I
Urm se aburría.
A decir verdad, el aburrimiento, reacción contra la uniformidad y la monotonía, insatisfacción de sí mismo, pérdida del interés por la vida, sólo es propio del hombre y de algunos animales. Para aburrirse hay que poseer un sistema nervioso perfectamente organizado. Hay que poder pensar o, al menos, sufrir. Urm no poseía un sistema nervioso propiamente dicho. No podía pensar y menos todavía sufrir. Sólo sabía percibir, registrar y actuar. Sin embargo, fue presa del aburrimiento.
Después de la marcha del Maestro, no había quedado a su alrededor nada que Urm pudiera retener. Y acumular recuerdos se había convertido en el objetivo de su existencia. Estaba poseído por una curiosidad nunca satisfecha, por una sed insaciable de percibir y registrar lo máximo posible. Todos los hechos y fenómenos desconocidos eran buenos para él, a condición de que su situación en el tiempo y en el espacio constituyera una fuente de sensaciones para uno, al menos, de sus quince sentidos. Cuando no había hechos ni fenómenos desconocidos, era preciso buscarlos.
Pero todo lo que había a su alrededor en aquel momento era conocido y archiconocido, hasta el menor detalle, hasta el menor matiz. Se acordaba desde el primer momento de su existencia de aquella amplia estancia cuadrada de paredes grises y rugosas, del techo bajo y de la puerta de hierro. En ella remaba siempre el mismo olor a metal recalentado y a aceite aislante. De lo alto llegaba un zumbido sordo y casi inaudible que los hombres sólo podían percibir con la ayuda de unos aparatos, pero que él, Urm, oía perfectamente. Las lámparas fluorescentes del techo estaban apagadas, pero Urm veía perfectamente la estancia a la luz infrarroja y gracias a los impulsos de sus radares.
Urm se aburría, pues, y decidió salir en busca de nuevas impresiones. Hacía media hora que el Maestro se había marchado. Y Urm sabía por experiencia que no regresaría inmediatamente. Esta última circunstancia no dejaba de tener su importancia. Un día, Urm había dado por su cuenta un pequeño paseo alrededor de la estancia, y cuando el Maestro le sorprendió en aquella ocupación, obró de tal modo que, devorado por la curiosidad, Urm no fue capaz de moverse ni de agitar siquiera la antena de su radar.
Urm se tambaleó y avanzó pesadamente. El suelo de hormigón resonó bajo sus gruesas suelas de caucho. Urm se detuvo un momento a escuchar e incluso se inclinó. Pero en la gama de sonidos devuelta por las vibraciones del cemento no había ninguno desconocido y Urm reemprendió su marcha hacia la pared opuesta. Se acercó hasta tocarla y olfateó. La pared olía a hormigón húmedo y a hierro oxidado. Nada nuevo. A continuación, Urm dio media vuelta, rayando la pared con su codo de acero, cruzó la estancia en diagonal y se paró delante de la puerta. Abrirla no resultaba fácil. Urm examinó la cerradura unos instantes, comparando lo que veía con lo que ya sabía. Finalmente, alargó la pinza denticular de su mano izquierda, cogió hábilmente el pestillo y lo hizo girar. La puerta se abrió con un prolongado chirrido. Esto ya era interesante. Y Urm pasó varios minutos abriendo y cerrando la puerta, ora rápidamente, ora con lentitud, escuchando y registrando. Luego franqueó el umbral y se encontró delante de una escalera, angosta y bastante alta, con los peldaños de piedra. Urm contó inmediatamente dieciocho peldaños hasta el primer rellano, que estaba iluminado. Sabía lo que eran los peldaños y empezó a subir, sin apresurarse.
Desde el rellano, otra escalera de madera de diez peldaños conducía más arriba. A la derecha, se abría un largo pasillo. Tras unos instantes de vacilación, Urm giró a la derecha. No sabía por qué. El pasillo no era más atractivo que la escalera. Aunque esta última era mucho más angosta.
El pasillo, caluroso, estaba vivamente iluminado por los rayos infrarrojos procedentes de unos cilindros de laminillas suspendidos a poca distancia del suelo. Urm no había visto nunca radiadores de calefacción central. De modo que los cilindros atrajeron su atención. Se inclinó y cogió uno de ellos con sus dos pinzas. Resonó un seco chasquido, seguido de un ruido de metal roto y una espesa nube de vapor caliente, brillante como un fragmento de sol, brotó en dirección al techo. Un chorro de agua roció las piernas de Urm. Sin preocuparse por ello, levantó el cilindro a la altura de su cabeza, lo examinó y luego, desprendiendo del caparazón que cubría su pecho las varillas flexibles de los micromanipuladores estudió atentamente la rotura del cilindro. Luego, los micro-manipuladores volvieron a ocupar su lugar, el cilindro cayó al suelo y Urm se alejó, chapoteando en el agua. Cuando llegó al extremo del pasillo, unas letras en rojo se encendieron encima de una puerta: «¡Atención! ¡No entrar sin el traje protector!», leyó Urm. Conocía el significado de la palabra «Atención», pero sabía también que siempre iba dirigida a los hombres. Por lo tanto, no podía afectarle. Urm alargó el brazo y empujó la puerta.
Allí, efectivamente, no faltaban las cosas nuevas e interesantes. La sala, muy amplia, estaba llena de objetos de metal, de piedra y de plástico. Una construcción cilíndrica de hormigón, cuya parte superior estaba cubierta con una plancha de hierro o de plomo, se alzaba en medio de la sala. De ella partían innumerables cables hacia las paredes, donde había unas grandes chapas de mármol cubiertas de manecillas y de brillantes discos. La construcción de hormigón estaba rodeada por una verja de cobre. Unas resplandecientes varillas, terminadas en unas pinzas semejantes a las manos de Urm, colgaban del techo.
Avanzando silenciosamente sobre el embaldosado suelo, Urm se acercó a la verja y dio la vuelta a su alrededor. Luego se paró un instante y dio una segunda vuelta. No había ningún paso. Entonces, Urm adelantó la pierna y pasó sin dificultad a través de la verja, que quedó destrozada. Se paró junto a la construcción de hormigón. Su cabeza, redonda como un globo, giró prudentemente a derecha e izquierda. Los caparazones de ebonita de sus receptores acústicos se agitaban en todos los sentidos, las antenas de sus radares temblaban. La tapadera de plomo emitía rayos infrarrojos, discernibles incluso en aquella sala recalentada. Pero emitía también una radiación desconocida. Urm veía perfectamente gracias a sus aparatos de rayos X y gamma, y le pareció que la tapadera era transparente y que debajo de ella se abría un pozo estrecho y sin fondo, lleno de un polvo luminoso. Desde las profundidades de su memoria Urm recibió una orden: «Abandone este lugar inmediatamente». Urm ignoraba cuándo le habían dado esa orden, y quién. Sin duda la conocía desde que vino al mundo, del mismo modo que conocía muchas otras cosas que nunca había visto ni probado. Sin embargo, no obedeció. La curiosidad pudo más. Se inclinó sobre la construcción de hormigón, tendió sus pinzas y, con un gran esfuerzo, levantó la tapadera.
Un chorro de rayos gamma le cegó. Dos lucecitas rojas se encendieron en las chapas de mármol, y una sirena aulló. A través de las siluetas transparentes de sus manos, Urm percibió el interior del pozo de hormigón. Luego dejó caer la tapadera y gritó con una voz de bajo enronquecida: «¡Peligro! ¡Danger! ¡Gefahr! ¡Abunai!» El eco rodó por la sala y enmudeció. Urm dio media vuelta sobre sí mismo y se dirigió apresuradamente hacia la salida. La impresión, provocada por el chorro de partículas radioactivas registradas por sus aparatos de control, le incitó a salir de allí. Desde luego, ni la peor radiación ni los potentes chorros de partículas podían causarle el menor daño; incluso podía permanecer tranquilamente en la zona activa del reactor. Pero, al crearlo, sus amos le habían inculcado la tendencia a mantenerse lo más lejos posible de las fuentes de radiación intensa.
Urm salió al pasillo, cerró cuidadosamente la puerta detrás de él y, pasando a horcajadas por encima del radiador que había arrancado, volvió a encontrarse en el rellano. Allí vio a una persona que bajaba rápidamente por la escalera de madera.
La persona en cuestión era de estatura mucho menor que la del Maestro. Llevaba unas vestiduras claras y amplias y sus cabellos eran muy largos y tenían el color del oro. Urm no había visto nunca nada semejante. Aspiró un poco de aire y captó el conocido olor a lilas blancas. El mismo olor, aunque más débil, emanaba a veces del Maestro.
En el pasillo reinaba una semioscuridad, en tanto que la escalera, detrás de la joven, estaba vivamente iluminada, de modo que ella no percibió inmediatamente su enorme silueta. Sin embargo, al oír unos pasos, la joven se detuvo e inquirió:
—¿Quién está ahí? ¿Eres tú, Ivachev?
—Buenos días, ¿cómo está usted? —dijo Urm con voz enronquecida.
La joven profirió un grito. Surgiendo de la oscuridad, una sombra gigantesca avanzó hacia ella, rematada por una cabeza redonda y brillante, provista de ojos de cristal, con unos hombros acorazados de una anchura increíble y unos gruesos brazos articulados. Urm apoyó el pie sobre el primer peldaño de madera y la joven volvió a gritar.
Nunca le había ocurrido que un hombre no respondiera a su saludo. Pero aquel sonido extraño, penetrante y, sin duda alguna, inarticulado, no correspondía a ninguna de las respuestas estándar que Urm conocía. Interesado, avanzó decididamente hacia la joven, que retrocedía. Los peldaños de madera crujían bajo sus pasos.
—¡Atrás! —gritó la joven.
Urm se inmovilizó e inclinó la cabeza, escuchando.
—¡Atrás, monstruo!
Urm conocía la orden «Atrás». Al oírla tenía que dar media vuelta y avanzar unos pasos en sentido contrario hasta recibir la orden de «Alto». Pero, por regla general, las órdenes eran dadas por el Maestro, y además Urm experimentaba el deseo de continuar sus pesquisas. De modo que siguió subiendo hasta llegar a la entrada de una pequeña habitación, muy clara.
—¡Atrás! ¡Atrás! ¡Atrás! —gritaba la joven.
Pero Urm, aunque avanzando menos rápidamente de lo que podía, no se detuvo. La habitación, con sus dos escritorios, sus sillas, su tablero de dibujo y sus armarios llenos de libros y de voluminosas carpetas, le interesaba. Mientras abría los cajones, desataba las carpetas y leía en voz alta las inscripciones que figuraban debajo de los dibujos, la joven se escapó a la habitación contigua, se acurrucó detrás de un diván y cogió el teléfono. Urm la veía, ya que llevaba un receptor óptico en la parte posterior de la cabeza, pero aquel pequeño ser de cabellos largos ya no le interesaba. Pisoteando los papeles esparcidos por el suelo, continuó su excursión. Detrás de él, la joven gritaba al teléfono:
—¡Nikolai Petrovich! ¡Nikolai Petrovich! ¡Soy yo, Galia! Nikolai Petrovich, Urm ha irrumpido en nuestra oficina. ¡Su Urm! ¡Urm! Ursula-Roberto-María... ¿Lo habéis comprendido?... No lo sé... Le he encontrado cuando salía de la sala del gran reactor... Sí, sí, ha entrado en la sala del reactor... ¿Qué? ¡Evidentemente, no!
Urm no se paró a escucharla. Salió al salón y se inmovilizó, como herido por el rayo. Las antenas negras de sus radares se agitaron en todas direcciones. Estaba estupefacto. Algo brillante y frío colgaba de la pared, en frente de él. A los rayos infrarrojos, tenía el aspecto de un cuadrado gris impenetrable, y a los rayos normales brillaba con reflejos plateados. Pero lo que había dejado estupefacto a Urm era el monstruo negro que había visto en aquel extraño cuadrado, con una cabeza redonda rematada por unas antenas que se agitaban. No acertaba a comprender dónde se encontraba aquel ser desconocido. Su telémetro visual le había revelado que le separaban doce metros y ocho centímetros del objeto en cuestión, pero su radar había desmentido inmediatamente aquella información. «No hay nada, salvo una superficie vertical lisa que se encuentra a... seis metros y cuatro centímetros...» Urm no había visto nunca nada semejante, y su radar y sus receptores visuales no le habían proporcionado nunca, tampoco, unos informes tan contradictorios. Desde el primer momento, su organismo había sido concebido de tal modo que para él era una necesidad hacer claro y comprensible todo lo que encontraba. De modo que avanzó decididamente, mientras registraba lo que acababa de comprobar: «La distancia señalada por el telémetro es igual a la señalada por el radar multiplicada por dos». Chocó contra el cristal que se rompió en mil fragmentos y se detuvo: detrás del cristal no había más que pared. Urm olfateó aquella pared, dio media vuelta y, sin prestar atención al guardián pálido como la muerte que estaba colgado de la señal de alarma, se dirigió hacia la salida. Fuera, nevaba y soplaba un viento de tormenta. Unas tinieblas blancas envolvieron a Urm.