II
...La prisión correspondía exactamente a la idea que Bartch se había formado de ella a través de numerosas fotografías: cuatro docenas de edificios, toda una pequeña ciudad científica, sin un solo arbusto, sin un solo tallo de hierba sobre su suelo forrado de plástico, y el conjunto cubierto por una inmensa cúpula transparente.
—Imposible fugarse de aquí —dijo Svensen en tono convencido.
Sus ojos ligeramente hundidos y las pronunciadas arrugas en las comisuras de sus labios le conferían un aire de profeta.
—Sólo hay una entrada y ninguna salida. Es como el infierno de Dante. ¿Cómo salir? ¡Ja! No encontrará usted una sola costura en esta pared.
—¿Y las fisuras?
Svensen golpeó con el puño la pared transparente. Su puño rebotó como si hubiese chocado contra un caucho perfectamente tensado.
—Es una pared de varias capas. Y cada una de ellas vuelve a pegarse automáticamente. Eso forma una masa flexible, sin fisuras. Ni siquiera una bala la perforaría.
—Pero, de todos modos, existe la entrada —insistió Bartch.
—Y, en consecuencia, una salida, ¿no es eso? En efecto, un hombre puede salir. Un microbio, no.
—Sin embargo, uno de ellos salió.
—El que usted busca no se encuentra entre nuestros detenidos.
—Quiero creerlo. Pero no ha podido llegar de Marte ni de Venus...
—Desde luego que no. Los cohetes son desinfectados minuciosamente. El Control de la seguridad se ocupa de ello.
—¿Y las bacterias que van a buscarse especialmente a otros planetas? ¿También son almacenadas aquí?
—En unos recipientes especiales, y colocadas directamente en un edificio particular. Mire, es el más alejado, el que aparece como envuelto en una niebla. Está cubierto por otras dos cúpulas como ésta. Una medida de precaución adicional.
—¿No cree usted posible que no hayan sido aniquilados todos los microbios en la Luna? —preguntó Bartch—. Los cohetes que regresan de la Luna no son desinfectados, ¿verdad?
—Por desgracia, no existe esa posibilidad —respondió Svensen—. Sabe usted perfectamente que en la Luna sólo había microorganismos anaerobios. ¡Cuando pienso que se han aniquilado todos los microorganismos de un astro! —exclamó, alzando los brazos al cielo—. ¡Un trágico error! Y la misma suerte aguardaba a la Tierra. Se empezó por destruir todos los virus de la gripe, todos los agentes patógenos de la disentería y del cólera... Algunos han desaparecido por completo. Ahora son buscados en Venus. En fin, vamos.
—¿Dónde está la entrada?
—Delante de usted.
Mirando con más atención, Bartch vio en la pared, delante de él, una juntura fina como un cabello y unos goznes casi transparentes.
—Este es el único lugar de la Tierra —explicó Svensen— en el que todavía hay guardianes. Desde luego, a nadie se le ocurriría introducirse aquí sin haberlo solicitado. Pero el Control de la Seguridad insiste... ¡Abra! —ordenó, alzando la voz.
La pared se entreabrió dejando un paso tan angosto que tuvieron que entrar uno detrás del otro. Alargando el brazo hacia uno de los lados, Bartch tocó una pared dura. No estaban bajo la cúpula, como él creía, sino en un pasillo.
—La desinfección ha empezado —dijo Svenson, señalando el suelo salpicado de diminutos orificios—. Se arrastran muchas bacterias con los pies.
—¿Y les está prohibida la entrada?
—Naturalmente. La entrada ilegal, se entiende. Y su tántalo no podría entrar, aunque quisiera. ¿Comprende ahora por qué afirmo con tanta seguridad que no está aquí?
—¿Acaso me ha invitado a venir para que pueda convencerme por mí mismo?
Svensen no respondió.
El pasillo desembocaba en la pared de un gran edificio. Un minuto de espera y el suelo empezó a descender suavemente. Cuando se detuvo, otro había ocupado su lugar encima de ellos. Les esperaba un viaje asombroso.
Svensen y Bartch se desvistieron completamente y dejaron sus efectos personales en unos grandes cofres herméticos. Luego pasaron sucesivamente a varios locales comunicados entre sí por puertas dobles. Fueron vaporizados, lavados y friccionados por chorros de soluciones diversas a temperaturas diferentes... Aquello parecía un paseo bajo las duchas. Bartch, con los ojos fruncidos, seguía a Svensen que le llevaba tomado de la mano. Luego llegó un ciclo de irradiaciones que les confirió un aire de fantasmas. Continuaron andando, pasando de una luz anaranjada a otra azul, y de ésta a otra verde.
En un lugar determinado, los aparatos de control que supervisaban todas aquellas operaciones se mostraron dubitativos, y tuvieron que someterse de nuevo a una de las sesiones que acababan de terminar.
Finalmente, fueron autorizados a ponerse unas ropas de trabajo nuevas que encontraron en unas perchas en las cuales estaban señaladas las distintas tallas. Unos trajes blancos como la leche, completamente cerrados, como los de los astronautas, que sólo dejaban al descubierto el rostro y las manos. Un último control y salieron al patio de la prisión.
Svensen señaló un largo edificio:
—Allí están las gripes. Todas las que existen. Ciento y algo más. Al lado, se encuentra la peste. Como puede ver, el edificio tampoco es pequeño.
Al oír la palabra «peste», Bartch se estremeció.
—Un puro anacronismo —se apresuró a añadir Svensen—. Una de las paradojas de la medicina es que desde que la peste está ahí, a buen recaudo, ha sido tan bien estudiada y se han descubierto contra ella unos medios tan potentes y tan rápidos, que si por casualidad se escapara, sus efectos apenas se dejarían sentir. Si en otros tiempos la Humanidad hubiera dispuesto de esos remedios, la peste habría sido considerada como una enfermedad benigna, mucho menos grave que la gripe. Hablo de la peste corriente, naturalmente.
—¿Existen, entonces, variedades particulares?
—¡Oh! Últimamente hemos descubierto varios tipos que no se conocían antes. Mejor dicho, que no se distinguían, ya que sus agentes se mezclaban en cantidades ínfimas con los de la peste bubónica. Existe en especial una variedad de peste que eclipsa todo lo que la Humanidad ha conocido. Todas las vacunas son ineficaces contra ella.
—Veo que le profesa usted una verdadera admiración. Si eso continúa, va usted a hacerme la apología del tántalo...
—¿Y por qué no? —replicó vivamente Svensen—. Recuerde lo que sucedió con el agente patógeno del tifus. Condenado por el cuerpo médico, fue destruido. ¿Y qué ocurrió a continuación? Diez años después del aniquilamiento del último ejemplar, un microbiólogo estableció, estudiando los trabajos escritos, que aquel organismo sería sumamente útil para numerosos procesos necesarios para el hombre. En una forma modificada, desde luego. ¡Y ahora se buscan agentes del tifus por todo el Universo!
Svensen apretó el codo de Bartch con una fuerza que su complexión no permitía sospechar. Bartch, advertido de la «manía» del famoso carcelero, le miró.
—No existen microbios que sean solamente perjudiciales —declaró solemnemente Svensen, como si se dirigiera a un anfiteatro lleno de estudiantes—, del mismo modo que no existen microbios que sean solamente útiles. La opinión que tenemos de los microbios ha cambiado y cambiará más, pero los microbios, todos, lo mismo los que se encuentran en la Tierra que los de los otros planetas, tienen que estar al alcance de la mano del investigador. Por eso considero como genial la idea de crear esta prisión para los microbios, o este sanatorio, llámelo como quiera, y creo que hay que rendir un homenaje a su fundador, Karbychev.
Aunque Bartch pensó que tenía que habérselas con un fanático, escuchó aquella parrafada con interés.
—Tenemos pocos visitantes —continuó Svensen, en un tono completamente distinto—. Pero a los pocos que vienen les gusta recorrerlo todo. Si usted quiere...
—Desde luego —se apresuró a decir Bartch, animándose.
—¿Por qué sector prefiere empezar?
—Por el de la peste —dijo Bartch con voz firme.
Les dejaron entrar sin más ceremonia. Evidentemente, estaban convencidos que debajo de la cúpula no había ya ningún microbio.
Un largo pasillo conducía al fondo del edificio. A ambos lados se veían unas puertas estrechas, con los nombres de las diversas variedades de peste inscritos en letras negras sobre fondo amarillo.
Svensen se detuvo delante de una de aquellas puertas.
—Aquí está —dijo—. Es la pestis mortis, de la que antes le hablaba.
Muy interesado, Bartch franqueó el umbral. Con gran asombro por su parte, tuvieron que permanecer largo rato en una antecámara antes que en el techo se encendiera la luz verde.
—¿Qué es lo que temen? —preguntó, intrigado—. ¿Que se introduzcan bacterias procedentes del pasillo? ¿Acaso podría introducirse algo más peligroso que lo que hay aquí?
—No queremos que las bacterias se mezclen —respondió Svensen—. Crea confusión. Ese es el motivo por el que durante mucho tiempo no pudiera descubrirse la pestis mortis.
El laboratorio en el cual penetraron tenía un aspecto completamente vulgar: una mesa con unas retortas y unas probetas, y varios termostatos fijados a las paredes.
«Ella está ahí», pensó Bartch, echando una ojeada a los pequeños armarios adosados a los muros.
Dos hombres enfundados en unos trajes idénticos a los de Bartch y Svensen, pero con mascarillas blancas que les cubrían el rostro y con guantes, asimismo blancos, trabajaban en una larga mesa.
Súbitamente, Bartch experimentó el deseo de tener unos guantes en las manos y una mascarilla en el rostro. Pero aquel apasionado de la microbiología parecía haber olvidado las medidas de precaución.
—¿Quiere usted verla?
Svensen le condujo al microscopio que se encontraba sobre la mesa. Bartch pegó su ojo al objetivo y se sobresaltó: una enorme serpiente —sin cola ni cabeza, es cierto— se retorcía en el líquido de color amarillo claro del caldo de cultivo. Su cuerpo negruzco estaba agitado por movimientos convulsivos.
Svensen empujó la manecilla del manipulador y Bartch vio la aguda punta del escalpelo que se acercaba al cuerpo estirado. La serpiente se retorció y saltó, pero el escalpelo acechó el momento propicio y cortó un trozo. Luego, con un movimiento rápido, casi imperceptible, partió el cuerpo en dos en sentido longitudinal.
Bartch experimentó una sensación de náusea. Sin embargo, no era un pusilánime. A menudo se había ocupado de aquellos monstruos invisibles y había podido observar su espantosa acción destructora. Pero aquel bacilo ampliado de tamaño, dispuesto a agarrar el escalpelo que le perseguía, producía un efecto de lo más desagradable.
El personal que trabajaba aquí tenía que ser muy valiente. Preparaba unos medios de defensa contra aquella enfermedad, que tal vez servirían algún día —¿quién sabe?—, en ocasión de un viaje a otro planeta. De momento, aquellos hombres cubiertos con mascarillas intercambiaban unas probetas en las cuales estaba encerrada la muerte más terrible que jamás ha existido sobre la Tierra.
Bruscamente, Svensen exclamó:
—¡Vámonos! Las mascarillas provisionales que llevamos en el rostro y en las manos no tardarán en perder su eficacia.
De modo que, mientras se encontraban en la antecámara, las partes descubiertas de sus cuerpos habían sido sometidas a un tratamiento especial.
Bartch se sintió más tranquilo.
«Por fin», pensó con alivio cuando la lámpara verde se encendió en el techo.
Pero su alegría era prematura. La puerta de salida continuaba cerrada. Transcurrió un minuto y el suelo de la habitación se hundió lentamente debajo de ellos. Luego, todo volvió a empezar, como antes: vaporización, ducha, irradiación. Finalmente, los aparatos de control les autorizaron a salir.
—¿Y si, a pesar de todo...? —inquirió Bartch.
—Entonces, cuarentena, vacunas y todo lo demás —respondió Svensen, encogiéndose de hombros.
—Pero, ¿no ha dicho usted que la vacuna es ineficaz?
Svensen no respondió. Era lo mismo que preguntarle a un soldado durante la batalla si las balas resultan peligrosas.
—Y, ahora, al sector de los virus —sugirió.
Recorrieron todos los laboratorios. Bartch no esperaba encontrar en ellos al tántalo, ni a ninguno de sus parientes lejanos. Pero los virus encarcelados retenían su atención: la mayoría de los trabajos que se realizaban aquí no podían ser observados en los laboratorios terrestres corrientes, donde sólo se manejaban unos virus inofensivos.
En un lugar determinado, contempló largo rato cómo se dividían y se multiplicaban unos seres minúsculos semejantes a muelles. Era una verdadera cascada de formas nuevas. Los investigadores del laboratorio le explicaron que aquella evolución había sido provocada artificialmente.
—Hemos creado ya casi seiscientas formas nuevas —añadieron.
Bartch registró las explicaciones de los investigadores y la imagen de los «virus-muelle» con su bloque universal.
—Le estoy muy agradecido por su amabilidad al permitirme visitar la prisión —le dijo a Svensen, al despedirse de él—. Me parece que no he perdido el tiempo.
—Es lo que yo había supuesto —dijo Svensen, en tono algo misterioso.
Ahora, perdido sobre un islote volcánico, Bartch tenía la impresión que Svensen no había mostrado todas sus cartas. ¿Por qué le había invitado a visitar la prisión? ¿Con qué propósito le había hecho recorrer todos los laboratorios del sector de los virus?
Bartch dirigió de nuevo una mirada a su alrededor, a aquellos peñascos que empezaban ya a inspirarle ideas negras. Le dolía la pierna herida. La rodilla estaba hinchada, y el menor movimiento repercutía dolorosamente en todo su cuerpo. Se arrancó la manga de la camisa e improvisó un vendaje con ella. ¡Si al menos tuviera algo de comida, o pudiera encender una fogata! Todo sería distinto.
¿Acaso le buscaban? Desde luego. Pero, ¿cómo puede localizarse en las inmensidades del Pacífico a un hombre que no puede dar señales de vida?
Tenía que instalarse un poco mejor. No podía seguir tumbado sobre aquellas rocas, ásperas como un papel de esmeril. Aunque le resultaba difícil arrastrar su pierna, Bartch decidió encontrar un lugar más cómodo. Acababa de divisar una pequeña hondonada donde parecía crecer una especie de musgo. Allí, el suelo sería menos duro, probablemente.
De pronto, vio el agua. Un hilillo claro, fino como una hoja de papel de fumar, discurría por una arruga de la piedra semejante a una línea de la mano. ¡Agua! Bartch pegó sus labios a la superficie rugosa y bebió largamente, gota tras gota.
El sol poniente tocó el horizonte, y luego se hundió rápidamente como si se hubiera desprendido del clavo que le retenía pegado a la bóveda celeste. Más tarde empezó a soplar el viento.
Bartch decidió tratar de dormir. Pero apenas hubo cerrado los ojos, nuevos cuadros iniciaron su desfile en su agotado cerebro.