Capítulo II

Cuando llegaron a las afueras de la Capital, Gorbovski pidió que hicieran una parada. Se bajó del vehículo y dijo:

—Tengo ganas de pasear.

—Pues vamos —dijo Mark Walkenstein y se bajó también.

La carretera, recta y brillante, estaba desierta. Alrededor amarilleaba y verdecía la estepa y a lo lejos, entre el verdor de las jugosas plantas terrestres, se divisaban las manchas policromas de los edificios de la ciudad.

—Hace demasiado calor —se quejó Persi Dikson—. Se recarga el corazón:

Gorbovski cortó una florecilla al lado de la cuneta y se la acercó a la cara.

—A mi me gusta cuando hace calor —dijo—. Venga con nosotros, Persi. Está usted muy fláccido.

Persi cerró la puerta.

—Como ustedes quieran. Hablando honradamente, durante estos últimos veinte años me he cansado mucho de ustedes dos. Y soy viejo y tengo ganas de descansar de vuestras paradojas. Y hagan el favor de no acercarse a mí en la playa.

—Persi —dijo Gorbovski—. Mejor sería que se fuera a la Ciudad Infantil. Yo no sé dónde está eso, pero allí hay niños, risas inocentes, costumbres sencillas... «¡Tío! —le dirán—. Venga usted a jugar al mastodonte».

—Pero tenga cuidado con la barba —añadió Mark—, si no, se colgarán de ella.

Persi refunfuñó algo para si y se marchó. Mark y Gorbovski saltaron a la vereda y se fueron paseando a lo largo de la carretera.

—Se está haciendo vicio el barbudo —dijo Mark—. Hasta nosotros le hemos hartado.

—¡No, qué va! —dijo Gorbovski al mismo tiempo que sacaba del bolsillo un magnetófono—. No le hemos hartado, ni mucho menos. Simplemente está cansado. Además, está decepcionado. ¿Le parece poco? Ha perdido veinte años con nosotros para saber cómo influiría el Cosmos en nuestro organismo. Y como ve, por lo que sea, no influye de ninguna manera. Quiero oír África. ¿Dónde está mi África? ¿Por qué estarán siempre revueltas mis grabaciones?

Iba por la vereda siguiendo a Mark, con su florecilla entre los dientes, regulando el magnetófono y tropezando a cada paso. Por fin dio con África, y la estepa amarillo-verdosa repitió el son del tam-tam. Mark lo miró por encima del hombro.

—Escupa usted esa porquería —dijo.

—¿Qué porquería? Es una flor. —El tam-tam retumbaba.

—Reduzca usted ese ruido.

Gorbovski redujo el volumen.

—Más bajito, haga usted el favor.

Gorbovski simuló que reducía más el sonido.

—¿Así? —preguntó.

—No comprendo, ¿Cómo hasta ahora no se lo he estropeado? —dijo Mark dirigiéndose al espacio.

Gorbovski se apresuró a regular el magnetófono lo más bajito posible y se lo guardó en el bolsillo exterior.

Pasaban junto a unas casitas multicolores muy alegres, rodeadas de lilas, en cuyos tejados destacaban iguales los conos de celosía de los receptores de energía. Por una vereda pasó agazapándose un gato atigrado. «Mini-mini-mini», —lo llamó alegremente Gorbovski. El gato se metió a toda prisa en lo más tupido de la hierba y miró desde allí con ojos salvajes. Las abejas zumbaban perezosamente en el aire tórrido. Se oía cómo alguien roncaba profunda y estrepitosamente.

—¡Vaya un pueblo! —dijo Mark—. ¡La Capital! Y duermen hasta las nueve.

—No se ponga usted así, Mark —replicó Gorbovski—. A mí me parece que todo esto es muy agradable. Abejas... Un gatito que acaba de salir corriendo... ¿Qué más quiere usted? ¿Elevo un poco el sonido?

—No hace falta —dijo Mark—. No me gustan estos pueblos insolentes. En ellos no viven más que vagos.

—Si, claro... Usted lo que quiere es que todo sea lucha, que nadie esté conforme con nadie. Con tal que brillen las ideas, hasta las riñas son buenas. Pero esto es ya idealizar. ¡Espere, espere! Aquí hay algo parecido a las ortigas... Son bonitas y pican.

Dicho esto, se sentó delante de un matorral de hojas grandes con listas obscuras. Mark le dijo enfadado:

—¿Cómo se le ha ocurrido sentarse aquí, Leonid Andreevich? ¿Es que no ha visto usted ortigas en su vida?

—En la vida las he visto. Pero he leído algo sobre ellas. ¿Y sabe usted una cosa, Mark? Le voy a despedir de la nave... Se ha estropeado usted, se mima demasiado. Se ha olvidado ya de la alegría que representa la vida sencilla.

—Yo no sé a qué llama usted vida sencilla —dijo Mark—, pero todas estas florecitas y ortiguitas, todos estos caminitos y vereditas, me parece que no hacen más que desmoralizar, Leonid Andreevich. En el mundo quedan aún bastantes cosas por hacer, para que nos entretengamos admirando toda esta bucólica.

—Cosas por hacer quedan —asintió Gorbovski—. Siempre las hubo y las seguirá habiendo. ¿Se puede acaso concebir una vida donde todo esté hecho? Y no obstante, todo esto es magnífico. ¿Oye usted? Alguien canta... A pesar de las cosas que hay por hacer.

Por la carretera venía a su encuentro un enorme camión atómico. Sobre los cajones que llevaba en la caja iban sentados varios muchachos corpulentos y medio desnudos. Uno de ellos, encorvado sobre un banjo, rascaba sus cuerdas frenéticamente, mientras que los otros cantaban a una:

Necesito compañera,

Rubia o morena, da igual,

Me importa que sea formal,

Mujer, hermosa y soltera.

El camión pasó junto a ellos y una ráfaga de aire caliente cimbró la hierba durante un momento. Gorbovski no pudo contenerse:

—Esto le gustará a usted, Mark. Son las nueve y estos muchachos ya están en pie y trabajando. Y la copla ¿le gusta?

—Tampoco es eso lo que hace falta —respondió Mark testarudamente.

La senda torcía hacia un lado, rodeando un enorme estanque con fondo de cemento que estaba lleno de agua obscura. Pasaron por entre unos altos matorrales, cuya hierba amarillenta les llegaba hasta el pecho. Sintieron frescor. Las tupidas ramas de las acacias negras colgaban sobre sus cabezas.

—Mark —advirtió Gorbovski quedamente—. Ahí viene una muchacha.

Mark se detuvo sorprendido. De entre la hierba salió una joven alta, robusta y morena, con pantalón blanco y cazadora corta del mismo color, en la cual se notaban algunos botones arrancados. Iba tirando de un pesado cable.

—¡Buenos días! —dijeron a coro Gorbovski y Mark.

La morenita se estremeció un poco y se detuvo. Su cara parecía asustada.

Gorbovski y Mark se miraron mutuamente.

—¡Buenos días, muchacha! —repitió Mark. La morena dejó caer el cable y bajó la cabeza.

—¡Buenos días! —susurró al fin.

—Mark, tengo la impresión de que estamos molestando —dijo Gorbovski.

—¿Quiere que le ayudemos? —preguntó Mark con galantería.

—Serpientes —dijo ella de improviso.

—¿Donde? —exclamó Gorbovski espantado y levantando un pie.

—En general —explicó la chica. Después miró a Gorbovski y le preguntó—: ¿Han visto ustedes la aurora?

—Hoy hemos visto cuatro auroras —dijo Mark distraídamente.

La joven entornó los ojos y se arregló los cabellos. Mark aprovechó la ocasión para presentarse:

—Walkenstein, Mark.

—Astronauta D —añadió Gorbovski.

—¡Ah, astronauta D! —pronunció la chica con una entonación rara. Acto seguido, levantó el cable, hizo un guiño a Mark y se perdió entre la hierba. El cable susurró por la senda. Gorbovski miró a Mark. Este siguió a la chica con la vista.

—Sígala, Mark, sígala —dijo Gorbovski—. Es lógico. El cable es pesado; la chica, débil y guapa y usted, un corpulento astronauta.

Mark se quedó pensativo y pisó el cable. Casi al instante sintió unos tironazos y oyó como decían entre la hierba:

—¡Suelta, Semion, suelta!

Mark se apresuró a levantar el pie y los dos amigos siguieron adelante.

—Es una muchacha rara —dijo Gorbovski—. Pero agradable. A propósito, Mark, ¿por qué no se casó usted?

—¿Con quién?

—Vamos, Mark! No sea usted así. Todo el mundo lo sabe. Era una mujer simpática y agradable. Muy fina y delicada. Yo siempre pensé que usted era un poco basto para ella. Sin embargo, parece ser que ella tenía otra opinión...

—Pues, sencillamente, no me casé —dijo Mark de mala gana—. No salió.

La senda volvió a salir a la carretera. Ahora, a la izquierda se alineaban unas cisternas largas y blancas, y enfrente brillaba al sol el chapitel plateado del edificio del Soviet. En los alrededores no se veía nadie.

—A ella le gustaba demasiado la música —siguió diciendo Mark—. No era cosa de llevarse en cada vuelo la coriola. Ya tenemos bastante con su magnetófono. Persi no puede aguantar la música. En cada vuelo —repitió Gorbovski—. La cuestión está en que somos demasiado viejos, Mark. Hace veinte años no se nos hubiera ocurrido pensar qué valía más, el amor o la amistad. Ahora ya es tarde. Ya no tiene remedio. No obstante, no pierda usted la esperanza, Mark. ¿Quién sabe? Todavía es posible que nos encontremos cada uno con una mujer, capaz de ser lo que más queramos en el mundo.

—Menos Persi —añadió Mark—, exceptuando a nosotros, no tiene ni amigos. Un Persi enamorado...

Gorbovski se figuró a Persi enamorado.

—Persi sería un padre magnífico —supuso, aunque no muy convencido.

Mark hizo una mueca.

—Eso sería absurdo. Pero además, a los hijos no les hace falta un buen padre. Lo que ellos necesitan es un buen maestro. De la misma manera que cada persona necesita un buen amigo y cada mujer una persona a quien querer. No obstante, hablemos de otra cosa.

La plaza que había delante del Soviet estaba desierta. En ella sólo se veía un destartalado aerobús delante de la puerta.

—Quisiera ver a Matvey —dijo Gorbovski— ¡Venga conmigo, Mark!

—¿Quién es Matvey?

—Ahora se lo presentaré, Matvey Sergueevich Viazanitsin es el director de todo esto, viejo amigo mío y astronauta de los de desembarco. Creo que usted debe acordarse de él, Mark. Aunque, quizá no, porque esto fue antes.

—Bueno —dijo Mark—. Vamos. Haremos una visita de cumplido. Pero quite usted su musiquita. No es cosa de entrar con ella en el Soviet.

El director se alegró mucho de verlos.

—¡Magnífico! —decía con voz de bajo, al mismo tiempo que los invitaba a sentarse en unos sillones—. ¡Estupendo! Han hecho muy bien en venir. ¡Bravo, Leonid! ¡Ah, qué buen mozo estás hecho! ¿Walkenstein? ¿Mark? ¡Claro que sí! Pero, ¿usted no era calvo? Estoy seguro de que Leonid me dijo que usted era calvo... ¡Ah, no! Ya recuerdo, el calvo es Dikson. ¡Sí, sí! Dikson es célebre por su barba, pero esto no quiere decir nada. Yo conozco muchos barbudos calvos. ¡Absurdo, absurdo? ¿Se han dado cuenta del calor que hace aquí? Leonid, te alimentas mal, estás depauperado. Hoy comeremos juntos. Por ahora les invitaré a unas bebidas. Tomen jugo de naranjas, de tomate, de granada... ¡Están hechos aquí! ¡Sí, señor! ¿Qué te parece, Leonid, vino hecho en Iris? ¿Qué tal? A mi me gusta mucho. ¿Y a usted, Mark? ¡Cómo es posible que usted no beba vino! ¡Ah, lo que usted no bebe son vinos locales! Leonid, tengo que hacerte mil preguntas. No sé ni por dónde empezar, pero dentro de cinco minutos dejaré de ser persona para convertirme en administrador rabioso. ¿No han visto nunca un administrador rabioso? Ahora lo verán. ¡Voy a administrar justicia, a sancionar, a repartir bienes! Ahora me hago cargo de lo mal que lo pasaban los reyes y demás emperadores y dictadores. Me voy a consumir en el trabajo. Ustedes, mientras tanto, quédense aquí sentados y compadézcanme. Aquí nadie me compadece. ¿Están bien así, verdad? Abriré la ventana para que corra un poco de aire. Leonid, no te lo podrás figurar... Mark, córrase un poco hacia la sombra. Así, Leonid, ¿tú comprendes lo que pasa aquí? Iris se ha vuelto loco. Llevamos así más de un año.

Se dejó caer en el sillón que había delante del intervideófono de despacho. Matvey era enorme, velloso, estaba tan moreno que parecía negro y tenía unos bigotes que apuntaban hacia adelante, lo mismo que los gatos. Se desabrochó la camisa hasta la barriga y satisfecho, miró por encima del hombro a los astronautas, los cuales sorbían celosamente por unas pajitas los jugos helados. Se le movieron los bigotes, y ya se disponía a abrir la boca, cuando en una de las seis pantallas del cuadro apareció una mujer delgadita y graciosa, aunque con ojos disgustados.

—Camarada director —dijo muy seria—. Soy Haggerton, es muy posible que no me recuerde. Me dirigí a usted con motivo de la barrera radiante de la montaña Alabastro. Los físicos se niegan a quitar esta barrera.

—¿Qué quiere decir que se niegan?

—Yo hablé con Rodríguez, el cual, según tengo entendido, es el principal de los físicos del cero en ese lugar. Me contestó que usted no tiene ningún derecho a inmiscuirse en su trabajo.

—¡Le están tomando el pelo, Elen! —dijo Matvey—. Ese Rodríguez tiene de físico principal del cero lo que yo de manzanilla o de diente de león. Es simplemente mecánico auxiliar y entiende de física del cero menos que usted. Ahora mismo me ocuparé de él.

—Haga usted el favor, se lo ruego.

El director movió la cabeza y apretó el conmutador.

—¡Alabastro! —gritó—. ¡Pónganme con Pagava!

—¡Al habla, Matvey!

—¿Shota? ¡Buenos días, querido! ¿Por qué no quitas la barrera?

—¿Como que no la quito? La hemos quitado ya.

—Bueno, pues dile a Rodríguez que no le tome el pelo a la gente, si no, tendrá que vérselas conmigo. Dile que me acuerdo bien de él. ¿Cómo va vuestra Ola?

—¿Sabes...? —Shota hizo una pausa—. Es una Ola interesante. Hay mucho que contar. Después te lo diré.

—Está bien. ¡Que tengáis éxito! —Dicho esto, Matvey, echándose sobre el brazo del sillón, se volvió hacia los astronautas—. ¡A propósito, Leonid! —dijo—. ¿Qué se dice entre vosotros de la Ola?

—¿Dónde entre nosotros? —preguntó a su vez Gorbovski con indiferencia y siguió sorbiendo su jugo—. ¿En la «Tariel»?

—Concretamente, ¿qué piensas de la Ola?

Gorbovski meditó un poco.

—Yo no pienso nada. Mark es posible que piense algo —Al decir esto, Gorbovski miró incrédulamente a su observador.

Mark estaba sentado muy derecho, como en visita oficial, y tenía una copa en la mano.

—Si no me equivoco —dijo—, la Ola es un proceso relacionado con el transporte cero. Aunque casi profano en este asunto, me interesa el transporte cero como a todos los astronautas —al decir esto hizo una pequeña inclinación hacia el director—, sin embargo, en la Tierra no se concede gran importancia a la problemática del cero. Me parece que para los discretos de la Tierra este es un problema demasiado particular, cuyo carácter es evidentemente práctico.

El director soltó una agria carcajada.

—¿Qué te parece, Leonid? —dijo—. ¡Un problema particular! Si, por lo visto, nuestro Iris está demasiado lejos de la Tierra, y por eso, todo lo que ocurre aquí os parece allí demasiado pequeño. Querido Mark, este problema particular llena completamente mi vida, a pesar de que yo no soy físico del cero. ¡Me estoy consumiendo, amigos! Anteayer, en este mismo despacho, tuve que separar con mis propias manos a Lamondois y Aristóteles. Ahora me miro estas manos, —y al decir esto estiró hacia adelante sus fuertes y morenas manos— y, palabra de honor, me admiro de que no tengan mordidas y arañazos. Y junto a estas ventanas rugían dos muchedumbres. Una de ellas gritaba: «¡La Ola! ¡La Ola!» Mientras que la otra repetía: «¡El T cero! ¡El T cero!» Y, ¿cree usted acaso que esto era una simple disputa científica? ¡No! Era una intriga medieval entre vecinos por culpa de la energía eléctrica! ¿Se acuerda usted de aquel libro tan gracioso, aunque no del todo comprensible, donde le pegan a un pobre hombre porque se olvidó de apagar la luz en el excusado? «El chivo de oro» o «El burro de oro» [Se hace alusión a la obra de I.Ilf y E. Petrov «El becerro de oro». (N. del T.)] Pues bien, Aristóteles y su banda querían darle una paliza a Lamondois y la suya, porque éstos se apropiaron todas las reservas de energía... ¡Vaya un Iris! ¡Hace un año Aristóteles y Lamondois iban del brazo! Cada físico del cero era amigo, camarada y hermano de los demás físicos del cero y nadie podía pensar que el entusiasmo de Forster por la Ola escindirla el planeta. ¡En qué mundo vivimos! Falta de todo: falta energía, faltan aparatos, ¡se lucha por cualquier asistente novato! La gente de Lamondois roba energía, la de Aristóteles pesca y procura reclutar «extraños», es decir, pobres turistas de los que vienen a descansar o a escribir algo interesante sobre Iris. ¡El Soviet! El Soviet se ha convertido en una institución para resolver conflictos. Ya he pedido que me envíen el Derecho Romano... últimamente lo único que leo son novelas históricas. ¡Vaya un Iris! Dentro de poco tendré que organizar aquí una policía y un tribunal. Me estoy acostumbrando a una nueva terminología completamente salvaje. ¡Anteayer le llamé «demandado» a Lamondois y «demandante» a Aristóteles! ¡Ya ni se me traba la lengua cuando pronuncio palabras como «jurisprudencia»!

Una de las pantallas se iluminó. En ella aparecieron dos niñas de unos diez años, con caritas redondas. Una llevaba un vestido rosa y la otra uno celeste.

—Habla tú —dijo quedamente la de rosa.

—¿Por qué yo? Quedamos en que hablarías tú.

—No quedamos en nada.

—¡Mentirosa!... ¡Buenos días, Matvey Semionovich!

—No Semionovich sino Sergueevich.

—¡Matvey Sergueevich, buenos días!

—¡Buenos días, niñas! —dijo el director y, por la cara que puso, se notó que se había olvidado de algo y que acababa de recordarlo—. ¡Buenos días, pollitas!

La de rosa y la de celeste se sonrojaron.

—Matvey Sergueevich, invitamos a usted a la fiesta de verano que celebramos en la Ciudad Infantil.

—¡Hoy a las doce!

—¡A las once!

—¡No, a las doce!

—¡Iré! —gritó el director alegremente—. ¡Iré sin falta! ¡Estaré ahí a las once y a las doce!

Gorbovski apuró su copa y la llenó de nuevo. Después se recostó en el sillón, estiró las piernas hacia el centro de la habitación y se puso la copa en el pecho. Se sentía muy bien y muy cómodo.

—Yo también quiero ir a la Ciudad Infantil —dijo—. No tengo otra cosa que hacer. Aprovecharé la ocasión para pronunciar un discurso. En mi vida he hablado en público, por eso tengo ganas de probar.

—¡La Ciudad Infantil! —se interesó el director volviendo a echarse sobre el brazo del sillón—. La Ciudad Infantil es el único sitio donde aún se conserva el orden. ¡Los niños son gente magnífica! Comprenden perfectamente lo que quiere decir «no se puede»... ¡Lástima que no se pueda decir lo mismo de nuestros físicos del cero! ¡El año pasado se tragaron dos millones de megavatios hora! Este llevan ya quince y tienen pedidos sesenta más. La desgracia está en que no quieren reconocer en absoluto lo que quiere decir «no se puede».

—Nosotros también desconocíamos su significado —indicó Mark.

—¡Querido Mark! Aquellos tiempos eran otros. Aquel era el período de crisis de la física. Nosotros teníamos bastante con lo que nos daban. ¿Para qué queríamos más? Teníamos procesos D, estructura electrónica... Eran pocos los que estudiaban los espacios conjugados y solamente en el papel. ¿Y ahora? Ahora es la época loca de la física discreta, de la teoría de la infiltración, del subespacio! ¡Vaya un Iris! ¡Cuántos problemas del cero! Cualquier asistente de laboratorio, barbilampiño o pernituerto, necesita para un simple experimento miles de megavatios y un equipo único, imposible de crear en Iris y que, por añadidura, queda inservible después de dicho experimento. Ustedes, por ejemplo, han traído cien ulmotrones. ¡Muchas gracias! Pero necesitamos ¡seiscientos! ¿Y energía? ¿De dónde voy yo a sacar la energía? ¿Ustedes, nos traen energía? No, al contrario, les hace falta. Kaneko y yo nos dirigimos a la Máquina: ¡danos la estrategia óptima! Pero la pobre se encoge de hombros, ¿qué va a hacer?

En este momento se abrió la puerta y entró impetuosamente un hombre de estatura mediana, esbelto y elegante. De sus cabellos, lisamente peinados, salían unos cardos raros. Su rostro inmóvil expresaba rabia contenida.

—Nombrando a Roma... —empezó a decir el director mientras le daba la mano.

—Vengo a presentar mi dimisión —dijo con voz sonora y metálica el recién llegado—. Considero que soy incapaz de seguir trabajando así y, por lo tanto, dimito. Perdónenme, hagan el favor —saludó con una inclinación a los astronautas y se presentó a ellos—: Kaneko, energético planificador de Iris. Mejor dicho, el ex energético planificador.

Gorbovski intentó levantarse para saludar a Kaneko, pero sus pies resbalaron precipitadamente por el lustroso suelo. Al ocurrir esto, levantó su copa por encima de la cabeza y quedó en una postura semejante a la del huésped borracho en el triclinio de la casa de Luculo.

—¡Vaya un Iris! —dijo el director preocupado—. ¿Qué pasa ahora?

—Hace treinta minutos, Semion Galkin y Alexandra Postisheva han hecho una acometida secreta a la estación energética zonal y se han apropiado toda la energía de los próximos dos días —un estremecimiento recorrió el rostro de Kaneko—. La Máquina está calculada para personas honradas. Yo desconozco el subprograma que permita contar con la existencia de Galkin y Postisheva. Este es un hecho intolerable aunque, desgraciadamente, no es nuevo para nosotros, Quizá me las hubiera podido arreglar con ellos. Pero yo no soy ni yudoka ni acróbata, ni trabajo en ningún jardín infantil. Yo no puedo consentir que se hagan trampas. Esa acometida la disimularon en un tupido matorral, más allá del barranco, y tendieron un alambre atravesado en la vereda. Ellos sabían perfectamente que yo iría corriendo a evitar una fuga tan considerable...

Kaneko se calló de repente y empezó a quitarse los cardos de la cabeza.

—¿Dónde está Postisheva? —preguntó el director enrojeciendo de ira. Gorbovski se Puso derecho y juntó las piernas con cierta preocupación. La cara de Mark reflejaba un vivo interés por lo que estaba ocurriendo.

—Postisheva viene ahora —contestó Kaneko—. Yo también estoy convencido de que ha sido ella la iniciadora de este escándalo. Le he dicho que usted la llama.

Matvey se acercó al micrófono de información general y habló con su voz de bajo:

—¡Atención, Iris! Habla el director. Estoy informado del incidente de la fuga de energía. Está en vías de esclarecimiento.

Dicho esto, se puso de pie, se aproximó de costado a Kaneko, le puso una mano en el hombro y comenzó a decir con acento condolido:

—¿Qué le vamos a hacer? Ya te lo decía, Iris se ha vuelto loco. ¡Hay que aguantar, amigo! Yo también aguanto. En cuanto a Postisheva, ahora le arreglaré las cuentas. Verás como no se alegra de verme.

—Comprendo —dijo Kaneko—. Perdone usted, pero estaba tan rabioso... Con su permiso me marcho al cosmódromo. Allí es donde hay que resolver el asunto más desagradable de hoy, el reparto de los ulmotrones. ¿Sabe usted que ha llegado una cosmonave de desembarco cargada de ulmotrones?

—Sí —dijo el director satisfecho—. Lo sé. —Y dirigiendo su cuadrado mentón hacia los astronautas añadió—: Tengo el gusto de presentarle a mis amigos. El jefe de la cosmonave «Tariel», Leonid Andreevich Gorbovski y su observador, Mark Walkenstein.

—Mucho gusto —dijo Kaneko, inclinando su cabeza con los cardos.

Mark y Gorbovski correspondieron a su saludo.

—Haré todo lo posible para que los desperfectos que sufra la nave sean mínimos —dijo Kaneko seriamente y dando media vuelta se dirigió a la salida.

Gorbovski lo siguió con los ojos sobresaltados.

La puerta se abrió de improviso ante Kaneko y él se apartó a un lado, cediendo cortésmente el paso. En la puerta apareció la morena con cazadora blanca sin botones que nuestros amigos se encontraron por el camino. Gorbovski se dio cuenta de que sus pantalones estaban quemados por un lado y de que tenía tiznado el brazo izquierdo. junto a ella, el estirado y elegante Kaneko parecía un representante del lejano futuro.

—Perdone —dijo la morena con voz aterciopelada—. ¿Puedo pasar? ¿Me ha llamado usted, Matvey Sergueevich?

Kaneko volvió la cabeza, dio un rodeo y desapareció por la puerta. Matvey volvió a sentarse en el sillón y apoyó sus manos en los brazos del mismo. Su rostro se azuló otra vez.

—¿Qué piensas tú, Postisheva? —comenzó a decir con voz casi imperceptible—, ¿crees que no sé de quién partió esa idea?

Le interrumpió la aparición en la pantalla de la imagen de un joven, de mejillas sonrosadas y boina echada coquetamente a un lado.

—Perdone, Matvey Sergueevich —dijo el de la pantalla sonriendo alegremente—. Quería recordarle que dos juegos de ulmotrones son nuestros.

—Los ulmotrones se darán por cola, Karl —refunfuñó Matvey.

—Nosotros somos los primeros de la cola —dijo el joven.

—Pues entonces seréis los primeros en recibirlos —confirmó Matvey sin dejar de mirar a Postisheva y conservando el aspecto fiero e inexpugnable.

—Perdone usted otra vez, Matvey Sergueevich, pero estamos muy preocupados por el comportamiento del grupo de Forster. Ya he visto cómo han mandado su camión al cosmódromo.

—No se preocupe usted, Karl —dijo Matvey. No pudo contenerse y soltó una sonrisa—. ¡Fíjate, Leonid! Vino a quejarse. ¿Quién? ¡Hoffman! ¿De quién? ¡De su maestro, de Forster! ¡Váyase, Karl! ¡Sin cola no recibirá nadie!

—¡Gracias, Matvey Sergueevich! —dijo Hoffman—. Tanto Maliaev como yo confiamos en usted.

—¡Maliaev y él! —declamó el director elevando sus ojos al techo.

La pantalla se apagó, pero acto seguido volvió a encenderse. Un hombre de edad, sombrío, con gafas obscuras provistas de unos dispositivos en la armadura, prorrumpió descontento:

—Matvey, quería precisar respecto a los ulmotrones...

—Los ulmotrones se darán por cola —dijo Matvey.

La morena suspiró lánguidamente, se fijó en Mark y con aspecto resignado se sentó en el borde de un sillón.

—Nosotros tenemos derecho a recibirlos sin cola —dijo el hombre de las gafas.

—Entonces, los recibiréis sin cola —contestó Matvey—. Existe una cola para los sin cola. Tú eres el octavo en ella.

La morena se cimbró graciosamente y empezó a examinar el agujero que tenía en los pantalones. Después se humedeció un dedo en saliva y se frotó el tiznón que tenía en el codo.

—Espere un momento, Postisheva —dijo Matvey y se inclinó hacia el micrófono—. ¡Atención, Iris! Habla el director. La distribución de los ulmotrones que han llegado en la astronave «Tariel» se hará de acuerdo con las listas aprobadas por el Soviet, sin ninguna clase de excepciones. —Después se dirigió a ella—: Bueno, Postisheva... Te he llamado para decirte que estoy harto de tí. Fui blando... Sí, si, fui demasiado condescendiente. Aguanté todo. Tú no puedes reprocharme que he sido severo. Pero, ¡por Iris querido! ¡Todo tiene su limite! En una palabra, dile a Galkin que te he despedido y que te mandaré a la Tierra en la primera astronave.

Los grandes y preciosos ojos de Postisheva se inundaron de lágrimas. Mark movió la cabeza condolido. Gorbovski se entristeció. El director, con la mandíbula saliente seguía mirando a Postisheva.

—Ya es tarde para llorar, Alexandra —dijo—. Tenías que haber llorado antes. Cuando nosotros llorábamos.

En este momento, en el despacho entró una linda mujer con falda plisada y blusa azul. Iba pelada a lo muchacho y un mechón pelirrojo le caía sobre los ojos.

—¡Hallo! —saludó sonriendo amablemente—. Matvey, ¿no le molesto? ¡Oh! —exclamó al ver a Postisheva—. ¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras? —La abrazó por los hombros y la estrechó contra su pecho—. Matvey, ¿usted le ha hecho, llorar? ¡Cómo no le da vergüenza! Seguramente estuvo usted grosero. Hay veces que se pone usted inaguantable.

El director movió los bigotes.

—¡Buenos días, Jane! —dijo—. Deje a Postisheva. Está castigada. Ha ofendido gravemente a Kaneko y ha robado energía.

—¡Qué absurdo! —exclamó Jane—. ¡Cálmate chica! ¿Qué palabras son esas? ¡«Ha robado», «ha ofendido»! ¿A quién le ha robado la energía? ¿A la Ciudad Infantil? ¡No! Pues entonces, ¿qué más da quién de los físicos gasta la energía, la Postisheva o el terrible Lamondois?

El director se levantó majestuoso.

—Leonid, Mark —dijo—. Os presento a Jane Pikbridge, el biólogo jefe de Iris. Jane, éstos son Leonid Gorbovski y Mark Walkenstein, astronautas.

Los astronautas se pusieron de pie.

—Hallo —dijo Jane—. No, no quiero saludarles. ¿Cómo es posible que dos hombres fuertes y guapos, como ustedes, sean tan indiferentes? ¿Cómo pueden estarse sentados mientras una joven llora?

—Usted perdone —protestó Mark—, nosotros no permanecimos indiferentes. —Gorbovski lo miró con asombro—. Precisamente nos disponíamos a intervenir.

—Pues, intervengan —dijo Jane.

—¡Basta, camaradas! —rugió el director—. ¿Qué es esto? Postisheva, puedes marcharte. Si, sí, ¡márchate! ¿Qué es lo que desea, Jane? Deje usted a Postisheva y diga lo que desea. Lo ve, ya le ha empapado la blusa con su llanto. ¡Postisheva, márchate, ya te lo he dicho!

Postisheva se levantó y salió tapándose el rostro con las manos. Los ojos de Mark miraron interrogantes a Jane.

—Está claro —dijo ella.

Mark se dio un tironazo de la cazadora, miró severamente a Matvey, hizo una discreta reverencia a Jane y se marchó. Matvey sacudió la mano con desgana.

—Tendré que dimitir —dijo—. No hay ninguna disciplina. ¿Usted se da cuenta de lo que hace, Jane?

—Sí, me doy cuenta perfectamente —dijo Jane acercándose a la mesa—. Y ni toda vuestra física ni toda vuestra energía valen lo que una lágrima de Ala.

—Dígale eso a Lamondois. O a Pagava. O a Forster. O a Kaneko. En cuanto a las lagrimitas..., cada cual tiene sus armas. Y, si le parece bien, dejemos esto. ¿Qué es lo que desea?

—Sí, dejémoslo —dijo Jane—. Ya sé que usted es tan testarudo como bueno. Por lo tanto, su tozudez debe ser infinita. Matvey, he venido porque me hace falta gente. No, no... —se apresuró a decir al mismo tiempo que levantaba su pequeña mano—. Se trata de un asunto arriesgado e interesante. Me bastaría hacer una seña con el dedo para que la mitad de los físicos dejasen a sus siniestros dirigentes.

—Si la que hace la seña es usted. —dijo Matvey—, se van hasta los mismos dirigentes.

—Muchas gracias, pero me refiero a la caza de calamares. Necesito doce personas dispuestas a echar los calamares de la costa de Pushkin.

Matvey suspiró.

—¿Qué le han hecho los calamares? —dijo—. Lo siento, pero no tengo personal disponible.

—Aunque no sean más que diez personas. Los calamares saquean sistemáticamente las fábricas de conservas. ¿A qué se dedican ahora los experimentadores?

Matvey se animó.

—¡Es verdad! —dijo—. ¡Gaba! ¿Dónde estará ahora Gaba? Ah, ya recuerdo... De acuerdo, Jane, tendrá usted sus diez hombres.

—Perfectamente. Ya decía yo que era usted buena persona. Bueno, me voy a desayunar. Dígales que me busquen. Que usted lo pase bien, querido Leonid. Si quiere tomar parte en la caza nos alegraremos mucho.

—¡Uf! —dijo Matvey cuando se cerró la puerta—. Magnífica mujer, pero prefiero trabajar con Lamondois. Y, ¿qué me dices de tu amigo Mark?

Gorbovski sonrió satisfecho y se sirvió más jugo. Volvió a estirarse en su sillón plácidamente y después de preguntar quedamente: ¿se puede? conectó el magnetófono. El director también se recostó en su sillón.

—¡Si! —pronunció pensativo—. Leonid, ¿te acuerdas de la Mancha Ciega? ¡Cómo gritaba Stanislav Pishta!... A propósito, ¿tú sabes...?

—Matvey Sergueevich —dijo el altavoz—. Un comunicado de la «Flecha».

—Léelo —ordenó Matvey inclinándose hacia adelante.

—«Salgo a la deritrinitación. Volveré a comunicar dentro de cuarenta horas. Todo marcha bien. Antón». La comunicación es bastante mala, Matvey Sergueevich, la tormenta magnética...

—Gracias —dijo Matvey y se volvió hacia Gorbovski con aspecto preocupado—. Entre nosotros, Leonid, ¿qué sabes de Camilo?

—Que nunca se quita el casco —contestó Gorbovski—. En una ocasión le pregunté a él mismo sobre esto, cuando nos estábamos bañando, y me lo dijo claramente.

—Y, ¿qué piensas de él?

Gorbovski reflexionó.

—Yo pienso que está en su perfecto derecho.

Gorbovski no quería hablar de este tema. Escuchó durante cierto tiempo el tam-tam y luego añadió:

—Comprendes, Matiusha, no sé por qué se me considera casi amigo de Camilo. Seguramente por esto todos me vienen a preguntar por qué y cómo. Pero este tema no es de mi agrado. Si tienes alguna pregunta concreta, te la contestaré con gusto.

—SI, tengo una pregunta —dijo Matvey—. Camilo, ¿no está loco?

—Noo, ¡qué dices! Es simplemente un genio como otro cualquiera.

—Te lo pregunto, porque tiene la manía de predecir. Algunas veces pienso: ¿por qué estará siempre profetizando?

—Y, ¿qué es lo que predice?

—Tonterías —dijo Matvey—. El fin del mundo. Lo peor del caso es que nadie lo comprende. Bueno, dejemos esto. ¿Sobre qué estábamos hablando?

La pantalla se iluminó de nuevo. Apareció Kaneko. Tenía la corbata torcida.

—Matvey Sergueevich —dijo casi ahogándose—. Permítame comprobar la lista. Usted debe tener una copia.

—¡Oh, estoy harto de todo esto! —dijo Matvey—. Leonid, haz el favor de perdonarme. Tengo que marcharme.

—No faltaba más, márchate —dijo Gorbovski—. Yo mientras tanto iré al cosmódromo a ver cómo anda mi «Tariel».

—Ven a comer conmigo a las dos —le invitó Matvey.

Gorbovski apuró lo que le quedaba en la copa y aumentó hasta el límite el volumen del tam-tam.