IX — Ring se convierte en elefante
Había que bajar del árbol. Emocionado contemplé la pista que ahora recordaba un campo de batalla. Los elefantes estaban acostados sobre el flanco, mezclados con las hembras y las crías de puercoespín. Pero, ¿duraría mucho aquella embriaguez? ¿Y si los elefantes se levantaban antes de que hubiésemos terminado el trasplante de cerebro? Y los animales, como para asustarme más, agitaban de cuando en cuando sus trompas y gemían en sueños.
Pero Wag no les prestaba la menor atención. Descendió rápidamente y empezó a trabajar. Mientras los Fans se dedicaban a matar a los puercoespines dormidos, el profesor y yo procedimos a practicar la operación. Todo estaba preparado. Wag había encargado de antemano unos instrumentos quirúrgicos que pudieran vérselas con los sólidos huesos del elefante. Se acercó al jefe, sacó de la caja un cuchillo esterilizado, practicó unas incisiones en la cabeza del animal, apartó la piel y empezó a aserrar el cráneo. El elefante agitó varias veces la trompa.
Aquello me ponía nervioso, pero Wag me tranquilizó:
—No tema. Respondo del efecto de mi narcótico. No se despertará antes de tres horas, y durante ese tiempo espero que habré podido sacar su cerebro; después de esto, ya no será peligroso para nosotros.
Y continuó aserrando metódicamente el cráneo. Los instrumentos eran buenos, y Wag no tardó en levantar una parte del hueso parietal.
—Si tiene usted ocasión de cazar elefantes —me dijo—, sepa que sólo podrá matarlos si toca este pequeño lugar —y Wag me mostró un espacio entre el ojo y la oreja no mayor que la palma de la mano—. He aleccionado ya al cerebro de Ring para que proteja ese espacio.
Con bastante rapidez, Wag sacó la materia cerebral de la cabeza del elefante. Pero en aquel momento ocurrió algo inesperado. El elefante, privado del cerebro, se movió, agitó su enorme cuerpo y, ante nuestras miradas estupefactas, se levantó y echó a andar. Pero no parecía ver nada delante de sí, a pesar de que sus ojos estaban abiertos. Tropezó con el cuerpo de otro elefante tendido en el suelo y se desplomó. Su trompa y sus piernas se agitaron convulsivamente.
«¿Es posible que muera?», pensé, preocupado.
Wag esperó a que el elefante dejara de moverse y continuó la operación.
Ahora está muerto —dijo—, como es lógico en un animal desprovisto de cerebro. Pero lo resucitaremos. No es muy difícil. Páseme en seguida el cerebro de Ring. Con tal de que no se produzca una infección...
Después de haberme lavado cuidadosamente las manos, saqué del cráneo que habíamos traído el cerebro de Ring y se lo entregué al profesor.
—Muy bien —dijo, colocándolo en el cráneo del elefante.
—¿Encaja? —pregunté.
—Es un poco pequeño. Pero eso no tiene importancia. Peor sería que fuera demasiado grande y no pudiera entrar en la caja craneana. Ahora, falta lo esencial: conectar los extremos de los nervios. Cada uno de los nervios que voy a coser constituirá un contacto entre el cerebro de Ring y el cuerpo del elefante. Puede usted descansar. Quédese sentado y mire, pero no me moleste.
Y Wag empezó a trabajar cuidadosamente pero con una rapidez extraordinaria Era un verdadero artista. Sus dedos recordaban los de un virtuoso del piano interpretando un pasaje difícil. Una gran atención se leía en su rostro, y sus ojos miraban a un solo punto, lo cual le sucedía en los casos de extremo recogimiento. Era evidente que en aquel momento las dos mitades de su cerebro realizaban el mismo trabajo, controlándose, hasta cierto punto, la una a la otra. Finalmente, Wag cubrió el cerebro con la tapa craneana, colocó unas grapas metálicas y cosió la piel.
—Perfecto. Ahora, si todo sale bien, solo quedarán unas cicatrices en la piel. Pero creo que Ring me lo perdonará.
«¡Ring me lo perdonará!» Ya, ahora, el elefante se ha convertido en Ring, o Ring se ha convertido en elefante. Me acerqué al animal en cuya cabeza se encontraba el cerebro humano y miré con curiosidad los ojos abiertos. Aparecían tan desprovistos de toda vida como antes.
—¿A que es debido eso? —inquirí—. El cerebro de Ring tiene que estar consciente y, sin embargo, sus... (no podía decir ni los del elefante, ni los de Ring) ojos parecen vidriosos.
—Es muy sencillo —respondió Wag—. Los nervios que parten del cerebro están cosidos, pero aun no se han soldado. He advertido a Ring que no tratara de moverse antes de que los nervios se hallaran en condiciones. He adoptado medidas para que eso ocurra lo antes posible.
El sol empezaba a declinar ya hacia el oeste. Los Fans, sentados a orillas del agua cerca de las fogatas, asaban la carne de los puercoespines y se atracaban de ella. Algunos la devoraban completamente cruda. De pronto, uno de los elefantes embriagados empezó a berrear ruidosamente. Aquella llamada penetrante despertó a los otros, que se irguieron sobre sus patas. Wag, los Fans y yo nos pusimos precipitadamente a salvo en los matorrales. Los elefantes, que se tambaleaban aun, se acercaron al jefe, le palparon prolongadamente, le olfatearon con sus trompas y conferenciaron en su idioma. Imagino lo que debía experimentar Ring si podía ya ver y oír. Finalmente, los elefantes se marcharon. Regresamos al lado de nuestro paciente.
—Cállese y no conteste nada —dijo Wag, dirigiéndose al elefante, como si este pudiera hablar. A lo único que puedo autorizarle es a guiñar los ojos, si se encuentra ya en condiciones de hacerlo. Ahora, si ha entendido lo que acabo de decirle, guiñe los ojos dos veces.
El elefante guiñó los ojos dos veces.
—¡Muy bien! —dijo Wagner—. Hoy tendrá que quedarse acostado, sin moverse; mañana tal vez le permitiré que se levante. Para que no le molesten los elefantes ni otros animales, bloquearemos la pista y encenderemos fogatas.
24 de julio. Hoy, el elefante se ha levantado por primera vez.
—¡Le felicito! —dijo Wag—. Ahora, qué nombre vamos a ponerle? No podemos revelar a los demás nuestro secreto. Le llamaré Sapiens. ¿De acuerdo?
El elefante inclinó afirmativamente la cabeza.
—Para podernos expresar, utilizaremos la mímica, por el sistema Morse. Puede usted agitar la punta de su trompa: hacia arriba, un punto; de costado, una raya. Y, si le parece más cómodo, conteste por medio de sonidos. Trate de agitar la trompa.
El elefante empezó a moverla, pero de un modo raro: la trompa giraba desordenadamente, como una articulación descoyuntada.
—Es la falta de costumbre. Hasta ahora, nunca tuvo usted trompa, Ring. Veamos a continuación si puede andar.
El elefante dio algunos pasos, pero las patas traseras le obedecían visiblemente mejor que las delanteras.
—Si, tendrá usted que aprender a ser elefante, Ring. A su cerebro le falta mucho de lo que poseía el del elefante. aprenderá en seguida a desplazar sus piernas, a mover la trompa y las orejas, pero el cerebro del elefante está dotado de instintos natos, quintaesencia de la experiencia de centenares de miles de generaciones de elefantes. Un verdadero elefante sabe defenderse de diversos enemigos y dónde encontrar la comida y el agua. Usted ignora todo eso. Tendrá que aprenderlo a base de experiencia, la experiencia que ha costado la vida a muchos elefantes. Pero no se asuste, Sapiens. Estará con nosotros. Cuando se haya repuesto definitivamente, vendrá con nosotros a Europa. Si quiere podrá vivir en su país, en Alemania, o venir conmigo a las URSS. Allí vivirá en un parque zoológico. Pero, ¿cómo se encuentra?
Al parecer, a Sapiens le resultaba más fácil expresarse por medio de sonidos que agitando su trompa. Empezó, pues, a emitir unos sonidos cortos y largos. Wag escuchaba (en aquella época yo no había aprendido aun el sistema Morse) y me traducía:
—Tengo la impresión de que mi campo visual es más restringido, aunque debido a la altura de mi cuerpo puedo proyectar la vista más lejos. En cambio, mi oído y mi olfato son extraordinariamente finos y sutiles. Nunca imaginé que pudieran existir tantos sonidos y olores. Oigo una cantidad infinita de ruidos, y para expresarlos me faltarían palabras en un idioma humano. Silbido, roce, crujido, chasquido, chirrido, piulido, estridor, gemido, ladrido, grito, gorjeo, gruñido, trepidación, castañeteo, chisporroteo... un par de docenas de palabras más, tal vez, y el léxico humano para traducir el mundo de los sonidos queda agotado. Oigo las carcomas que horadan la corteza de un árbol: ¿cómo expresar con palabras ese concierto disonante que percibo claramente?
—Esta usted progresando, Sapiens —dijo Wag.
—¡Y los olores! —continuó Ring, describiendo sus nuevas sensaciones—. Ahí me pierdo y no puedo hacerles comprender ni siquiera aproximadamente lo que percibo. Sólo pueden comprender que cada árbol, cada objeto posee su olor especifico. El elefante inclinó la trompa hacia el suelo, olfateo y continuó: aquí huele a tierra. Huele a hierba que algún herbívoro que iba a abrevar ha dejado caer. Huelo a puercoespín, a búfalo, a cuero áspero. Y también a cobre... No comprendo de donde puede proceder este ultimo olor. ¡Ah, si! Veo un poco de hilo de cobre que ha dejado usted caer, Wagner.
—¿Es posible eso? —inquirí—. La finura de percepción está determinada, no sólo por la sutileza de los órganos periféricos, sino también por el desarrollo correspondiente del cerebro.
—Si —respondió Wag—. Cuando el cerebro de Ring se haya adaptado, percibirá los olores tan bien como un elefante. En este momento, su capacidad olfativa es mucho menor que la de un verdadero elefante. Pero la finura de los aparatos auditivo y olfativo confieren a Ring una enorme ventaja.
Se volvió hacia Ring:
—¿Cree usted que podrá llevarnos a lomos hasta nuestro campamento de la colina?
El elefante asintió con la cabeza. Cargamos sobre su espalda una parte de nuestros equipajes. Con su trompa, el elefante nos instaló a Wag y a mi junto a ellos. Los Fans iban a pie.
—Creo —dijo Wag— que dentro de dos semanas Sapiens se encontrará perfectamente. Entonces nos llevará a Boma y desde allí, por mar, regresaremos a nuestro país.
Cuando llegamos a la colina, Wag le dijo a Sapiens:
—Aquí tiene usted alimento en abundancia. Pero quiero rogarle que no se aleje demasiado de nuestro campamento, sobre todo por la noche. Pueden acecharle toda clase de peligros, que si bien para un elefante normal no serían problema, a usted podrían plantearle serias dificultades.
El elefante asintió con la cabeza y empezó a romper con su trompa las ramas de los árboles contiguos.
De repente, emitió una especie de gemido y corrió hacia Wagner.
—¿Qué le pasa? —inquirió Wag.
El elefante acercó su trompa al rostro del profesor.
—¡Vaya, vaya! —dijo Wag, en tono de reproche—. Mire —me dijo, señalando en la trompa un apéndice en forma de dedo. Su sensibilidad supera la de los dedos de los ciegos. Es el órgano más delicado del elefante. Y nuestro Sapiens se las ha arreglado para herírselo con un pincho.
Wag se lo extrajo con mucho cuidado.
—Ponga atención —le dijo a Sapiens en tono grave—. Un elefante con la trompa herida es un inválido. Ni siquiera podría beber. Tendría que entrar cada vez en un río o en el lago y tragar agua, en vez de recogerla con la trompa y verterla en la garganta, como hacen normalmente los elefantes. Aquí hay muchas plantas espinosas. Vaya un poco más lejos. Aprenda a distinguir las especies.
El elefante suspiró, sacudió su trompa y se dirigió hacia el bosque.
27 de julio. Todo va bien. Nuestro elefante come mucho. Al principio se mostraba difícil y trataba de alimentarse únicamente de hierba, de hojas y de las ramas más tiernas. Pero como no llegaba a hartarse, empezó a comportarse como un verdadero elefante, devorando unas ramas tan gruesas como el brazo.
Alrededor de nuestro campamento los árboles tienen un aspecto lastimoso, como si hubiese caído un meteorito o hubiesen pasado por allí unos satélites. No queda una sola hoja en los arbustos ni en las ramas inferiores de los grandes árboles. Las ramas están rotas, desnudas. La corteza arrancada. En el suelo se ven trozos de ramas, troncos de árboles derribados, excrementos. Sapiens pide disculpas. Pero, «la situación obliga», como le dice a Wag con ayuda de sus señales sonoras.
1 de agosto. Esta mañana, Sapiens no ha regresado. Al principio, Wagner no se ha preocupado demasiado.
—No es un alfiler, ya lo encontraremos. ¿Qué puede pasarle? Ningún animal se atreverá a atacarle. Se habrá alejado excesivamente esta noche.
Pero transcurrieron las horas y Sapiens no regresaba. Finalmente decidimos salir en su busca. Los Fans, estupendos rastreadores, no tardaron en localizar sus huellas. Las seguimos. Un viejo Fan, estudiando las huellas, leyó rápidamente en voz alta su significado.
Aquí ha comido hierba, y luego se ha puesto a devorar los arbustos tiernos. Después se ha marchado más lejos. Diríase que ha dado un salto: debió asustarse de algo. He aquí lo que le asustó: las huellas de un leopardo. Un salto. El elefante echa a correr. Lo rompe todo a su paso. ¿Y el leopardo? Huye también... Huye del elefante. En sentido contrario.
Las huellas de Sapiens nos llevaron lejos del campamento. Vimos que había cruzado un claro pantanoso. Las huellas estaban llenas de agua. El animal se había atascado y luego había continuado su camino, retirando con visible esfuerzo sus patas del pantano. Llegamos a la orilla del río. El Congo. El animal se ha echado al agua. Ha debido cruzarlo a nado.
Nuestros guías salieron en busca de un poblado, encontraron una canoa y pasamos a la otra orilla. Pero una vez allí no localizamos las huellas del elefante. ¿Se habría ahogado? Esas bestias saben nadar. Pero, ¿sabía hacerlo Ring? ¿Había podido aprender a nadar a la manera de los elefantes? Los Fans sugirieron la hipótesis de que se había dejado arrastrar por el agua. Recorrimos varios kilómetros siguiendo la corriente. No encontramos ninguna huella. Wag estaba abrumado. ¿Qué había sido del elefante? ¿Estaría con vida? ¿Cómo viviría en el bosque, entre las fieras?
8 de agosto. Hemos perdido toda una semana buscando al elefante. Todo ha sido inútil. Ha desaparecido sin dejar ningún rastro. Vamos a pagar a nuestros guías y a regresar a la patria.