I

La cascada caía por un precipicio de un centenar de metros de profundidad. Desde lejos, parecía una cinta verde-azulada colgada de una roca gris. El otro extremo de la cinta se perdía en una nube blanca de espuma en el lugar donde la cascada se estrellaba contra los peñascos del fondo. Zavyalov apretó su mejilla derecha contra la fría aspereza de la roca. La cascada se encontraba enfrente mismo de él. Desde tan cerca, no parecía ya una cinta verde-azulada, sino lo que era: un torrente de agua, potente y embravecido, ávido por ahogar entre sus espumas todo lo que cayera al alcance de su helado abrazo. Zavyalov volvió la cabeza y apretó la mejilla izquierda contra la roca.

Su mirada viajó a lo largo del basalto desnudo. No, no existía ninguna posibilidad de trepar por aquella escarpada pared. Experto montañero, se había dado cuenta ya cuando se encontraba al pie del acantilado, tres cuartos de hora antes. Pero decidió intentarlo, de todos modos. Y lo había intentado, buscando una precaria ayuda en cada saliente de roca, en cada grieta producida por las raíces de alguna planta. Había tardado tres cuartos de hora en llegar a aquella especie de repisa rocosa. Cuarenta y cinco minutos de inmenso riesgo. No debió acometerlo, pensaba ahora.

Zavyalov movió de nuevo cautelosamente la cabeza, esta vez mirando hacia arriba. Su objetivo estaba muy próximo. Unos veinte metros más alto y al otro lado de la cascada. Se veían figuras humanas esculpidas en la roca, algunas con arcos tensos, otras arrojando lanzas, otras corriendo, simplemente.

Debajo mismo del grupo escultórico se abría la oscura boca de la cueva, rematada por una enorme cruz negra que discurría a través del grupo y destruía algunas de las figuras; evidentemente, había sido añadida más tarde.

Aquellas esculturas primitivas fueron lo primero que despertó su interés. Representaban todo un hallazgo, a semejante altitud, casi contigua a la línea de nieve, y Zavyalov pensó lo que darían un arqueólogo o un etnólogo por encontrarse en su lugar. Desde luego, un grupo de cuatro geólogos y su guía, un cazador local, no eran los más indicados para efectuar investigaciones arqueológicas. Pero lo que realmente le interesaba a él en aquel momento era algo distinto. ¿Cómo habían conseguido llegar a la cueva las personas que dejaron detrás de ellas huellas eternas de su presencia?¿Acaso utilizaban otras rutas de acceso, más cómodas? ¿Acaso la cascada, que ahora aparecía en su camino, se formó en una época posterior, cortando el acceso a la cueva desde este lado?

La aguda mirada de Zavyalov localizó algunos puntos de apoyo para los pies. Irguiéndose sobre ellos, podría alcanzar un pequeño arbusto, que debía ocultar alguna fisura en la roca. Desde allí, apoyando el pie izquierdo en aquella losa negra, se podía pasar a una repisa de unos cinco metros de longitud. Aquello resultaría fácil de escalar..., si el camino hasta la cueva continuaba más allá de la cascada. No era una empresa fácil, pero podía escalarse.

Mientras trepaba, dos grandes orugas verdes se deslizaron junto a la mejilla de Zavyalov. Para ellas resultaba fácil, pensó; ellas tenían ocho patas, y el sólo cuatro, contando los brazos y piernas.

Zavyalov se movió un poco. Tenía el cuerpo entumecido. Apretando su costado contra la roca, flexionó una pierna unos instantes, y luego la otra. Después, encontrando la mejor postura, alargó su mano izquierda hacia sus prismáticos. Pesaban extraordinariamente: el brazo parecía soportar la carga de todo su cuerpo. Durante una fracción de segundo notó que perdía el equilibrio y que iba a caer. El vértigo había hecho presa en él. Se dominó con un gran esfuerzo, apretando la mejilla contra la húmeda roca, levantó la mano con los prismáticos hasta su rostro y volvió de nuevo la cabeza. La otra cara del acantilado estaba tan cerca ahora, que le pareció que podía tocarla con la mano. Y la ascensión era factible, decididamente, hasta la misma boca de la cueva. Pero, ¿cómo podía cruzarse aquella enfurecida cinta de agua de cinco metros de anchura?

Zavyalov inclinó los prismáticos; la pared que había estado contemplando retrocedió rápidamente. En aquel preciso instante, la roca a la cual se asía Zavyalov con la mano derecha osciló peligrosamente, a punto de caer. De modo maquinal, su mano izquierda dejó caer los prismáticos para agarrarse a otra roca. Cuando recobró el equilibrio, sus prismáticos desaparecían entre la nube de espuma del fondo.

«Tengo que descender, estoy muy cansado», se dijo en voz alta, sin oír su propia voz a causa del rugido del agua. Sólo entonces tuvo conciencia, por primera vez, de aquel potente rugido. Gritó con toda la fuerza de sus pulmones, pero no pudo oírse.

Deslizándose como una serpiente, Zavyalov inició el descenso por la resbaladiza roca. Al cabo de unos minutos se paró a descansar. No había alcanzado aún el fondo, pero lo que quedaba no era tan difícil. Se sentó con la espalda apoyada contra una roca y extendió las piernas. Sus rodillas temblaban, sus brazos se habían quedado sin fuerzas, hasta el punto que no hubiese podido desabrochar un botón.

Sintió miedo...

El sol surgió por encima de la cumbre de una montaña; la ladera estaba salpicada de flores amarillas, azules y rojas, de aspecto frágil pero en realidad muy fuertes y perfectamente adaptadas para la lucha contra una ruda naturaleza. Durante largo rato, Zavyalov contempló un gran abejorro aterciopelado que revoloteaba en torno a las flores. Trepaba hasta el borde de una flor, se hundía de cabeza en el cáliz hasta desaparecer casi del todo en su interior, y reaparecía al cabo de unos instantes, amarillo de polen.

Una mariposa de gran tamaño y excepcionalmente bella se posó sobre su mojada camisa. Se instaló allí cómodamente y empezó a abrir y cerrar sus alas, como si se abanicara. Zavyalov permaneció completamente inmóvil. Otra mariposa se posó en su rodilla, un ejemplar abigarrado con unas alas mucho más pequeñas que las de la otra. Una tercera aterrizó en su antebrazo. Su cuerpo era visiblemente mayor que los cuerpos de las otras dos. Todas abrían y cerraban sus alas de vivos colores al unísono, como si marcaran el compás.