II
Cuando Nikolai Petrovich soltó el receptor, Piskunov estaba ya en la entrada poniéndose el abrigo.
—¿A dónde vas?
—Allá abajo, desde luego...
—Espera. Antes hay que decidir lo que vamos a hacer. Si ese robot empieza a revolverlo todo en la central...
—La central sería lo de menos —dijo Rabkin—. Lo peor serían los laboratorios. Y los depósitos. ¿Y si viene aquí, a la ciudad?
Nikolai Petrovich reflexionaba intensamente. Piskunov, impaciente, saltaba de uno a otro pie, con la mano en el pomo de la puerta.
—Tenemos que ir todos juntos —propuso tímidamente Kostenko—. Localizarlo... y cogerlo.
Piskunov hizo una mueca y Rabkin, por su parte, gruñó:
—¡Cogerlo! ¿Por dónde? ¿Por el fondillo de los pantalones? Media tonelada de peso, trescientos kilos de fuerza viva en el extremo de cada uno de sus puños... Será mejor que te calles, Kostenko. Eres nuevo aquí y no sabes nada...
—¡Ya está! —exclamó Nikolai Petrovich súbitamente—. Utilizaremos los buldózeres. Rabkin, corre al garaje y localiza a tres conductores, como mínimo. Hoy es sábado, probablemente estarán en el club... ¿De acuerdo, Piskunov?
—Sí, pero hay que darse prisa.
—Tú, Piskunov, irás al Instituto. Trata de averiguar dónde está Urm y telefonea al garaje. Kostenko, acompáñale. Y más aprisa, más aprisa, camaradas. ¡El demonio! Con tal de que no franquee las puertas...
Poniéndose los abrigos, salieron juntos. Rabkin patinó y chocó de cabeza contra la espalda de Kostenko, el cual cayó a cuatro patas.
—¡Cuidado con lo que haces!
—¿Qué pasa? ¿Has perdido las gafas?
El viento arrastraba furiosamente ráfagas de nieve polvorienta, silbaba en los cables y aullaba en el encaje de acero de los postes de alta tensión. Las ventanas de la casita proyectaban rectángulos de luz amarillenta sobre los montones de nieve. Todo lo demás estaba sumido en tinieblas.
—¡Voy para allá! —dijo Rabkin—. ¡Cuidado, amigos! No os arriesguéis inútilmente.
Resbaló de nuevo, cayó y durante un minuto se agitó en la nieve, maldiciendo a la tormenta, al cerdo de Urm y, en términos generales, a todos los que participaban de algún modo en el acontecimiento. Luego, su abrigo de color claro apareció en la puerta del jardín y se perdió entre la nieve.
Piskunov y Kostenko echaron a andar por la calzada. Kostenko dijo:
—No lo entiendo. ¿Por qué hay que utilizar los buldózeres?
—¿Se te ocurre algo mejor? —inquirió Piskunov.
—No se trata de eso... Sencillamente, no lo entiendo. ¿Queréis destruir a Urm?
Piskunov suspiró.
—Queremos detenerle —dijo.
Levantó los faldones de su abrigo y saltó por encima de un montón de nieve. Confundido, Kostenko le siguió. Delante de ellos se extendía un campo nevado. Más allá, una carretera. Al otro lado de la carretera se hallaba la central eléctrica.
Para ganar tiempo, Piskunov se adentró en un descampado donde el otoño anterior habían sido construidos los cimientos de un nuevo edificio. Kostenko le oyó gruñir mientras tropezaba con los montones de ladrillos helados y los hierros de la armazón. Andar resultaba cada vez más difícil. A través de los torbellinos de nieve, se distinguían débilmente las luces del Instituto.
—Espera —dijo Kostenko—. Esto no hay quien lo aguante. Vamos a descansar un poco.
Piskunov se agachó a su lado. ¿Qué había pasado? El conocía a Urm mejor que nadie en el Instituto. Cada tornillo, cada electrodo, cada cristal de aquel espléndido mecanismo había pasado por sus manos. Creía poder predecir cada uno de los movimientos de Urm en cualquier circunstancia. Pero he aquí que había abandonado su cueva «sin permiso», y ahora se paseaba a través de la central. ¿Por qué?
La conducta de Urm estaba regulada por su cerebro, un aparato sumamente complejo y sutil, construido a base de germanio, platino y ferrita. Las computadoras normales disponen de varias decenas de millares de células, esos órganos elementales que reciben, conservan y dan las señales.
El cerebro de Urm disponía de casi 18 millones de células lógicas, cuyos programas preveían las reacciones a una multitud de situaciones, a las diversas variaciones de las circunstancias, así como la ejecución de un gran número de operaciones distintas. ¿Qué había podido influir en el cerebro de Urm, en el programa? ¿La radiación del motor atómico? No, el motor estaba rodeado de una potente pantalla protectora de circonio, de galidonio y de acero tratado con boro. Prácticamente, ni un solo neutrón, ni un solo rayo gamma podía franquear aquella pantalla. ¿Los receptores, acaso? No, esta misma noche se hallaban en perfecto estado. Por lo tanto, el motivo de aquella conducta de Urm había que buscarlo en el propio «cerebro». En el programa, un programa nuevo y complicado cuya implantación dirigió el propio Piskunov... El programa... Desde luego.
Piskunov se incorporó lentamente.
—¡Es un reflejo espontáneo! —dijo—. ¡Evidentemente, es un reflejo espontáneo! ¡Soy un idiota!
Kostenko le miró, desconcertado.
—¿Qué? No entiendo nada...
—Yo, sí. Salta a la vista. Pero ¿quién podía imaginarlo? Todo marchaba tan bien...
—¡Mira! —exclamó súbitamente Kostenko.
Un relámpago azulado iluminó el cielo gris encima del Instituto, y sobre el fondo de aquella aurora, las siluetas negras de los edificios se recortaron a la vez claras y casi irreales en la tormenta. La línea luminosa que marcaba el límite del Instituto tembló y se apagó.
—¡El transformador! —murmuró Piskunov—. La subestación se encuentra delante mismo de la torre del reactor. Urm está allí. Y los guardianes...
—¡Corramos! —dijo Kostenko.
Echaron a correr. El viento les derribaba, se hundían en unos hoyos de nieve. Caían, se levantaban y volvían a caer.
—¡Más aprisa, más aprisa! —decía Piskunov.
Unas lágrimas arrancadas por el viento y por la emoción se deslizaban por sus mejillas, se helaban en sus pestañas dificultándole la visión. Cogió a Kostenko de la mano y le arrastró detrás de él, sin dejar de murmurar:
—¡Más aprisa, más aprisa!
En la ciudad, habían observado el relámpago encima del Instituto. Una sirena aulló, las ventanas de las viviendas de los guardianes se iluminaron. El haz cegador de un reflector barrió el campo abierto, arrancando de las tinieblas las dunas de nieve, los postes de la línea de alta tensión. Se deslizó sobre el muro de piedra que rodeaba el Instituto y se detuvo finalmente ante las puertas, cerca de las cuales se movían unas pequeñas siluetas negras.
—¿Quién está allí? —preguntó Kostenko.
—Los guardianes. La milicia, sin duda... —Piskunov se interrumpió y se frotó los ojos—. ¡Las puertas! Las han cerrado. Estupendo. Eso significa que Urm se encuentra allí todavía.
Era evidente que se había dado la voz de alarma. Ahora no eran uno sino tres los reflectores que registraban el espacio, a lo largo de las paredes del Instituto. Unos torbellinos de nieve danzaban en su claridad azul. A través de los aullidos del viento se oyeron unos gritos. Alguien blasfemó. Luego, unos motores empezaron a roncar y se oyó un ruido de cadenas: los enormes buldózeres salían del garaje.
—Mira, Kostenko —dijo Piskunov—. Mira bien. Estamos asistiendo a la cacería más extraordinaria de toda la historia humana. ¡Mira bien, Kostenko!
Kostenko le dirigió una mirada de reojo.
Le pareció que unas lágrimas se deslizaban por el rostro del ingeniero. Tal vez a causa del viento.
Entretanto, el ruido de cadenas se había desplazado hacia la derecha. Los buldózeres avanzaban por la calzada. Se distinguían ahora las luces de sus faros.
—Cinco contra uno —murmuró Piskunov—. No tiene ninguna posibilidad.
Bruscamente, se produjo un cambio de decorado. El propio Kostenko no supo lo que había cambiado, en el primer momento. La tormenta continuaba aullando, los torbellinos de nieve seguían barriendo el suelo, los motores de los buldózeres roncaban aún, inexorables y amenazadores. Pero los rayos de los reflectores no registraban ya el terreno. Se habían inmovilizado sobre las puertas, abiertas ahora de par en par y cerca de las cuales ya no había nadie.
—¿Qué diablos pasa? —dijo Kostenko.
—Habrá...
Piskunov no terminó la frase. En un mismo impulso los dos corrieron hacia el Instituto. Se encontraban a unos cincuenta metros de las puertas, cuando Piskunov casi chocó con un hombre que corría en sentido contrario, con un fusil en la mano. Asustado, el hombre aulló y dio un salto de costado, pero Piskunov le agarró por el hombro y le paró.
—¿Qué ha pasado?
El hombre, enloquecido, trató de desasirse, pero no tardó en recobrar su sangre fría y masculló una maldición.
—Se ha escapado —dijo—. Ha hundido las puertas y casi ha aplastado a Makeev. Yo voy en busca de refuerzos...
—¿Hacia dónde ha ido?
El miliciano hizo un gesto vago con la mano, señalando a la izquierda.
—Por allí, me parece... Por la calzada...
—Entonces, va a encontrarse con los buldózeres... ¡Corramos!
Súbitamente, surgiendo de la borrasca, algo enorme avanzó hacia ellos. Unas luces rojas y verdes les hicieron parpadear, y una voz enronquecida inquirió, inexpresiva:
—Buenos días, ¿cómo está usted?
—¡Urm! ¡Alto! —gritó Piskunov con voz desesperada.
Kostenko vio que el miliciano corría, que Piskunov levantaba los brazos y agitaba los puños. Luego, la enorme silueta, rodeada de una nube de vapor, pasó por delante de él, levantando mucho los pies, y desapareció entre la nieve.