XII — Al servicio de cazadores furtivos
La ejecución de aquel plan resultó mucho más difícil de lo que pensaba. No tardé en encontrar el brazo principal del Congo y empecé a descender por él. Mi viaje se desarrolló felizmente. En aquel sector, el río es navegable y las fieras no se atreven a acercarse demasiado a sus orillas. Durante todo mi viaje a lo largo del río, que se prolongó por espacio de un mes, sólo oí una vez el rugido lejano de un león. Pero tuve un encuentro bastante desagradable con un hipopótamo. Era de noche. El hipopótamo estaba sumergido en el agua hasta el morro. No lo vi, y mientras nadaba choqué con aquella masa. El hipopótamo se hundió todavía más en el agua y empezó a golpearme el vientre con su cabezota. Me aparte. El animal ascendió de nuevo a la superficie, resopló furiosamente y salió en mi persecución. Pero conseguí escapar.
Llegué sin más tropiezos a Lukunga, donde vi una gran factoría belga, a juzgar por la bandera que ondeaba en ella. Por la mañana, muy temprano, salí del bosque. Y me dirigí hacia la casa balanceando mi trompa. Sin embargo, aquella maniobra no tuvo éxito. Dos enormes dogos me atacaron, ladrando furiosamente. Un hombre vestido de blanco salió de la casa, me vio y dio media vuelta rápidamente. Varios negros cruzaron el patio gritando y entraron corriendo en la casa. Luego... oí dos disparos de fusil. Sin esperar el tercero, me encaminé hacia el bosque y me marché de allí.
Una noche cruzaba un bosque poco tupido, de los que abundan en el África central. Una vegetación enclenque, un terreno pantanoso bajo los pies, unos troncos de árboles negros. Había llovido torrencialmente y la noche era bastante fresca. A pesar de mi gruesa piel, soy muy sensible a la humedad, como todos los elefantes. Cuando lluevo no me quedo quieto, sino que me desplazo para calentarme.
Hacía varias horas que andaba cuando bruscamente vi delante de mí el resplandor de una fogata. El lugar era bastante silvestre. Ni siquiera había poblados negros por los alrededores. ¿Quién había podido encender la fogata? Apresuré el paso. El bosque se convirtió en una sabana de hierba no demasiado alta. A unos quinientos metros del bosque podía verse una tienda destartalada. Delante de ella ardía una fogata y dos hombres, europeos a juzgar por su aspecto, estaban sentados junto a ella. Uno de los dos hombres removía algo en la marmita colgada encima del fuego. El tercero, un indígena, un hermoso negro semidesnudo, permanecía en pie como una estatua de bronce, no lejos de la fogata.
Me acerqué lentamente al fuego sin apartar mis oídos de los hombres. Cuando se dieron cuenta de mi presencia, me dejé caer de rodillas como hacen los elefantes domesticados ofreciendo su lomo para ser cargados. Un hombre de baja estatura empuñó bruscamente su fusil con la evidente intención de disparar. Pero, en el mismo instante, el indígena gritó, en un inglés chapurreado:
—¡Tu no hacer eso! ¡Ser un elefante bueno! ¡Un elefante domesticado!
Y corrió a mi encuentro.
—¿Quieres apartarte? ¡O te agujereo tu negra piel! ¡Eh, tú como te llames! —grito el blanco.
—Llamarme Mpepo —respondió el indígena, sin apartarse de mí. Por el contrario, se acercó todavía más, como si quisiera protegerme con su cuerpo contra la bala—. ¿Tú ver, bwana? Ser muy manso —añadió, acariciando mi trompa.
—¡Apártate de ahí, simio! —gritó el hombre del fusil—. Voy a disparar. A la una, a las dos...
—Espera, Bakala, —dijo el otro blanco, un hombre alto y delgado—. Mpepo tiene razón. Tenemos bastantes colmillos, pero transportarlos hasta Matadi no resultará fácil ni barato. Ese elefante parece manso. Poco nos importa de quién sea y por qué se pasea de noche. Podría sernos muy útil. Un elefante levanta una tonelada, pero tan cargado no puede llegar muy lejos. Pongamos media tonelada. En otras palabras, un elefante puede reemplazar a treinta o cuarenta porteadores, ¿comprendes? Y no nos costará un céntimo. Y cuando ya no lo necesitemos, lo mataremos y añadiremos sus colmillos a nuestra colección. ¿Qué te parece la idea?
El llamado Bakala escuchaba con impaciencia y trató varias veces de disparar. Pero cuando su compañero hubo calculado cuanto les costarían los porteadores que el elefante podía reemplazar, aceptó aquellos argumentos y bajó su fusil.
—¡Eh, tu! ¡Como te llames! —gritó, dirigiéndose al indígena.
Más tarde me enteré de que Bakala llamaba siempre al negro de aquel modo, y que el negro respondía invariablemente «Llamarme Mpepo».
—Ven aquí. Trae al elefante.
Obedecí de buena gana la indicación de Mpepo, que me invitaba a acercarme más a la fogata.
—¿Qué nombre le pondremos? Ya está: le llamaremos Truhán. ¿Qué opinas, Cox?
Miré a Cox. En su aspecto todo tenía un tinte azulado. Me impresiono especialmente su nariz, que parecía recién teñida o de color lila. Su cuerpo azulado estaba cubierto por una camisa azul desvaído. Cox hablaba con una voz aguardentosa que también me pareció azulada, ceceante y gutural. Aquella voz parecía tan decolorada como su camisa.
—No está mal —admitió—. Le llamaremos Truhán.
Cerca del fuego, un montón de harapos se movió y una voz de bajo, aunque muy débil, se dejó oír.
—¿Qué ha pasado?
—Siempre acabas por dar señales de vida —dijo tranquilamente Bakala, dirigiéndose a los harapos—. Y nosotros que creíamos que te habías tragado ya tu certificado de nacimiento...
El montón de harapos se entreabrió para dar paso a un grueso brazo. Detrás del brazo, un hombre alto y de sólido armazón se incorporó y se sentó, apoyándose sobre sus manos para no caer.
Tenía un rostro muy pálido y una barba muy enmarañada. Era evidente que aquel hombre estaba enfermo.
Dos ojos apagados se posaron en mí. El enfermo sonrío y dijo:
—Un cuarto vagabundo viene a unirse a los otros tres. Piel blanca: alma negra. Piel negra: alma blanca. ¡Y pensar que el único hombre honrado es Babuka!
Y el enfermo se dejó caer de nuevo hacia atrás, completamente agotado.
—Está delirando —dijo Bakala.
—Su delirio empieza a resultar fastidioso —replico Cox—. Plantea adivinanzas. ¡Y pensar que el único hombre honrado es Babuka! ¿Te das cuenta de lo que significa eso? Nuestro Mpepo pertenece a la tribu de los babuka. Puedes comprobarlo fácilmente si examinas sus dientes: de acuerdo con la costumbre babuka, los incisivos superiores están rotos. Sucede que él es el único hombre honrado, en tanto que nosotros, por lo visto, somos unos granujas.
—Incluido el propio Brown. Su piel es más blanca que la nuestra: por lo tanto, su alma tiene que ser más negra. ¡Eh, Brown! ¿También tu eres un granuja?
Pero Brown no contestó. Ha vuelto a perder el conocimiento.
—Mejor. Y sería mucho mejor aun que no lo recobrara más. Ahora no sirve para nada y es un estorbo.
—Cuando se haya restablecido valdrá tanto como nosotros dos.
—Tampoco eso resultará demasiado agradable. ¿No te das cuenta de que está de más?
Brown murmuró algo en su delirio.
—¡Eh, tú! ¡Como te llames!
—Llamarme Mpepo.
—Ata al elefante a un árbol para que no se largue.
—No, él no marcharse —respondió Mpepo, acariciándome una pata.
A la mañana siguiente pude examinar mejor a mis nuevos amos. El que más me agradó fue Mpepo. Estaba siempre alegre, sonriente, mostrando sus blancos dientes con un espacio vacío: el que debían ocupar los dos incisivos superiores. A Mpepo aparecían gustarle los elefantes y me prodigaba muchos cuidados. Lavaba mis orejas, mis ojos, mis patas y los pliegues de mi piel. Me traía bayas y frutas sabrosas que iba a buscar para mí.
Brown estaba enfermo y no pude formarme una idea más o menos completa de él. Su rostro y su franqueza, cuando hablaba con sus compañeros, me complacían. Pero Bakala y Cox me desagradaban profundamente. De un modo especial Bakala. Llevaba un traje sucio y desgarrado, de una tela muy buena y de un corte impecable. Un traje propio de un turista muy rico. Y tenía la impresión de que Bakala había adquirido aquel traje utilizando medios inconfesables. Es probable que hubiera asesinado a un viajero inglés distinguido para desvalijarle. Llevaba un gran revolver y un cuchillo de respetable tamaño colgados de un ancho cinturón. Era un hombre sin patria ni familia, sin profesión determinada.
Cox, el azulado, era un inglés que había topado con la ley en su país. Los tres eran cazadores furtivos. Cazaban elefantes por sus colmillos, burlando todas las leyes y todas las fronteras.
Mpepo era su guía y su instructor. A pesar de su juventud, era un experto en la caza del elefante. Es cierto que sus procedimientos resultaban brutales y bárbaros. Pero no conocía otros. Utilizaba los que había aprendido de sus mayores. En cuanto a los cazadores furtivos, se mofaban de todo. Rodeaban a los elefantes con un círculo de fuego y los remataban cuando estaban medio asfixiados por el humo y cubiertos de quemaduras. Mpepo les era muy útil.