VII
Zavyalov marcó un número. Era un número que se sabía de memoria, pero que en los últimos cinco años no había marcado.
—¿Rita? Soy Sergei. Espero que no te habrás olvidado por completo de mí... Me gustaría verte... Durante un minuto o durante una hora, no lo sé... Pero a solas e inmediatamente.
Al cabo de diez minutos Rita le abría la puerta de su casa. Había cambiado. Favorablemente, desde luego. Estaba más guapa. Pero Zavyalov supo inmediatamente que ya no ejercía ninguna atracción sobre él.
Ya podía marcharse. Lo único que deseaba era asegurarse de aquello, precisamente.
Asegurarse de poder contemplar a Rita como se contempla una hermosa escultura.
Entretanto, Rita rebuscaba en su mente algo que decir. Algo que no resultara vulgar ni trivial.
Algo que no fuese hablar del tiempo, ni de otras generalizaciones por el estilo.
Creía saber lo que había traído a Sergei Andreyevich hasta su casa. Pero él mantenía una extraña actitud, sin pronunciar una sola palabra.
Súbitamente, Rita observó algo que le permitió romper el fuego.
—Te han concedido dos nuevas condecoraciones, por lo que veo —exclamó, con una mezcla de asombro y de envidia, fijando en el pecho del hombre aquellos cándidos ojos azules cuya pureza tanto había amado Zavyalov—. Mi marido no ha conseguido ninguna, todavía. Y lo más probable es que no la consiga nunca, el muy imbécil. Es lo que yo le digo continuamente: no sabe desenvolverse en la vida... Tú, en cambio... Pero, ¿adónde vas, querido Sergei? —inquirió, extendiendo hacia él sus mórbidos brazos, blancos como el alabastro.
Los brazos de una hermosa estatua, pensó Zavyalov, con indiferencia.
Aquello le acabó de convencer de lo que había venido a comprobar.
Silenciosamente, giró sobre sus talones y se alejó definitivamente.
Por la tarde, se lo contó todo a la otra mujer.