I

Bartch volaba sobre el Pacífico, cuando súbitamente su aparato emitió «Aterrizaje forzoso».

El sistema anti-incendio entró en acción. Por el tragaluz, Bartch vio el extintor de a bordo que rociaba la parte delantera del aparato, de la cual brotaba una espesa humareda, seguida casi inmediatamente por una lengua de llamas. El extintor apagó la llama, pero el humo brotó más espeso que nunca. Transcurrió un minuto, luego otro, y la llama tendió de nuevo su lengua aguda hacia el flanco del avión.

A su alrededor, todo lo lejos que alcanzaba la vista, Bartch solo veía el espejo unido del océano. Pero, evidentemente, el aparato había descubierto en el mapa un trozo de tierra y tendía hacia él con todas sus últimas fuerzas mecánicas.

Bartch percibió finalmente lo que el aparato había encontrado: un islote volcánico, asombrosamente parecido desde lo alto a una de esas manchas que cubren las hojas de la caña de azúcar por el tántalo. Desde más cerca, apareció como un amontonamiento de rocas, lanzadas en desorden en medio del océano.

La humareda era tan espesa que Bartch no veía casi nada. Comprendió únicamente que el aparato había volado ya dos veces sobre el islote. Pero incluso para un avión del Socorro de urgencia, posarse sobre aquellas rocas erizadas como espinos resultaba imposible.

El aparato giró para pasar por tercera vez por encima del islote, y Bartch notó súbitamente que el suelo se hundía debajo de él. Cayó al vacío con el sillón al cual estaba atado.

Colgado de la cúpula del paracaídas, vio cómo su avión descendía hacia el océano, dejando detrás de él un rastro de humo negro.

Lo que siguió fue como una pesadilla. Los peñascos aumentaron bruscamente de tamaño, erguidos como fauces de colmillos amenazadores. Bartch se golpeó la rodilla contra una aguda arista, y casi simultáneamente la hebilla de su cinturón cedió y se desenganchó del asiento, por fortuna cuando estaba ya muy cerca del suelo.

El sillón enganchado al paracaídas continuó su carrera y desapareció, con la reserva de víveres y de medicamentos contenidos en las bolsas herméticas, debajo del asiento.

Transcurrieron algunos minutos antes que Bartch recobrara su lucidez. Su primer movimiento, casi instintivo, fue llevar la mano al bolsillo de su blusa para tomar su bloque universal. La caja de plástico estaba intacta, pero el aparato no funcionaba; algo se había roto en el interior. Bartch estaba privado de lo esencial: el enlace con el mundo circundante.

Con los dientes apretados, arrastrando su pierna dolorida, trepó por la pendiente hasta la cresta rocosa para ver dónde se encontraba.

A su alrededor, el océano azul oscuro parecía sin fondo. Indiferentes, las olas avanzaban desde el horizonte y se estrellaban contra los peñascos del islote, asombradas de encontrarlo en su camino.

Y, de hecho, diminuta mancha de sonido sobre el rostro del océano, ni siquiera tenía nombre, sin duda.

Bartch se tumbó de espaldas. Trató de recordar todo lo que había pasado.

El primer rostro que surgió ante sus ojos fue el del carcelero Svensen.