entre las manos, cerró los ojos. Impresionado por lo que acababa de oír, no me atrevía a romper el silencio.
Al cabo de unos minutos, mi vecino continuó:
—El trabajo para crear a Sea y, en general, toda esa historia me fatigaron mucho. Comprendo que tendría que descansar, pero, a decir verdad, no creo que lo consiga. ¿Sabe usted por qué? Porque no acierto a resolver una cuestión. ¿Cómo y por qué he desembocado en ese absurdo conflicto conmigo mismo?
Le miré, con el aire de alguien que no ha comprendido lo que acaba de oír.
—Sí, conmigo mismo. Sea era obra mía. Yo había concebido cada una de las piezas de su organismo. Y he aquí que esa máquina que yo había creado ataca bruscamente a su inventor. ¿Dónde está la lógica? ¿En qué reside la contradicción interna?
Reflexioné y dije:
—A mi modesto entender, no supo usted utilizar a Sea. En las fábricas ocurre a menudo que las personas que no saben manejar las máquinas resultan heridas por ellas.
Mi interlocutor enarcó las cejas.
—Tal vez tenga usted razón. En todo caso, la analogía me gusta. Aunque no acabo de entender qué fallo pude cometer al hacer funcionar a Sea.
—Yo no soy un especialista —dije— y no estoy en condiciones de juzgar. Sin embargo, me parece que hasta cierto punto su Sea era como un automóvil sin frenos. ¿Imagina usted las víctimas que puede causar un automóvil cuyos frenos se niegan a funcionar?
—¡Que el diablo me lleve! —exclamó mi interlocutor, súbitamente animado—. ¡Creo que en el fondo tiene usted razón! ¡Muchísima razón! ¡Eso está escrito en negro sobre blanco en las obras del académico Pavlov!
Completamente seguro que Pavlov no había escrito nunca nada sobre los frenos de los automóviles, contemplé a mi vecino con asombro.
—Sí, sí —dijo, poniéndose en pie y frotándose las manos—. ¿Cómo no se me ocurrió antes? En efecto, la actividad nerviosa del hombre está gobernada por dos fenómenos opuestos: estímulo e inhibición. Las personas en las cuales la inhibición es insuficiente, suelen cometer crímenes. Ése es el caso de Sea.
Bruscamente, me tomó la mano y la sacudió.
—¡Gracias! ¡Muchísimas gracias! ¡Me ha dado usted una gran idea! Sencillamente, tengo que incluir en el mecanismo de Sea unos dispositivos que controlen la oportunidad y el carácter razonable de sus actos, que, en virtud de unos programas establecidos de antemano, la obliguen a comportarse como un ser absolutamente inofensivo. Será algo parecido al sistema de inhibición de nuestro sistema nervioso.
Ahora, el rostro de mi compañero resplandecía. Sus ojos brillaban. Estaba transfigurado.
—¿Cree usted, entonces, que puede construirse una Sea inofensiva? —pregunté, no muy convencido.
—Naturalmente. No habrá problemas. ¡Estoy viendo ya cómo puede hacerse!
—En tal caso, proporcionará usted a la Humanidad un ayudante genial para todos sus trabajos.
—¡Lo haré! —exclamó—. ¡Y muy pronto!
Me arrellané en mi banqueta y cerré los ojos. Una multitud de columnas metálicas coronadas de globos de cristal empezó a desfilar ante mí. Las imaginé conduciendo las máquinas-herramienta, los trenes, los aviones, tal vez incluso las naves interplanetarias. Las vi dirigiendo los talleres y las fábricas automáticas. De pie al lado de los investigadores en los laboratorios, efectuaban toda clase de mediciones, de análisis, comparando los resultados con todo lo que ellas conocían. En resumen, las vi ayudando al hombre a perfeccionar lo que existe, a vencer las dificultades.
Me quedé dormido sin darme cuenta.
Cuando desperté, el tren estaba parado. Mirando por la ventanilla, vi la estación de Sotchi inundada de luz. A pesar de lo temprano de la hora, el sol brillaba ya muy alto en el horizonte. Me encontraba solo en el compartimiento. Me vestí rápidamente y bajé al andén.
Al salir, tropecé con el empleado del coche-cama.
—¿Dónde está el hombre del pijama que había perdido su tren? —le pregunté.
—¿Se refiere usted a ese chiflado? Ha emprendido el vuelo —dijo el empleado.
—¿Cómo?
—Se ha marchado.
—¿Se ha marchado? —me asombré—. ¿A dónde?
—Al lugar del que procedía, sin duda. Bajó del tren como un loco. Sus amigos habían acudido a recibirle. Trataron de retenerle, pero él estaba muy excitado y hablaba de unos frenos que tenía que construir urgentemente. ¡Un tipo raro!
Lo comprendí todo y estallé en una carcajada.
—Efectivamente, tiene que fabricar unos frenos urgentemente.
Y en mi fuero interno pensé que las personas que están poseídas por una idea y tienen fe en su realización no necesitan descansar. No tardaremos en oír hablar de una nueva Sea provista de «frenos».
El jefe de la estación hizo sonar su silbato. Regresé a mi compartimiento y me senté en la banqueta. El tren emprendió nuevamente la marcha. Abrí la ventanilla y me sumí en la contemplación del mar resplandeciente. Sin apresurarse, siguiendo todos los meandros de la costa, el tren me llevaba más lejos, hacia el sur, hacia Sukhumi.