III
Bartch volvió a verse sentado bajo la veranda. Delante de él se extendían los campos de caña de azúcar en un estado lamentable. Las puntiagudas hojas, normalmente muy verdes, estaban como agostadas por el sol, cubiertas de manchas y de roeduras.
Bartch acababa de regresar de un vuelo de reconocimiento. Sobre toda Jamaica quedaba apenas una tercera parte de las plantaciones de caña de azúcar a salvo, hasta entonces, de los ataques del tántalo. ¿De dónde procedía aquel terrible virus? Ni siquiera Clara, que conservaba en su memoria todo lo que la Humanidad sabía de biología, podía decirlo. Nadie había visto ni descrito nunca un virus semejante al tántalo. Sin embargo, se podía pensar que en pleno siglo XXI quedaban descartados esos descubrimientos inesperados...
Experto investigador, veterano de la Protección biológica, Bartch había sido encargado de aclarar el origen misterioso del tántalo. La tarea no resultaba fácil. Hasta ahora, todas las respuestas habían sido negativas.
Un suave zumbido obligó a Bartch a levantar la cabeza. Medio centenar de pulverizadores volantes, parecidos a gigantescos paraguas y en formación simétrica, volaban sobre los campos a baja altura dejando detrás de ellos una niebla de color amarillo limón. Químicos y biólogos del Laboratorio Central trabajando en equipo las veinticuatro horas del día, buscaban un producto eficaz contra el peligroso parásito. Por su color, el que ahora era esparcido debía ser nuevo.
Se hablaba ya de poner a Jamaica en cuarentena, es decir, prohibir las entradas y salidas.
Los pulverizadores volantes que se recortaban contra el horizonte como fantásticas flores tornasoladas desaparecieron unos tras otros, regresando a sus bases de partida.
Bartch seguía contemplando los campos cuando su bloque universal emitió la señal de llamada.
Pulsó el botón de «recepción» y el rostro de Karry, jefe de la Protección biológica, apareció en la pantalla.
—Escuche, Bartch —dijo Karry, con la sonrisa del hombre-que-saborea-la-fruta-en-conserva de los anuncios del siglo XX—. ¿Continúa usted buscando el tántalo? Cambie un poco. ¡Olvídelo! Por dos o tres días. ¡Escúcheme! En el África Central, los elefantes son víctimas de una extraña enfermedad. Algo nuevo, absolutamente desconocido. ¡Palabra de honor! Hay que actuar rápidamente antes que se propague la enfermedad. Vaya usted allí. Luego volverá a dedicarse a su tántalo, y estoy convencido que encontrará la clave que ahora se le escapa. Yo procedo siempre de este modo. ¿Está usted de acuerdo?
Era precisamente lo que le hacía falta a Bartch en aquel momento: la posibilidad de ocuparse de algo práctico.
—Sí, Karry —asintió, de buena gana.
—Charlie y App ya han salido —anunció Karry—. El primero de Irlanda y el segundo de Nicaragua. Usted será el tercero. Manténgase en contacto conmigo.
Dio sus coordenadas y desapareció de la pantalla.
Cinco minutos después Bartch estaba en camino. ¡Un vuelo sin historia! Su aparato hendía el aire, dirigiéndose directamente al punto que había señalado en el mapa.
Al cabo de dos horas Bartch divisó un lago cuyas orillas estaban invadidas por innumerables cañaverales y, muy cerca, un extenso claro con una casa. Allí se encontraba la reserva de los elefantes en la que el vicepresidente de la Academia de Ciencias de África, Ngarroba, actualmente en viaje a Venus, realizaba sus experimentos. Bartch pulsó el botón de «aterrizaje» y el aparato empezó a buscar un lugar para posarse. Pasó dos veces por encima del claro, volando cada vez más bajo, y luego, tras decidir que no encontraría nada mejor, inició el descenso definitivo. El avión del «Socorro de urgencia» se encontraba ya allí. El aparato de Bartch se posó junto a él. Apenas había saludado a Charlie cuando apareció el avión de App.
Sin perder tiempo, los tres se encaminaron hacia el lago.
Encontraron a los elefantes sobre la arena de la orilla. Menos bellos que los elefantes de la India, con su enorme cabeza desproporcionada, los animales, de pie o tumbados, no manifestaban la menor animación. Sus grandes orejas colgaban como trapos, y sus trompas marchitas, sin fuerza, pendían hasta el suelo, desmadejadas.
Bandy, el ayudante de Ngarroba, circulaba entre ellos como si no fueran seres vivientes, sino unos peñascos en forma de animales. Y los elefantes no le dedicaban más atención que la que prestaban a los pájaros que brincaban sobre la arena.
—Un triste espectáculo —dijo App, al contemplar aquel cuadro.
El negro rostro de Bandy había adquirido un tinte grisáceo a causa de la emoción y de la fatiga.
—La cosa empezó ayer —dijo—. Y ya ven ustedes...
—¿Qué comieron? —preguntó Charlie.
—Lo mismo que de costumbre —dijo Bandy, encogiéndose de hombros—. Ese es su manjar preferido —añadió, señalando los cañaverales que crecían en abundancia a orillas del lago.
Dejando que Charlie y App se ocuparan con Bandy de los animales enfermos, Bartch se dirigió hacia los cañaverales. Cortó unas cuantas cañas y las examinó atentamente. No habiendo descubierto nada sospechoso, siguió la orilla durante un par de kilómetros. Por doquier, los cañaverales eran los mismos. Tomó muestras en diversos lugares para analizarlas y regresó al lugar donde se encontraba el aparato del «Socorro de urgencia».
Charlie y App estaban ya allí.
—Es anemia —anunció App—. Una anemia maligna.
—He tomado muestras de sangre —dijo Charlie.
En el interior de su aparato, unas lámparas se encendían y se apagaban, se oían sonidos burbujeantes y unos líquidos coloreados circulaban por unos tubos transparentes: el analizador automático funcionaba.
Bartch entró en la cabina de su avión. Cortó en trozos las cañas que había traído y las distribuyó por los preparadores automáticos. Para no perder tiempo, se instaló al microscopio y empezó a examinar trocitos de caña. No observó nada especial hasta el momento en que su mirada cayó sobre el reverso de una hoja salpicada de pequeñas manchas, apenas perceptibles. Bartch separó un trozo muy pequeño que contenía una de aquellas manchas y aumentó el microscopio. La mancha tenía ahora el aspecto de un diminuto volcán con un cráter en el centro.
Dos de los autómatas anunciaron que habían terminado su trabajo. Sin apartarse del microscopio, Bartch alargó la mano y tomó las hojas de papel azul. La primera llevaba los resultados del análisis de las cenizas: no revelaba nada anormal, a excepción de un poco de manganeso. La otra daba la composición del protoplasma. Con algunas anomalías de poca importancia, desde luego, pero que habría que revisar con más minuciosidad.
En cambio, Bartch se sobresaltó al tomar la hoja preparada por el tercer autómata. Se veían en ella las fotografías de los microbios descubiertos en la caña, y entre ellos —Bartch no daba crédito a sus ojos— el del tántalo, tan conocido por él. ¡Aquello se estaba convirtiendo en una obsesión!
Bartch tomó una lupa y, sin apresurarse, procurando conservar la calma, examinó la fotografía. No, aquella imagen semejante al signo que se traza para señalar un párrafo no dejaba ninguna duda. ¡Era un tántalo, un verdadero tántalo!
El cuarto, el quinto y el sexto autómatas anunciaron sucesivamente que habían realizado la tarea que les había sido encomendada. Pero Bartch dejó sus informes a un lado sin mirarlos y llamó a Clara.
Cuando finalmente respondió, la mesa de Bartch estaba literalmente cubierta de hojas que contenían los resultados de los análisis más diversos. Bartch empezó a consultarlos rápidamente, mientras formulaba a Clara pregunta tras pregunta.
Interrogada a propósito de las manchas de la hoja de caña, Clara dio una respuesta inesperada: nombró un virus descubierto medio siglo antes en la cuenca del Amazonas.
El virus del Amazonas, según ella, era un ser inofensivo, sin ninguna característica especial, hasta el punto que todas las informaciones relacionadas con él ocupaban apenas cinco líneas en la Enciclopedia completa de los microbios. Probablemente no ejercía ninguna influencia sobre la vida de las plantas en las cuales habitaba. Descubierto por casualidad, nadie se había interesado por él, salvo Bartch, ahora.
Bartch llamó a Karry. Jamaica contestó inmediatamente.
—Pruebe a dar cañas de azúcar atacadas por el tántalo a unos elefantes, si es posible a unos elefantes africanos.
—De acuerdo. Pero, ¿qué pasa?
Bartch se lo contó.
—¡Formidable! —exclamó Karry.
Su rostro resplandecía. Se decía de él que si un día la Protección biológica no tuviera ya nada que hacer, su jefe se marchitaría y moriría víctima de una enfermedad desconocida.
Karry pidió que le transmitieran todas las informaciones facilitadas por los autómatas. Bartch pulsó el botón «transmisión de informaciones» y abandonó la cabina.
Charlie y App transmitían al Centro los primeros resultados de sus investigaciones.
—La enfermedad de los elefantes es provocada por un virus —dijo App.
—La proporción de manganeso en la sangre es anormal —anunció por su parte Charlie—. Y usted, ¿qué ha descubierto?
—Yo diría que el tántalo —respondió Bartch, encogiéndose de hombros—. Y, sin embargo, no es exactamente igual. Las cañas contienen también mucho manganeso.
—Sin duda procede del suelo.
—Queda por comprobar el insectario —dijo App—. ¡He aquí un problema típico de nuestra época! Al dejar absolutamente intactos unos rincones de la naturaleza, unas reservas, conservamos unos focos de infección. El problema estriba en saber qué es preferible, si conservarlos, o destruirlos. ¿Qué sería más beneficioso para la Humanidad?
Fina como un velo, la red verde tendida sobre el bosque tropical era invisible, incluso de cerca. Bandy encontró la entrada, la abrió y dejó pasar a sus compañeros. Franquearon así tres redes sucesivas, y Bartch cerró detrás de ellos unas puertas imponderables. A continuación insistió para que cada uno se revistiera con una red de protección individual.
Penetraron en el insectario.
La naturaleza se conservaba aquí en su estado primitivo. Unos horribles animales voladores, cuyas picaduras podían provocar enfermedades terribles e incurables, se multiplicaban sin obstáculo en aquella atmósfera húmeda y madorosa. Era uno de los bosques en los cuales no podían penetrar sin estremecerse los más osados exploradores del pasado.
Bartch era un soldado de la Protección biológica y, como un soldado, avanzaba sin temor, adoptando razonables medidas de precaución. Los insectos pasaban silbando como balas junto a sus oídos, chocaban contra su red de protección, revoloteaban por encima de su cabeza.
A Bartch le gustaba trabajar en el «Socorro de urgencia» precisamente a causa de aquellos rápidos cambios de situación, a causa del peligro que casi siempre lo acompañaba, a causa del propio trabajo que con frecuencia exigía cuarenta y ocho horas de presencia ininterrumpida. Bartch se sorprendió al pensar que su rostro resplandecía de placer, igual que el de Karry.
No, él sería incapaz de pasar toda su vida detrás de un muro transparente, como Svensen. Aunque, a decir verdad, el trabajo en los laboratorios de la prisión de microbios no era menos peligroso ni menos apasionante que el suyo. Pero él habría echado de menos todos estos incidentes imprevistos, los cambios de lugar, en resumen, todo lo que se llama la «aventura».
Bandy se inclinó hacia el suelo y señaló unas grandes huellas.
—Los elefantes han pasado por aquí —dijo.
App examinó las huellas durante un minuto y declaró:
—Su estado de salud es normal.
—¿No podríamos tomarles una muestra de sangre? —inquirió Charlie.
Bandy sacudió la cabeza.
—Imposible.
—En tal caso, no vale la pena —intervino App—. Los elefantes sanos no nos interesan.
Después de haber cortado algunas plantas que guardaron en unas bolsas herméticas, los investigadores emprendieron el camino de regreso adoptando las mismas precauciones; Bandy les hizo franquear la triple red y pasó a continuación un largo rato conectando diversos interruptores ocultos entre los arbustos.
—La red está conectada a un cable de alta tensión —explicó—, para evitar que los animales de gran tamaño puedan romperla.
Los autómatas del laboratorio se encargaron de analizar las plantas procedentes del insectario.
—¿Y bien? —inquirió App, asomando la cabeza por la puerta entreabierta del laboratorio de Bartch.
—No hay manchas.
—¿Y los análisis?
En aquel preciso instante, el primer autómata emitió una señal.
—¿Hay manganeso? —preguntó Charlie, que se había acercado.
—No —respondió Bartch, tras haber consultado la hoja.
—Hum... —El rostro de Charlie asumió una expresión preocupada—. Todo el secreto reside quizás en el manganeso.
Bartch llamó de nuevo a Karry. Este anunció que los dos elefantes africanos alimentados con caña de azúcar atacada por el tántalo se encontraban en estado normal.
—Hay que probar con otros elementos —sugirió Charlie—. Hacerles comer la misma caña de azúcar, tratada previamente con manganeso.
—De acuerdo —gruñó Karry—. Si obtenemos una vacuna se la enviaremos inmediatamente.
Cuando la entrevista hubo terminado, App dijo:
—Hay que cambiar a los elefantes de sector. Llevarlos a un lugar que no esté contaminado.
—Es probable que cualquier lugar sirva para el caso, con tal que el suelo no contenga manganeso —dijo Charlie.
Bartch subió a un automóvil y se marchó a escoger el lugar.
Los otros se ocuparon de los elefantes. Los animales estaban tan débiles, que muchos de ellos ni siquiera pudieron levantarse. Bandy pidió que le enviaran unos helicópteros de transporte. Una hora después, unos enormes vagones volantes se posaron en el claro. Con la ayuda de una grúa, cargaron los elefantes.
—Sería lamentable que esos animales murieran —dijo Bandy—. Ngarroba los utilizaba para sus experimentos.
Charlie, App y Bandy pasaron toda la noche organizando el transporte de los elefantes. Finalmente, el último de ellos fue trasladado al nuevo paraje. Despuntaba el alba cuando Bandy despidió a los helicópteros.
—Bien —dijo App, contemplando a los elefantes tumbados sobre la hierba, sin fuerzas—, ahora podemos descansar un poco. ¿Cómo vamos a arreglarlo? ¿Lo echamos a suertes, uno duerme y dos trabajan? ¿De acuerdo?
El sorteo favoreció a Bartch para dormir en el primer turno. Cerró herméticamente la puerta de la cabina, ajustó la temperatura y la humedad del aire a los niveles a los cuales estaba acostumbrado y pulsó el botón «litera». Una litera brotó de la pared. Concebida por el Instituto del Sueño, sostenía al durmiente de tal modo que podía creerse flotando en el aire, con lo cual no corría peligro de anquilosar un brazo o una pierna. Bartch se desvistió. Un par de minutos después dormía profundamente.