IV

De nuevo, Zavyalov se encontraba en la estrecha repisa de roca encima de la cascada. Solo. En los dos últimos días había pasado de la conjetura al convencimiento, pero se daba cuenta que la evidencia era demasiado débil para compartirla con otros. Y había salido solo para una comprobación final.

El sol brillaba en lo alto y un resplandeciente arco iris se curvaba sobre la plateada masa de agua. Las gotas que alcanzaban el recalentado granito se evaporaban rápidamente; delgados mechones de vapor se enroscaban en el aire y desaparecían. Adoptando grandes precauciones, Zavyalov se irguió, agarrándose a la pared con la mano izquierda, y avanzó centímetro a centímetro, muy lentamente, hasta que notó en el rostro una corriente de aire más fría a causa de la tumultuosa caída del agua. Pero esta no era la corriente principal, sino su flanco izquierdo, y Zavyalov había previsto ya que no sería demasiado densa.

Esta vez, Zavyalov no tenía miedo. Por el contrario, se sentía animado y seguro del éxito. De pronto, con gran sorpresa por su parte, Zavyalov vio una escarpia de hierro clavada en la pared, no lejos de su rostro. Estaba completamente oxidada, pero resistió el tirón que Zavyalov le propinó. De modo que aquél era el espíritu de la montaña que había ayudado a Gamayun a llegar a la cueva... Si Gamayun había llegado, también él podía hacerlo. No tardó en llegar a la boca de la cueva.

Había un pequeño espacio llano delante de él, que había escapado a su mirada. El padre déspota debió permanecer allí de pie mientras esculpía las figuras que habían de perseguir a su hija y a su amante. Pero, ¿las había esculpido realmente Gamayun? El explorador se sobresaltó. Notó que algunas de las figuras estaban medio borradas por la acción del tiempo. Aquello no podía haberse producido en dos o tres siglos, sino en veinte o treinta milenios, de acuerdo con su experiencia de geólogo.

Pero si la leyenda de Gamayun era una invención, toda una cadena de pruebas circunstanciales se derrumbaría. No, no podía ser. Gamayun, filicida y suicida involuntario, había clavado aquella escarpia en la roca proporcionándose así un lugar para ocultarse que iba a convertirse en su tumba.

Desde luego, Zavyalov tomaría fotografías de las figuras y luego las dibujaría detalladamente en su cuaderno de notas, por si fallaba su cámara. En cualquier caso, aparecerían en Problemas de Arqueología en la primavera, a más tardar. Habían esperado durante tantos siglos, que unos meses más no tendrían importancia.

Zavyalov penetró en la cueva. La entrada estaba brillantemente iluminada por los rayos del sol. Sus primeros pasos por el interior de la cueva resonaron como si estuviera pisando una gruesa alfombra; una acumulación de capullos de innumerables generaciones de mariposas, supuso. La alfombra no tardó en dar paso al suelo de roca. Allí, la oscuridad era más intensa, y Zavyalov se paró unos instantes para que sus ojos se acostumbraran a ella. Súbitamente estalló un estruendoso fragor detrás de él, el suelo osciló ligeramente, se desprendieron algunas piedras de la bóveda y Zavyalov se encontró sumido en una completa oscuridad. Un sudor frío inundó su cuerpo. ¡Estaba atrapado en una cueva en la que unas horas de estancia significaban la muerte! En aquella misma cueva que robó a Din su belleza y su fuerza, y a su padre la vida.

Zavyalov proyectó a su alrededor la claridad de su linterna. El derrumbamiento no era muy extenso y al parecer sólo afectaba a una losa de granito. Pero era de gran tamaño y había bloqueado la entrada de la cueva, de modo que Zavyalov sólo podía pasar un brazo a través de una abertura. ¿Ensanchar aquella abertura? ¡Vana esperanza! Invertiría en ello tres o cuatro días, de los cuales no disponía. Ni siquiera podía esperar a que sus compañeros iniciaran su búsqueda. No sospecharían el lugar donde se encontraba: más bien supondrían que había caído al torrente y buscarían su cadáver corriente abajo. Por mucho que gritase, no le oirían con el rugido de la cascada, incluso si Nikolai trepaba hasta la repisa de roca.

Tenía que controlarse a sí mismo y pensar fríamente.

No le asustaba la idea de la muerte. Se había enfrentado con ella muchas veces en su agitada existencia de explorador. Pero le desagradaba pensar que podía morir allí, dejando sin resolver el enigma de la cueva de Gamayun durante muchísimos años. Aunque, de hecho, no estaba completamente seguro de poseer la solución.

Zavyalov penetró más profundamente en la cueva, iluminando el camino con su linterna. Se ensanchaba gradualmente, aunque no mucho, en tanto que su techo descendía bruscamente, convirtiendo la cueva en una estrecha ranura en la masa de granito. Súbitamente, un escalofrío recorrió la espina dorsal de Zavyalov: a la claridad de su linterna, un hombre acababa de aparecer delante de él, con los ojos abiertos de par en par, los labios distendidos en una maligna sonrisa, mostrando unos dientes blanquísimos iluminados por diminutas llamas azuladas.

Reuniendo todo su valor, Zavyalov avanzó un par de pasos y paseó el haz de su linterna por el rostro del «fantasma». Era el rostro cadavérico de una momia sentada a medias en el pequeño hueco formado por el final de la cueva.

El hombre momificado debió ser un verdadero gigante en vida: medio sentado como estaba, su cabeza se hallaba al mismo nivel que la de Zavyalov. Tenía que haberlo sido, pensó Zavyalov, para haber podido transportar a su hija hasta la cueva. De modo que éste era Gamayun...

Y aquello resolvía el enigma de la cueva de Gamayun de un modo indudable. La cueva estaba formada principalmente por minerales que contenían cantidades fantásticas, increíbles, de concentraciones radioactivas. Había que determinar aún el volumen de los valiosos depósitos, pero su elevado grado era una certeza incluso ahora.

Zavyalov volvió sobre sus pasos y regresó a la entrada de la cueva. ¿Qué podía hacer? Escribir un mensaje, se le ocurrió. A la vaga claridad que penetraba por la pequeña abertura, garabateó unas líneas hablando de su descubrimiento en una página arrancada de su cuaderno de notas, hizo una especie de dardo con ella y la arrojó al exterior. Repitió la maniobra nueve veces: tantas como páginas en blanco quedaban en su cuaderno de notas.

¿Qué otra cosa podía hacer? En su lugar, Din había enviado una flor a su amante. Tal vez la había utilizado para escribir en ella su mensaje, simplemente. No, no parecía lógico. ¿Por qué una flor, cuando resultaba más fácil escribir el mensaje en un trozo de tela arrancado de su vestido?

Allá en el campamento, los jóvenes ignoraban aún lo que había pasado. Papi estaría preparando la cena, y Nikolai clasificando las muestras. ¿Y Olga? Bueno, lo más probable era que Olga estuviera estudiando los misteriosos mecanismos de las comunicaciones entre las mariposas.

Una flor voladora... ¿No podía haber escrito Din su última carta de amor en las chillonas alas de una mariposa? Si él lo intentara... No, era absurdo. Aunque, ¿quién sabe?

Una idea empezó a abrirse paso en su mente. Al principio, Zavyalov la desechó por absurda, pero luego volvió a enfrascarse en ella... Al fin y al cabo, estaba condenado a muerte y no tenía nada que perder, se dijo a sí mismo.

Y la apuesta era su vida.