X — Enemigos cuadrúpedos y bípedos
—El diario ha terminado —dijo Denissov.
—Aquí está la continuación —respondió Wagner, palmeando el cuello del elefante—. Sapiens, alias Hoity-Toity, alias Ring, me ha contado la divertida historia de sus aventuras. Nunca había perdido la esperanza de volver a verle vivo. Pero él supo encontrar por sí mismo el camino de Europa. Tendrá usted que descifrar y transcribir mi estenograma del relato.
Denissov cogió el cuaderno de Wagner, lleno de signos taquigráficos, y empezó a transcribir la historia del elefante narrada por él mismo. He aquí lo que Sapiens le había contado a Wagner:
Me resulta imposible enumerarle todo lo que he pasado desde que me convertí en elefante. Cuando era ayudante del profesor Turner, nunca imaginé que me transformaría en elefante y que viviría en lo profundo de los bosques africanos. De todos modos, trataré de recordar los acontecimientos tal como se sucedieron.
Me había alejado del campamento y pastaba apaciblemente en un claro. Arrancaba suculentos tallos de hierba, golpeaba las raíces contra el suelo para hacer caer la tierra y me regalaba con ellas. Después de haber comido todo lo que había en aquel lugar, me adentré en el bosque en busca de otro claro. La luna lo iluminaba todo. Veía volar abejorros fosforescentes, murciélagos y aves nocturnas que parecían búhos y que me eran desconocidas. Avanzaban lentamente. Andaba con facilidad, sin sentir el peso de mi cuerpo. Trataba de hacer el menor ruido posible. Balanceaba mi trompa y captaba a derecha e izquierda la presencia de los animales. ¿Cuáles? Lo ignoraba. ¿De que podía tener miedo? Yo era el más fuerte de los animales. Incluso el león tenía que cederme el paso. Y, sin embargo, me asustaba terriblemente al menor roce, al menor ruido producido por un ratón, por una bestezuela que parece un pequeño zorro. Cuando encontré un puercoespín, me aparté de su camino. Tal vez no había adquirido aun conciencia de mi fuerza. Una cosa me tranquilizaba: sabía que los hombres, mis amigos, que podían acudir en mi ayuda, se hallaban en la vecindad.
Así, avanzando con prudencia, desemboqué en un pequeño claro y había inclinado ya mi trompa para coger una mata de hierba cuando súbitamente capté el olor de una fiera y mis oídos percibieron un leve ruido entre los juncos. Alcé mi trompa, la enrollé para más seguridad y empecé a mirar a mi alrededor. De repente, vi un leopardo agazapado detrás de los juncos que crecían cerca del riachuelo. Me observaba con sus ojos voraces. Todo su cuerpo estaba tenso, preparado para saltar. Un segundo más, y se lanzaría sobre mi cuello. No sé, tal vez no me había acostumbrado aun a la idea de ser elefante, pero razonaba como un hombre y no conseguía dominar un loco terror. Temblando con todo mi cuerpo, emprendí la huida.
Los árboles crujían y se rompían a mi paso. Numerosas fieras quedaron aterrorizadas por mi desenfrenada carrera. Salían de entre los arbustos y los matorrales, corriendo en todas direcciones y asustándome todavía más. Me parecía que todas las fieras de la cuenca del Congo me perseguían. Corrí, ignoro cuanto tiempo, hasta tropezar con un obstáculo, el río. No sé nadar, no sabía hacerlo cuando era hombre, pensé en aquel momento. Pero, creyéndome perseguido por el leopardo, me lancé al agua y empecé a mover las piernas, como si continuara corriendo. Y nadé. El agua me refrescó un poco y me calmó. Me parecía que el bosque entero estaba lleno de fieras hambrientas que me atacarían en cuanto alcanzara la otra orilla. Y nadé incansablemente.
Había salido el sol y yo seguía nadando. Vi unas canoas ocupadas por hombres. No tuve miedo de ellos hasta que un disparo de fusil partió de una de las embarcaciones. Seguí nadando. Resonó otro disparo y noté una especie de picadura de abeja en el cuello. Volví la cabeza y observé que en la canoa gobernada por unos indígenas había un blanco, un inglés, al parecer. Era el que había disparado contra mí. Por desgracia, los hombres no eran menos peligrosos que las fieras...
¿Qué podía hacer? Traté de gritar, de decirle a aquel inglés que no disparase, pero sólo pude emitir algunos gruñidos. Si el inglés hacía blanco, estaba perdido. Usted me había señalado el lugar vulnerable de mi cráneo, entre el ojo y el oído, donde se encuentra el cerebro. Recordé su consejo, volví la cabeza de modo que las balas no alcanzaran aquel lugar y me apresuré a ganar la orilla. Cuando salí del agua presentaba un hermoso blanco, pero mi cabeza estaba vuelta hacia el bosque.
Y el inglés, que posiblemente conocía muy bien las reglas de la caza de los elefantes, consideró inútil disparar contra mi parte posterior. No disparó, tal vez acechando el momento en que volvería la cabeza hacia él. Pero, sin pensar en las fieras, eché a correr por entre la maleza.
El bosque se hacía cada vez más espeso. Las lianas me cerraban el paso. No tardaron en envolverme en una red que fui incapaz de romper. Tuve que detenerme. Muerto de fatiga, me dejé caer sobre el flanco, sin preguntarme si conseguiría hacerlo o no en mi situación de elefante.
Tuve un sueño espantoso: encargado de curso en la universidad y ayudante del profesor Turner, me encontraba en Berlín, en mi pequeño cuarto, en la avenida Unter den Linden. Era una noche de verano. En mi ventana brillaba una estrella solitaria. El perfume de los tilos y de las flores llegaba desde el exterior, y sobre el velador, un clavel rojo metido en un jarrón de cristal veneciano esparcía su aroma. Bruscamente, entre aquellos olores agradables percibí otro, áspero, que recordaba el del licor de grosella. Pero yo sabía que era el olor de una fiera... Me estaba preparando para la lección del día siguiente. Me quedé dormido con la cabeza apoyada en mis libros, sin dejar de percibir el olor de la fiera. Y soñé algo muy raro: convertido en elefante, me encontraba en el bosque tropical... El olor de la fiera era cada vez más intenso. Me preocupaba. Me desperté. Efectivamente, convertido en elefante, del mismo modo que Lucius había sido transformado en asno, por el poder mágico de la ciencia moderna.
El olor que me perseguía era el de un animal de dos patas. Olía el sudor de un indígena africano. A aquel olor se mezclaba el del hombre blanco. Sin duda se trataba del que había disparado contra mí desde la canoa. Me estaba siguiendo. Quizás se encontraba detrás de un arbusto apuntándome al lugar vulnerable entre el ojo y el oído...
Me incorpore rápidamente. El olor procedía del lado derecho; por lo tanto, tenía que huir hacia la izquierda. Y corrí, rompiendo y apartando los arbustos. Luego ¿quién me había enseñado aquello? hice lo que hacen los elefantes cuando quieren que su perseguidor pierda su rastro: tras una ruidosa retirada, dejan bruscamente de hacer ruido. El cazador no oye nada y cree que el animal se ha detenido. Pero el elefante sigue corriendo, posando sus pies en el suelo y apartando las ramas con tanta precaución que ni siquiera un gato sabría hacerlo mejor.
Corrí al menos dos kilómetros, antes de atreverme a volver la cabeza para olfatear el aire. Olía aun a hombres, pero estaban lejos, a más de un kilómetro. Reemprendí la marcha.
Luego llegó la noche tropical, calurosa, negra como la pez, y con ella el miedo. ¿A donde ir? ¿Qué hacer? Quedarme quieto me asustaba más que desplazarme. Avancé, pues, con un paso metódico, incansable.
No tardé en notar que chapoteaba en el agua. Unos pasos más y desemboqué en un río... ¿Era un río, o un lago? Decidí meterme en el agua. Allí, por lo menos, estaría fuera del alcance del león y del leopardo. Empecé a nadar y, con gran sorpresa, noté pronto el fondo bajo mis pies. Alcancé un lugar poco profundo y continué mi camino.
Franqueé arroyos, riachuelos, marismas. Entre la hierba, unas bestezuelas invisibles emitían silbidos a mi paso, unas enormes ranas saltaban de costado... Vagué toda la noche, y cuando amaneció tuve que admitir que me había extraviado, definitivamente.
Transcurrieron varios días, y en su transcurso dejé de temer a muchas de las cosas que hasta entonces me habían asustado. ¡Resultaba muy curioso! Durante los primeros días de mi nueva existencia temía incluso arañarme la piel con los espinos. Tal vez estaba escarmentado por haberme pinchado el apéndice de mi trompa. Sin embargo, no tardé en darme cuenta de que los espinos más agudos y más duros no me producían ningún daño, ya que mi gruesa piel me protegía, como una coraza. Al principio, tenía miedo de pisar a una serpiente venenosa. Cuando el hecho se produjo por primera vez, y una serpiente se enrolló alrededor de mi pierna tratando de morderme, mi gran corazón de elefante se encogió de espanto. Pero en seguida me di cuenta de que el reptil no podía causarme el menor daño. Desde entonces, experimentaba incluso cierto placer aplastando a las serpientes que encontraba en mi camino, si no habían logrado huir a tiempo.
No obstante, al hacerse de noche seguía temiendo ser atacado por las grandes fieras: el león y el leopardo. Yo era más fuerte que ellos, pero carecía de experiencia personal en la lucha y de instintos que me sugiriesen lo que debía hacer. Durante el día tenía miedo de los cazadores, sobre todo de los blancos. ¡Oh, los blancos! Son los más temibles de las fieras. No temía sus cepos, ni sus redes. El único peligro, para mí, era el de caer en un hoyo camuflado, de modo que examinaba con mucha atención el camino que seguía.
Captaba el olor de los poblados a varios kilómetros de distancia y procuraba evitar todo habitáculo humano. Aprendí incluso a distinguir a las tribus indígenas por su olor. Unas eran más peligrosas para mí, otras menos, otras absolutamente inofensivas.
Un día, aspirando el aire con mi trompa, capté un olor nuevo, de fiera o de hombre, no podía decirlo. Más bien de hombre. Quedé intrigado. Estudiaba el bosque y debía conocer todo lo que podía amenazarme. Avancé, pues, guiándome por el olor como brújula, con mucha prudencia. Era de noche, la hora en que los indígenas duermen más profundamente. Yo procuraba hacer el menor ruido posible, examinando el camino delante de mí. El olor era cada vez más intenso.
Al amanecer llegué al lindero del bosque y, ocultándome entre unos espesos arbustos, observé. Una luna pálida colgada encima del bosque proyectaba una claridad grisácea sobre unas chozas de techo puntiagudo. Las chozas eran muy bajas y sólo podían albergar a un hombre de estatura mediana. Ningún ruido turbaba el silencio. Ni siquiera ladraban los perros. Me acerqué por el lado contrario al viento. Estaba perplejo: ¿quién podía habitar aquellas pequeñas chozas, que aparecían de juguete?
De pronto vi a un ser antropoide trepar fuera de un agujero practicado en el suelo. Irguiéndose sobre sus pies, silbó. Otro ser respondió a aquel silbido y saltó de la rama de un árbol. Otros dos salieron de las chozas. Se reunieron cerca de una gran vivienda de un metro y medio de altura y empezaron a deliberar. Cuando los primeros rayos del sol iluminaron el cielo y pude ver mejor a los «gnomos», como yo había llamado a aquellos extraños seres, me di cuenta de que había ido a parar a un poblado de pigmeos, los más pequeños de los hombres. Tenían la piel de color castaño claro y los cabellos rojizos. Eran esbeltos y bien proporcionados, pero su estatura no superaba los 80 o 90 centímetros. Algunos de aquellos «niños» llevaban una poblada barba. Los pigmeos hablaban muy rápidamente y con una voz chillona.
Era un espectáculo muy interesante, pero tuve miedo. Para mí, hubiese sido preferible encontrar unos gigantes que aquellos temibles enanos. A pesar de su insignificante estatura, los pigmeos son los enemigos más encarnizados de los elefantes. Lo sabía antes de mi transformación. Manejan maravillosamente el arco y la azagaya. Una picadura de sus pequeñas flechas con la punta envenenada basta para matar a un elefante. Pueden acercarse silenciosamente a un animal por detrás y trabarlo, o cortarle el tendón de Aquiles con un afilado cuchillo. Alrededor de su poblado, el suelo está sembrado de pinchos emponzoñados...
Di media vuelta y eché a correr con la misma precipitación que en el momento en que había huido del leopardo. Oí un grito detrás de mí y acto seguido el ruido de la persecución. Hubiese podido escapar de ella, a campo abierto. Pero tuve que correr a través de un espeso bosque, rodeando a cada instante obstáculos infranqueables. Y mis perseguidores, listos como monos, ágiles como lagartijas e infatigables como lebreles, me seguían de cerca. Arrojaron varias lanzas contra mí. Afortunadamente, la vegetación me protegía. Me faltaba el resuello y estaba a punto de caer rendido de fatiga. Y los hombrecillos me seguían sin caer ni tropezar.
En aquellos momentos me di cuenta de lo difícil que resulta ser elefante, de que toda la vida de este animal grande y fuerte no es más que una lucha incesante por la existencia. Me parecía increíble que aquellos animales vivieran cien y más años. Con semejantes emociones, tenían que morir antes que los hombres... Aunque era posible que los verdaderos elefantes no se emocionaran tanto como yo. Yo tenía un cerebro humano, nervioso, fácilmente excitable. Les aseguro que en aquel instante la propia muerte me pareció más apetecible que aquella vida continuamente jalonada por el peligro. ¿Detenerme? ¿Exponer mi pecho a las lanzas y a las flechas emponzoñadas de mis perseguidores? Estaba dispuesto a hacerlo. Pero en el último segundo capté el olor de una manada de elefantes. ¿No encontraría mi salvación entre ellos?
El bosque empezó a aclararse y se convirtió poco a poco en una sabana salpicada de grandes árboles que me permitían protegerme contra las flechas de los cazadores.
Corría trazando zigzags. Aquí, los pigmeos no avanzaban con tanta facilidad como en el bosque. Aunque yo abría un ancho sendero, los recios tallos de las plantas y de las hierbas de estepa obstaculizaban su marcha. El olor de los elefantes se hacía cada vez más intenso, a pesar de que aun no podía divisarlos. Mientras corría, tropezaba con enormes agujeros, en los cuales se habían revolcado los elefantes como gallinas que se calientan en la arena. Aquí y allá veíanse excrementos. He aquí los primeros árboles. Veo varios elefantes que se revuelcan por el suelo. Otros, de pie cerca de los árboles, sostienen enormes ramas y las utilizan como abanicos, mientras agitan sus colas. Sus orejas están erguidas, semejantes a parasoles. Yo corría contra el viento, y los elefantes no me habían olfateado. La alarma estalló cuando los primeros elefantes oyeron el ruido de mi carrera. ¡La que se armó entonces! Los animales se precipitaron hacia el río, berreando desesperadamente. El jefe, en vez de defender la retaguardia, fue el primero en echarse al agua y en pasar a la otra orilla. Las hembras, amparando a sus pequeños, tuvieron que proteger la retirada. Lo que había asustado tanto a los elefantes, era mi aparición, ¿o es que en mi alocada carrera habían intuido un peligro tan temible como el que me hacía correr a mi?
Me eché al agua sin vacilar, y crucé el río delante de numerosas hembras con sus pequeños, tratando de adelantar a los otros para que sus cuerpos se encontrasen entre mis perseguidores y yo. Cierto, era egoísta por mi parte, pero vi que los otros elefantes, a excepción de las hembras-madres, hacían lo mismo. Oí que los pigmeos llegaban al río. Sus voces se mezclaron con los berridos de los elefantes. Ocurrió algo trágico, pero tuve miedo de volverme y continué huyendo por la llanura. Nunca he sabido como terminó la batalla entre los hombres enanos y los animales gigantes.
Corrimos durante varias horas sin detenernos. Fatigado por mi carrera, apenas podía seguir a los elefantes, pero a ningún precio quería despegarme de la manada. Si me aceptaban en su compañía estaría en relativa seguridad, ya que ellos conocían mejor la región y a sus enemigos.