II — Se negó a tolerar la ofensa
Cuando el circo quedó vacío y las enormes lámparas se apagaron, a excepción de una colgada encima de la pista, llevaron de nuevo a Hoity-Toity. Schmit exigió que el cornac no asistiera a las pruebas. El hombrecillo, que se había despojado ya del frac y llevaba ahora un jersey de cuello alto, se encogió de hombros.
—No lo tome a mal —dijo Schmit—. Disculpe, no conozco su nombre...
—Young, Friedrich Young, para servirle.
—No se lo tome a mal, señor Young. Queremos que la prueba se desarrolle de modo que no quepa la menor sospecha.
—No se preocupe —dijo el cornac—. Llámeme cuando hayan terminado.
Y se dirigió hacia la salida.
Los sabios iniciaron sus experimentos. El elefante se mostraba atento, dócil, contestaba sin error a las preguntas, encontraba soluciones a todos los problemas. Lo que hacía resultaba sorprendente. Sus respuestas no podían ser atribuidas a trucos de ninguna clase. Había que admitir que el animal estaba dotado de una inteligencia extraordinaria, casi de una conciencia. Schmit, casi convencido, solo discutía por terquedad.
El elefante pareció cansarse de aquella interminable sesión. Súbitamente alargó la trompa, sacó diestramente el reloj del bolsillo de Schmit y se lo mostró. Las saetas señalaban la medianoche. Después de haberle devuelto el reloj, el animal agarró a Schmit por la cintura, lo levantó y le transportó hacia la salida a través de la pista. El profesor aulló como un condenado. Sus colegas reían a más y mejor. Young, que había acudido precipitadamente, empezó a apostrofar al elefante. Pero Hoity-Toity no le prestó la menor atención.
Después de haber dejado a Schmit en el pasillo, dirigió una significativa mirada a los sabios que habían permanecido en la pista.
—Vamos a marcharnos inmediatamente —dijo Stoltz, dirigiéndose al elefante como si fuera un hombre—. No se enfade, por favor.
Stoltz y los demás profesores abandonaron la pista, desconcertados.
—Has hecho muy bien en echarles, Hoity —dijo Young—. Tenemos aun mucho trabajo. ¡Johann! ¡Friedrich! ¡Wilhelm! ¿Dónde os habéis metido?
Varios obreros entraron en la pista y empezaron a arreglarlo todo: barrieron el suelo, recogieron las perchas, las escalerillas, los aros... En cuanto al elefante, ayudaba a Young a transportar los decorados. Pero no parecía tener ganas de la segunda sesión a una hora tardía. Resoplaba, sacudía la cabeza y desplazaba los decorados ruidosamente. Tiró uno de ellos con tanta fuerza, que lo rompió.
—¡Eh! ¡Cuidado, animal! —gritó Young—. No quieres trabajar, ¿eh? Desde que has aprendido a escribir y a contar le haces ascos al trabajo manual, ¿verdad? Pues empieza a quitarte esa idea de la cabeza. Esto no es un asilo de ancianos. En el circo todo el mundo trabaja. Fíjate en Enricot Feriy. Es el mejor caballista, tiene fama mundial, pero cuando no tiene que salir a la pista se endosa una librea y forma en el desfile al lado de los mozos. Y no tiene inconveniente en barrer la pista...
Era cierto. Y el elefante lo sabía. Pero le tenía sin cuidado. Resoplando ruidosamente, se dirigió hacia la salida.
—¿A dónde vas ahora? —gritó Young, súbitamente irritado—. ¡Alto! ¡Alto, he dicho!
Y, empuñando una escoba, alcanzó al elefante y le propinó un bastonazo con el mango. Young no había pegado nunca al animal. Es cierto que el animal no se había mostrado nunca tan desobediente. Hoity profirió tal berrido, que el pequeño Young se dejó caer al suelo y se agarró el vientre con las dos manos, como si aquel ruido le hubiera revuelto las entrañas. Dando media vuelta, el elefante agarró a Young con la trompa y le lanzó varias veces al aire, volviendo a atraparle al vuelo. Luego, dejándole en el suelo, cogió una escoba con la trompa y escribió sobre la arena:
«¡Te prohíbo que me pongas la mano encima! ¡No soy un animal, soy un hombre!»
A continuación, el elefante se dirigió hacia la salida, pasó por delante de las caballerizas, se acercó a la puerta principal y apoyó contra ella su enorme cuerpo. La puerta crujió y, no pudiendo resistir aquella formidable presión, voló en pedazos. El elefante recobró la libertad.
El director del circo, Ludwig Strom, paso una noche muy agitada. Había empezado a conciliar el sueño cuando su criado llamó a la puerta de su dormitorio y le anunció que Young quería verle para un asunto urgente. Los empleados del circo eran gente formal, y Strom comprendió que tenía que haber ocurrido algo extraordinario para que se atrevieran a molestarle a una hora tan intempestiva. En bata y zapatillas salió al saloncito.
—¿Qué pasa, Young? —pregunto el director.
—¡Una gran desgracia, señor Strom! ¡Hoity-Toity se ha vuelto loco!
Con los ojos desorbitados, agitó los brazos con un gesto de impotencia.
—¿Y usted, Young, se encuentra bien? —inquirió Strom.
—¿No me cree usted? —dijo Young, ofendido—. No estoy borracho, ni he perdido la chaveta. Si no me cree, puede preguntárselo a Johann, a Friedrich y a Wilhelm. Lo han visto todo. El elefante me ha arrancado la escoba de las manos y ha escrito sobre la arena de la pista: «No soy un animal, soy un hombre». Luego, después de haberme lanzado dieciséis veces hacia la cúpula, ha reventado la puerta principal y ha huido.
—¿Qué? ¿Ha huido? ¿Hoity-Toity se ha escapado? ¿Por qué no me ha avisado inmediatamente, por aturdido que estuviera? Hay que adoptar en seguida medidas para capturarle, de otro modo esto será un desastre.
Strom se veía ya ante la policía, con los tenderos que le reclamaban daños y perjuicios, se veía condenado a pagar por los destrozos causados por el elefante.
—¿Quién está hoy de guardia en el circo? ¿Han avisado a la policía? ¿Qué medidas se han tomado para capturar al elefante?
—Yo estoy de guardia, y he hecho todo lo que podía hacerse. No he avisado a la policía, ya se enterará por sí misma. He corrido detrás del elefante, suplicándole que regresara, llamándole barón e incluso conde. «¡Regrese usted, señor barón! —le he dicho—. ¡Regrese, señor conde! Disculpe que no le haya reconocido hace unos instantes. La pista estaba muy oscura y le he confundido con un elefante». Hoity-Toity me ha mirado, ha resoplado desdeñosamente y ha continuado su camino. Johann y Wilhelm le siguen sobre unas motocicletas. Ha enfilado la avenida Unter den Linden, ha cruzado todo el Tirgarten siguiendo la Scharlottenburgerstrasse y se ha dirigido hacia el distrito forestal de Grünwalde. En estos momentos está a punto de tomar un baño en el Gafel.
Sonó el timbre del teléfono. Strom cogió el receptor.
—Sí... Yo mismo... Sí, ya lo sé, muchas gracias... Haremos todo lo que esté a nuestro alcance... ¿Los bomberos? No lo creo... Es preferible no irritar al elefante.
Strom colgó.
—Era la policía —dijo—. Ha sugerido enviar a los bomberos para que capturen a Hoity-Toity. Pero hay que tratar al elefante con mucho cuidado.
—Vale más no excitar a un loco —asintió Young.
—Young, el elefante le conoce mejor que a nadie. Trate de estar a su lado y de atraerle al circo con dulzura.
—Desde luego, lo intentare... Tendré que llamarle Hindenburg, ¿no?
Young se marchó. En cuanto a Strom, no volvió a acostarse hasta el amanecer, recibiendo llamadas telefónicas y dando órdenes. El elefante se bañó prolongadamente cerca de la isla de los Pavos, luego efectúo una incursión a una huerta comiéndose todas las coles y zanahorias, se atracó de manzanas en un pomar contiguo y se dirigió hacia el distrito forestal de Friedensdorf.
Todos los informes atestiguaban que no había atacado a nadie, que no había cometido destrozos inútiles y que, en términos generales, se comportaba de un modo bastante razonable. Evitaba pisotear las huertas, se esforzaba en seguir las grandes carreteras y los caminos vecinales, y sólo el hambre le obligaba a llenarse el estómago de legumbres y de fruta en las huertas. Pero también allí actuaba con prudencia: no pisoteaba inútilmente los semilleros, devoraba las coles limpiamente, arriate por arriate, sin romper los árboles frutales.
A las seis de la mañana reapareció Young, fatigado, cubierto de polvo y empapado en sudor. Iba mojado de pies a cabeza.
—¿Cómo va eso, Young?
—No hay manera. Hoity-Toity no se deja convencer. Le he llamado «Señor Presidente», pero se ha enfadado y me ha tirado al lago para castigarme. Es evidente que entre los elefantes la megalomanía adopta otras formas que entre los hombres. Luego he tratado de presentarle argumentos razonables: ¿Cree usted acaso que está en África? —le he preguntado, evitando darle ningún titulo—. Esto no es África, nos encontramos a cincuenta y dos grados de latitud norte. Ahora estamos en agosto y hay frutas y legumbres en todas partes. Pero, ¿qué hará usted cuando lleguen las heladas? No podrá alimentarse de cortezas, como las cabras. Sepa que sus antepasados, los mamuts, vivieron en Europa, pero murieron todos a causa del frío. ¿No sería mejor que regresara al circo, donde estará caliente, cómodo y bien alimentado? —Hoity-Toity me ha escuchado atentamente, ha reflexionado, y luego me ha rociado con su trompa. ¡Dos baños en dos minutos! ¡Es demasiado para mí! Si no pillo una pulmonía, creeré en los milagros...