Capítulo III

A las diez de la mañana el calor se hizo insoportable. Los amargos vapores de las sales volátiles de la caldeada estepa se filtraban por los intersticios de las ventanas cerradas. Sobre la estepa danzaban espejismos. Robert había colocado junto a su sillón dos potentes ventiladores y estaba medio tumbado abanicándose con una revista vieja. Se consolaba pensando que a eso de las tres de la tarde aún sería peor, y que después, cuando quisiera darse cuenta, sería ya de noche. Camilo seguía ensimismado junto a la ventana del norte. No habían vuelto a hablarse.

Del aparato registrador iba saliendo una cinta celeste sin fin, en la que se veían los trazos dentados de la inscripción automática. El contador de Joung iba tomando, de manera paulatina y casi imperceptible, un color lila intenso. Los ulmotrones runruneaban débilmente y por sus mirillas espejadas podía verse cómo se movían los reflejos de la llama atómica. La Ola se desarrollaba. Más allá del horizonte boreal, sobre las inmensas extensiones desérticas de tierra quemada, subían hasta la estratosfera fuentes gigantescas de un caliente polvo venenoso.

Se oyó la señal de videófono y Robert se apresuró a adoptar la postura de hombre ocupado. Pensó que sería Patrick o Maliaev, aunque este último no solía llamar cuando hacía tanto calor. Pero resultó ser Tania, alegre y fresca. Era evidente que donde ella estaba no hacia cuarenta grados de calor ni había emanaciones pestilentes como las de la estepa muerta, sino que el aire era dulce y fresco y que el viento traía del cercano mar el limpio aroma de los parterres despejados por el reflujo.

—¿Cómo te sientes ahí sin mí, Robert? —le preguntó ella.

—Mal —se quejó él—. Huele mal, hace calor y no estás tú. Tengo unas ganas irresistibles de dormir, pero no logro dormirme.

—Pobrecito. Yo dormí perfectamente en el helicóptero. Sin embargo, hoy también será para mi un día de mucho trabajo. La fiesta estival; algo así como una torre de Babel. Los niños andan como locos. ¿Estás solo?

—No. Aquí está Camilo, pero ni nos ve, ni nos oye. Taniok, ¿dónde quieres que te espere hoy?

—¿Termina acaso tu turno? Pues, si es así, ¡vámonos al sur!

—¡Magnífico! ¿Recuerdas el café de la Aldea de Pescadores? Iremos allí. Comeremos lampreas y beberemos vino nuevo... ¡helado! —Robert suspiró y puso los ojos en blanco—. Ahora esperaré a que llegue la tarde. ¡Oh, cómo voy a esperar!

—Yo también —dijo ella y miró a su alrededor—. Te mando un beso, Robi. Espera mi llamada.

—La esperaré impaciente —aseguró Robert. Camilo seguía mirando por la ventana con las manos atrás. Tenía los dedos en continuo movimiento. Sus dedos eran extraordinariamente largos, flexibles y blancos y tenían las uñas recortadas. La forma en que se cruzaban y descruzaban entre sí era extravagante. Robert se dio cuenta de que, sin quererlo, intentaba imitar estas manipulaciones.

—Comenzó —dijo de repente Camilo—. Mire usted.

—¿Qué ha comenzado? —preguntó Robert sin deseos de levantarse.

—El movimiento de la estepa —dijo Camilo.

Robert se levantó sin ganas y se acercó a Camilo. Al principio no se dio cuenta de nada. Después le pareció que veía un espejismo. Pero cuando se fijó, echó el cuerpo hacia adelante con tal violencia, que dio con la frente en el cristal. La estepa se movía. La estepa cambiaba de color. Una horrible masa rojiza parecía deslizarse por el espacio amarillo. Abajo, junto a la base de la torre, se veía cómo unos puntos rojos y amarillos hormigueaban entre los altos tallos.

—¡Mi madre! —exclamó Robert—. ¡Son granívoros bermejos! ¡Qué hace usted? —Se lanzó al videófono y gritó—: ¡Pastores! ¿Quién está de guardia?

—El pastor de guardia escucha.

—¡Habla el puesto de observación Estepario! ¡Del norte vienen granívoros bermejos! ¡Toda la estepa está cubierta de granívoros!

—¿Qué ha dicho? Repita. ¿Quién habla?

—¡Habla el puesto de observación Estepario! ¡Soy el observador Skliarov! ¡Del norte vienen granívoros bermejos! Peor que hace dos años! ¿Ha comprendido? ¡Toda la estepa es un hervidero de granívoros!

—¡Entendido! Gracias, Skliarov, ¡Qué desgracia! Todos los nuestros están en el sur. ¡Qué desdicha! Bueno, ¡qué le vamos a hacer!

—¡Oiga! —gritó Robert—. Póngase en comunicación con Alabastro o con Greenfield, allí hay muchos físicos del cero que pueden ayudarle.

—¡Entendido! Gracias, Skliarov. Cuando termine el paso de los granívoros, haga el favor de avisarnos en seguida.

Robert volvió a la ventana. Los granívoros venían en oleadas. Ya no se veía la hierba.

—¡Qué desgracia! —murmuró Robert apretando su cara contra el cristal—. ¡Vaya una desgracia!

—No se haga ilusiones, Robi —dijo Camilo—. Esto no es aún la desgracia. Esto es simplemente interesante.

—Sí, cuando arrasen los sembrados —dijo Robert de mal humor—, nos quedaremos sin pan, sin ganado...

—No nos quedaremos, Robi. No les dará tiempo.

—Así lo espero. Esa es la única esperanza. Pero mire usted cómo van. Toda la estepa está roja.

—Esto es un cataclismo —dijo Camilo.

Inesperadamente obscureció. Una sombra enorme cayó sobre la estepa. Robert miró alrededor y corrió a la ventana oriental. Una nube ancha y palpitante tapó el sol. Robert no comprendió en el acto de que se trataba. Primero se extrañó, ya que durante el día, no solían formarse nubes en Iris. Después se dio cuenta de que eran pájaros. Millares y millares de pájaros venían volando del norte y hasta a través de las cerradas ventanas se oía su ininterrumpido aletear y su fino y penetrante griterío. Robert retrocedió hacia la mesa.

—¿De dónde vienen estos pájaros? —pensó en alta voz.

—Todos buscan la salvación —dijo Camilo—. Todos corren. Si yo fuera usted, Robi, también correría. Viene la Ola.

—¿Qué Ola? —Robert se agachó y miró los aparatos—. No hay ninguna Ola, Camilo.

—¿No? —dijo Camilo serenamente—. Pues tanto mejor. Quedémonos y veremos lo que ocurre.

—Yo no pensaba correr. Simplemente me llama la atención todo esto. Hay que comunicarlo a Greenfield. Y lo que más me extraña es de dónde vienen estos pájaros. Por ese lado no hay más que desiertos.

—Por ahí hay muchos pájaros —contestó Camilo con tranquilidad—. Hay grandes lagos azules, cañaverales...

Camilo se calló. Robert lo miró incrédulamente. Llevaba diez años trabajando en Iris y estaba completamente seguro de que al norte del paralelo Tórrido no había nada, ni agua, ni hierba, ni vida. «No estaría mal tomar un flaer y volar hacia allá con Taniushka», pensó repentinamente. Veríamos qué lagos y qué cañaverales son ésos.

Sonó la señal de llamada. Robert miró la pantalla. Era Maliaev.

—Skliarov —dijo Maliaev en el tono hostil que le caracterizaba. Robert, como de costumbre, se sintió culpable, culpable de todo, hasta de los granívoros y de los pájaros— Skliarov, escuche una orden. Evacue el puesto inmediatamente. Tráigase los dos ulmotrones.

—Fiodor Anatolievich —dijo Robert—. Están pasando granívoros, vuelan los pájaros, en este momento quería comunicárselo.

—No se entretenga. Repito. Tráigase los dos ulmotrones. Tome el helicóptero y salga inmediatamente para Greenfield. ¿Ha comprendido?

—Si.

—Ahora... —Maliaev miró hacia abajo—. Ahora son las diez y cuarenta y cinco. A las once en punto debe usted estar en el aire. Tenga en cuenta que voy a poner en movimiento los «caribdis». En todo caso procure volar alto. Si no tiene tiempo de desmontar los ulmotrones, abandónelos.

—Pero, ¿qué ocurre?

—Que viene la Ola —dijo Maliaev mirando a Robert a los ojos por primera vez—. Ha rebasado ya el paralelo Tórrido. Dése prisa.

Robert quedó pensativo un segundo. Después volvió a mirar los aparatos. A juzgar por las indicaciones de éstos, la erupción iba en descenso.

—Bueno, esto no es cosa mía —dijo Robert en alta voz—. Camilo, ¿me ayuda usted?

—Ahora ya no puedo ayudar a nadie —replicó Camilo—. Por lo demás, tampoco es cosa mía. ¿Que hace falta, llevar los ulmotrones?

—Sí, pero antes hay que desmontarlos.

—¿Quiere que le dé un buen consejo? —dijo Camilo—. El buen consejo número siete mil ochocientos treinta y dos.

Robert ya había desconectado la corriente y destornillaba las juntas quemándose los dedos.

—Venga su consejo —dijo.

—Deje usted estos ulmotrones, métase en el helicóptero y váyase con Tania.

—Buen consejo —dijo Robert, que se daba prisa al desacoplar las juntas—. Muy agradable. Ayúdeme a sacar esto.

El ulmotron pesaba cerca de un quintal y tenía la forma de un cilindro grueso y liso, de metro y medio de longitud. Lo sacaron de su asiento y lo metieron en la cabina del ascensor. Se oyó bramar el viento y la torre comenzó a vibrar.

—Basta —dijo Camilo—. Bajemos juntos.

—Hay que coger el segundo.

—Robi, ni éste ni aquél le van a servir más. Siga usted mi consejo.

Robert miró el reloj.

—Aún hay tiempo —dijo resueltamente—. Bájelo usted y ruédelo hasta que llegue a tierra.

Camilo cerró la puerta. Robert regresó a la instalación. Fuera, todo estaba envuelto en una penumbra roja. Ya no se veían pájaros, pero el cielo estaba encapotado por un manto turbio, a través del cual apenas si se distinguía el pequeño disco del sol. La torre se estremecía y balanceaba bajo los embates del viento.

—Si tuviéramos tiempo... —pensó Robert en alta voz.

Haciendo un gran esfuerzo extrajo el segundo ulmotron, se lo echó al hombro y lo llevó al ascensor. En este momento, a su espalda, saltaron hechos añicos los marcos de las ventanas y una nube de polvo hiriente y de viento abrasador irrumpió en el laboratorio. Algo le dio a Robert un fuerte golpe en un pie. El se agachó presuroso, apoyó el ulmotron contra la pared y apretó el botón de llamada. El motor del ascensor rugió en vacío y se paró al instante.

—¡Cami... lo! —gritó Robert apretando su cara contra la puerta de celosía.

Nadie contestó. El viento seguía aullando y silbando en las rotas ventanas. La torre se balanceaba y Robert se mantenía de pie a duras penas. Volvió a apretar el botón. El ascensor no funcionaba. Entonces, Robert, venciendo al viento, llegó a la ventana y miró hacia afuera. La estepa estaba invadida por nubes de polvo que avanzaban con extraordinaria furia. Junto a la base de la torre centelleó algo brillante. Robert sintió un escalofrío al darse cuenta de que aquello que estaba allí rodando y dándose golpes a merced del viento, era un ala destrozada arrancada de su pterocar. Cerró los ojos y se pasó la lengua por los labios. Sentía un sabor acre en la boca. «¡Vaya una trampa! —pensó Robert—. Aquí quisiera ver a Patrick.»

—¡Cami... lo! —gritó con todas sus fuerzas.

Pero apenas si pudo oír su propia voz. Por la ventana... Por la ventana es imposible, me arrastraría. ¡Vale la pena intentar? El pterocar está destrozado... De todas maneras me aniquilará. No, hay que bajar. ¡Qué hará Camilo allí? Yo, en su lugar, ya habría arreglado el ascensor... ¡El ascensor!

Avanzando por encima de todos los destrozos volvió a la puerta de celosía del ascensor y se cogió a ella con ambas manos. Ahora veremos a la «Juventud del Mundo», pensó. La puerta era sólida. Si las vigas armadas de la torre hubieran tenido una solidez semejante, el ascensor no se habría averiado. Robert se echó de espaldas sobre la puerta y apoyó sus pies en la pared de enfrente. ¡Vamos, a la u... na! Los ojos se le obscurecieron. Algo crujió, o la puerta o sus músculos. ¡O... tra vez! La puerta cedió. «Ahora se abrirá de golpe y yo caeré al pozo», pensó Robert. Veinte metros de cabeza y encima el ulmotron. Se volvió de manera que apoyaba la espalda en la pared y los pies en la puerta. ¡Crac! La parte inferior de la puerta saltó y Robert cayó de espaldas y se dio un golpe en la cabeza. Quedó inmóvil varios segundos. Estaba bañado en sudor. Después miró por el hueco. Allá lejos, en el fondo, se veía el techo de la cabina. Daba miedo entrar en el pozo, pero en este momento comenzó a inclinarse la torre y arrastró a Robert hacia abajo. No intentó resistirse, porque la inclinación era cada vez mayor y parecía no tener fin.

Iba descendiendo, agarrándose a las vigas y a las riostras y un viento denso, punzante por el polvo que arrastraba, lo oprimía contra el metal caliente. Se dio cuenta de que el polvo había disminuido y de que el sol volvía a inundar la estepa. La torre seguía inclinándose. Era tanto el deseo de Robert de saber cuanto antes qué había sido del pterocar y de Camilo, que, cuando le faltaban aún cuatro metros para llegar al suelo, saltó. Al caer se hizo daño en los pies y en las manos. Y lo primero que vio fueron los dedos de Camilo hundidos en la tierra seca.

El pterocar estaba volcado y debajo de él yacía Camilo, con sus ojos redondos desmesuradamente abiertos y vidriosos y con sus largos dedos hincados en la tierra, como si quisiera sacarse a si mismo de debajo de la máquina destrozada. Seguramente sufrió mucho antes de morir. El polvo cubría su cazadora blanca, sus mejillas y sus ojos abiertos.

—¡Camilo! —llamó Robert.

Sobre su cabeza, el viento desgarraba y retorcía los restos del ala rota. El viento arrastraba ráfagas de polvo amarillento. El viento silbaba y gemía en las vigas armadas de la torre inclinada. En el turbio cielo ardía ferozmente el pequeño sol. Parecía tener los pelos de punta.

Robert se puso de pie y, dejándose caer sobre el pterocar, intentó retirarlo. Consiguió levantar el aparato, pero sólo por un momento. Robert miró de nuevo a Camilo. Vio que tenía toda la cara llena de polvo, que la cazadora se le había puesto amarilla y que sólo su absurdo casco seguía intacto, sin que ni una sola partícula de polvo se adhiriese al plástico opaco de que estaba hecho y que alegremente reflejaba los rayos del sol.

A Robert le temblaban las piernas y fue a sentarse junto al muerto. Quería llorar. Adiós, Camilo. Yo le quería a usted, palabra de honor.

Nadie le quería, pero yo si. Es verdad que nunca le hacia caso, lo mismo que los demás, pero, palabra de honor, no le hacia caso porque no tenía ni siquiera la esperanza de comprenderle. Usted destacaba sobre los demás toda una cabeza y, sobre mi, tanto más. Ahora no tengo fuerzas para separar de su pecho este montón de chatarra. Mi deber sería quedarme aquí, junto a usted. Pero me espera Tania. Es posible que también Maliaev me espere, pero lo principal es que tengo unos grandes deseos de vivir. Yo sé que no podré irme de aquí. Pero de todas formas lo intentaré. Correré, caminaré, si es preciso me arrastraré, pero seguiré adelante hasta lo último. Soy un tonto, debía haber escuchado su consejo siete mil, pero, como siempre, no lo comprendí, aunque, ¿qué era lo que había que comprender?

Robert se sentía tan rendido y cansado, que tuvo que hacer un gran esfuerzo para ponerse de pie y echar a andar. Pero cuando se volvió para dar el postrer adiós a Camilo, vio la Ola.

Allá lejos, muy lejos, sobre el horizonte boreal, tras la niebla rojiza de polvo, fulguraba en el cielo blanquecino una franja cegadora, tan brillante como el sol.

Aquí está el fin, pensó lánguidamente Robert. No podré llegar lejos. Dentro de media hora estará aquí y seguirá adelante. Todo esto quedará convertido en un desierto negro. A la torre no le ocurrirá nada, claro está, a los ulmotrones y al pterocar tampoco, y hasta es posible que siga colgando, en esa calma caliente, el ala arrancada. De Camilo quizá quede el casco. ¿De mí? De mi no quedará nada. Robert se contempló como si se estuviera despidiendo de sí mismo, se golpeó su desnudo pecho y se tocó sus músculos. «¡Qué. lástima!», pensó. Pero en este momento divisó un flaer.

El flaer estaba detrás de la torre. Era un flaer pequeño, de dos plazas, parecido a una tortuga policroma. Era rápido, económico y extraordinariamente cómodo y fácil de manejar. Era el flaer de Camilo. ¡Claro está que era el flaer de Camilo!

Robert dio varios pasos inseguros y después se lanzó en desenfrenada carrera, rodeando la torre, sin quitar sus ojos del flaer, como temiendo que pudiera desaparecer. De repente tropezó y cayó deslizándose sobre la punzante hierba. Se desolló el pecho y el vientre. Cuando se levantó, vio cómo el pesado cilindro del ulmotron todavía se balanceaba un poco a causa del empujón.

Robert dirigió su vista hacia el norte. El horizonte parecía ya una muralla negra. Robert llegó por fin al flaer, saltó al asiento y, en cuanto cogió la palanca de mando, arrancó a todo gas.

La zona esteparia se extendía hasta Greenfield y Robert la cruzó a una velocidad media de quinientos kilómetros por hora. El flaer corría por la estepa como una pulga, dando saltos enormes. La franja cegadora pronto volvió a ocultarse tras el horizonte. En la estepa todo tenía su aspecto ordinario: la hierba seca como cerdas, los temblorosos espejismos sobre las salinas y las escasas zonas de matorrales enanos. El sol quemaba implacablemente. No se veían huellas ni de los granívoros, ni de los pájaros, ni del huracán. Probablemente, el huracán había barrido todo signo de vida y se había perdido después en estas estériles llanuras del norte de Iris, que las propia naturaleza parecía haber destinado para los locos experimentos de los físicos del cero. En una ocasión, cuando Robert era aún novato, cuando la capital se llamaba simplemente estación y Greenfield no existía, la Ola cruzó ya estos sitios, provocada por un experimento grandioso del difunto Liu Fin-chen. Entonces, todo esto quedó negro. Pero pasaron siete años y esta hierba tenaz volvió a hacer que el desierto retrocediera muy lejos hacia el norte, hasta reducirlo a las mismas zonas en que tenían lugar las erupciones.

«Todo volverá», pensó Robert. Todo seguirá siendo como antes. Solamente Camilo no volverá a existir. Y si alguna vez aparece inesperadamente alguien en el sillón que hay a mi espalda en el laboratorio, estaré seguro de que se trata de un simple fantasma. Ahora iré a ver a Maliaev y le diré en la cara: «Sus ulmotrones los he tirado...» El replicará entre dientes: «¿Cómo se ha atrevido usted, Skliarov?» Entonces le contestaré: «¿Qué me importan a mí sus ulmotrones cuando por ellos ha perdido la vida Camilo?» El dirá: «Sí, eso es una desgracia, pero usted debía haberse traído los ulmotrones». Entonces, yo me enfureceré por fin y le diré todo: «Eres un carámbano, un monigote de nieve con mando electrónico. ¿Cómo te atreves a pensar en los ulmotrones cuando ha caído Camilo? ¡Eres un ser indolente, una lagartija!»

A doscientos kilómetros de Greenfield, Robert se encontró con los «caribdis» una especie de gigantescos tanques telemecánicos, que transportaban unas fauces energoaspiradoras. Los «caribdis» avanzaban en línea, de horizonte a horizonte, guardando entre si intervalos de medio kilómetro y atronando el espacio con el rugido de sus potentísimos motores. A su paso, en la estepa amarillenta iban dejando franjas anchurosas de tierra obscura, removida hasta la base basáltica del continente. Las zapatas de las orugas centelleaban al sol. Allá en lo alto, en la parte derecha del descolorido cielo, maniobraba a lo lejos un punto apenas perceptible. Era el helicóptero orientador que dirigía los movimientos de estos monstruos metálicos. Los «caribdis» iban al encuentro de la Ola.

Los energoaspiradores, al parecer, no funcionaban todavía, pero Robert, por si acaso, tomó altura rápidamente y no comenzó a descender hasta que vio cómo entre la niebla aparecía Greenfield. Este estaba formado por unas cuantas casitas blancas y una torre cuadrada para el control de largo alcance, y rodeado de una frondosa vegetación terrenal. En el extremo norte de Greenfield se destacaba un sombrío «caribdis» que había aplastado un bosquecillo de palmeras y cuya insondable trompa aspiradora apuntaba ahora hacia Robert. Otros dos «caribdis» se encontraban, respectivamente, a derecha e izquierda del poblado. Dos helicópteros se elevaron sobre la torre y se dirigieron hacia el sur. En la plaza, entre el verde césped, brillaban al sol las alas membranosas de los pterocares. Entre ellos corría y hormigueaba la gente.

Robert arrimó su flaer a la misma entrada de la torre y saltó a la marquesina. Alguien se echó hacia atrás y una voz de mujer gritó: «¿Quién es éste?» Robert cogió el tirador de la puerta de cristal y se quedó pensando un instante, mientras contemplada su reflejo en ella: estaba casi desnudo, cubierto de costras de polvo, un gran arañazo negro le cruzaba el pecho y el vientre y tenía los ojos irritados. «¿Qué más da?», pensó y empujó la puerta. «¡Pero, si es Robert!», dijeron a sus espaldas. Iba subiendo muy despacio por las escaleras, cuando se topó con Patrick. Este se quedó mirándole con la boca abierta. «Patrick —dijo Robert—. Amigo Patrick, Camilo ha muerto...». Patrick parpadeó y, de repente, se apretó la boca con la mano. Robert continuó subiendo. La puerta del despacho estaba abierta. En él se encontraban: Maliaev; el jefe de los físicos del cero del norte, Shota Petrovich Pagava; Karl Hoffman y otras personas, al parecer, biólogos. Robert se detuvo apoyándose en el marco de la puerta. Detrás de él alguien taconeaba por las escaleras y oyó decir: «¿Como lo sabe él?»

—Camilo... —comenzó a decir Robert, pero le dio un golpe de tos.

Todos se quedaron mirándole sorprendidos.

—¿Qué pasa? —preguntó Maliaev bruscamente—. ¿Qué le ocurre, Skliarov, por que tiene ese aspecto?

Robert se acercó a la mesa, apoyó sus sucios puños sobre unos papeles y le dijo en la cara:

—Camilo ha muerto. Murió aplastado.

Se hizo un profundo silencio. Los ojos de Maliaev se contrajeron.

—¿Qué lo ha aplastado? ¿Dónde?

—Lo aplastó el pterocar —dijo Robert—. Por culpa de sus inapreciables ulmotrones. Se podía haber salvado tranquilamente, pero me ayudó a sacar esas joyas de ulmotrones y resultó aplastado. Y yo he abandonado allá sus ulmotrones. Ya los recogerá cuando pase la Ola. ¿Entiende? Los he abandonado. Allá los tiene tirados.

Le dieron un vaso de agua. Robert lo tomó y bebió ansiosamente. Maliaev permaneció callado. Su pálido rostro se puso completamente blanco. Karl Hoffman, sin levantar la cabeza, buscaba inútilmente unos esquemas. Pagava se levantó y se quedó en pie con la cabeza gacha.

—Esto es muy doloroso —dijo por fin Maliaev—. Camilo era un gran hombre. —Se limpió el sudor de la frente—. Un gran hombre. —Volvió a mirar a Robert—. Está usted muy cansado Skliarov...

—No. Yo no estoy cansado.

—Vaya a arreglarse y descanse un poco.

—¿Y esto es todo? —preguntó Robert apenado.

La cara de Maliaev recobró su aspecto normal, indiferente y duro.

—Un momento. ¿Ha visto usted la Ola?

—Si, también he visto la Ola.

—¿Qué tipo de Ola es?

En el cerebro de Robert se produjo un corrimiento y todo vino a quedar en el sitio de costumbre. Maliaev quedó como dirigente autoritario e inteligente, y Robert Skliarov, como eterno observador y «Juventud del Mundo».

—Me parece que de tercer orden —dijo sumiso—. Una Ola Liu.

Pagava levantó la cabeza.

—¡Eso es bueno! —dijo con impensado brío y luego volvió a languidecer. Se apoyó en la mesa y se sentó—. ¡Ah, Camilo, Camilo! —murmuró— ¡Pobrecito! —Se cogió sus grandes y salientes orejas y comenzó a mover la cabeza sobre los papeles.

Uno de los presuntos biólogos miró receloso a Robert y tocó a Maliaev en el codo.

—Perdone —dijo tímidamente—. ¿Qué tiene de bueno la Ola Liu?

Maliaev retiró por fin de Robert su mirada dura y penetrante.

—Quiere decir —dijo—, que solamente se perderán los sembrados de la zona norte. Pero aun no estamos seguros de que sea una Ola Liu. El observador pudo equivocarse.

—¿Como puede ser eso? —protestó el biólogo—. Quedamos en que... Usted dispone de estos... de los «caribdis». ¿Es imposible acaso detenerla? ¿Qué físicos son ustedes?

Karl Hoffman respondió:

—Posiblemente consigamos amortiguar la energía de la Ola en la línea de caída discreta.

—¿Qué quiere decir posiblemente? —replicó una mujer desconocida que estaba al lado del biólogo—. ¿Usted comprende que esto es un escándalo? ¿Dónde están sus garantías? ¿Dónde sus magníficas palabras? Esto es dejar el planeta sin pan y sin carne.

—No admito semejantes reclamaciones —dijo Maliaev fríamente—. Lo siento mucho, pero sus quejas deben dirigirlas a Etienne Lamondois. Nosotros no hacemos experimentos de cero. Nos limitamos a estudiar la Ola.

Robert dio media vuelta y se dirigió despacito a la salida. «A éstos no les importa nada Camilo», pensó. La Ola, los sembrados, la carne... ¿Por qué no le querían? ¿Porque era más inteligente que todos ellos juntos o porque no quieren a nadie? Junto a la puerta estaban los jovénes. Sus caras eran conocidas, pero reflejaban alarma, tristeza y preocupación. Alguien cogió a Robert del brazo. El miró de abajo a arriba, hasta que se encontró con los ojos, pequeños y pesarosos, de Patrick.

—Vamos, Rob, te ayudaré a lavarte.

—Patrick —dijo Robert, poniéndole la mano en el hombro—. Patrick, vete de aquí. Deja a éstos si quieres seguir siendo persona.

El rostro de Patrick reflejó una mueca dolorosa.

—¡Qué dices, Rob! —susurró—. No te pongas así. Esto pasará.

—Pasará —repitió Robert—. Todo pasa. Pasa la Ola. Pasa la vida... y todo se olvida. ¿Qué más da cuando se olvida? En el acto o después...

Detrás de él, los biólogos seguían regañando abiertamente. Maliaev exigía: «¡El parte!» Shota gritaba: «No interrumpan las mediciones ni un sólo instante. Empleen todos los sistemas automáticos. Cuando se estropeen, tiradlos».

—Vamos, Rob —suplicó Patrick.

En este instante, superando los rumores y los gritos, retumbó en el despacho una monótona voz, muy conocida:

—¡Atención!

Robert se volvió en el acto. Le temblaban las rodillas. En la pantalla grande del videófono de despacho se veía un ridículo casco mate y los ojos redondos y fijos de Camilo.

—Tengo poco tiempo —dijo Camilo. Era Camilo vivo, de verdad. Su cabeza se estremecía y sus finos labios y la punta de su larga nariz se movían al compás de sus palabras—. No puedo ponerme en comunicación con el director. Llamen inmediatamente a la «Flecha». Evacuen inmediatamente todo el norte. ¡Inmediatamente! Volvió la cabeza para mirar hacia un lado y se vio su mejilla manchada de polvo—. Detrás de la Ola Liu va otra de tipo desconocido. No podréis...

Un relámpago cegador recorrió la pantalla, se oyó un crujido y se apagó. En el despacho se hizo un silencio sepulcral y Robert sintió de repente cómo se fijaban en él los entornados y temibles ojos de Maliaev.