Capítulo I

La mano de Tania, tibia y algo áspera, cubría sus ojos y todo lo demás le tenía sin cuidado. Sentía el olor amargo y salado del polvo, el trinar soñoliento de los pájaros esteparios y cómo la hierba seca le pinchaba y cosquilleaba la nuca. El sitio donde estaba tendido era duro e incómodo, el cuello le picaba inaguantablemente, pero él, sin moverse, escuchaba la acompasado y suave respiración de Tania. Se sonreía y se alegraba de la obscuridad, porque esta sonrisa debía ser absurda, de puro tonta y engreída.

Después, fuera de lugar y de tiempo, empezó a sonar el zumbido de llamada en la torre del laboratorio. «Que suene —pensó él—. No es la primera vez. Esta noche todas las llamadas están fuera de lugar y de tiempo.»

—Robik —susurró Tania—. ¿Oyes?

—No oigo nada en absoluto —gruñó Robert.

Parpadeó para que sus pestañas hicieran cosquillas a Tania en la palma de la mano. Todo lo demás estaba lejos, muy lejos y maldita la falta que hacía. Estaba lejos Patrick, eternamente aturdido por el insomnio. Estaba lejos Maliaev, con sus modales de Esfinge de Hielo. Estaba lejos todo este mundo de constante prisa, de constantes discusiones incomprensibles, de eterna insatisfacción y preocupación, todo este mundo sin sentimientos, donde se desprecia lo que está claro y se celebra lo incomprensible, donde todos se han olvidado hasta de que son hombres y mujeres. Todo está muy lejos. Aquí sólo existe una estepa nocturna, una estepa solitaria en centenares de kilómetros, que después de tragarse un día caluroso, está caliente y plena de olores templados y excitantes.

Volvió a zumbar la señal.

—Otra vez —dijo Tania.

—Que suene. Yo no estoy. Me he muerto. Me han comido las musarañas. ¡Estoy tan bien! Te amo. No quiero ir a ninguna parte. ¿Por qué he de ir? ¿Tú irías?

—No sé.

—Dices eso porque me quieres poco. Cuando una persona ama de verdad, no se va a ninguna parte.

—Teórico —dijo Tania.

—¿Yo teórico? Soy práctico. Y como práctico te pregunto: ¿Por qué razón me tengo que ir, de buenas a primeras, a ninguna parte? Hay que saber amar, que es lo que vosotros no sabéis, en lugar de discutir tanto sobre el amor. Bueno, me parece que estoy charlando mucho.

—Sí, demasiado.

Robert retiró la mano que tenía sobre los ojos y la posó sobre sus labios. Ahora veía el cielo cubierto de nubes y las luces de posición de las vigas armadas de la torre que se alzaban a veinte metros de altura.

La señal sonaba continuamente y Robert se figuraba a Patrick enojado, apretando la tecla de llamada y sacando a disgusto sus gruesos y bonachones labios.

—Ahora verás como te desconecto —murmuró Robert—, Tania, ¿quieres que le haga callar para siempre, y que todo sea eterno? ¿Que sea eterno nuestro amor y que él se calle eternamente?

En la obscuridad veía el rostro de ella, claro, con sus ojos enormes y brillantes. Ella le apartó la mano y dijo:

—Si quieres yo hablo con él. Le diré que soy una alucinación. Por las noches suelen producirse alucinaciones.

—¡Con alucinaciones a él! No sabes qué clase de persona es, Tanechka. Ese no es de los que se engañan a si mismo.

—¿Quieres que te diga cómo es? Me gusta adivinar el carácter de las personas por las señales del videófono. Es terco, malo e indiscreto, y por nada del mundo se iría de noche a la estepa con una mujer. Así es. Lo veo como si lo tuviera en la palma de la mano. Lo único que ése sabe de la noche es que es obscura.

—No —dijo Robert—. En eso de que por nada del mundo, tienes razón. Pero es bueno, blando y algo apático.

—No lo creo —respondió Tania—. Escucha. —Escucharon juntos—. ¿Te parece que eso es ser apático? Es claramente un tenasem propositi virum.

[Hombre pertinaz en sus propósitos (Horacio). En el original figura en latín. (N. del T.)]

—¿De verdad? Pues, se lo diré.

—Díselo. Ve y díselo.

—¿Ahora mismo?

—Cuanto antes.

Robert se levantó y ella se quedó sentada abrazándose las rodillas.

—Pero antes dame un beso —suplicó ella.

Ya en la cabina del ascensor, Robert apoyó la frente en la fría pared y permaneció así un rato, con los ojos cerrados, sonriéndose y pasándose la lengua por los labios. Su cabeza no pensaba en nada. Sólo un eco triunfal inarticulado se repetía constantemente: «¡Me ama! ¡A mí solamente! Para que lo sepáis, ¡a mi!» Cuando se dio cuenta, la cabina hacía ya tiempo que estaba parada. Quiso abrir la puerta, pero tardó en encontrarla. Le pareció que había demasiados muebles en el laboratorio. Tropezó y tiró una silla, empujó varias mesas y se dio con los estantes, hasta que por fin se acordó de encender la luz. Muerto de risa, buscó a tientas el interruptor, encendió, levantó un sillón y se sentó junto al videófono.

Cuando el soñoliento rostro de Patrick apareció en la pantalla, Robert lo saludó amigablemente:

—Buenas noches, lechón. ¿Qué te pasa que no duermes?

Patrick lo miraba perplejo con sus ojos irritados y parpadeantes.

—¿Qué miras, cachorrito? Llamaste, me arrancaste de mis importantísimas ocupaciones y ahora callas.

Patrick, por fin, abrió la boca:

—Tú tienes... Tú... —Se dio con el puño en la frente y su cara, tomó una expresión interrogante—. ¿Ah?

—¡Y de qué manera! —exclamó Robert—. ¡La soledad! ¡El aburrimiento! Más aún, ¡las alucinaciones! Por poco se me olvidan.

—¿Bromeas? —preguntó Patrick seriamente.

—No. En el trabajo no se pueden gastar bromas. Pero no me hagas caso y empieza.

—No entiendo —reconoció.

—¿Qué vas a entender? —replicó Robert maliciosamente—. ¡Esto son emociones, Patrick! ¿Cómo explicártelo para que lo entiendas? Verás, se trata de una alteración no totalmente algorítmica de expresiones lógicas ultracomplejas, ¿comprendes?

—¡Ah! —dijo Patrick y se rascó la barbilla mientras se concentraba en si mismo—. ¿Por qué te llamaba, Rob? Parece que hay fugas otra vez. Es posible que no sean fugas, pero también puede que lo sean. Por si acaso, comprueba los ulmotrones. La Ola se comporta hoy de una forma muy rara.

Robert miró desconcertado hacia la ventana abierta. Se había olvidado por completo de la erupción. Y no obstante, su presencia aquí se debla, no a Tania, sino a la erupción, a la Ola.

—¿Por qué callas? —preguntó pacientemente Patrick.

—Miro cómo anda por allá la Ola —respondió Robert disgustado.

A Patrick se le desencajaron los ojos.

—¿Pero tú ves la Ola?

—¿Yo? ¿De dónde sacas eso?

—Tú mismo acabas de decir que la estás mirando.

—Sí, efectivamente.

—¿Entonces?

—Acabemos, ¿qué es lo que quieres de mi?

Los ojos de Patrick volvieron a nublarse.

—No te entiendo —dijo—. ¿De qué hablábamos? Ah, sí, comprueba sin falta los ulmotrones.

—¿Sabes lo que dices? ¿Cómo voy a comprobar los ulmotrones?

—Como puedas —dijo Patrick—. Aunque sea conectando... No sabemos qué es lo que pasa. Ahora te explicaré... Hoy, desde el Instituto, lanzaron una masa a la Tierra... Bueno, tú ya sabes todo eso. —Patrick hizo un gesto de duda con la mano—. Esperábamos una Ola muy potente, pero se registra una fuente muy débil. ¿Comprendes? Se trata de una fuente de ésas, debilísima... De una fuente... —Se acercó al videófono hasta rozar con él, de forma que en la pantalla sólo se veía un ojo enorme, empañado por el insomnio. Un ojo que parpadeaba con frecuencia—. ¿Comprendes? —tronó ensordecedor el altavoz—. Nuestros aparatos registran un campo casi nulo. El contador de Joung da un mínimo... Se puede despreciar... Los campos de los ulmotrones se cubren entre sí de tal forma, que la superficie resonante está en el hiperplano focal, ¿te lo figuras? Casi nulo un campo de doce componentes que el receptor reduce a seis pares... Así que, un foco de seis componentes...

Robert pensó en Tania, en la paciencia con que estaba sentada abajo esperándole. Patrick seguía refunfuñando, acercándose y alejándose, y su voz, unas veces tronaba y otras apenas si se oía. Robert, como de costumbre, acabó perdiendo el hilo de sus razonamientos. Asentía con la cabeza, fruncía el ceño con cierta teatralidad, subía y bajaba las cejas, pero no comprendía absolutamente nada. Se avergonzaba de pensar que Tania seguiría sentada allí, con su mentón hundido entre las rodillas y esperando a que él terminase esta conversación, tan importante para los físicos del cero más destacados del planeta, como incomprensible para los profanos, esperando a que él diese su original opinión sobre el problema que ha hecho que le molesten a tan altas horas de la noche, esperando, en fin, a que estos célebres físicos del cero, sorprendidos y moviendo la cabeza, acabasen de apuntar en sus respectivos cuadernos este punto de vista.

Patrick calló y comenzó a mirarlo con una expresión rara. Robert conocía bien esta expresión. Era una expresión que lo perseguía durante toda su vida. Muchas personas, tanto hombres como mujeres, lo miraban así. Al principio lo miraban con indiferencia, después con curiosidad, pero tarde o temprano acababan mirándolo así. Y cada vez que esto ocurría no sabía qué hacer ni qué decir, ni cómo comportarse, ni como vivir en adelante.

Decidió intentar.

—Me parece que tienes razón —dijo con gesto preocupado—. No obstante, hay que pensar minuciosamente todo esto.

Patrick bajó los ojos.

—Piénsalo —dijo sonriendo artificialmente—. Y haz el favor de no olvidarte de comprobar los ulmotrones.

Se apagó la pantalla y cesó el ruido. Robert siguió sentado, encorvado hacia adelante y con las manos aferradas a los brazos fríos y rugosos del sillón. Alguien dijo en cierta ocasión que cuando un tonto comprende que lo es, deja de ser tonto. Quizá fuera así alguna vez. Pero una tontería es siempre una tontería, y a mi me es imposible ser de otra manera. Soy una persona muy interesante: todo lo que digo es viejo, todo lo que pienso son vulgaridades, todo lo que he conseguido hacer, lo habían hecho hace ya dos siglos. No soy un alcornoque vulgar, soy un alcornoque raro, digno de figurar en un museo, lo mismo que la bulava [Maza de mando. (N. del T.)] de Hetman. Recordó como una vez le miró a los ojos el viejo Nechiporenko y murmuró meditabundo: «Querido Skliarov, usted tiene figura de dios griego y como todo dios, no lo tome a mal, es usted incompatible con la ciencia».

Crujió algo. Robert tomó aliento y posó sus ojos asombrados en el trozo roto del sillón que tenía en la mano.

—Sí —dijo en alta voz—. Esto es lo que yo puedo hacer. Patrick no puede. Nechiporenko, tampoco. Yo soy el único que puede.

Dejó el brazo roto sobre la mesa, se puso en pie, y se acercó a la ventana. Fuera estaba obscuro y hacía calor. ¿No será mejor que me vaya antes de que me echen? Pero cómo voy a vivir sin ellos y sin esta esperanza que siento cada mañana, de que quizá hoy se rompa por fin esta membrana invisible e impenetrable que envuelve mi cerebro y, por cuya culpa soy como soy y no como ellos, y que, de repente, empezaré a comprenderlos a la media palabra y a descubrir en esta mescolanza de símbolos matemáticos lógicos, algo completamente nuevo, Patrick me dará entonces unas palmaditas en el hombro y me dirá: «¡Esto es magnífico! ¿Es posible que tú...?» Maliaev, aunque no quiera, reconocerá: «Ingenioso, muy ingenioso... Esto no es cosa que flota en la superficie...» y yo comenzaré a sentir respeto por mi mismo.

—Un engendro —murmuró.

Hay que comprobar los ulmotrones. Tania que se entretenga mientras tanto en ver cómo se hace esto. Afortunadamente no ha visto mi fisonomía cuando se apagó la pantalla.

—Taniuschka —llamó desde la ventana.

—¿Que?

—Tania, ¿sabes que el año pasado le serví a Rodjer de modelo para su «juventud del Mundo»?

Tania calló un instante y luego dijo quedamente:

—Espérame, ahora subo.

Robert sabía que los ulmotrones estaban en perfecto estado. Pero, a pesar de esto, decidió comprobar todo aquello que las condiciones del laboratorio permitían, en primer lugar, para poder respirar después de su conversación con Patrick, y en segundo, porque él sabía trabajar con las manos y le gustaba hacerlo. Esto le servía siempre de distracción, y además, durante algún tiempo le infundía esa sensación de alegría que da el sentirse útil e importante, sin la cual es totalmente imposible vivir en nuestro tiempo.

Tania, delicada y graciosa, se sentó primero calladamente a cierta distancia, pero luego, comenzó a ayudarle en silencio. A las tres de la madrugada volvió a llamar Patrick y Robert le informó de que no había ninguna fuga. Patrick se desconcertó. Durante algún tiempo estuvo resoplando ante la pantalla, mientras hacia unos cálculos en un trozo de papel. Después enrolló el papel e hizo, como de costumbre, la pregunta retórica: ¿Y qué debemos pensar respecto a esto, Rob?

Robert miró de reojo a Tania, la cual acababa de salir de la ducha y fue a sentarse a un lado del videófono, y respondió con cautela que no veía nada de particular. «Una fuente ordinaria —dijo—. Lo mismo que la que se produjo después del transporte cero de ayer. La semana pasada ocurrió exactamente igual». Después recapacitó un poco y añadió que la potencia de la fuente correspondía aproximadamente a cien gramos de masa transportada. Patrick continuaba callado y a Robert le pareció que dudaba. «Todo consiste en la masa —dijo Robert. Miró el contador de Joung y repitió resueltamente— Sí, cien o ciento cincuenta gramos. ¿Qué cantidad se lanzó hoy?»

—Veinte kilogramos —respondió Patrick.

—¡Ah, veinte kilos!... Entonces no resulta. —En este momento se le ocurrió una idea a Robert—. ¿Por qué fórmula calcularon ustedes la potencia? —preguntó.

—Por la de Drambe —respondió Patrick indiferente.

Esto era lo que pensaba Robert. La fórmula de Drambe valoraba la potencia con exactitud hasta cierto grado, pero él tenía preparada desde hacía tiempo una fórmula propia, verificada meticulosamente, copiada en limpio e incluso remarcada con lápiz rojo. Esta era una fórmula universal para determinar la potencia de la erupción de la materia regenerada. Al parecer se presentaba el momento oportuno para demostrarle a Patrick todas sus ventajas.

Robert ya había cogido su lapicero, pero Patrick desapareció inesperadamente de la pantalla. Robert esperó mordiéndose los labios. Alguien preguntó: «¿Piensas desconectar?» Pero Patrick no contestó. Se acercó a la pantalla Karl Hoffman, saludó con una distraída inclinación de cabeza a Robert y dijo dirigiéndose hacia un lado: «Patrick, ¿vas a seguir hablando?» La voz de Patrick refunfuñó desde lejos: «No entiendo nada. Hay que ocuparse de esto a fondo». «Te pregunto que si vas a seguir hablando», repitió Hoffman. «No, claro que no...», replicó Patrick malhumorado. Entonces Hoffman, se sonrió como disculpándose y dijo: «Perdona, Rob, nos vamos a acostar. Si no te molesta, desconecto».

Robert apretó los dientes hasta que sintió que alguno le crujía detrás de los oídos y con movimiento intencionadamente pausado puso ante sí una hoja de papel, escribió varias veces seguidas su inapreciada fórmula, se encogió de hombros y dijo resueltamente:

—Era lo que yo pensaba. Todo está claro. Ahora tomaremos café.

Sentía una repugnancia superlativa de sí mismo y estuvo sentado delante del pequeño armario de la vajilla hasta que no recobró el control de su fisonomía. Tania le pidió:

—Haz tú el café, ¿quieres?

—¿Por qué?

—Tú hazlo y yo te miro.

—¿Qué te pasa?

—Que me gusta ver cómo trabajas. Cuando haces algo eres perfecto. No haces ni un solo movimiento superfluo.

—Como un autómata cibernético —dijo él, pero le gustó el halago.

—No. No como un «ciber». Tú trabajas perfectamente y todo lo que es perfecto deleita.

—La «juventud del Mundo» —susurró Robert. Estaba rojo de satisfacción.

Colocó las tazas y empujó la mesita hacia la ventana. Se sentaron y él sirvió el café. Tania estaba sentada de lado junto a él, con las piernas cruzadas. Estaba verdaderamente hermosa y Robert volvió a sentir una admiración y un aturdimiento propios de chiquillo.

—Tania —dijo—. Esto no es posible. Eres una alucinación.

Ella se sonrió.

—Puedes reír cuanto quieras. Sin que me lo digas sé que tengo un aspecto lamentable. Pero no puedo contenerme. Me gustaría ser un cachorro y meter mi cabeza debajo de tu brazo y menear el rabo. Y que tú me dieras palmaditas en el lomo y dijeras: «Fu, tonto, fu».

—¡Fu, tonto, Fu! —dijo Tania.

—Y ¿por qué no me das en el lomo?

—Eso después. Y lo de la cabeza debajo del brazo, también después.

—Bueno, pues que sea después. Pero ahora qué ¿quieres que me haga un collar o un bozal?

—No. Bozal no necesitas —dijo Tania—. ¿Para qué me vas a servir con un bozal?

—Y sin bozal, ¿para qué te voy a servir?

—Sin bozal me gustas.

—Esto debe ser una alucinación auditiva —dijo Robert—.¿Qué es lo que puede gustarte de mí?

—Tus piernas.

Las piernas eran el sitio débil de Robert. Las tenía fuertes, pero demasiado gruesas. Las piernas de la «Juventud del Mundo» fueron copiadas de las de Karl Hoffman.

—Era lo que yo pensaba —dijo Robert y se bebió de un sorbo el café, que ya estaba frío—. Ahora te diré por qué te amo. Soy egoísta. Posiblemente el último egoísta de la Tierra. Y te amo, porque eres la única persona capaz de ponerme de buen humor.

—Esa es mi especialidad —replicó Tania.

—Magnífica especialidad. El único inconveniente es que contigo se ponen de buen humor tanto los viejos como los niños. Sobre todo los niños.

—Gracias, Rob.

—La última vez que estuve en la Cuidad Infantil me fijé en un crío. Me parece que se llama Valia... o Vairia. Rubio, con pecas y ojos verdes.

—El pequeño Varia... —comenzó Tania.

—No me interrumpas. Yo, acuso. Este Varia osó mirarte con sus ojos verdes de tal forma, que me empezaron a picar las manos.

—Celos, ¡egoísta desenfrenado!

—Naturalmente que celos.

—Pues, figúrate ahora los celos que tendrá él.

—¿Cómo?

—Sí, figúrate con qué ojos te mirarla a ti. A una «Juventud del Mundo» de dos metros de altura. A un atleta, buen mozo, físico del cero, que se lleva a su educadora en el hombro, mientras que ella se derrite de amor.

Robert rió feliz.

—Tania, ¿cómo es posible? Entonces estábamos solos.

—Eso, tú estabas solo. Pero nosotras no estamos nunca solas en la Ciudad Infantil.

—Siií —prolongó Robert—. Me acuerdo muy bien de cuando yo tenía esa edad. Las educadoras eran lindas y nosotros bobos de quince años. Yo llegué a tal punto, que tiraba flores a su ventana. Escucha, ¿se dan con frecuencia estos casos?

—SI, con mucha —respondió pensativa Tania—. Sobre todo con las niñas. Ellas se desarrollan antes. Y como los educadores que tenemos son nada menos que astronautas, héroes... Esto, por ahora, es el callejón sin salida de nuestra profesión.

«Un callejón sin salida —pensó Robert—. Y ella está seguramente muy satisfecha con semejante callejón. Todos se alegran de los callejones sin salida. Para ellos no son más que un pretexto para tirar paredes. Por eso andan toda la vida derribando una pared tras otra».

—Tania, ¿qué quiere decir tonto? —preguntó él.

—Tonto es una palabra ofensiva —respondió Tania.

—¿Nada más?

—También puede ser un enfermo al que no alivia ninguna medicina.

—Eso no es ser tonto, eso es ser simulador.

—Yo no tengo la culpa. Sé que hay un refrán japonés que dice que «no hay medicina capaz de curar a un tonto».

—¡Ah! —dijo Robert—. Entonces los enamorados también son tontos. «Un enamorado es un enfermo incurable». Me has dado un consuelo.

—¿Pero acaso estás enamorado?

—Incurablemente.

Se disiparon las nubes y dejaron al descubierto el cielo estrellado. Se aproximaba el alba.

—Mira, el Sol —dijo Tania.

—¿Dónde? —preguntó Robert sin gran entusiasmo.

Tania apagó la luz, se sentó en sus rodillas y apretando su cara contra la de él, empezó a señalar, recordando sus niñas.

—¿Ves aquellas cuatro estrellas? Son la Trenza de la Beldad. A la izquierda de la más alta hay una estrellita muy chiquitina. Allí nací yo y nacisteis vosotras, niñas. Yo antes y vosotras después. Y ese es nuestro Sol. Olenka nació aquí, en Iris, pero su mamá y su papá también nacieron allí. Dentro de un año, cuando lleguen las vacaciones, todo nuestro grupo irá volando hasta allí.

—¡Ay, Tatiana Alexandroyna! —falseó Robert fingiéndose niña—. ¿De verdad que volaremos? ¡Oy! ¡Ay! —le dio un beso en la mejilla—. ¡Oy, cómo volaremos todas! ¡En una astronave D-sigma! ¿Todas volaremos? Y, ¿podré llevarme mi muñeca? ¡Ay! ¿Y el pequeño Varia, sabe besar? —y la volvió a besar.

Ella lo abrazó por el cuello.

—Mis niñas no juegan a las muñecas.

Robert la cogió en brazos, se levantó, rodeó con cuidado la mesita y sólo entonces, a la verdosa luz opaca de los aparatos, vio una larga figura humana sentada en el sillón de la mesa de trabajo. Sintió un estremecimiento y se detuvo.

—Creo que ya podemos encender la luz —dijo el hombre del sillón y Robert comprendió en el acto de quién se trataba.

—Y se presentó un tercero —dijo Tania—. Déjame Rob.

Se soltó y agachóse a buscar un zapato que se le había caído.

—¿Sabe usted una cosa, Camilo? —exclamó Robert irritado.

—La sé —dijo Camilo.

—Es maravilloso —dejó escapar Tania poniéndose su zapato—. Parece mentira que la densidad de población de nuestro planeta sea de un habitante por millón de kilómetros cuadrados. ¿Quiere usted café?

—No, muchas gracias —dijo Camilo.

Robert encendió la luz. Camilo, como siempre, estaba sentado en una postura muy incómoda y desagradable a la vista. Como de costumbre, llevaba un casco blanco de plástico que le tapaba la frente y los oídos. Su cara, como de costumbre también, expresaba un aburrimiento condescendiente y sus ojos, redondos y fijos, no reflejaban ni curiosidad, ni turbación. Robert, cuyos ojos no se habían acostumbrado aún a la luz, le preguntó:

—¿Lleva usted mucho tiempo aquí?

—No, poco. Pero ni les he mirado, ni he escuchado lo que decían.

—Gracias Camilo —dijo alegremente Tania, que se estaba peinando—. Es usted muy fino.

—Sólo los holgazanes no lo son —contestó Camilo.

Robert se irritó.

—Entre nosotros, Camilo, ¿qué diablos necesita usted aquí y qué manera es esa de presentarse como un fantasma?

—Le contestaré por orden —empezó tranquilamente Camilo. Esto de contestar por orden también era manera suya—. He venido aquí, porque comienza una erupción. Usted, Robi, sabe perfectamente —prosiguió e incluso cerró los ojos de aburrimiento— que yo vengo aquí cada vez que ante el frente que vigila vuestro puesto comienza una erupción. Además... —abrió los ojos y miró en silencio a los aparatos—. Además, usted me es simpático, Robi.

Robert miró de reojo a Tania. Esta escuchaba con gran atención, pasmada, con el peine en alto.

—En cuanto a mis modales —continuó Camilo monótonamente—, son extraños. Cualquier persona tiene modales extraños. Sólo los modales propios parecen naturales.

—Camilo —dijo inopinadamente Tania—. ¿Cuánto son seiscientos ochenta y cinco multiplicados por tres millones ochocientos mil cincuenta y tres?

Robert vio con gran asombro cómo en el semblante de Camilo apareció algo parecido a una sonrisa. Fue una visión horrible. Así podría sonreírse el contador de Joung.

—Mucho —contestó Camilo—. Cerca de tres millares de millones.

—Es extraño —suspiró Tania.

—¿Qué es extraño? —preguntó Robert.

—La poca precisión —explicó Tania—. Camilo, ¿por qué no toma una tacita de café?

—Muchas gracias, no me gusta el café.

—Entonces adiós. Hasta la Ciudad Infantil hay cuatro horas de vuelo. Robick, ¿me acompañas hasta abajo?

Robert asintió, mientras contemplaba con enojo a Camilo. Este examinaba el contador de Joung lo mismo que si se estuviera mirando a un espejo.

El sol salió, como de ordinario en Iris, sobre un cielo completamente despejado. Era un sol blanco y pequeñito, rodeado de un triple halo. El viento nocturno se había calmado y la temperatura era más sofocante. La estepa amarillo pardusca, con sus calvas salinas, parecía muerta. Sobre estas salinas aparecían una especie de lomas movedizas de niebla, formadas por emanaciones de sales volátiles.

Robert cerró la ventana y conectó el acondicionador. Después, sin apresurarse y con gusto, reparó el brazo del sillón. Camilo se paseaba por el laboratorio suave y silenciosamente, y miraba, de vez en cuando, por la ventana que daba al norte. Por lo visto no sentía calor. Robert por el contrario, sudaba tan sólo de verlo con su gruesa cazadora blanca, sus largos pantalones del mismo color y su casco redondo y brillante. Estos cascos se los solían poner los físicos del cero durante los experimentos, para protegerse de las radiaciones.

Tenían en perspectiva todo un día de guardia, con doce horas de sol abrasador sobre el tejado, hasta que no se reabsorbiese la erupción y no desapareciesen todos los efectos del experimento de ayer. Robert se quitó la cazadora y los pantalones y se quedó en calzoncillos. El acondicionador funcionaba a plena potencia y no se podía conseguir nada más.

No estaría mal regar el suelo con aire líquido. Aire líquido hay, pero poco, y hace falta para el generador. «No hay más remedio que aguantar», pensó Robert conformándose. Volvió a sentarse ante los aparatos. Es una delicia sentir que el sillón está fresco y que el material que lo reviste no se pega al cuerpo.

Al fin y al cabo, dicen que lo principal es estar en su puesto. Mi sitio es éste y yo cumplo con mis pequeñas obligaciones tan bien como los demás. En fin de cuentas, si no sirvo para más, no es mía la culpa. Y dicho sea de paso, la cuestión no está en que mi sitio sea o no sea éste, sino simplemente en que no me puedo ir de aquí aunque quiera, porque me siento como encadenado a estas gentes, aunque me irriten tanto, y a esta grandiosa empresa, aunque tan poco entienda de ella.

Recordó cómo en la escuela le admiraba ya este problema: el transporte instantáneo de cuerpos materiales a través del abismo espacial. Este problema estaba planteado contra todo y a pesar de todas las concepciones existentes sobre el espacio absoluto, sobre el espacio-tiempo y sobre el espacio-kappa. En aquella época esto se llamaba «el agujero del pliegue de Rimanov». Después se denominó «hiperinfiltración», «infiltración sigma», «reducción cero» y finalmente, transporte cero o abreviadamente «T cero». Aparecieron las «instalaciones de T cero», la «problemática de T cero», los «experimentadores T cero», los «físicos del cero», etc.

«¿Dónde trabaja usted?» «Soy físico del cero». A esta respuesta seguía una mirada de sorpresa y admiración: «Oiga usted, ¿no podría explicarme qué es eso de físico del cero? Porque yo no lo comprendo, ¿sabe?» «Ni yo tampoco» «¡Ah, ya!»

En general, de algo se podía hablar. Se podía hablar de la metamorfosis extraordinaria de las leyes elementales de la conservación, la cual da lugar a que el transporte cero de un pequeño cubo de platino, efectuado desde el ecuador de Iris, produzca en sus polos (¡precisamente en sus polos!) unas fuentes gigantescas de materia regenerada, es decir, unos géiseres de fuego que ciegan y una horrible Ola negra que amenaza de muerte a todo lo viviente.

Se podía hablar de las violentas disputas, temibles por su intransigencia, surgidas entre los propios físicos del cero, de esta inconcebible escisión entre hombres célebres, los cuales, lógicamente, deberían trabajar y trabajar codo con codo, y sin embargo, están divididos (aunque son pocos los que conocen este hecho) y de que mientras Etienne Lamondois conduce a los físicos por el cauce del transporte cero, la escuela de los jóvenes considera que lo más importante del problema del cero es la Ola, este nuevo «jinn» de la ciencia que se escapa de su botella.

También se podía hablar de que, por razones aun no esclarecidas, no se había conseguido realizar el transporte cero de materia viva, y de que los pobres perros, eternos mártires de la ciencia, llegaban a la meta convertidos en terrones de escoria orgánica. Se podía hablar finalmente de los emisarios cero, de esta «decena rugiente» encabezada por el magnífico Gabo y formada por muchachos fuertes y super entrenados, que llevan ya tres años paseándose por Iris, dispuestos continuamente a entrar en la cámara de lanzamiento en lugar de los perros.

—Pronto nos separaremos, Robi —dijo inesperadamente Camilo.

Robert, que estaba medio adormilado, se animó. Camilo estaba junto a la ventana norte y vuelto de espaldas. Robert se enderezó y se pasó la mano por la cara. El sudor le humedeció la palma.

—¿Por qué? —preguntó.

—La ciencia. ¡Qué desesperante es esto Robi!

—SI, hace ya tiempo que lo sé —refunfuñó Robert.

—Para usted la ciencia es lo mismo que un laberinto. Callejones sin salida, rincones obscuros y virajes inesperados. Usted ni ve más que las paredes, ni sabe nada del objetivo final. En una ocasión dijo usted que su objetivo era llegar hasta el fin del infinito, es decir, usted reconocía simplemente que no tenía objetivo. Sus éxitos hay que medirlos, no por la distancia hasta la meta, sino por la que hay desde el punto de partida. Usted tiene la suerte de ser incapaz de realizar una abstracción. El objetivo, la eternidad, el infinito, son para usted simples palabras. Conceptos filosóficos abstractos que no significan nada en su vida cotidiana. Pero si usted viera todo este laberinto desde arriba...

Camilo se calló. Robert esperó un poco y luego le preguntó:

—¿Usted lo ha visto?

Camilo no contestó y Robert no quiso insistir. Suspiró, apoyó la barbilla sobre sus puños y cerró los ojos. «El hombre habla y obra», pensó. Todo esto no son mas que manifestaciones exteriores de procesos que se desarrollan en lo más profundo de su naturaleza. La mayoría de los hombres tienen una naturaleza mezquina y por esto, cualquiera de sus movimientos se exterioriza inmediatamente, por regla general, en forma de charlatanería y de movimientos estúpidos de manos. Pero en las personas como Camilo, estos procesos tienen que ser muy poderosos, de lo contrario no se abren paso hasta la superficie. ¡Si se pudiera mirar dentro de este hombre, aunque sólo fuera con un ojo! Robert se figuraba que vería un abismo resplandeciente, en cuyas entrañas se mueven vertiginosamente unas sombras fosforescentes y deformes.

A Camilo no lo quiere nadie. Todos lo conocen; en Iris no hay una sola persona que no sepa quién es Camilo, pero no lo quieren. Si yo me sintiera tan solo como él, me volverla loco. Pero a Camilo, por lo visto, le tiene sin cuidado. Siempre está solo. Nadie sabe dónde vive. Aparece de improviso y de improviso desaparece. Su casco blanco lo ven unas veces en la Capital, otras en alta mar y no faltan quienes aseguran que en más de una ocasión lo han visto en uno y otro sitio al mismo tiempo. Esto, naturalmente, forma parte del folklore local, pero, no obstante, todo lo que se dice de Camilo parece una extraña anécdota. La forma en que Camilo dice «yo» y «usted» es muy extraña. Nadie le ha visto trabajar, pero de vez en cuando se presenta en el Soviet (consejo) y expone cosas incomprensibles para los demás. Y si consiguen comprender algo, no hay quien pueda rebatirle nada. Lamondois dijo una vez, que al lado de Camilo uno se siente lo mismo que un nieto tonto junto a su abuelo listo. En general, da la impresión de que todos los demás físicos del planeta, empezando por Etienne Lamondois y terminando por Robert Skliarov, están a un mismo nivel...

Robert tenía la sensación de que dentro de poco acabaría cociéndose en su propio sudor. Se levantó y fue a ducharse. Estuvo bajo los hilos helados del agua hasta que se le puso carne de gallina y se le quitaran las ganas de meterse en la refrigeradora y quedarse allí a dormir.

Cuando volvió al laboratorio, Camilo estaba hablando con Patrick. Este arrugaba la frente, movía distraídamente los labios y miraba a Camilo lastimera y servicialmente. Camilo hablaba de forma aburrida y pacienzuda.

—Procuren tener en cuenta estos tres factores. Los tres simultáneamente. Aquí no hace falta ninguna teoría; sólo un poco de imaginación espacial. Se trata de un actor cero en el espacio, con sus dos coordenadas temporales. ¿No comprenden?

Patrick movió despacio la cabeza. Tenía un aspecto triste. Camilo esperó un minuto y después se encogió de hombros y desconectó el videófono. Robert, sin dejar de frotarse con su áspera toalla, le increpó resueltamente:

—¿Por qué hace usted eso, Camilo? Eso es una desconsideración. Es una ofensa.

Camilo se encogió otra vez de hombros. Al hacerlo, parecía que su cabeza, aplastada por el casco, se hundía en su pecho y luego volvía a emerger.

—¡Que es una ofensa! —dijo—. ¿Y por qué no puede ser?

¿Qué podía Robert responder a esto? Comprendió instintivamente que discutir con Camilo sobre temas morales era inútil. Camilo no entendía de estas cosas.

Robert colgó la toalla y empezó a preparar el desayuno. Luego comieron en silencio. Camilo se contentó con un pedacito de pan con mermelada y un vaso de leche. Solía comer muy poco. Cuando terminó dijo:

—Robi, ¿usted no sabe si han enviado «La Flecha»?

—Sí, anteayer —dijo Robert.

—¿Anteayer? Malo.

—¿Para qué necesita usted «La Flecha» Camilo?

Camilo respondió indiferente:

—No, yo no necesito «La Flecha».