EL GOLUB-YAVAN

Kirill Stanyukovitch

El valle de Pshart no tiene nada de notable. Es un típico valle de Pamir, con el lecho de un río que sólo se llena en los períodos más calurosos del verano, cuando los glaciares empiezan a derretirse. Está flanqueado por ambos lados por unas cordilleras poco importantes. Apenas hay nieve en sus cumbres, y los glaciares que se pegan a las laderas septentrionales son pequeños.

En la parte inferior, donde el valle se ensancha formando terraplenes, se encuentran los campos de una inmensa granja colectiva. Allí se siembra cebada, a pesar que la altitud es de cuatro mil metros por encima del nivel del mar.

Las gargantas de la parte superior del valle proporcionan pastos de verano para el ganado de la granja. Puede llegarse hasta allí en automóvil por la autopista Pamir. Pero no puede llegarse en automóvil al extremo más lejano de la granja, más allá del paso.

De modo que cuando cruzamos el paso y vimos a Mamat y a Sultan con caballos y asnos, esperándonos, enviamos el automóvil atrás y continuamos el viaje a caballo.

Éramos cinco: los hermanos Tashtambekov, Mamat y Sultan, Tadeus Nikolayevich, Anastasia Petrovna y yo.

El último trecho de la ascensión era bastante fácil y no tardamos en encontrarnos ante el ancho y llano valle Pshart, donde pensábamos iniciar nuestras investigaciones.

Un angosto sendero descendía hasta las yurtas de la granja colectiva donde teníamos que pasar la noche. Nos acogieron los balidos de las ovejas y de las cabras que regresaban a sus corrales.

Era al atardecer. El sol, a punto de hundirse detrás de las montañas, no calentaba ya; el viento, que hacía unos instantes era vigorizantemente fresco, soplaba ahora a ráfagas heladas. Un rebaño de yaks pasó junto a nosotros, gruñendo, camino de las yurtas. Pastaban durante todo el día en las tierras altas y de repente, como a una señal dada, regresaban apresuradamente para alimentar a sus crías. Pero antes de llegar eran interceptados por los ordeñadores, y tenían que aplazar la satisfacción de sus instintos maternales.

Fuimos recibidos como huéspedes de honor. El propietario de la yurta tomó a mi caballo por la brida, sujetó el estribo y me ayudó a bajarme. Su hijo apartó a un lado la estera que servía de puerta y nos cedió el paso al interior, donde su madre estaba extendiendo nuestras mantas en el suelo.

Descargándonos de nuestras mochilas y demás impedimenta, nos sentamos con las piernas cruzadas. El dueño de la casa se sentó junto a nosotros y nos pidió que le informáramos de las últimas noticias. Sin embargo, lo que podíamos contarle no era gran cosa, ya que recibía el periódico con regularidad.

Su esposa trajo un puñado de kizyak, una mezcla de excremento de oveja y paja utilizada como combustible y también como material para la construcción, y no tardó en encender una rugiente fogata en el centro de la yurta. Sobre el fuego había una kumgan: una vasija de cobre provista de tres altas patas. El dueño de la casa me ofreció una gran taza de té que acababa de preparar.

Terminado el té, insistimos en que la cena se preparase con la comida que traíamos y finalmente nos salimos con la nuestra. Después que Mamat invocara repetidamente al cielo para convencer a nuestro anfitrión que en las latas no había carne de cerdo, pusimos a calentar una sopa de arroz con carne en conserva. A aquella altitud, las patatas o la carne cruda hubiesen tardado demasiado en cocerse.

Mientras se calentaba la cena tuvimos tiempo para atender a las tareas acostumbradas: desensillar los caballos y soltarlos para que pastaran por su cuenta, guardar las pocas plantas que habíamos recogido y comentar las impresiones del día.

La yurta estaba atestada. Además de nuestro grupo había otros dos huéspedes, unos ancianos que llevaban unas grandes barbas y que buscaban un caballo extraviado. Cuando llegó el momento de acostarse, los hospitalarios anfitriones tuvieron grandes dificultades para encontrar mantas para todo el mundo. Pero al final las consiguieron, y extendiendo nuestros sacos de dormir sobre las mantas nos acostamos. La lámpara fue apagada y la yurta quedó a oscuras.

Durante largo rato nadie habló. Luego, uno de los ancianos susurró:

—¡Mamat!

—¿Sí?

—¿Van muy lejos?

—Hasta Chatyk Koi.

—¿Pasarán la noche allí?

—Sí.

—¿No tienen miedo?

Silencio.

—Tal vez sea malo.

—¿Qué? —intervine.

—Mamat lo sabe.

—¿Qué es lo malo, Mamat?

Silencio.

—Bueno, Mamat, ¿qué hay de malo allí?

—El hombre abominable —dijo Mamat, a regañadientes.

—¿Qué hombre abominable?

—El goluh-yavan, simplemente. Vive en las montañas.

—¿Qué tontería es esa, Mamat? ¿Has visto acaso a ese hombre abominable?

—Yo no, pero otros le han visto.

—Bueno, ¿y qué es lo que hace?

—Grita y arroja piedras montaña abajo. Puede raptar a una mujer y desafiar a un hombre a luchar, gritando y golpeándose el pecho con los puños.

—¡No me digas!

—No se ría. Si él le derriba al suelo, le aplastará; si gana usted y le derriba a él, se echará a llorar y regresará corriendo a la montaña para morir allí.

—¡Oh, qué tonterías, Mamat!

—Dice la verdad —afirmó uno de los ancianos.

—Desde luego, dice la verdad —corroboró el otro.

—¿Cómo lo saben? —pregunté—. ¿Vienen ustedes de Pshart? ¿Han visto al hombre abominable?

—Ahora no. Pero yo le vi en otra ocasión.

—¿Cuándo y dónde?

—Hace mucho tiempo, en Kyzylrabat.

—¿Y por qué cree que hay un hombre abominable aquí?

—Todo el mundo sabe que hay un hombre abominable en Pshart.

—Pero, ¿quién le ha visto aquí? Aksakal, ¿hay un hombre abominable aquí?

—Sí —afirmó de nuevo el primero de los ancianos—. Hay tres, un hombre, dos mujeres y un chico.

—¿Les ha visto usted con sus propios ojos?

Silencio.

—No debemos hablar de él —dijo finalmente el anciano—, o se presentará aquí y nos creará dificultades.

Por lo que nos contaron más tarde, parece ser que, a pesar que nadie había visto hombres abominables, era aceptado como un hecho que existían en alguna parte de Pshart. Nos dijeron que iban desnudos, que estaban cubiertos de pelo y que comían lo que encontraban en las montañas. No les gustaban los humanos normales y no era prudente dormir al aire libre en aquellos parajes.

Durante largo rato discutí con ellos, tratando de convencerles que todo aquello eran tonterías. Terminaron por callarse, pero no parecieron quedar convencidos.

Luego, Tadeush Nikolaievich intervino diciendo que si no andábamos con cuidado, una mañana podíamos encontrarnos con que Anastasia Petrovna había desaparecido, y todos nos echamos a reír. Todos, menos los ancianos, los cuales mantuvieron un grave silencio.

A pesar de aquella risa, tardé mucho rato en conciliar el sueño, recordando cosas profundamente enterradas en mi memoria.

La primera vez que oí hablar del golub-yavan fue de labios de un anciano kirguis al que conocí en Kyzylrabat en 1935. Pretendía que en su juventud, cuando iba de pastos en pastos con sus rebaños en Togdum-bash-Pamir, en cierta ocasión tuvo que abandonar un valle con unos pastos excelentes porque un hombre abominable le robaba ovejas y asustaba a la gente gritando desaforadamente en las montañas.

La segunda mención se produjo en 1936 en las proximidades de Altynmazar. Fue al atardecer, cuando nuestra caravana pesadamente cargada llegó al río Sauk Dara, más allá del cual se hallaba nuestro punto de destino. Cruzar un río crecido de noche cuando los caballos están cansados es arriesgado. Sin embargo, aquello fue precisamente lo que mis obreros locales exigieron, diciendo que no podíamos pasar la noche allí porque en la vecindad vivía un hombre abominable. Estaban convencidos que éste se presentaría durante la noche y crearía dificultades para todo el mundo. «Este lugar le pertenece», insistieron.

Cuando llegamos a Altynmazar, una mujer dijo que hacía algún tiempo había visto un hombre abominable cerca de la desembocadura del Sauk Dara. Ella se ocultó entre los peñascos y el hombre abominable pasó de largo, gritando como un poseso, y desapareció.

En 1937, cuando estuve enfermo durante casi una semana en la yurta de mi amigo Jamagul, cerca del Paso de Togar Katy, la gente hablaba mucho de un golub-yavan que había «vuelto a presentarse» procedente de Langar, o quizá de Sarez, y ahora vagabundeaba por los alrededores de Bulunkul. La gente no debía andar sola por allí, decían, si no quería que les ocurriera algo. Jamagul me contó que hacía mucho tiempo, «en la época del zar», vio a dos hombres abominables desde lejos: subían por la ladera de un monte, «hurgaban en el suelo y comían hierba», probablemente algún tipo de raíces.

Luego dijo que el golub-yavan suele ocultarse de los seres humanos, a los cuales teme, y que por eso resulta difícil verlos. Ya no había hombres abominables por allí, añadió, pero «habían existido realmente». De todos modos, si me encontraba con uno de ellos no debía asustarme: si gritaba un poco, el golub-yavan se alejaría.

Oí más historias acerca del hombre abominable en Kyzylrabat y Alai. Pero debo confesar que no pude decidirme a dar crédito a ninguna de ellas.

Ratsek, un montañero muy conocido, me dijo que cuando estuvo operando en las proximidades del glaciar Inlychek, su guía le había contado que allí, en una caverna, habitaban unos hombres abominables.

Si se prestara crédito a todas esas historias y se reunieran todos los datos contenidos en ellas, surgiría el siguiente cuadro:

El hombre abominable, golub-yavan, ha sido visto por habitantes de las respectivas regiones en las zonas más inaccesibles y deshabitadas de los Pamir, en los valles de Pshart y Murgab, y en otros ríos que afluyen al lago Sarez desde el sur, tales como el Kainda y el Sauk Dara. Exceptuando la cara y las manos, el hombre abominable está enteramente cubierto de pelo. No parece conocer el uso del fuego ni de las herramientas, pero a veces ha sido visto arrojando piedras o palos. Evita a las personas y come raíces y pequeños animales, liebres o marmotas, los cuales caza o mata con una piedra. Es un infatigable viajero y no parece poseer una morada permanente.

La gente solía encontrarle con más frecuencia antes que ahora.

Pero, supongamos que todo esto es un error y que los habitantes de los Pamir confunden un oso con un hombre abominable, como ocurrió, según cuenta E. M. Murzayev, en algunas partes de Mongolia donde los osos eran desconocidos... No, esta posibilidad debe descartarse, ya que los habitantes de los Pamir, que a menudo cazan osos, los conocen perfectamente.

Pero eso no significa que todas esas historias sean dignas de crédito. En realidad, muchos habitantes de los Pamir no las creen.

Jurmamat Musayev, presidente de la Granja Colectiva Lenin, por ejemplo, ha desautorizado repetidamente esos relatos, considerándolos como mitos. Y conoce su distrito tan bien como la palma de su mano. Dos viejos cazadores de la misma granja, Uljachi Urazali y Mamat Rokhopov, que han pasado la mayor parte de su vida en los Pamir, aseguran que nunca han visto señales de un hombre abominable. Urazali dijo en cierta ocasión: «Es posible que existieran gulab-yavans en alguna parte en tiempos remotos, pero ahora no se encuentran en ninguna parte».

Y, finalmente, ¿podemos creer a los que dicen haber visto al gtilab-yavan? La respuesta más fácil sería la negativa, ya que ninguno de esos casos ha sido autentificado. Ni se ha encontrado nunca una prueba material de la existencia del hombre abominable. Suponiendo que existieran, no podría haber más de unas cuantas docenas de ellos en toda el Asia Central, y en sus parajes más inaccesibles. Y viviendo en las peores condiciones, es evidente que debería producirse gradualmente su extinción.

Finalmente me quedé dormido.

Nos levantamos temprano. El sol estaba aún detrás de las cumbres de las montañas, pero había suficiente claridad y el aire era muy fresco. Cuando montamos en nuestras cabalgaduras y empezamos a descender la colina, los cascos de los caballos aplastaron una delgada capa de hielo. La hierba estaba blanca de escarcha.

Estábamos interesados especialmente por los árboles y los arbustos del valle de Pshart. En los montes Pamir apenas se encuentra ninguno.

Ahora bien, para un desarrollo planeado científicamente de las zonas montañosas hay que establecer unos cuantos límites naturales. Por ejemplo, la línea de nieve, la línea de árboles y la mayor altitud a la que crecen las especies individuales.

Eso era lo que hacíamos: empezar en la parte más elevada del valle para ir descendiendo paulatinamente.

Los primeros arbustos que encontramos resultaron ser tamariscos bordes. Tenían un aspecto raquítico y crecían sobre lechos pedregosos a una altitud de casi 4.500 metros. Aquella era en realidad la primera de las líneas que nos interesaban: el punto más elevado donde existen ciertas plantas trepadoras.

A medida que descendíamos por la colina, los tamariscos se hacían más robustos. Los primeros tenían una altura de cinco a ocho centímetros. Pero, cien metros más abajo, había ejemplares de veinticinco a treinta centímetros.

Luego, el río penetró en la garganta; unos abruptos acantilados se irguieron por encima de nosotros a derecha e izquierda, y todo cambió de aspecto. Cesó el viento, la temperatura aumentó y prescindimos de nuestros tabardos de piel de oveja. Las aguas del río, claras como el cristal, discurrían alegremente por entre dos hileras de arbustos, que alcanzaban más de un metro de altura. El Comarum Salesovianum, en plena floración, lucía sus blancas flores en forma de estrella.

En el cañón del Pshart no soplaba el viento y hacía calor. Cuanto más descendíamos, más altos eran los arbustos. La lujuriante vegetación que cubría el suelo por entero, alcanzó primero hasta los flancos del caballo y luego sobrepasó la cabeza del jinete.

De pronto estalló un grito jubiloso:

—¡Un árbol!

Y, efectivamente, allí estaba nuestro primer árbol, un esbelto sauce de unos tres metros de altura, apenas más alto que los arbustos que lo rodeaban. Pero era un árbol, con su tronco y sus ramas, y desmontamos para tomar medidas y fotografías y fijar la altitud.

Súbitamente, se oyó un ruidoso galopar, acompañado de intensos resoplidos. Nos incorporamos, alarmados..., y la sorpresa nos dejó boquiabiertos. Una manada de camellos avanzaba hacia nosotros a una velocidad impresionante, aplastando los arbustos a su paso. ¿Qué podíamos hacer? Yo había visto muchos camellos y había viajado a lomos de ellos a través de los desiertos. Pero ignoraba que pudieran galopar. Recordé los relatos que hablaban de personas que habían muerto aplastadas o mordidas por camellos.

¿Ocultarnos? Pero, ¿dónde? Además, ya era demasiado tarde...

Los camellos pisotearon los últimos arbustos, se precipitaron hacia nosotros..., y se detuvieron en seco. Nos encontrábamos en medio de un círculo de animales que gruñían, resoplaban y nos contemplaban estúpidamente.

Eran unos animales bien alimentados que al parecer habían sido conducidos a los pastos de verano del Pshart, dejándolos que camparan a su albedrío, y que a causa de ello se habían hecho un poco salvajes.

Sus facciones inexpresivas no permitían conjeturar por qué se habían desbocado, qué les había hecho pararse, qué deseaban...

Permanecíamos en el interior del anillo viviente, sin hablar. Yo empuñé el pico de cortar hielo, en tanto que Tadeush Nikolaievich colocaba con cuidado una bala en la recámara de su rifle.

—Mamat, Sultan, ¿qué haremos ahora? —susurré, sin atreverme a moverme.

—Nada —respondió Mamat.

Luego se dirigió rápidamente hacia uno de los camellos, le palmeó el cuello y el animal volvió la cabeza y se alejó. A continuación, Mamat rompió una rama de sauce y empezó a golpear ligeramente con ella a los otros camellos.

Toda la manada dio media vuelta y se marchó.

Durante algún tiempo no pudimos concentrarnos en nuestro trabajo, preocupados por los camellos que vagaban indolentemente no muy lejos de nosotros.

—No se preocupe —me dijo Mamat—. Sultan los hará huir.

Sultan se acercó a los animales y, hablándoles con suavidad, consiguió que se alejaran un poco más. Resultaron ser muy mansos, aunque por la rigidez de los movimientos de Sultan y su falta de seguridad pudimos darnos cuenta que también él estaba asustado.

—Tenían ganas de jugar —dijo Mamat—. No han visto a ningún ser humano durante todo el verano. Los camellos van por ahí, pastando, completamente solos. Cuando ven a un hombre corren a echar una mirada. Pero son muy pacíficos. No hay que temerles.

Reanudamos nuestro trabajo. Pero los camellos no nos perdieron de vista en todo el día, sea porque realmente deseaban la compañía humana, sea por cualquier otro motivo que estaba fuera de nuestro alcance.

Mientras realizaba mi tarea, no dejaba de observar el suelo en busca de huellas de animales. Cuando era un chiquillo fui miembro de las Juventudes Amantes de la Naturaleza y muy aficionado al rastreo de las huellas de animales. En aquella época, A. N. Formozov acababa de publicar su espléndido libro, con descripciones y fotografías de muchas huellas de aves y animales; conservé aquel ávido interés durante toda mi vida.

Los senderos arenosos del valle Pshart eran para mí un verdadero libro de visitantes. Las firmas más corrientes eran las de camellos y liebres. Vimos muchas liebres. Sin embargo, disparar contra ellas era prácticamente un asesinato, ya que una liebre se paraba en cuanto había puesto un par de arbustos de distancia entre ella y nosotros, se erguía sobre sus patas traseras y echaba una ojeada a su alrededor, ofreciendo un blanco infalible.

Localicé también algunas huellas de cabra montes. Y en un paraje arenoso descubrí el ancho contorno de la zarpa de un oso. Horas después encontré otra huella igual. Pero no vi el menor rastro del leopardo de las nieves.

Aquella misma tarde, Mamat me señaló una huella desconocida para mí. Era más estrecha que la de un oso y no tenía garras. Se encontraba en la arena seca del sendero y no resultaba demasiado clara. Pero era evidente que el animal que la había producido había cruzado el sendero y se había parado sobre la arena una sola vez.

Me disponía a tomar un apunte de la huella cuando se presentaron de nuevo los camellos.

Y de nuevo los animales galoparon directamente hacia nosotros para contemplarnos. Cuando por fin se alejaron y regresé al sendero, la huella había desaparecido, borrada por las pezuñas de los camellos.

Examiné inútilmente el terreno de los alrededores. Pude ver toda clase de huellas de animales, pero ninguna de oso ni de las otras, sin garras.

Sin hacer ningún alto descendimos hasta el río. Eran las tres de la tarde cuando avistamos el primer grupo de abedules. A medida que la altura disminuía los abedules se hacían más altos, y al final de la jornada, entre las cinco y las seis de la tarde, los árboles se extendían a todo lo largo del angosto valle.

A las siete acampamos junto a un hermoso abedul que crecía debajo de unos altos acantilados.

Después de las áridas mesetas de Pamir, nada podía resultar más agradable que sentarse a la sombra de los abedules y escuchar el susurro de las hojas, el alegre murmullo del agua y el sonsonete de los cerrojillos en los arbustos.

Tras haber ordenado nuestros herbarios y terminado nuestras notas sobre la vida vegetal del valle, resumimos los resultados del trabajo del día.

Eran muy interesantes. Los primeros arbustos se encontraban a una altitud de 4.500 metros, aproximadamente; en tanto que la línea de árboles se hallaba a 3.500 metros.

La vida arbórea a aquella elevada altitud sólo se explicaba por las condiciones climatológicas excepcionalmente favorables que reinaban en aquel angosto cañón. Y ello significaba que en el valle de Pshart podía cultivarse el terreno a mayores alturas que en los otros valles de Pamir. El de Pshart recibía suficiente sol para cultivar con éxito cebada, patatas, rábanos y nabos.

Era un atardecer sereno y deleitoso. El crepúsculo recortaba las cimas de las montañas, el río parloteaba cerca de nosotros, las hojas de los árboles susurraban suavemente. Nadie hubiese dicho que aquello era el final de una jornada de trabajo en las olvidadas inmensidades de los montes Pamir.

No nos molestamos en plantar las tiendas y nos limitamos a extender un fieltro en el suelo y colocar encima nuestros sacos de dormir. Mamat y Sultan se prepararon una especie de refugio no lejos de nosotros, al resguardo de unos arbustos.

La cena fue excelente, ya que incluso llevábamos uvas y una sandía. La única nota discordante fue la salchicha ahumada, que resultó tener un exceso de sal.

Después de cenar nos acostamos en seguida, fatigados por una jornada tan llena de acontecimientos. Antes de cerrar los ojos dirigí una última mirada al acantilado que se erguía encima de nosotros. Parecía firme y macizo, y no era probable que cayera de él ningún peñasco. Tranquilizado por aquella parte, eché mi tabardo de piel de oveja encima de mi saco de dormir y un minuto después me encontraba ya en brazos de Morfeo.

Me desperté en plena noche con la sensación que había ocurrido algo. Escuché atentamente, pero el silencio era absoluto y, salvo el murmullo del río, no pude detectar ningún sonido, ni siquiera el masticar de un caballo. Al parecer, los caballos estaban hartos y dormían también. De pronto me di cuenta que tenía una sed espantosa, sin duda a causa de aquella infernal salchicha. Traté de ignorarla, pero al cabo de unos instantes no pude soportar por más tiempo aquella tortura y, reuniendo el valor suficiente, me deslicé fuera de mi caliente saco de dormir.

Hacía mucho frío. Me dirigí hacia la orilla del río, andando descalzo entre las piedras que alfombraban el suelo con profusión y maldiciendo en voz baja, y me tendí en la arena para beber. El agua estaba tan fría, que tras las primeros sorbos incluso mi nariz quedó entumecida.

Cuando regresé, derribando un cubo en la oscuridad, volví a meterme en el saco de dormir y me calenté un poco. De pronto volvió a acosarme la sed, todavía más imperiosa.

Al parecer, había despertado a Tadeush Nicolaievich, cuyo saco se encontraba junto al mío.

—Estoy muerto de sed —me dijo.

Ninguno de los dos dijimos nada después de aquello; yo estaba tan sediento como antes, pero me quedé quieto con la esperanza que Tadeush Nikolaievich se levantaría y me traería un poco de agua, pero no se movió. Entonces me decidí a levantarme, como quien cumple una engorrosa obligación, busqué un par de cazos en medio de la oscuridad, me dirigí al río, bebí unos sorbos y llené los dos cazos. Sentados en nuestros sacos saciamos finalmente nuestra sed. Entonces se despertó Anastasia Petrovna, diciendo que estaba sedienta pero que preferiría un racimo de uvas, por favor. Y como yo dije que también me comería a gusto unas uvas, le tocó a Tadeush el turno de levantarse, lo cual hizo gruñendo y maldiciendo.

Para ir a buscar las uvas tenía que pasar junto al lugar donde dormían Mamat y Sultan, y cuando regresó con los racimos sus maldiciones eran todavía más ruidosas.

—Oí que estaban despiertos, maldita sea, incluso hablaban en voz baja, pero cuando les pregunté dónde estaban las uvas no me contestaron: se envolvieron en sus mantas y se hicieron los dormidos.

—Le confundirían a usted con un hombre abominable —sugerí.

—No me extrañaría nada.

En aquel preciso instante cayeron algunas piedras ladera abajo. El hecho no nos preocupó demasiado, ya que sabíamos que no podían alcanzarnos. Supusimos que algo las habría empujado: el viento, o una cabra montes, o un oso... Todo volvió a quedar en silencio y no tardamos en conciliar de nuevo el sueño.

Cuando desperté por la mañana el campamento estaba revuelto. Mamat y Sultan reunían apresuradamente nuestras pertenencias y cargaban a los animales. Mamat dijo que teníamos que marcharnos inmediatamente. Cuando le pregunté por qué, contestó que el hombre abominable había estado allí durante la noche y que sería peligroso quedarse.

—¿Acaso te hizo algo? —le pregunté.

Mamat quedó desconcertado por mi despreocupación. Al parecer, Sultan y él no habían pegado un ojo en toda la noche y habían visto al hombre abominable. Primero arrojó varias piedras desde arriba, luego bajó al campamento, murmurando algo, y luego volvió a marcharse y arrojó más piedras.

Existían abundantes pruebas materiales: piedras dispersas y arbustos pisoteados. Cubos derribados y el contenido de unas alforjas —latas de conservas— esparcido por el suelo. Los restos de una gran rebanada de pan con las huellas de unos grandes dientes impresas todavía en la mantequilla.

Las declaraciones de Tadeush Nikolaievich y la mía propia en el sentido que nos habíamos levantado por la noche y habíamos derribado los cubos fueron rechazadas de plano. Era completamente ridículo sugerir que Mamat podía haber confundido a su jefe con un hombre abominable...

Cuando insinuamos que el pan podía haber sido mordisqueado por los asnos, los cuales también podían haber esparcido por el suelo el contenido de una de las alforjas, Mamat se apresuró a afirmar que estaba absolutamente seguro de haber atado perfectamente todas las alforjas antes de acostarse. Además, a los asnos no les gustaba la mantequilla. Así que, ¿de quién eran los dientes que aparecían claramente impresos en ella?

A pesar de una enconada discusión que se prolongó durante el desayuno y se reavivó esporádicamente durante el camino de regreso, no conseguimos ponernos de acuerdo en lo que respecta a los acontecimientos de aquella noche.

Pero ahora, transcurridos unos años, estoy en posesión de otras informaciones acerca del golub-yavan, las cuales obtuve de un hombre que coincidió conmigo hace unos meses en una yurta del valle Pshart.

Aquel hombre me explicó que, hacía unos años, una expedición de cinco personas, una de ellas una mujer, había pasado una noche allí, en Pshart. Su jefe era Zor Adam (que en kirguis significa «hombre alto», y que era yo mismo). Durante la noche, un hombre abominable arrojó piedras sobre el campamento desde lo alto de la montaña, luego bajó, se comió un trozo de pan con mantequilla, abrió con los dientes varias latas de conservas y devoró su contenido. Luego quiso llevarse a la mujer, pero Zor Adam luchó con él y le derribó, y el hombre abominable huyó hacia las montañas, arrojando piedras mientras escapaba. Había numerosos testigos de aquellos hechos, entre ellos Mamat, al cual podía dirigirme si deseaba completar la información. Por desgracia, no puedo citar el nombre de aquel individuo, ya que una observación casual de mi ayudante reveló mi identidad, y el hombre se apresuró a perderse de vista.