VI — Los monos juegan al fútbol

27 de junio. Estas notas corresponden a varios días. El viaje no es pródigo únicamente en placeres. Ya en el vapor, y sobre todo en la canoa, los mosquitos nos acribillaron. Es cierto que cuando navegamos por el centro del río, ancho como un lago, son menos numerosos. Pero en cuanto nos acercamos a la orilla inmensas nubes de insectos se lanzan sobre nosotros. Cuando nos bañamos, unas moscas negras cubren nuestros cuerpos y chupan nuestra sangre. Apenas desembarcados, somos asaltados por nuevos enemigos: las pequeñas hormigas y las pulgas de arena. Cada noche tenemos que examinar nuestras piernas y sacudir de ellas las pulgas. Las serpientes, los ciempiés, las abejas y las avispas nos producen también tormentos.

El avance entre la maleza no resulta fácil, ni siquiera en los lugares descubiertos: la hierba tiene unos tallos que se elevan hasta cuatro metros del suelo. Las hojas afiladas de los árboles arañan las manos y el rostro. La hierba se enrosca alrededor de las piernas. Cuando llueve, el agua se acumula en las hojas para caer después a torrentes encima de uno. Hay que avanzar en fila india, siguiendo unos angostos senderos trazados en los bosques y en la maleza. Esos senderos son las únicas vías de comunicación que existen. Somos veinte, incluidos dieciocho porteadores y guías de la tribu negra de los Fans.

Finalmente, hemos llegado. Acampamos a orillas del lago Tumba. Nuestros guías descansan. Se entregan a la pesca. A duras penas logramos arrancarles de aquella ocupación para que nos ayuden a instalarnos. Tenemos dos grandes tiendas. El lugar está bien elegido, sobre una colina seca. La hierba no es muy alta. Y se domina una gran extensión de terreno. El cerebro de Ring ha soportado bien el viaje, su estado es satisfactorio. Espera con impaciencia su retorno al mundo de los ruidos, de los colores, de los olores y otras sensaciones. Wag le infunde ánimos, diciéndole que ya no tendrá que esperar mucho. El profesor está ocupado en unos preparativos misteriosos.

29 de junio. El campamento está en ebullición: los Fans han descubierto las huellas recientes de un león muy cerca de la colina. Hago abrir una caja de fusiles y distribuyo las armas entre aquellos que dicen que saben utilizarlas. Esta tarde he organizado una sesión de tiro al blanco. ¡Es espantoso! Apoyan la culata contra su vientre o su rodilla, el retroceso les tumba de espaldas y colocan las balas a ciento ochenta grados del blanco. Pero su excitación supera todos los límites. Arman un jaleo de todos los diablos y sus gritos acabarán por atraer a todas las fieras hambrientas de toda la cuenca del Congo.

30 de junio. Anoche, el león llegó muy cerca de nuestro campamento. Dejó piezas de convicción: los restos de un jabalí al que devoró casi por entero. El cráneo esta cascado como una nuez, y las costillas completamente trituradas. ¡No quisiera encontrarme con ese molino de huesos!

Los Fans están asustados. Al hacerse de noche se reúnen cerca de nuestras tiendas, encienden fogatas y no dejan que se apaguen en toda la noche. Ahora comprendo el miedo del hombre primitivo ante ese terrible animal. Cuando el león empieza a rugir —y he escuchado varias veces sus rugidos— me sucede algo raro: el temor que legaron mis antepasados se despierta en mi sangre y mi corazón cesa de latir. Ni siquiera tengo deseos de huir. Sólo deseo una cosa: permanecer inmóvil completamente encogido sobre mí mismo, o hundirme en la tierra como un topo. En cuanto a Wag, no parece oír los rugidos del león. Continúa trabajando en su tienda, como si tal cosa. Esta mañana, después de desayunar, ha entrado en mi tienda y me ha dicho:

—Mañana por la mañana iré al bosque. Los Fans me han asegurado que una antigua pista de elefantes conduce hacia el lago. Los elefantes acudían a abrevarse no lejos de nuestro campamento. Pero cambian con frecuencia de pastos. El «camino» abierto por ellos empieza a ser invadido por la vegetación. Por lo tanto, se han marchado más lejos. Hay que encontrarlos.

—Pero usted sabe, sin duda, que un león ronda en torno a nosotros... No intente marcharse solo, sin un fusil.

—No temo a ninguna fiera —respondió—. Conozco cierta palabra, una formula mágica.

Y una leve sonrisa distendió sus labios.

—¿Y piensa ir al bosque desarmado?

Wag inclinó afirmativamente la cabeza.

2 de julio. Suceden cosas muy raras. Esta mañana, me estaba lavando delante de mi tienda cuando Wag ha salido de la suya. Llevaba un traje de franela, un casco de corcho y unas botas de suela muy gruesa. Vestido para la marcha, pero sin cartucheras ni fusil. Le he dado los buenos días. Me ha contestado con una inclinación de cabeza y se ha puesto en marcha, andando con precaución, según me ha parecido. Poco a poco, su paso se ha hecho más seguro y más rápido. Cuando el camino empezaba a descender, Wag ha levantado los brazos al aire y... en aquel momento se ha producido algo extraordinario que ha arrancado una exclamación de mis labios y de los labios de los Fans.

Wag ha dado una voltereta con la cabeza hacia adelante y las piernas hacia atrás y ha continuado girando sobre sí mismo, primero lentamente, luego con creciente velocidad. Finalmente, la rotación de su cuerpo se ha acelerado hasta el punto de que su cabeza y sus piernas formaban un círculo vago, en tanto que el centro de su cuerpo se distinguía como un núcleo oscuro. El fenómeno se ha prolongado hasta que Wag ha llegado al pie de la colina. Ha dado unas cuantas vueltas más sobre sí mismo en terreno llano, luego ha recobrado su posición normal y se ha encaminado hacia el bosque con su paso habitual.

No he podido comprender nada, y los Fans tampoco, con más motivo... Estaban, no solo sorprendidos, sino también asustados: lo que acababan de presenciar era para ellos un fenómeno extraordinario. Para mi, aquellas volteretas constituían únicamente un enigma más entre los que Wag me había planteado con tanta frecuencia.

Todo aquello estaba muy bien, pero había que pensar en el león. ¿No confiaba Wag excesivamente en sus propias fuerzas? Sé que puede asustarse a un perro con un fenómeno sobrenatural: atad un hueso a un hilo y echádselo a un perro. Cuando vaya a coger el hueso, tirad del hilo. El hueso se pondrá en movimiento, como queriendo huir. El perro, asustado por aquel hecho extraordinario, escapará, con el rabo entre las patas, abandonando el hueso «animado». Pero, ¿huiría el león ante las volteretas de Wag? No era seguro. Y yo no podía dejar al profesor sin protección.

Empuñando el fusil, acompañado de cuatro Fans, los más valientes y avispados, seguí a Wag. Sin observar nuestra presencia, marchaba delante de nosotros por una pista bastante ancha practicada por los elefantes. Millares de animales que acudían al abrevadero la habían apisonado. Cada vez que se presentaba uno de aquellos obstáculos, Wag se paraba, levantaba la pierna mucho más arriba de lo necesario y daba un paso muy largo. A veces, después de aquello, su cuerpo se inclinaba hacia adelante, sin encorvarse, y luego se erguía verticalmente, antes de continuar su camino. Le seguíamos a cierta distancia. No tardamos en distinguir una claridad delante de nosotros. La pista se ensanchaba y desembocaba en un claro.

Wag había salido de la sombra y marchaba ya por el claro inundado de luz, cuando oí un gruñido que sólo podía haber emitido un animal de gran tamaño irritado o molesto. Pero aquel gruñido no me recordó el rugido del león. Los Fans susurraron el nombre de la fiera, pero yo desconocía el lenguaje indígena. A juzgar por la expresión de sus rostros, la fiera que había gruñido les inspiraba tanto miedo como el león. De todos modos, continuaron escoltándome, y yo, alarmado, apresuré el paso. Al desembocar en el claro, contemplé una escena muy curiosa.

A mi izquierda, a una decena de metros del bosque, vi un pequeño gorila, tan alto como un niño de diez años. A poca distancia de él se hallaban un gorila hembra de pelambrera rojiza y un enorme macho. Wag cruzaba el claro con bastante rapidez, y es probable que se hubiera encontrado entre el pequeño y sus padres antes de haber divisado a las fieras. El macho, al ver al hombre, profirió aquel ronco gruñido que yo había oído cuando me encontraba aun en el bosque. Wag había visto a las fieras: miró de soslayo al gorila macho, pero continuó avanzando con su paso normal. El pequeño gorila, por su parte, empezó a emitir unos gritos penetrantes, mientras trepaba precipitadamente a un arbusto.

El macho gruñó por segunda vez. Los gorilas evitan a los hombres, pero si se ven obligados a luchar despliegan una intrepidez y una ferocidad extraordinarias. Al ver que el hombre seguía avanzando, y temiendo sin duda por su hijo, el macho se irguió bruscamente sobre sus patas traseras y adoptó una actitud combativa. No sé si existe una fiera más impresionante que aquella monstruosa copia del hombre. El gorila tenía una estatura enorme tratándose de un mono; era tan alto como un hombre de talla mediana, pero su caja torácica me pareció dos veces mayor que la del hombre. Su torso era inmenso y sus brazos tan recios como vigas. Sus manos y pies eran sumamente largos. Tenía unos ojos feroces y su boca, torcida por un rictus, mostraba unos dientes enormes y brillantes. Con sus grandes puños, la fiera se golpeó el pecho con tanta fuerza que resonó como un gran tonel vacío. Luego, rugió, emitió una especie de ladrido y, apoyándose en el suelo con su brazo derecho, corrió hacia Wag.

Confieso que estaba tan aturdido que no pude echarme el fusil al hombro. En unos segundos, el gorila recorrió la distancia que le separaba de Wag y...

Y ocurrió algo extraordinario. En pleno impulso, la fiera chocó contra una barrera invisible, profirió un rugido y cayó al suelo. Wag, por su parte, no cayó, sino que giró de nuevo sobre sí mismo, tenso el cuerpo, las manos en alto. El fracaso enfureció más al animal. Se incorporó y trató de saltar de nuevo sobre el profesor. Esta vez voló por encima de su cabeza y volvió a aterrizar en el suelo. Loco de rabia, el macho empezó a rugir, a ladrar, a gruñir, a escupir espuma y a lanzarse contra Wag, tratando de rodearle con sus brazos monstruosos. Pero, evidentemente, entre el gorila y el profesor había un obstáculo invisible, aunque sólido. A juzgar por la posición de los brazos de la fiera, comprendí que se trataba de un balón. Invisible, transparente como el cristal, sin ningún reflejo, y resistente como el acero. ¡Aquel era el último invento de Wag!

Convencido de su seguridad, me dedique a seguir con atención aquel juego poco corriente. Mis Fans danzaban frenéticamente, dejando caer sus fusiles, mientras el juego se animaba cada vez más.

El gorila hembra parecía contemplar a su enfurecido esposo con una curiosidad no menor que la nuestra. Y, bruscamente, emitiendo un aullido belicoso, corrió en su ayuda. El juego adquirió un nuevo aspecto. Muy excitados, los gorilas se lanzaron contra el balón invisible, el cual empezó a volar de un lado a otro, como una verdadera pelota de fútbol. Desde luego, no debía resultar agradable encontrarse en el interior de aquel balón, sobre todo cuando los que representaban el papel de futbolistas apasionados eran unos gorilas... El cuerpo de Wag, tenso como un arco, continuaba girando como una rueda. Ahora comprendía por qué su cuerpo estaba tenso y sus brazos levantados: con las manos y los pies se apoyaba contra las paredes del balón para que no se comprimiera. Aquellas paredes debían ser muy sólidas. Cuando los gorilas atacaban al balón por los dos lados a la vez, llevados de su impulso, lo hacían salir despedido hacia lo alto, alcanzaba una altura de tres metros y, al caer de nuevo al suelo, quedaba siempre intacto. Sin embargo, ya empezaba a fatigarse. Resulta imposible mantenerse mucho tiempo en aquella posición, con todos los músculos en tensión. Súbitamente le vi doblarse sobre sí mismo y caer al fondo del balón.

El asunto adquiría un mal aspecto. No podía seguir limitado al papel de espectador. Llamé a los Fans, les hice recoger los fusiles y nos dirigimos hacia el balón. Pero prohibí a los indígenas que disparasen sin orden mía por temor a que hiriesen a Wag: ignoraba si el balón era resistente a las balas. Además, debía tener orificios para que Wag pudiera respirar; y las balas podían penetrar a través de aquellos agujeros...

Nos acercamos gritando y haciendo ruido para atraer la atención sobre nosotros. El macho fue el primero en volver la cabeza, y rugió en tono amenazador. Al ver que aquello no producía efecto, salió a nuestro encuentro. En cuanto se apartó del balón, disparé. La bala se incrustó en el pecho del gorila. Lo supe por el hilillo de sangre que manchó su pelambrera rojiza. La fiera profirió un aullido, se llevó una mano a la herida, pero no cayó, sino que corrió aun más aprisa hacia mi. Disparé por segunda vez y le alcancé en el hombro. Pero el gorila estaba ya a mi lado y agarró bruscamente el cañón de mi fusil. Con una fuerza increíble, me arrancó el arma de las manos y, ante mis ojos, dobló el cañón y lo rompió. Esto le pareció insuficiente, por lo visto, ya que lo agarró entre sus dientes y empezó a roerlo como si fuera un hueso. Luego se tambaleó súbitamente, cayó al suelo y se estremeció convulsivamente, sin soltar el fusil retorcido. La hembra había desaparecido.

—¿Se encuentra usted bien?

Oí la voz de Wag como llegada de muy lejos. Tal vez porque el gorila me había acariciado un poco las costillas...

Levanté los ojos y vi a Wag de pie delante de mi. Ahora que estaba tan cerca, observé que una envoltura transparente rodeaba su cuerpo. Mirando con más atención me di cuenta de que no veía la envoltura, que era absolutamente transparente, sino las huellas de las patas de los gorilas y el barro pegado en algunos lugares a la superficie del balón.

Wag había observado mi mirada fija en aquellas manchas. Sonrió y me dijo:

—Si el suelo esta húmedo, aparecen algunas huellas sobre la superficie del balón y se hace visible. Pero ni el polvo ni las hojas secas se pegan a él. Si tiene usted fuerzas suficientes para levantarse, póngase de pie y regresemos. Por el camino le hablaré de mi invento.

Me levanté y miré a Wag. También el había sufrido: en su rostro se observaban algunos hematomas.

—No tiene importancia —me dijo—. Ha sido una lección. He aprendido que no puede uno pasearse por el bosque tropical desarmado, aunque se encuentre en el interior de esta esfera impenetrable. Nunca pensé que llegaría a encontrarme dentro de una pelota de fútbol...

—¡Ah! ¿También a usted se le ha ocurrido esa comparación?

—Si. Bueno, escuche. ¿Ha leído usted por casualidad que en América han inventado un nuevo metal transparente como el cristal y tan resistente como el acero? Se dice que han construido un avión militar con ese material. La ventaja es evidente: resulta casi invisible para el enemigo. Y digo «casi» porque tiene que verse el piloto, como me ven a mí dentro de la esfera. Pues bien, hace mucho tiempo que había pensado en construir una «fortaleza» que no me impidiera observar la vida de los animales al tiempo que me protegía de cualquier posible ataque. Realicé varios experimentos y alcancé mi objetivo. Este balón es de caucho. ¡Oh, los hombres están muy lejos de haber utilizado todas las cualidades de este material extraordinario! He logrado obtener un caucho trasparente como el cristal y sólido como el acero. A pesar de la desagradable aventura que acabo de vivir y que hubiese podido tener un final todavía más desagradable, considero que mi invento ha sido un éxito. ¿Y los gorilas? ¿Quién podía imaginar que los encontraría aquí? Es cierto que se trata de una región bastante salvaje, pero habitualmente los gorilas habitan en zonas más inaccesibles.

—Pero, ¿cómo se desplaza usted?

Es muy sencillo. coloco el pie sobre la pared interior del balón y, con el peso de mi cuerpo, lo llago rodar hacia adelante. La superficie tiene orificios para la respiración. El balón está compuesto de dos hemisferios; penetro en él y me encierro, abrochando las correas de caucho transparente. El inconveniente tal vez sea que en las bajadas resulta difícil parar el balón; gira con mucha rapidez, y entonces hay que hacer un poco de gimnasia. Pero, ¿por qué no hacerla, después de todo?