XIV — Cuatro cadáveres y el marfil
Aquella noche, Cox estaba de guardia. Los demás se acostaron temprano. Mpepo se quedó inmediatamente dormido. También Brown, que estaba fatigado, dormía profundamente. En cuanto a Bakala, no hacía más que dar vueltas bajo su manta, por lo que supuse que no dormía. Me convencí de ello al ver que levantaba la cabeza y dirigía una interrogadora mirada a Cox. Este hizo un gesto negativo, como diciendo: «Es demasiado pronto».
Una luna cornuda apareció encima del bosque, iluminándolo con una pálida claridad. En alguna parte del bosque, una bestezuela, acosada por una fiera, emitió un grito plañidero, como un niño asustado. Aquel sonido no despertó a Brown. Dormía a pierna suelta. Cox hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Y Bakala, que espiaba todos los movimientos de su cómplice, se levantó inmediatamente y se llevó la mano a la espalda, sin duda para sacar su arma del bolsillo posterior del pantalón. Comprendí que tenía que actuar. Utilicé un truco que suelen emplear los elefantes indios cuando quieren asustar a su enemigo: apoyan fuertemente la punta de su trompa en el suelo y empiezan a soplar. Se oye entonces un sonido raro, espantoso: una serie de crujidos y ronquidos capaces de despertar a un difunto. Y Brown no estaba muerto.
—¿Quién diablos esta tocando el trombón? —dijo, levantando la cabeza y frunciendo los ojos.
Bakala se agachó.
—¿Qué te pasa? ¿Estás bailando? —le preguntó Brown.
—¡Ese maldito elefante me ha despertado! ¡Vamos, largo de aquí!
Pero no me marché, y al cabo de unos instantes, cuando Brown se disponía de nuevo a dormir, repetí el truco. Cox se acercaba ya a él con el revólver en mano, cuando inicié mi trompeteo. Brown se levantó de un salto, corrió hacia mi y me propinó un fuerte golpe en la trompa con el filo de la mano. Un golpe muy doloroso. Enrollé apresuradamente mi trompa y me alejé.
—¡Te mataré, asqueroso animal! —gritó Brown—. Eso no es un elefante, es un demonio. Mpepo, échale de aquí. ¿Qué haces con el revolver en la mano? —preguntó, dirigiéndose a Cox.
—Iba a disparar contra Truhán, para que se largara.
Brown volvió a acostarse. Yo me aparté un poco, sin dejar de vigilar el campamento.
—¡Maldito elefante! —dijo Cox con voz sibilante, amenazándome con el puño.
—Huele a alguna fiera —intervino Mpepo.
El muchacho quería justificar mi actitud, sin sospechar que se acercaba mucho a la verdad. Sí, había berreado porque había olfateado a dos fieras bípedas.
Apuntaba el alba cuando Cox hizo una seña a Bakala. Cox se precipitó hacia Brown, y Bakala hacia Mpepo. Los dos dispararon simultáneamente. Mpepo profirió un grito estridente, como aquella bestezuela que había chillado a primeras horas de la noche, se incorporó, volvió a caer y sus piernas se agitaron convulsivamente. En cuanto a Brown no profirió un sólo grito. Todo había sucedido con tanta rapidez, que no me dio tiempo a advertir a los desdichados...
Pero Brown estaba aun con vida. Se incorporó súbitamente, se apoyó en el codo de su brazo derecho y disparó contra Cox, que acababa de inclinarse sobre él. Cox cayó fulminado. Cubriéndose con su cadáver, Brown empezó a disparar contra Bakala. Este gritó:
—¡Ah! ¡Sucio tramposo!
Disparó una vez y echó a correr. Pero, tras haber dado unos cuantos pasos, giró bruscamente sobre si mismo, como les sucede a los hombres que han sido alcanzados por una bala en la cabeza, y cayó al suelo. Brown exhaló un suspiro y se tumbó de espaldas. Un olor penetrante a sangre se esparció por el claro. Todo estaba en silencio. Oí jadear a Brown y me acerqué a él. Sus ojos estaban ya empañados. Pero hizo un movimiento convulsivo y efectúo otro disparo. La bala me arañó ligeramente La piel cerca de la rodilla de la pata derecha.