III

Después de cerrar cuidadosamente la puerta detrás de él, como hacía siempre si no estaba rota, Urm dio un paso y se detuvo. El espacio circundante estaba lleno de sonidos, de movimientos, de radiaciones. Tres haces de rayos luminosos, muy potentes, luchaban contra la oscuridad. Delante de Urm, a trece metros cincuenta centímetros, había un edificio bajo, cuyas grandes ventanas estaban protegidas por barrotes de hierro. Sus muros irradiaban una resplandeciente claridad infrarroja. Los copos de nieve revoloteaban a millares en el aire, y los que se posaban sobre Urm se fundían y se evaporaban inmediatamente, hasta tal punto el motor atómico calentaba su cuerpo.

Urm volvió la cabeza y decidió que el edificio bajo era el objeto a estudiar más próximo y más interesante. Encontró en seguida la entrada. Abrió la puerta y penetró en una pequeña habitación.

Los dos hombres sentados ante la mesa se levantaron de un salto y se le quedaron mirando, aterrorizados. Urm volvió a cerrar la puerta y se inmovilizó delante de ellos.

—¿Cómo está usted? —dijo.

—¿Camarada Piskunov? —preguntó uno de los hombres, embobado.

—El camarada Piskunov ha salido —respondió Urm en tono indiferente—. ¿Qué es lo que hay que transmitirle?

Los hombres no le interesaban. Su atención se había fijado en un pequeño ser peludo, acurrucado en un rincón.

«Está caliente, vivo, huele intensamente, no es un hombre», decidió Urm. Y, en voz alta, dijo:

—Buenos días, ¿cómo está usted?

—R-r-r-r —respondió el ser con el valor de la desesperación, mostrando unos dientes agudos y blancos.

Absorto en el perro, Urm se había olvidado por completo de los milicianos, los cuales habían aprovechado la ocasión para atrincherarse detrás de la mesa y del armario, y sacaban apresuradamente sus revólveres.

Con el rabo entre las patas, el perro profirió un aullido lastimero y trató de escaparse. Pero Urm era mucho más rápido que él, más rápido que cualquier animal. Con la velocidad del rayo, su cuerpo dio media vuelta, su brazo salió disparado y cogió al perro. En el mismo instante resonó un disparo: uno de los milicianos había perdido su sangre fría. Al chocar con la coraza que formaba la espalda de Urm, la bala produjo un sonido metálico, rebotó y se clavó en la pared.

—¡Sidorenko, no dispares! —gritó el otro miliciano.

Urm soltó al perro, que temblaba con todos sus miembros, y miró a los dos hombres pálidos pero resueltos que permanecían delante de él empuñando sus armas. Olfateó con curiosidad el aire en el cual flotaba el olor desconocido de la pólvora sin humo. El perro se había refugiado entre las piernas de los milicianos, pero Urm había perdido todo interés por él. Se volvió y se dirigió hacia la otra puerta, en la cual veíanse un cráneo y dos tibias entrecruzadas. Estupefactos, los milicianos le vieron palpar el candado con sus pinzas. La puerta se abrió. Entonces, recobrando el ánimo, se precipitaron hacia él.

—¡Alto! ¡Atrás! ¡Atrás!

Se pegaron a sus flancos blindados, ciegos al peligro, transidos de horror al pensar en lo que podía hacer aquel monstruo de acero si entraba en el transformador. Pero Urm no les hacía el menor caso. Los esfuerzos de los milicianos eran inútiles, como si trataran de parar un tractor en marcha. Entonces, uno de ellos, apartando a su camarada, disparó a quemarropa todo su cargador en la cabeza de Urm. La habitación se llenó del ruido de las detonaciones.

Urm se tambaleó. La coquilla de ebonita de su receptor voló en pedazos. La antena del radar quedó arrancada y colgada de un hilo.

Urm no había sido atacado nunca. No poseía el instinto de autodefensa y, naturalmente, no tenía ninguna experiencia de lucha contra el hombre. Pero podía cotejar los hechos, extraer conclusiones lógicas y escoger una línea de conducta susceptible de garantizar al máximo su seguridad. Todas esas operaciones mentales no requirieron más que unas décimas de segundo. Inmediatamente después se volvió y avanzó hacia los hombres, con sus temibles pinzas extendidas con aire amenazador.

Los milicianos se separaron. Uno de ellos se refugió detrás del tablero de distribución y el otro saltó detrás del estuche de acero macizo del transformador más próximo, recargando apresuradamente su revólver.

—¡Sidorenko! ¡Corre al cuerpo de guardia y telefonea dando la alarma! —gritó.

Pero Sidorenko no llegó a la puerta. Urm se desplazaba mucho más rápidamente que un hombre y bastó que el miliciano saliera de detrás del tablero para que le alcanzara.

Entonces, trataron de salir simultáneamente. Fue inútil: Urm corría del tablero al transformador con la velocidad del rayo.

A consecuencia de un torpe movimiento del robot, el tablero se partió por la mitad. El viento silbaba en los cristales rotos por las balas en las ventanas y en el techo.

Finalmente, aquel juego aburrió a Urm y decidió no ocuparse más de los dos hombres. Se paró bruscamente delante del transformador y hundió resueltamente la mano bajo el estuche de protección. Los milicianos aprovecharon la ocasión para huir al cuerpo de guardia. En el mismo instante resonó un chasquido ensordecedor y un relámpago azul proyectó a su alrededor su claridad cegadora. Las luces se apagaron. Un acre olor a metal quemado, a humo, a laca derretida, brotó de la habitación. Aturdidos, los milicianos no comprendieron inmediatamente lo que había pasado. Luego resonaron unos pasos lentos en la estancia donde se habían refugiado y una voz metálica pronunció en las tinieblas:

—Buenos días, ¿cómo está usted?

Cayó el cerrojo, la puerta chirrió, la silueta angulosa del monstruo de metal apareció por espacio de un segundo en el marco y la puerta volvió a cerrarse.

Urm continuó su viaje por el patio del Instituto, hundiéndose en la nieve y levantando mucho los pies. Las tinieblas eran tan intensas que su órgano visual infrarrojo no le servía prácticamente de nada. Sólo distinguía un leve resplandor en torno a su vientre y sus piernas, donde los copos de nieve venían a derretirse y evaporarse. Algunas siluetas de hombres, débilmente fosforescentes, aparecieron entre los edificios. Pero Urm no les prestó ninguna atención. Avanzaba orientando por el radar, aunque ahora no podía calcular las distancias, ya que una de las antenas había sido rota por una bala.

Urm se interesó por las luces lejanas de la ciudad que parpadeaban a través de la borrasca y que los haces azulados de los reflectores hacían aún más atractivas. Caminó hasta la pared, vaciló y giró a la izquierda. Sabía que en las paredes siempre hay puertas. No tardó en encontrarlas. Unas grandes puertas de hierro. Estaban cerradas. Detrás, oíanse unas voces inquietas. A través de una rendija se filtraba un rayo de luz de color azul brillante.

—Buenos días —dijo Urm.

Empujó las puertas que, perfectamente cerradas, no cedieron. A lo lejos oíanse unos chasquidos metálicos. Detrás de las puertas ocurrían cosas muy interesantes, sin duda. Urm empujó con más fuerza, luego retrocedió, echó la cabeza hacia atrás y se lanzó contra la puerta, golpeándola con su pecho blindado. Las voces se callaron. Después, alguien gritó en tono vacilante:

—¡Cuidado! ¡No disparéis contra ese diablo!

—Buenos días, ¿cómo está usted? —dijo Urm.

Con un nuevo impulso, volvió a golpear la puerta, que esta vez cayó, arrancada de sus goznes, menos sólidos que la cerradura. Urm pasó sobre ella como por un puente, mientras los milicianos se apartaban, y se encontró en pleno campo, donde la tempestad de nieve arreciaba.

Avanzó, conservando a duras penas el equilibrio sobre la tierra labrada y cubierta de nieve movediza. Repentinamente, el suelo cedió bajo su peso y Urm cayó en la nieve que se evaporó a su contacto. Urm no había caído nunca. Sin embargo, se arqueó inmediatamente sobre sus manos, estiró los brazos al máximo, flexionó las rodillas y se levantó.

Una vez de pie, permaneció un momento inmóvil observando lo que pasaba a su alrededor. Delante, las luces de las viviendas parpadeaban en la oscuridad. A la izquierda, muy cerca, se agitaban tres siluetas humanas. Más lejos se oía el roncar de los motores de unos vehículos que avanzaban rápidamente hacia las puertas. Al pasar junto a los hombres les saludó, y en uno de ellos reconoció al Maestro, el que podía privarle de la facultad de desplazarse. Urm lo recordaba perfectamente, de modo que apresuró el paso. El maestro quedó rezagado y desapareció entre los torbellinos.

Urm desembocó en la carretera e inmediatamente una luz cegadora le iluminó de pies a cabeza. Unos gigantescos monstruos metálicos avanzaban hacia él. Se detuvieron, resoplando con ira.

De pie a cinco pasos del primer buldózer, Urm volvió su redonda cabeza a derecha e izquierda y repitió:

—Buenos días, ¿cómo está usted?