IV
Nikolai Petrovich saltó del buldózer. El conductor, asustado, gritó:
—¿Adonde va usted, camarada ingeniero?
En aquel mismo instante apareció Piskunov en la calzada. Con los cabellos enmarañados (había perdido su gorro de piel corriendo), las manos profundamente hundidas en los bolsillos de su abrigo, dio la vuelta alrededor del buldózer y se detuvo delante de Urm. Les separaban apenas cinco pasos. Como una torre, Urm dominaba al ingeniero con su enorme estatura; sus flancos brillaban a la luz de los faros y su vientre rodeado de una nube de vapor exudaba humedad. Con su cabeza redonda y sus pequeños ojos de cristal, las coquillas de sus receptores acústicos como orejas despegadas, la antena de su radar irguiéndose como un cuerno, recordaba aquellas máscaras extrañas y cómicas que los muchachos confeccionan con calabazas en los pueblos para asustar a las niñas. Su cabeza oscilaba rítmicamente y sus ojos seguían cada uno de los movimientos de Piskunov.
—¡Urm! —dijo el ingeniero en tono firme. La cabeza se inmovilizó, los brazos articulados cayeron a lo largo del cuerpo. Urm respondió:
—Estoy preparado.
Alguien estalló en una risa nerviosa.
Piskunov avanzó unos pasos y colocó su mano enguantada sobre el pecho de Urm. Sus dedos se deslizaron rápidamente por la coraza, buscando el punto esencial, el interruptor del circuito que conectaba el cerebro del robot al sistema de fuerza y de movimiento. Entonces, ocurrió algo inesperado para todos, excepto para Piskunov, que lo había estado temiendo. Evidentemente, la memoria de Urm había conservado unas asociaciones que identificaban aquel gesto del Maestro con una repentina incapacidad de moverse. Apenas los dedos de Piskunov rozaron la llave, el robot giró en redondo. Su brazo de acero pasó por encima de la cabeza de Piskunov, que lo esquivó por muy poco.
Sin apresurarse, Urm echó a andar. Nikolai Petrovich fue el primero en recobrar su presencia de ánimo.
—¡Eh, muchachos! —gritó—. ¡Rodeadle a derecha e izquierda con vuestros buldózeres! Cortadle el acceso a las puertas... ¡Piskunov! ¡Eh, Piskunov!
Pero Piskunov no le escuchaba. Mientras los buldózeres empezaban a rodar rápidamente por los lados de la calzada levantando nubes de nieve, corrió detrás de Urm.
—¡Alto, Urm! —gritó con voz aguda—. ¡Párate, animal! ¡Atrás! ¡Atrás!
Se ahogaba. Urm andaba cada vez más de prisa y la distancia entre ellos era cada vez mayor. Finalmente, Piskunov se detuvo, introdujo las manos en los bolsillos de su abrigo y, con la cabeza hundida entre los hombros, contempló cómo se alejaba Urm.
Nikolai Petrovich y Rabkin se reunieron con él. Kostenko llegó el último.
—¡No valía la pena correr! —dijo Nikolai Petrovich, enojado.
Piskunov se encogió de hombros.
—Ya no obedece —murmuró—. ¿Comprendes, Nikolai? Ya no obedece. Un reflejo espontáneo... Está claro como el agua.
Nikolai Petrovich asintió con la cabeza.
—Yo también lo he pensado —dijo.
—¡Qué desastre! —exclamó Rabkin—. Es como si se permitiera a los trenes que escogieran por sí mismos su horario y su recorrido.
—¿Qué es un reflejo espontáneo? —preguntó tímidamente Kostenko.
Nadie le contestó.
—A pesar de todo, es magnífico —declaró Nikolai Petrovich—. ¡Ya no obedece! Por lo tanto...
—¡Vamos! —le interrumpió bruscamente Piskunov.
Entretanto, los buldózeres se habían desplegado en semicírculo y se acercaban a Urm, el cual seguía andando tranquilamente. Uno de los buldózeres desembocó en la calzada delante de él, un segundo le siguió, y los otros tres se acercaron por los flancos, dos por la izquierda y uno por la derecha. Urm había observado desde hacía largo rato que trataban de rodearle, pero sin prestarles atención continuó avanzando hasta el momento en que chocó con uno de ellos de frente. Empujó, el buldózer se movió un poco y el conductor empuñó sus palancas de mando. Urm retrocedió y, tomando impulso, se lanzó contra la máquina. Se produjo un entrechocar de hierros y brotaron chispas. En aquel preciso instante, el segundo buldózer acudió en ayuda de su compañero y apoyó su broquelen la espalda de Urm, inmovilizándole. Únicamente su cabeza giraba sobre sí misma como un globo. Semejantes a serpientes negras, sus micro-manipuladores surgieron de la coraza que cubría su pecho, palparon la parte superior del broquel y desaparecieron de nuevo. Otros dos buldózeres bloquearon la salida a derecha e izquierda. Urm había caído prisionero.
—¡Camaradas ingenieros! ¡Camarada Piskunov! ¿Qué hay que hacer ahora? —gritó el conductor del primer buldózer.
—El camarada Piskunov ha salido. ¿Qué hay que transmitirle? —dijo Urm.
Levantó su puño y lo dejó caer sobre el metal. Una y otra vez. Golpeaba a intervalos regulares, como un boxeador en el entrenamiento, inclinándose ligeramente con cada uno de los golpes. Bajo sus enormes puños brotaron haces de chispas. Piskunov, Petrovich, Rabkin y Kostenko echaron a correr.
—Hay que hacer algo en seguida —dijo Rabkin, preocupado—. Va a hacerse pedazos.
Sin pronunciar una sola palabra, Piskunov se encaramó al buldózer, pero Rabkin le cogió por el faldón de su abrigo y le obligó a retroceder.
—¿Qué estás haciendo? —gritó Piskunov, irritado.
—Eres el único que conoces a Urm en sus menores detalles —respondió Rabkin—. Si te aplasta... esta historia puede durar meses enteros. Es preciso que suba otro.
—Tiene razón —le apoyó Nikolai Petrovich—. Subiré yo.
Intervino uno de los obreros que rodeaban a los ingenieros.
—¡Escojan a uno de nosotros! Nosotros somos más jóvenes, más ágiles.
—Iré yo —dijo Kostenko, con aire sombrío.
Nikolai Petrovich le dirigió una mirada irónica.
—¿Quién de vosotros sabe lo que hay que hacer?
Todos se callaron.
—¿Os dais cuenta? El único que lo sabe soy yo. Si me sucede... algo... avisaréis a los ayudantes. ¡No dejéis acercarse a Piskunov!
Se quitó el abrigo y se encaramó al buldózer. Rabkin sujetaba a Piskunov, que trató de desasirse.
—¡Suéltame, Rabkin! ¡Es una estupidez! ¡Suéltame!
Rabkin no contestó. Kostenko pasó al otro lado y apoyó fuertemente la mano en el hombro de Piskunov, el cual se tranquilizó y, mordiéndose los labios, se puso a observar a Nikolai Petrovich.
Urm continuaba agitándose. La parte inferior de su cuerpo estaba sólidamente sujeta por los buldózeres, pero su parte superior estaba libre. Rápido como el rayo se volvía a uno y otro lado, golpeando con sus puños de hierro los broqueles de los buldózeres. «Trescientos kilogramos de fuerza viva al extremo de cada puño», recordó Kostenko.
Con los dientes apretados, agachado entre los buldózeres a los pies de Urm, Nikolai Petrovich acechaba el momento propicio. Los golpes asestados al metal resonaban dolorosamente en sus oídos. Sabía que Urm le había visto. De cuando en cuando, sus ojos de cristal se volvían hacia él: Urm estaba sobre aviso.
—Calma, calma —murmuró Nikolai Petrovich—. Urm, amigo mío, calma... ¡No pegues tan fuerte, imbécil!
Súbitamente, un nuevo sonido resonó por encima de los golpes: algo había cedido. ¿El brazo de Urm, o el broquel del buldózer? No era posible esperar más. Nikolai Petrovich se zambulló bajo el brazo de Urm y se apretó contra su flanco. Y, de nuevo, Urm asombró a todo el mundo: sus brazos se inmovilizaron. El estrépito cesó. Volvió a oírse el rugido de la tormenta y el roncar de los motores. Pálido y cubierto de sudor, Nikolai Petrovich se irguió y alargó el brazo hacia el pecho de Urm. Se oyó un seco chasquido. Las luces rojas y verdes que brillaban en los hombros de Urm se apagaron.
—¡Ya está! —suspiró Piskunov, y cerró los ojos.
Inmediatamente, todo el mundo empezó a hablar en voz alta, a reír y a bromear. Los conductores ayudaron a Nikolai Petrovich a bajar del buldózer. Piskunov le abrazó y le besó.
—Ahora —dijo Nikolai Petrovich—, vamos al Instituto. Hay que trabajar. Una semana, un mes... Pero es preciso eliminar las extravagancias de Urm y convertirle realmente en una máquina-robot universal.