Capítulo IV

En Iris sólo había un cosmódromo y en él una sola astronave, la astronave de desembarco D-sigma «Tariel segunda». Esta se divisaba desde lejos. Su cúpula blancoceleste se alzaba, como una nube resplandeciente, a setenta metros de altura sobre los planos tejados de color verde obscuro de las estaciones de aprovisionamiento. Gorbovski, indeciso, dio dos vueltas en torno a la astronave. Tomar tierra junto a ella era difícil, ya que una serie de máquinas de diversos tipos la cercaban por completo. Arriba se veían los ridículos autómatas repostadores, adheridos a los seis salientes de los depósitos, los diligentes «cíberes» reparadores de averías, que sondeaban cada centímetro del revestimiento y un autómata madre, de color gris, director de una docena de máquinas analizadoras pequeñas y ágiles. Este era un espectáculo, que aunque corriente, alegraba la vista de todo buen administrador.

Pero junto a la escotilla de carga ocurría algo que contravenía todas las disposiciones. Una multitud de vehículos de todas clases se agolpaba aquí en lugar de los indefensos «cíberes» del cosmódromo. Entre ellos había «bindiugues» ordinarios de carga, «diligencias» de turismo, «testudos» y «guepardos» ligeros y hasta un «topo» (gran máquina excavadora para minas). Todos estos vehículos evolucionaban de una forma extraña junto a la escotilla, empujándose y apretándose unos a otros. Aparte, en un sitio donde el sol daba de lleno, había varios helicópteros y estaban tirados unos cajones vacíos, los cuales, como Gorbovski pudo reconocer fácilmente, eran los que habían servido de embalaje a los ulmotrones. En estos cajones estaban sentadas varias personas de aspecto triste.

Gorbovski, que buscaba un sitio a propósito para aterrizar, empezó a dar una tercera vuelta, pero se dio cuenta de que su flaer era seguido de cerca por un pesado pterocar, cuyo conductor, que asomaba hasta la cintura por la abierta puertecilla de la cabina, le hacía unas señas incomprensibles. Gorbovski tomó tierra entre los helicópteros y los cajones y junto a él se posó con dificultad el pterocar.

—Voy detrás de usted —gritó resueltamente el conductor del pterocar en cuanto salió de su cabina.

—No se lo aconsejo —dijo Gorbovski—. Yo no tengo nada que ver con la cola. Soy el capitán de esta astronave.

La cara del conductor resplandeció.

—¡Magnífico! —dijo a media voz, mientras miraba de reojo hacia los lados—. Vamos a dejar a los del cero con un palmo de narices. ¿Cómo se llama el capitán de esta nave?

—Gorbovski —respondió Gorbovski inclinándose levemente.

—¿Y el observador?

—Walkenstein.

—¡Espléndido! —exclamó diligente el conductor del pterocar—. Usted será Gorbovski y yo Walkenstein. ¡Vamos!

Dicho esto, el conductor cogió del brazo a Gorbovski. Este lo detuvo.

—Escuche, Gorbovski, nosotros no perdemos nada. Yo conozco perfectamente esta nave. Cuando vine aquí volé en una de desembarco. Entraremos en el almacén, cogeremos un ulmotron cada uno y nos encerraremos en la sala de la tripulación. Cuando se acabe esto —dijo, mirando con gesto despectivo hacia los vehículos—, saldremos tranquilamente.

—¿Y si llega el observador verdadero?

—Trabajo le va a costar convencer a éstos de que es el verdadero observador —replicó categóricamente el impostor.

Gorbovski se rió disimuladamente y dijo:

—Vamos.

El seudoobservador se alisó los cabellos, hizo una profunda aspiración y avanzó resueltamente. Iba colándose por entre los vehículos sin dejar de hablar. De repente comenzó a hacerlo con voz de bajo profundo e imponente.

—Creo —discurría de forma que le oyesen todos— que la limpieza de los difusores nos va a retrasar. Propongo cambiar la mitad de los juegos y concentrar la atención principalmente en inspeccionar el revestimiento. ¡Camarada, retire un poco su vehículo! Está usted estorbando. De esta forma, Valentín Petrovich, cuando salgamos a la deritrinitación... ¡Retire su camión, camarada! No comprendo, ¿para qué os apiñáis? Existe un orden, una cola, una lista, una ley, en fin... Manden sus representantes... Valentín Petrovich, no sé cómo piensa usted, pero a mi me admira el salvajismo de estos aborígenes. Ni usted ni yo hemos visto nada semejante ni en Pandora, entre los tahorgos...

—Tiene usted razón, Mark —dijo Gorbovski divertido.

—¿Cómo? Claro que sí... Tienen unas costumbres horribles.

Una joven con pañuelo de seda a la cabeza, se asomó por la ventanilla de un «bindiug» y preguntó:

—¿Ustedes son el observador y el capitán, si no me equivoco?

—Efectivamente —respondió, desafiante el observador—. Y como observador le recomiendo que lea una vez más las instrucciones sobre el orden de descarga.

—¿Cree usted que es necesario?

—Indudablemente. Ha metido usted su camión inútilmente en la zona de los veinte metros.

—¿Sabéis una cosa, amigos? —saltó una voz joven y alegre—. Este observador fantasea peor que los otros dos que han llegado antes.

—¿Qué quiere usted decir con eso? —preguntó ofendido el seudoobservador. Su rostro se asemejaba en este momento al de un falso Nerón.

—Quiero decir —replicó irónicamente la joven del pañuelo de seda— que allí, en aquellos cajones vacíos, hay sentados ya dos observadores y un capitán, y que los cajones son el embalaje de unos ulmotrones que se llevó un ingeniero de a bordo, una joven muy discreta de cuya captura se encarga ahora un delegado del Soviet...

—¿Qué le parece a usted, Valentín Petrovich? —gritó el falso observador—. ¡Impostores!

—Me parece —dijo Gorbovski pensativo— que yo tampoco voy a poder entrar en mi propia nave.

—Discurre usted bien —dijo la del pañuelo. Pero lo que dice no es nuevo.

El seudoobservador se disponía ya a seguir resueltamente hacia adelante, cuando un «bindiug» que había a su derecha se desplazó un poco a la izquierda, mientras que una «diligencia» negro-amarilla que tenía a su izquierda hizo lo propio hacia la derecha, y, enfrente, en medio del camino que conducía a la codiciada escotilla, los desnudos dientes del «topo» comenzaron a girar rabiosamente y a lanzar terrones.

—¡Valentín Petrovich! —exclamó con indignación el seudoobservador—. En estas condiciones yo no puedo garantizar la preparación de la nave.

—¡Otro cuento viejo! —dijo tristemente el conductor de la «diligencia».

La voz alegre comenzó a decir:

—¡Qué clase de observador es éste! ¡Aburridísimo! ¿Os acordáis del segundo? ¡Aquél si que nos divirtió! ¡Cómo se quitó la camiseta para enseñarnos las cicatrices de los meteoritos!

—No, el mejor fue el primero —dijo el conductor del «topo».

—Sí, estuvo bien —dijo la chica del pañuelo—. Cuando pasaba entre los vehículos iba mirando una fotografía y diciendo quejumbrosamente: «¡Galia, Galia mía! ¡Galia querida! ¡Qué lejos estás de la tierra natal, Galia!».

El falso observador, con la cabeza gacha, se entretenía en arrancar la tierra de los pulidos dientes del «topo».

—Y usted ¿qué dice? —dijo el conductor de la diligencia dirigiéndose a Gorbovski—. ¿Por qué está tan callado? Hay que decir algo... Algo convincente.

Todos esperaron con curiosidad.

—Verdaderamente, yo podía haber entrado por la escotilla para el pasaje —dijo Gorbovski pensativo.

El seudoobservador levantó la cabeza y le miró con esperanza.

—No hubiera podido —dijo el conductor moviendo la cabeza—. Está cerrada por dentro.

Siguió una pausa, en la cual pudo oírse claramente la voz de Kaneko:

—No le puedo dar los diez equipos, compréndalo, camarada Prozorovski.

—Y usted compréndame a mí, camarada Kaneko. Nuestra demanda es de diez equipos, ¿cómo quiere que vuelva con seis?

Alguien intervino:

—Cójalos usted, Prozorovski, cójalos... Coja estos seis por ahora. Dentro de una semana nos quedarán a nosotros cuatro equipos libres. Cuente usted con ellos, se los mandaré.

—¿Me lo promete?

La joven del pañuelo de seda dijo:

—Me da lástima Prozorovski. Tienen dieciséis esquemas con ulmotrones. —suspiró el conductor de la «diligencia».

—Sí, esto es una miseria.

—Nosotros tenemos cinco —reconoció el seudoobservador—. Cinco esquemas y un solo ulmotron. ¿Qué les hubiera costado traer doscientos?

—Hubiéramos podido traer doscientos o trescientos, —dijo Gorbovski—. Pero, ahora, los ulmotrones hacen falta en todas partes. En la Tierra se han inaugurado seis nuevas cadenas de U.

—¡Cadenas de U! —exclamó la chica del pañuelo—. ¡Se dice pronto! ¿Os figuráis la tecnología del ulmotron?

—En términos muy generales, si.

—Sesenta kilos de ultramicroelementos. Montaje dirigido a mano: tolerancias de media micra... Y, ¿quién que se precie a si mismo va a ir a trabajar de ajustador? Usted, por ejemplo, ¿iría?

—Reclutan voluntarios —dijo Gorbovski.

—¡Ah! —dijo con desprecio el conductor del «topo»—. ¡La semana de ayuda a los físicos!

—¡La semana de ayuda a los físicos!

—¿Qué le vamos a hacer, Valentín Petrovich? —dijo el seudoobservador sonriendo vergonzosamente—. Está visto que no nos dejan entrar.

—Me llamo Leonid Andreevich —respondió Gorbovski.

—Y yo Hans —respondió desanimado el falso observador—. Vamos a sentarnos en los cajones. A lo mejor ocurre algo...

La chica del pañuelo les dijo adiós con la mano. Ellos salieron del tropel de vehículos y se sentaron en los cajones, al lado de los otros seudoastronautas, los cuales los recibieron con un mutismo que lo mismo podía expresar compasión que duda.

Gorbovski palpó un cajón. El plástico de que estaba hecho era duro y basto. Hacia mucho calor al sol. Gorbovski no tenía nada que hacer aquí, pero, como de ordinario, sentía grandes deseos de conocer a esta gente, de saber quiénes eran y cómo llegaron a ser lo que eran y, en general, de saber cómo andaban las cosas, juntó varios cajones y les preguntó: «¿Me puedo tumbar aquí?» Acto seguido se tendió cuan largo era y sujetó junto a su cabeza el microacondicionador. Después conectó el magnetófono.

—Me llamo Gorbovski —dijo presentándose a los demás—. Leonid. Era el capitán de esta astronave.

—Yo también fui capitán de ella —exclamó tristemente un hombre de rostro moreno que estaba sentado a su derecha—. Me llamo Alpa.

—Y yo Banin —dijo un muchacho joven y delgado que estaba desnudo hasta la cintura y llevaba un sombrero panameño—. Yo fui y sigo siendo el observador. Por lo menos hasta que consiga el ulmotron.

—Hans —se limitó a decir el falso Walkenstein, el cual se había sentado en la hierba muy cerca del microacondicionador.

El tercer seudoobservador, por lo visto, no los oyó. Estaba sentado de espaldas a ellos y escribía algo en una libreta de notas que tenía apoyada en las piernas.

Del tropel de vehículos salió un «guepardo» largo. Se abrió una de sus puertecillas y de ella salieron despedidas las vacías cajas de los ulmotrones. El «guepardo» se alejó por la estepa.

—Prozorovski —dijo Banin con envidia.

—Sí —respondió Alpa amargamente—. A Prozorovski no le hace falta mentir. Es la mano derecha de Lamondois. —Suspiró profundamente y añadió—: Yo no había mentido nunca. Ahora tampoco puedo mentir. Les aseguro que me duele el alma.

Banin razonó seriamente:

—Cuando una persona empieza a mentir en contra de su voluntad, es señal de que en alguna parte se ha estropeado algo. Es una consecuencia compleja.

—Todo depende del sistema —dijo Hans—. Todo depende de la directiva que sirve de punto de partida y según la cual recibe más el que mejor lo hace.

—Proponga usted otra directiva mejor —dijo Gorbovski—. Por ejemplo, si lo haces mal, toma un ulmotron.

Si lo haces bien, sigue sentado en estos cañones —dijo Alpa—. ¡Qué desproporción tan terrible! ¿Cuándo se ha visto que haya colas para recibir maquinaria?; ¿o para recibir energía? Hacías un pedido y lo recibías. Ni siquiera te interesabas por saber de dónde venía. Sabías por instinto, claro está, que existía un gran número de personas que trabajaban gustosamente en la esfera del abastecimiento material de la ciencia. Y hay que reconocer que este trabajo es realmente interesante. Recuerdo cómo yo mismo, después de terminar la escuela, me dediqué con mucho interés a la racionalización del montaje de los esquemas neutrónicos. Ahora, ya no se acuerda nadie de ellos, pero, en su tiempo, fue muy popular el método de análisis neutrónico. —Sacó del bolsillo su negra pipa y la llenó, despacio, pero con movimientos seguros. Los demás lo miraban con curiosidad—. Todos sabemos perfectamente que la correlación entre el número de los que emplean la maquinaria y el de los que la producen, no ha cambiado sensiblemente desde entonces. Pero evidentemente se ha producido un salto monstruoso en la demanda. A juzgar por lo que estamos viendo a nuestro alrededor, cada investigador mediano necesita actualmente veinte veces más energía y maquinaria que en mi tiempo. —Dio una profunda chupada a la pipa y se oyó cómo ésta resollaba—. Esta circunstancia es comprensible, ya que desde los tiempos más remotos se viene considerando que el problema que más interés despierta es aquel que proporciona la máxima corriente de ideas nuevas. Esto es natural. Pero si el problema primario se encuentra a un nivel subelectrónico y exige, supongamos, una unidad de maquinaria, cada decena de problemas filiales profundiza en la materia, por lo menos, un grado más que aquel y necesita ya diez unidades de maquinaria. Es decir, la corriente de ideas provoca una corriente de necesidades. Además, hay que tener en cuenta que los intereses de los productores de maquinaria no siempre coinciden con los intereses de los que la utilizan.

—Efectivamente, se trata de un circulo vicioso —dijo Banin—. Nuestros economistas se han descuidado.

—Los economistas también son investigadores —replicó Alpa—. Ellos también tienen que habérselas con grandes corrientes de problemas. Y, ya que hemos empezado a hablar de esto, he aquí una curiosa paradoja que me preocupa este último tiempo: la del T cero. Un problema nuevo, fructuoso y de grandes perspectivas. Por ser fructuoso, Lamondois tiene derecho a un enorme abastecimiento de material y de energía. Pero Lamondois, a su vez, se ve obligado a avanzar cada vez más de prisa, más profundamente y... en un frente más estrecho. Cuanto más rápido y profundo es su avance, mayores son sus necesidades y más palpables las insuficiencias, hasta que llega un momento en que él mismo comienza a frenar. Miren ustedes esa cola. En ella hay cuarenta personas esperando y perdiendo un tiempo precioso. ¡Una tercera parte de los investigadores de Iris pierde su tiempo, su energía nerviosa y el ritmo de su pensamiento! Mientras tanto, las otras dos terceras partes están esperando con los brazos cruzados, en sus laboratorios, sin poder pensar más que «¿los traerán o no los traerán?» ¿No es esto acaso frenarse a sí mismo? El deseo de mantener la afluencia de recursos materiales origina una carrera: ésta provoca a su vez un aumento desproporcionado de las necesidades y en definitiva se produce automáticamente el frenazo.

Alpa se calló y empezó a vaciar la pipa. Del tropel de vehículos, empujando a derecha e izquierda, salió el «topo». Por la ventanilla de su desmesuradamente alta cabina salía la tapa de un flamante ulmotron. Al pasar el «topo» junto a los seudoastronautas, su conductor los saludó con la mano.

—Quisiera yo saber para qué necesitan ese ulmotron los Exploradores —murmuró Hans.

Nadie le contestó. Todos siguieron con la vista al «topo», en cuya parte trasera se destacaba el emblema de los Exploradores: un heptágono negro sobre un escudo rojo.

—A mí me parece que, a pesar de todo —dijo Banin—, tienen la culpa los economistas. Tenían que haber previsto lo que iba a ocurrir. Hace veinte años tenían que haberse orientado las escuelas de tal forma, que ahora hubiese los cuadros suficientes para abastecer a la ciencia.

—No sé, no sé —dijo Alpa—. ¿Cómo es posible planificar un proceso como este? Nosotros entendemos poco de esto, pero bien puede ocurrir que, en general, sea imposible conseguir un equilibrio entre el potencial espiritual de los investigadores y las posibilidades materiales de la humanidad. Porque, hablando llanamente, siempre habrá más ideas que ulmotrones.

—Eso habría que demostrarlo —dijo Banin. —Yo no he dicho que esté ya demostrado. He dado simplemente mi opinión.

—Pues, es una opinión equivocada —repuso Banin, el cual empezaba a acalorarse—. ¡Una opinión que asegura una crisis eterna! Eso sería un callejón sin salida.

—¿Por qué tiene que ser un callejón sin salida? —dijo quedamente Gorbovski—. Al contrario.

Banin no le escuchó.

—¡Hay que salir de la crisis! —dijo—. ¡Hay que buscar una solución! Y esa solución no puede encontrarse con suposiciones sombrías.

—¿Por qué sombrías? —dijo Gorbovski. Pero continuaron sin hacerle caso.

—Renunciar al principio fundamental de la distribución es imposible —decía Banin—. Eso sería engañar a los que trabajan con mayor entusiasmo. Usted, supongamos, se va a pasar veinte años rumiando un problema particular y va a recibir la misma cantidad de energía qué Lamondois, por ejemplo. ¡Eso es absurdo! ¿Quiere decir que la solución no está aquí? Efectivamente, no está aquí. Ustedes mismos, ¿ven la solución o se limitan a registrar fríamente los hechos?

—Yo soy ya viejo y veterano en el trabajo científico —dijo Alpa—. Toda mi vida la dediqué a la Física. Es verdad que he hecho poco, porque soy un simple investigador, pero ahí está la cuestión. A pesar de todas estas nuevas teorías, estoy convencido de que el verdadero sentido de la vida humana se encierra en los conocimientos científicos. Y, sinceramente, me amarga ver cómo en nuestro tiempo millares de personas se apartan de la ciencia y buscan su vocación en ese contacto sentimental con la naturaleza que han dado en llamar arte y se conforman con ese resbalar por la superficie de los fenómenos que ellos denominan percepción estética. Y me parece que es la misma historia la que ha predeterminado la división de la humanidad en tres grupos: el de los soldados de la ciencia, el de los educadores y el de los médicos. En la actualidad, la ciencia atraviesa por un periodo de insuficiencia material, pero al mismo tiempo, millares de personas se dedican a pintar cuadros, a rimar palabras, etc., etc., es decir, a impresionar. Y lo más lamentable es que entre ellas hay muchas que son, en potencia, magníficos investigadores. Son enérgicos, ingeniosos, y tienen, además una extraordinaria capacidad de trabajo.

—¡Bueno, bueno! —dijo Banin.

Alpa guardó silencio y comenzó a llenar la pipa.

—Si usted me lo permite, yo continuaré sus razonamientos —dijo Gorbovski—. Porque me estoy dando cuenta de qué usted no se atreve.

—Pruebe usted —dijo Alpa.

—Lo mejor sería mandar a todos los pintores y poetas a campos de estudio. Arrancarles los pinceles y las plumas, hacerles estudiar unos breves cursillos y obligarles después a construir nuevas cadenas U, a montar tau-tactores, a fundir prismas hertocrómicos, etc., para los soldados de la ciencia.

—¡Qué necedad! —dijo Banin desilusionado.

—Sí, eso es una necedad —asintió Alpa—, pero nuestras ideas son independientes de las simpatías o antipatías que tengamos. Esta es una idea que no me agrada en absoluto y que incluso me da miedo, pero ha surgido... no sólo en mi mente.

—Esa es una idea inútil —dijo Gorbovski con calma, mientras miraba al cielo—. Es un intento de resolver la contradicción que existe entre el potencial espiritual en general y el potencial material de toda la humanidad. Esto conducirla a una nueva contradicción, antigua y banal, entre la lógica maquinal y el sistema moral y de educación. Pero siempre que se produce este choque, la lógica maquinal sale perdiendo.

Alpa asintió con la cabeza y quedó envuelto en el humo su pipa. Hans musitó pensativo:

—Esa es una idea pavorosa. ¿Recordáis el «proyecto de los diez»? En aquella ocasión le propusieron al Soviet transferir a la ciencia parte de la energía correspondiente al fondo de la abundancia. En aras de la ciencia pura, restringir el área de las necesidades más perentorias de la humanidad. ¿Se acuerdan de la consigna: «Los científicos están dispuestos a pasar hambre»?

Banin se apresuró a añadir:

—Entonces, Yamakaba se levantó y dijo: «Pero seis millares de niños no lo están. Lo mismo que vosotros tampoco estáis dispuestos a ocuparse de los proyectos sociales».

—A mi tampoco me gustan los fanáticos —dijo Gorbovski.

—Hace poco leí un libro de Lorenz —dijo Hans—, se titula «Hombres y Problemas». ¿Lo conocen?

—Sí, lo he leído —dijo Gorbovski.

Alpa negó con la cabeza.

—Es buen libro, ¿verdad? En él se expresa una idea que me llamó mucho la atención. Aunque Lorenz la toca solamente de pasada, sin detenerse en ella.

—Dígala, pues —dijo Banin.

—Me acuerdo de que pasé toda la noche pensando en ella. Estábamos esperando a que nos trajeran unos aparatos que nos hacían falta. La historia de siempre. Fue entonces cuando me dediqué a reflexionar sobre lo siguiente: Lorenz hace alusión en su libro a la selección natural dentro de la ciencia. Plantea el problema de cuáles son los factores que, hoy día, cuando la influencia de la ciencia sobre el bienestar material es ya prácticamente nula o casi nula, determinan las direcciones principales de la investigación científica.

—Siga, siga —dijo Banin.

—Y llegué a la conclusión de que, pasado cierto tiempo, aquellas investigaciones científicas que resultan más eficaces, absorben todo el aprovisionamiento material y comienzan a profundizar desmesuradamente, mientras que las demás acaban anulándose a sí mismas. De esta forma, toda la ciencia se desarrollará únicamente en dos o tres direcciones, sin que nadie, a excepción de los corifeos, pueda comprender nada. ¿Me entienden?

—Eso también es absurdo —dijo Banin.

—¿Por qué? —preguntó Hans malhumorado—. Ahí están los hechos. En la ciencia existen centenas de millares de direcciones. En cada una de ellas trabajan millares de personas. Pues bien, yo conozco personalmente cuatro grupos de investigadores que, debido a sus continuos fracasos, han abandonado los trabajos a que se dedicaban y se han incorporado a otros grupos más afortunados. A mí me ha ocurrido dos veces esto mismo.

Alpa dijo:

—Las bromas son bromas, pero vean lo que le ocurre al propio Lamondois. Se ha lanzado ciegamente a realizar el transporte cero. El T cero, como era de esperar, abre toda una serie de ramificaciones. Pero Lamondois se ve obligado a cortar casi todas estas ramificaciones o a olvidarlas simplemente, ya que carece de posibilidades para estudiar detenidamente cada una de ellas desde el punto de vista de las perspectivas que ofrece. Es más, se ve obligado a ignorar conscientemente algunas cuestiones que son, a ciencia cierta, asombrosas e interesantísimas. Así le ocurrió, por ejemplo, con la Ola: un fenómeno inesperado, sorprendente y, a mi entender, amenazador. No obstante, Lamondois, para conseguir su objetivo, ha tenido que transigir hasta con la escisión de su campo. Se enemistó con Aristóteles y se niega terminantemente a abastecer a los investigadores de la Ola. Mientras tanto, él sigue profundizando cada vez más, y su problema se va haciendo cada vez más estrecho. Se ha dejado la Ola muy rezagada en la retaguardia. La Ola no es más que un estorbo para él, del que no quiere ni oír hablar. Y sin embargo, la Ola sigue quemando sembrados.

En el cosmódromo se oyó tronar el altavoz de información general.

—¡Atención, Iris! Habla el director. Ruego al jefe de la brigada de experimentadores, Gaba, que, junto con su brigada, se presente inmediatamente en mi despacho.

—Esos sí que son felices —dijo Hans—. No necesitan ningún ulmotron.

—Ya tienen bastante con sus preocupaciones —respondió Banin—. Los vi entrenarse en una ocasión y me convencí de que es preferible ser seudoobservador. Además, llevan ya dos años esperando a que llegue su hora y oyendo cada día: «Tengan paciencia. Ya falta poco. Es posible que mañana...»

—Me alegro de que hayan comenzado a hablar de lo que pasa en la retaguardia —dijo Gorbovski—, es decir, de las manchas blancas de la ciencia. También a mí me preocupa este asunto y creo que nuestra retaguardia no marcha bien. Ahí está, por ejemplo, la máquina de Massachusetts. —Alpa asintió con la cabeza. Gorbovski se dirigió a él—: Usted se acordará seguramente. Ahora se habla poco de ella, porque ya pasó la embriaguez de la cibernética.

—No recuerdo nada de la máquina de Massachusetts —dijo Banin—. Pero continúe usted.

—Se trata de una de las preocupaciones más antiguas: la de que la máquina llegue a ser más inteligente que el hombre y acabe aplastándolo. Hace medio siglo, en Massachusetts, se puso en marcha la instalación cibernética más compleja de cuantas han existido. Funcionaba con una rapidez fenomenal, tenía una memoria insuperable, etc., etc. Esta máquina funcionó exactamente cuatro minutos. Después la desconectaron, cerraron con muros de cemento todas las entradas y salidas del local en que estaba instalada, cortaron la toma de energía, minaron el territorio y lo rodearon de alambre espinoso del más ordinario y mohoso. Pueden creerlo o no, pero así fue como ocurrió.

—¿Por qué tomaron tantas medidas de precaución? —preguntó Banin.

—Pues porque la máquina empezó a conducirse a sí misma —dijo Gorbovski.

—No lo comprendo.

—Yo tampoco lo comprendo, pero sé que apenas tuvieron tiempo de desconectarla.

—Pero, ¿hay alguien que comprenda eso?

—Yo hablé con uno de los creadores de la máquina, el cual me cogió por los hombros y, mirándome fijamente a los ojos, me dijo: «Leonid, aquello fue algo horroroso».

—¡Qué bien está eso! —dijo Hans.

—¡Bah! —exclamó Banin—, tonterías. Esas cosas, a mi, no me interesan.

—Pues, a mi si —dijo Gorbovski—, porque podrían volverla a conectar. Es verdad que está prohibida por el Soviet, pero, ¿qué impide levantar la prohibición?

Alpa murmuró:

Cada época tiene sus brujos y sus fantasmas...

—A propósito de brujos —le interrumpió Gorbovski—. Ahora mismo acabo de acordarme de la Docena del Fraile.

A Hans le ardían los ojos.

—¿El caso de la Docena del Fraile? —dijo Banin—. ¿De aquellos trece fanáticos...? ¿Por dónde andarán ahora?

—Perdonen —dijo Alpa—. ¿No son aquellos científicos que se unieron orgánicamente a las máquinas? Tengo entendido que murieron.

—Sí, eso dicen —dijo Gorbovski—, pero esto no es lo principal. Se trata de que ya hay un precedente.

—¿Y qué? —dijo Banin—. Les llaman fanáticos, pero para mi tienen algo atrayente. La posibilidad de librarse de todas las debilidades, pasiones, arrebatos emocionales, etc. La perspectiva de tener un raciocinio puro y unas posibilidades ilimitadas de perfeccionar su propio organismo. La creación de un investigador que no necesita aparatos, ya que él, de por si, es un aparato y se transporta a sí mismo. De esa forma desaparecerían, por inútiles, las colas para recibir ulmotrones... Yo me imagino perfectamente todo esto. El hombre flaer, el hombre reactor, el hombre laboratorio. invulnerable, inmortal...

—Usted perdone, pero eso no es un hombre —murmuró Alpa—. Eso es algo semejante a la máquina de Massachusetts.

—Y, ¿cómo pudieron morirse, si eran inmortales? —preguntó Hans.

—Se destruyeron a si mismos —respondió Gorbovski—. Por lo visto no es muy agradable ser hombre laboratorio.

Por detrás de los vehículos salió un hombre, amoratado por el esfuerzo que hacia llevando un ulmotron al hombro. Banin saltó del cajón y corrió a ayudarle. Gorbovski contempló pensativo cómo cargaban el ulmotron en un helicóptero. El hombre amoratado se quejaba:

—En lugar de tres, me dan uno, me hacen perder medio día y, por si fuera poco, me hacen que les demuestre que tengo derecho a recibirlo. ¡No le creen a uno! Se imagina usted, ¡no le creen a uno! ¡¡No le creen!!

Cuando Banin regresó, Alpa dijo:

—Todo esto es bastante fantástico. Si les interesa la retaguardia, presten mayor atención a la Ola. Cada semana se realiza un transporte cero. Cada uno de estos transportes cero provoca una Ola, es decir, una erupción más o menos grande. Pero, a pesar de esto, los que se ocupan de la Ola son simples aficionados. Me temo que de esto resulte una segunda máquina de Massachusetts, pero sir interruptor. Camilo, ¿conocen a Camilo?, la considera como un fenómeno de escala planetaria, pero sus argumentos son incomprensibles. Con él es muy difícil trabajar.

—A propósito —dijo Hans—, ¿saben qué piensa Camilo sobre el porvenir? Pues, considera que el actual interés por la ciencia es una especie de agradecimiento a la abundancia, de inercia de aquellos tiempos, en los cuales la capacidad para comprender lógicamente el mundo era la única esperanza de la humanidad. Camilo decía así: «La humanidad se encuentra en vísperas de una escisión. Los emocionistas y los lógicos (por lo visto debe referirse a los hombres que se dedican a las artes y a las ciencias), acabarán siendo extraños los unos a los otros y dejarán de comprenderse y de necesitarse mutuamente. El hombre puede nacer emocionista o lógico. Esta es una cuestión que radica en la propia naturaleza del hombre. Llegará un día en que la humanidad se divida en dos sociedades, tan distintas entres sí, como nosotros de los leónidos».

—¡Bah! —dijo Banin—. ¿Qué tontería es esa? ¿Qué escisión puede haber? ¿Dónde va a meterse el hombre medio? Pagava es posible que contemple un cuadro de Surd, lo mismo que un borrego mira a una puerta nueva, mientras Surd, probablemente, no podrá comprender para qué vive Pagava en este mundo. En este caso todo está claro: tenemos un lógico y un emocionista. Ahora bien, ¿qué soy yo? Soy un trabajador científico. Las tres cuartas partes de mi tiempo y de mis nervios pertenecen a la ciencia. ¡Pero sin arte no puedo vivir! Aquí, alguien ha puesto un magnetófono y yo me siento muy a gusto. Sin magnetófono podría pasar pero con él estoy mejor. Entonces, me pregunto, ¿qué tengo que hacer, escindirme?

—También yo pensaba así —dijo Hans—. Pero Camilo afirmaba que, en primer lugar, lo que hoy es un genio, en el futuro será un hombre de tipo medio, y, en segundo lugar, que, al parecer, no existe un tipo de hombre medio, sino dos, uno de los cuales es emocionista y otro lógico. Por lo menos, esto es lo que yo le entendí.

—Eres admirable —dijo Banin—, porque a mi me parece que cuando se escucha a Camilo no es posible entender nada.

—¿Quién sabe si ésta fue la última paradoja de Camilo? —dijo Gorbovski pensativo—. A él le gustaban las paradojas. Aunque este razonamiento me parece demasiado claro para que sea paradoja.

—Tenga usted en cuenta, Leonid Andrevich —dijo Hans—, que estos razonamientos son míos y no de Camilo. Ayer estaba yo tomando el sol en la playa, cuando, de repente, apareció Camilo en una roca. ¿Conoce usted esa costumbre suya? Pues bien, comenzó a razonar en voz alta, dirigiéndose principalmente hacia las olas del mar. Yo, mientras tanto, segura tumbado y escuchándolo, hasta que por fin, me quedé dormido.

Todos se rieron.

—Camilo se ejercita —dijo Gorbovski—. Yo me figuro, poco más o menos, para qué necesita él esta escisión. Por lo visto, se interesa por el problema de la evolución del hombre y está construyendo su modelo. El, seguramente, se representa la síntesis de los lógicos y los emocionistas como el nuevo hombre, el cual, por otra parte, ya no será hombre.

Alpa suspiró y se guardó su pipa.

—Problemas —dijo—. Contradicciones síntesis, retaguardia, frente... ¿Pero se han dado acaso cuenta de qué somos los que estamos aquí sentados? Usted, Usted... él... yo. ¡Fracasados! Réprobos de la ciencia. La verdadera ciencia está ahí, recibiendo los ulmotrones.

Iba a seguir hablando, pero en este momento volvió a gritar el altavoz:

—¡Atención, Iris! Habla el director. Ruego al capitán de la astronave «Tariel segunda», Leonid Andreevich Gorbovski, y al energético planificador del planeta, camarada Kaneko, que se presenten en mi despacho.

Los conductores de todos los vehículos se apresuraron a asomarse a sus ventanillas. Sus rostros reflejaban una gran satisfacción. Todos ellos miraban a los seudoastronautas. Banin se encogió de hombros y se abrió de brazos. Hans gritó alegremente: «Esto no va conmigo, yo soy el observador». Alpa gimió y se tapó la cara con las manos. Gorbovski se levantó apresuradamente.

—Tengo que irme —dijo—, aunque me gustaría seguir aquí. No he tenido tiempo de decir lo que pienso. Sin embargo, en pocas palabras, les diré mi opinión. No vale la pena afligirse ni retorcerse las manos. La vida es hermosa. Y su hermosura se debe precisamente a que ni las contradicciones ni los nuevos virajes tienen fin. A veces acarrea disgustos inevitables, pero en estos casos me gusta acordarme de uno de los héroes de Kuprin, un pobre hombre, alcoholizado por completo y terriblemente desgraciado. Sus palabras me las sé de memoria. —Carraspeó y siguió diciendo—: «Si me atropellara un tren y me cortase por el vientre y viese yo mismo mis entrañas mezcladas con la tierra y arrolladas a las ruedas y alguien me preguntara en ese, postrer momento: «Qué, ¿Sigue siendo hermosa la vida...?» yo le respondería con verdadero entusiasmo: «¡Ah, qué hermosa!» —Gorbovski se sonrió turbado y se guardó el magnetófono en el bolsillo—. Esto fue escrito hace tres siglos, cuando la humanidad andaba aún a gatas. ¿De qué podemos quejarnos nosotros? Bueno, quédense con el acondicionador, porque aquí hace mucho calor.