Capítulo VI
Robert pudo ver cómo ocurrió todo.
Estaba en cuclillas sobre el tejado de la torre de control de largo alcance, quitando, con toda precaución, las antenas receptoras. Estas antenas eran cuarenta y ocho, tenían la forma de varillas delgadas, pero pesadas y estaban montadas en un bastidor parabólico, resbaladizo. Había que quitarlas, una a una, e irlas colocando en unos estuches especiales. Robert se daba prisa y, de vez en cuando, miraba hacia el norte por encima del hombro.
Sobre el horizonte boreal se alzaba una alta muralla negra. Su cresta, en el sitio en que parecía apoyarse en la tropopausa, estaba bordeada por una cenefa deslumbrante y, más arriba aún, en el cielo, relampagueaban unas descargas de color lila. La Ola avanzaba inevitablemente, pero muy despacio. Era increíble que aquella pobre cadena de máquinas raras, que desde allí parecían tan pequeñas, pudiera contenerla. Todo estaba en calma y hacía mucho calor. El sol parecía más brillante que de ordinario, lo mismo que en la Tierra antes de una tormenta, cuando todo se calma y el sol resplandece plenamente, pero medio cielo está ya cubierto de pesadas nubes oscuras. En este silencio había algo siniestro, insólito, casi de ultratumba, porque, generalmente, cuando avanzaba una Ola, iba precedida de huracanes terribles y de infinidad de relámpagos y truenos. Ahora, en cambio, reinaba una calma casi absoluta. Robert oía perfectamente las apresuradas voces de los que abajo, en la plaza, estaban cargando en un gran helicóptero la maquinaria más preciada, los diarios de las observaciones y las inscripciones de los aparatos automáticos registradores.
Se oía cómo Pagava reñía a alguien por haber desmontado antes de tiempo los analizadores, mientras que Maliaev deliberaba tranquilamente con Patrick, un problema netamente teórico, relacionado con la posible distribución de las cargas en la barrera energética que se forma sobre la Ola. Toda la población de Greenfield se hallaba reunida en la torre que tenía Robert bajo sus pies y en la plaza. Los amotinados biólogos y dos grupos de turistas que llegaron a la víspera y se quedaron a dormir en el poblado, habían sido enviados al otro lado de la zona cultivada. Los biólogos habían salido en un pterocar, acompañados de unos auxiliares de laboratorio, a los cuales Pagava les había dado órdenes de instalar un nuevo punto de observación más allá de la zona sembrada. Los turistas fueron recogidos por un aerobús especial que enviaron de la Capital. Tanto los biólogos como los turistas estaban muy disgustados, su partida alegró a todos los que se quedaron en Greenfield.
Robert trabajaba casi maquinalmente y, como siempre que realizaba algún trabajo manual, pensaba en otra cosa. Me duele mucho el hombro.
Es extraño, porque no me he dado ningún golpe en él. El vientre me escuece, y es natural, me lo desollé al tropezar con el ulmotron. ¿Qué aspecto tendrán ahora aquel ulmotron y mi pterocar? ¿Qué habrá quedado de ellos? Y aquí, ¿qué pasará aquí dentro de tres horas? ¡Lástima de jardín! ¡Tanto como trabajaron e idearon los chicos durante el verano para conseguir las combinaciones más fantásticas de flores! Entonces fue cuando conocí a Tania. «Tania —susurró— ¿qué haces ahora?». Después calculó la distancia que habría desde el frente de la Ola hasta la Ciudad Infantil. No hay peligro, pensó satisfecho. Allí, seguramente, no saben nada de la Ola, ni de los biólogos amotinados, ni de que me faltó poco para perecer, ni de que Camilo...
Robert se puso en pie, se limpió la cara con el dorso de la mano y miró hacia el sur, hacia los inmensos campos de trigo verde. Se figuró las gigantescas manadas de vacas para carne que en este momento, se estarían trasladando al interior del continente, y lo mucho que habría que trabajar para reconstruir Greenfield después que se disipase la Ola. Pensó en lo desagradable que sería, después de dos años de abundancia, volver a la alimentación sintética, a los bistés artificiales, a las peras con sabor a pasta de los dientes, a las sopas campesinas de clorolio, a las albóndigas de cordero cuasibiótico y a las demás maravillas de la síntesis, mal rayo las parta. Pensaba en todo, pero no podía hacer nada.
Era imposible huir de los asombrados ojos de Pagava, del tono glacial de Maliaev o del trato exageradamente compasivo de Patrick. Y lo peor era que no podía hacer nada. Para los demás, esto tenía que parecer, por lo menos, extraño. O, mejor dicho, sospechoso. Ahí estaban los hechos. Un observador asustado y maltrecho llegaba en un flaer ajeno y declaraba que su compañero había muerto. Después resultó que este compañero vivía y que murió cuando el asustado observador ya había huido con su flaer. Pero, a pesar de todo, Camilo estaba mortalmente aplastado, repetía por décima vez Robert para sí. ¿Es posible que sólo fuera un desvarío? ¿Es posible que yo me asustara hasta el delirio? No, nunca he oído nada semejante. Aunque, también es verdad que no he oído tampoco nada semejante a lo que ha ocurrido, si es que ha ocurrido. «¡Qué le vamos a hacer!», pensó desesperado. Si no lo creen, allá ellos. Tania me creerá. ¡Lo que hace falta es que ella me crea! A ellos les da lo mismo. Ellos se olvidaron de Camilo en el acto. Sólo se acordarán de él cuando me vean. Entonces me mirarán con sus ojos de teóricos y analizarán, contrastarán, sopesarán y construirán las hipótesis menos contradictorias. Pero nunca podrán saber la verdad, ni yo tampoco la sabré.
Robert destornilló la última antena y la colocó en su estuche. Después puso todos los estuches en una caja de cartón. En este momento, por el norte se oyó una explosión parecida a la de un globo de goma en una sala grande y vacía. Robert se volvió y pudo ver cómo, sobre el fondo de pizarra negra de la Ola, se distinguía una larga antorcha blanca. Era un «caribdis» que se había incendiado. Al instante cesaron las voces abajo y se paró el motor del helicóptero. Probablemente, todos los que allí estaban prestaron oído y dirigieron sus miradas hacia el norte. No había terminado Robert de comprender lo sucedido, cuando sintió sacudidas y ruido de cristales, y de debajo de la torre, aplastando las palmeras que aún quedaban en pie, salió un «caribdis» de los que había de reserva. Iba levantando en marcha la trompa del energoaspirador. Cuando llegó a sitio despejado, lanzó un rugido ensordecedor y, envuelto en una nube de polvo rojizo, se dirigió hacia el norte a cerrar la brecha.
Lo que acababa de ocurrir era natural: uno de los «caribdis» no tuvo tiempo de transmitir al basalto el excedente de energía de sus depósitos y explotó. Robert se había agachado ya, para coger la caja de cartón, cuando en la misma base de la muralla negra se produjo un relámpago brillantísimo, el cual se abrió luego formando un abanico de llamas multicolores y se vio una nueva columna de humo blanco que, ensanchándose y haciéndose cada vez más densa, fue subiendo hacia el cielo. Se oyó otra explosión. Abajo se generalizaron los gritos y Robert vio en seguida que, allá a lo lejos, hacia oriente, había varias antorchas más. Los «caribdis» estallaban uno tras otro y, al cabo de unos minutos, la larguísima muralla negra de la Ola, que parecía ahora una pizarra escolar con trazos de tiza, se balanceó y comenzó a avanzar, lanzando a la estepa, que delante tenía, negros borrones que se iban ensanchando. Robert notó que su garganta estaba completamente seca. Tragó saliva con dificultad, cogió la caja y salió corriendo escaleras abajo.
Todos los pasillos estaban llenos de gente agitada. Zinochka corrió asustada, apretando contra su pecho un paquete de cajas de películas. Hasán Alí-Zadé, con su nariz aguileña, y Karl Hoffman arrastraban hacia la salida, con rapidez extraordinaria, el voluminoso «sarcófago» del hemostrazer de laboratorio. Parecía que los llevaba el viento. Alguien llamó: «¡Vengan aquí! ¡Solo no puedo! ¡Hasán!»... En el vestíbulo se oyó ruido de cristales rotos. En la plaza resoplaron unos motores. En el despacho, Pagava daba saltos delante de la pantalla, pisoteando los mapas y papeles que había en el suelo, y gritaba impaciente: «¿Por qué no me oyes? ¡Los «caribdis» están ardiendo! ¡Digo, que están ardiendo los «caribdis»! ¡La Ola ha comenzado a avanzar! ¡No oigo! ¿entiendes? ¡No oigo!... ¡Etienne, si me has entendido, afirma con la cabeza!...»
Robert hizo una mueca dolorosa, se echó a cuestas la caja y comenzó a bajar hacia el vestíbulo. Detrás de él se oía una respiración fatigada y el golpear de algo al deslizarse por los peldaños. El suelo del vestíbulo estaba cubierto de papeles y de restos de un aparato roto. La puerta de cristal inastillable estaba partida a lo largo. Robert se abrió camino hasta la marquesina y, una vez allí, se detuvo. Vio cómo los pterocares, cargados hasta más no poder, se elevaban uno tras otro. Vio cómo Maliaev, silencioso y con cara de piedra, obligaba a montarse en el último pterocar a las muchachas ayudantes de laboratorio. Vio cómo Hasan y Karl se esforzaban inútilmente por meter su «sarcófago» en el helicóptero y cómo alguien intentaba ayudarles desde dentro y se cogía los dedos con él. Vio también al soñoliento Patrick, completamente tranquilo, recostado sobre la linterna de cola del helicóptero. Parecía distraído y pensativo. Cuando Robert volvió la cabeza, se dio cuenta de que, casi encima de él, la Ola cubría ya el cielo como un inmenso telón de terciopelo, negro como el carbón.
—¡Alto la carga! —gritó Pagava junto al oído de Robert—. ¡Despabílense! ¡Tiren ese ataúd ahora mismo!
El hemostazer cayó pesadamente contra el cemento.
—¡Tiren todo! —volvió a gritar Pagava saliendo de la marquesina—. ¡Todos al helicóptero! ¿No veis? ¿quién estoy hablando? ¡Skliarov! ¡Patrick! ¿Te has dormido?
Robert no se movió de su sitio ni Patrick tampoco. Entre tanto, Maliaev consiguió cerrar la puerta del pterocar, dejándose caer sobre ella, y dio la señal de salida agitando los brazos. El pterocar abrió sus alas, saltó pesadamente, se ladeó un poco y desapareció sobre los tejados. Desde el helicóptero empezaron a tirar cajones. Alguien chillaba con voz llorosa: «¡No, esto, no, Shota Petrovich! ¡No se lo doy!» «¡Me lo darás, querido! —rugía Pagava—. ¡Vaya si me lo darás!» Maliaev corrió hacia allá, gritando y señalando al cielo. Robert levantó sus ojos. Era el pequeño helicóptero orientador, que, cubierto de antenas como si fuera un erizo, pasaba sobre la plaza, envolviéndola en el ruido infernal de su motor recalentado, y que, haciéndose cada vez más pequeño, tomó rumbo al sur. Pagava levantó sus puños crispados.
—¿Adónde vas? —gritó—. ¡Atrás! ¡Atrás gallina! ¡Basta de pánico!
Mientras ocurría todo esto, Robert continuó de pie en la marquesina, sosteniendo la caja de cartón con el hombro dolorido. Sentía la misma impresión que si estuviera en el cine. Allí están descargando un helicóptero. O, mejor dicho, están tirando fuera de él todo lo que encuentran a mano. Realmente, el helicóptero está muy recargado, cosa que puede apreciarse por lo hundido que está el chasis, junto al helicóptero se agolpa la gente. Al principio gritaban, pero ahora se han callado. Hasán se está chupando los nudillos, por lo visto, se los ha desollado. Patrick, al parecer, se ha quedado dormido. ¡A buena hora! y sobre todo... en buen sitio. Karl Hoffman es un pedante (lo que se suele llamar «un científico circunspecto y penetrante»), coge los cajones que tiran del helicóptero y procura apilarlos en orden, probablemente para tranquilizarse a si mismo.
Pagava salta de un lado para otro junto al helicóptero y mira continuamente a la Ola y a la torre de control. Se nota que no quiere marcharse y que siente ser el jefe. Maliaev está un poco apartado y también mira incesantemente a la Ola con expresión de fría enemistad. Mi flaer está a la sombra del chalé donde vivía Patrick. ¿Quién lo habrá puesto allí? Nadie se fija en él, ni a nadie le hace falta. Quedan, por lo menos, diez personas. El helicóptero es bueno, potente, tipo «grifo», pero con lo cargado que está, volará a media velocidad. Robert puso el cajón sobre un peldaño.
—No tenemos tiempo —dijo Maliaev. En su voz se notó tristeza y amargura. Pero Robert sabía ya que todos tendrían tiempo de salvarse. Se acercó a Maliaev y le dijo:
—Aún queda un «caribdis» de reserva, ¿tienen bastante con un cuarto de hora?
Maliaev lo miró sin entenderlo.
—Hay dos «caribdis» de reserva —dijo fríamente y en el acto comprendió todo.
—Bueno —dijo Robert—. No se olviden de Patrick. Se encuentra al otro lado del helicóptero.
Dicho esto, dio media vuelta y echó a correr.
Oyó voces pero no hizo caso. Corría con todas sus fuerzas, saltando por encima de los aparatos abandonados, de los bancales de plantas decorativas y de los arbustos de aromáticas flores blancas cuidadosamente recortados. Corría hacia el extremo occidental del poblado. A su derecha, sobre los tejados, se ve a la terrible muralla aterciopelada que se apoyaba en el cenit. A su izquierda quemaba un sol blanco y deslumbrante. Robert rodeó la última casa y se encontró ante la colosal popa del «caribdis». Vio los terrones que había entre las articulaciones de sus gigantescas orugas, los pétalos de flores desgarradas que estaban pegados a las zapatas, el tronco desollado de una palmera joven que asomaba por entre las ruedas y, sin levantar los ojos, trepó por la estrecha escala. Los travesaños recalentados al sol le quemaban las manos. Cuando llegó a lo alto, se deslizó sobre la espalda hasta la cabina del mando a mano. Se sentó, levantó la tapa de acero de la ventanilla frontal y sintió, como siempre, que sus manos comenzaban a operar mecánicamente. La derecha se extendió hacia adelante y conectó la corriente, mientras que la izquierda desacoplaba el embrague y conectaba el mando a mano. Simultáneamente, la derecha se volvió hacia atrás y buscó el botón del arrancador. Cuando todo comenzó a rugir, temblar y tronar a su alrededor, la mano izquierda, sin saber por qué, conectó el acondicionador de aire. Fue entonces cuando Robert tomó por fin conciencia de sus actos y empujando la palanca de mando del aspirador, tiró de ella hasta el tope. Hecho esto, se decidió a mirar por la ventanilla hacia adelante.
Delante de él estaba la Ola. Después de Liu, nadie había estado tan cerca de ella. La Ola era completamente negra, sin la menor veta, y toda la estepa, inundada de sol, se dibujaba fantásticamente sobre su fondo. Se veía cada hierba, cada mata. Robert veía hasta las musarañas, las cuales, asustadas, parecían pequeñas columnitas doradas delante de sus madrigueras.
Sobre su cabeza comenzó a oírse un zumbido penetrante y cada vez más fuerte. Era el aspirador que empezaba a funcionar. El «caribdis» se balanceaba suavemente al avanzar. En el espejo retrovisor se veían las casas del poblado, las cuales parecían saltar o flotar en el espacio. El helicóptero no se divisaba. «Cien metros más, no, cincuenta —pensó Robert—, y basta». Miró de reojo a la izquierda y le pareció que la muralla de la Ola se había combado un poco. «¿Es posible que no me dé tiempo?», pensó. Sus ojos no se apartaban de las blancas columnas de humo que se alzaban más allá del horizonte. El humo se iba disipando con rapidez y apenas se divisaba ya. «¿Qué podrá arder en los «caribdis»?
«Basta» pensó Robert, y apretó el freno. De lo contrario no tendré tiempo de llegar. Volvió a mirar el espejo retrovisor. «¡Cuánto tardan!» pensó. Delante del «caribdis» se iba formando un triángulo obscuro en la estepa, cuyo vértice se encontraba en el aspirador. De improviso, comenzaron a saltar las musarañas. Una de ellas, que se encontraba a unos veinte pasos, cayó de espaldas y sacudió las patas convulsivamente.
—¡Corred, tontas, corred! —dijo Robert—. Vosotras podéis hacerlo.
En este momento vio el segundo «caribdis». Se encontraba a medio kilómetro de él, hacia el este, y llevaba muy levantada la negra trompa aspiradora. La hierba que tenía delante también había obscurecido, helada por un frío intensísimo.
Robert se alegró extraordinariamente. ¡Bravo!, pensó. ¡Bien pensado! ¡Valiente! ¿Será Maliaev? Y, ¿por qué no?; ¿no es persona acaso? Tampoco a él le es extraña la humanidad. También puede ser Pagava. No, a Pagava no le dejan. Antes lo atan, lo meten debajo de un asiento y le aguantan los pies para que no patee. ¡Bravo! ¡Bravo! Robert abrió la puertecilla lateral, se asomó por ella y gritó:
—¡Eh! ¡Resiste, amigo! ¡Juntos podemos aguantar un año si hace falta!
Después miró los aparatos de control y se olvidó de todo. Los depósitos estaban casi repletos: debajo del polvoriento cristal, el índice luminoso se apoyaba en el tope. Robert se apresuró a mirar el espejo retrovisor y su corazón se tranquilizó un poco.
Sobre las casitas del poblado, en el cielo, pendía una manchita obscura que disminuía a ojos vistas. «Hay que aguantar diez minutos más», pensó. Ahora se veía ya con toda claridad que el frente de la Ola se había doblado delante del pueblo. La Ola rebasaba la zona de acción de los «caribdis» por el este y por el oeste.
Robert siguió todavía sentado, apretando los dientes. Toda su energía la empleaba en desvanecer la visión de un cadáver en el asiento del conductor. ¡Si pudiera uno desconectar su imaginación cuando quisiera! Volvió en si y comenzó a abrir cuantas escotillas y puertas pudo recordar: la pesada tapa de la escotilla superior; la puerta de la izquierda, ¡de par en par!; la de la derecha, que ya estaba entreabierta, ¡también de par en par!; la que tenía a su espalda, que conducía a la sala de máquinas... no, ésa no, porque la explosión, probablemente, se producirá ahí, en los depósitos de energía, ésa hay que cerrarla con el pestillo. En este mismo instante vio un relámpago... era el otro «caribdis».
Robert oyó un trueno corto, pero ensordecedor, y un golpe de aire caliente. Se asomó por la escotilla y vio que, en el lugar de su vecino, había surgido una nube enorme, de polvo amarillento, que tapaba la estepa, el cielo y hasta la Ola, y que dentro de ella ardía algo con luz brillante y temblona. Se oyó un silbido y algo chocó con el blindaje del «caribdis». Robert miró otra vez los aparatos, dio un salto y salió por la puerta izquierda.
Cayó de bruces sobre la hierba seca y caliente. Se levantó en el acto y corrió hacia el poblado. Nunca en la vida había corrido así. Su «caribdis» estalló cuando él llegaba a la empalizada de la primera casa. Pero ni se volvió a mirarlo. Hundió más la cabeza entre los hombros, se encorvó y aceleró su carrera. Gloria a ti, pensó. Gloria eterna. Después se dio cuenta de que estaba repitiendo estas palabras desde que vio la horrorosa columna de polvo que se formó al explotar el segundo «caribdis».
La plaza estaba desierta y sembrada de aparatos valiosos y de cajas, con registros de tipo único, abandonadas. El aire hojeaba suavemente diarios únicos, sobre observaciones también únicas. Los jardines habían sido pisoteados. Robert, casi desfallecido, cruzó la plaza y se dirigió al flaer. El motor estaba funcionando y en el sitio del conductor se encontraba Patrick, soñoliento como siempre.
—Por fin llegaste —dijo Patrick cariñosamente, mientras Robert lo miraba sorprendido—. Creía que te habías quedado allí. ¡Móntate de prisa! La Ola tiene ahora una velocidad formidable.
Robert se desplomó en el asiento junto a Patrick.
—Espera —dijo medio ahogándose—. A lo mejor se ha salvado el otro. ¿Quién era? ¿Maliaev, Hoffman?
—El otro era yo —dijo Patrick vergonzosamente.
—¿Tú?
—SI, yo —repitió Patrick y comenzó a reírse nerviosamente. Después condujo el flaer hasta la pista y despegó—. Cuando sentí que iba a estallar, salté y salí corriendo. La explosión fue enorme, ¿verdad? Llegué rodando hasta el mismo pueblo.
El poblado giró despacito debajo de ellos y se deslizó hacia atrás. ¡Vaya con Patrick! —pensó Robert perplejo.
—La explosión de mi «caribdis» fue mayor —insistió Patrick—. ¿No te parece, Rob?
—¿A dónde quieres ir? —preguntó Robert.
—A Ríos Fríos —dijo Patrick—. Allí estará la nueva base.